Dioses, Tumbas y Sabios (30 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Una prueba de que en esta excavación egipcia, la más grandiosa, se trabajaba con seriedad y exactitud, la constituye el hecho de que, desde el primer momento, se colaboró en tal obra desde todas las partes del mundo, y a menudo de la manera más altruista. Carter dio más tarde las gracias por esta ayuda tan amplia que se les prestó. Rindiendo justicia a todos, empieza haciendo pública una carta que el jefe indígena de sus obreros le envió durante su ausencia. La reproducimos, también, para que no se nos tache de parcialidad al loar solamente la ayuda intelectual:

«Karnak, Luxor.

5 de agosto de 1923.

Mr. Howard Carter, Esq.

Muy respetable señor:

Escribo esta carta con la esperanza de que usted goce de buena salud y ruego al Todopoderoso que le proteja y que nos lo devuelva con seguridad.

Ruego a Su Excelencia tome nota de que el depósito núm. 15 está en orden, el tesoro está en orden, el depósito septentrional está en orden. Wadain y la casa están en orden y en todos los trabajos se siguen sus respetables indicaciones.

Rais Hussein, Gad Hassan, Hassan Awad, Abdelad Ahmed y todos los
gaffirs
de la casa le mandan sus mejores saludos.

Mis mejores saludos a Su Excelencia y a todos los miembros de la familia del Lord y a todos sus amigos de Inglaterra.

Anhelando una contestación rápida,

su seguro servidor,

Rais Ahmed Gurgar».

Pidió algunos informes a una expedición acampada en Tebas; a ello, Lythgoe, encargado de la sección egipcia del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, le envió su fotógrafo Harry Burton para que estuviera a su entera disposición. Y Lythgoe, que así se privaba de sus propios medios auxiliares más valiosos, le telegrafiaba: «Muy contento de ayudarle de cualquier modo. Ruego disponga de Burton y de cada uno de mis colaboradores». También los dibujantes Hall y Hauser y el director de las excavaciones en las pirámides de Lischt, A. C. Mace, se trasladaron al puesto de Carter. Desde El Cairo, el director de la sección egipcia de Química, Lucas, se puso a la disposición de Carter durante su permiso de tres meses. El Dr. Alam Gardiner se preocupó de las inscripciones y el profesor James H. Breated, de la Universidad de Chicago, acudió para poner a la disposición de Carter sus conocimientos en cuanto a la significación histórica de las improntas de sellos.

Más tarde —el 11 de noviembre de 1925—, el Dr. Saleh Bey Hamdi y el profesor de Anatomía de la Universidad egipcia Douglas E. Derry, empezaron a examinar la momia: A. Lucas escribió un trabajo bastante extenso titulado «La Química en la tumba», sobre los metales, aceites, grasas y productos textiles; P. E. Newberry examinó las coronas de flores de la tumba y determinó la especie de las mismas, que eran de casi 3.300 años antes, y logró fijar la estación del año en que tuvo efecto el entierro de Tutankamón por las flores y los frutos, porque conocía la época de florescencia del azulejo y de la
picris
pequeña, la madurez de la mandrágora —la «manzana favorita» de la vieja canción— y del solano negro. Y así pudo concluir: «Tutankamón fue enterrado entre marzo y fines de abril». Las materias especiales fueron examinadas por Alexander Scott y H. J. Plenderleith.

Esta colaboración de especialistas de primera categoría, incluso en materias que nada tenían que ver con la arqueología propiamente dicha, dio una sólida garantía de que todo el botín científico que se arrancase de aquella tumba sería el mayor descubrimiento hasta la fecha. El trabajo podía iniciarse. El 16 de diciembre volvióse a abrir la tumba; el 18, el fotógrafo Burton hizo las primeras fotografías en la antecámara y el 27 se sacó el primer objeto.

Todo trabajo ejecutado a fondo requiere su tiempo. Y el realizado en la tumba de Tutankamón duró varios inviernos. No es este el lugar de describirlo con todas sus minucias. Sigamos el maravilloso relato de Howard Carter, pero sólo en sus puntos esenciales, por ser imposible describir detalladamente todos los hallazgos. Sólo queremos mencionar aquí algunos de los más bellos ejemplares. Por ejemplo, el arca de madera, una de las piezas artísticamente más valiosas del arte egipcio, que estaba cubierta de una capa delgada de yeso y por todos sus costados estaba decorada. En tales pinturas se unía la sensación de fuerza del colorido con una finura extraordinaria en el dibujo. Las escenas de caza y de batallas aparecen dibujadas con tal precisión en el detalle, limpiamente compuesto, que incluso «superan a las miniaturas persas». Este arca estaba llena de objetos de diverso uso. La ordenación fue llevada a cabo con mucho cuidado por parte de estos hombres de ciencia, como nos lo demuestra el hecho de que Carter necesitara tres semanas de labor pesadísima, por lo minuciosa, para llegar al fondo del arca.

Igual importancia tenían los tres grandes féretros cuya función se conocía por las pinturas sepulcrales, aunque no se habían encontrado aún. Eran muebles raros, con una parte algo más elevada para los pies —no la cabeza—. El primero de ellos parecía adornado con cabezas de león; el segundo, con cabezas de vaca, y el tercero con una cabeza de raro animal mitad rinoceronte mitad cocodrilo. Todos los féretros estaban colmados de objetos preciosos, de armas y vestidos, y también había un sitial con respaldo, tan adornado, que Carter, «sin vacilar», pretende que representa lo más hermoso que hasta entonces se ha encontrado en Egipto.

Y, por último, debemos citar los cuatro grandes carros, tan grandes, que sin desmontarlos no se hubieran podido sacar del sepulcro. Por lo cual los habían serrado. Además, los ladrones habían mezclado todas las partes. Los cuatro carros, de arriba abajo, estaban recubiertos de oro; cada pulgada estaba adornada con ornamentos variados, incrustaciones de cristal de colores y piedras y metales preciosos.

Tan sólo en la antecámara había depositadas de seiscientas a setecientas piezas. Luego veremos la resistencia que hallaría para llevar a cabo los trabajos que era preciso efectuar tanto en el interior, donde un insignificante mal paso podía destruir objetos de un valor insustituible, como en el exterior.

El 13 de mayo, a una temperatura de 37 grados a la sombra, en un ferrocarril de campaña cuyos raíles habían de ser desmontados de trecho en trecho para colocarlos de nuevo delante, bajaron las primeras treinta y cuatro pesadas cajas, recorriendo así los 1.500 metros que separaban el lugar del hallazgo hasta el barco anclado en el Nilo. Aquella riqueza recorría el mismo camino que hiciera hacía más de tres mil años, cuando en procesión solemne fue llevada en dirección contraria. Siete días después estaba en El Cairo.

A mediados de febrero, la antecámara quedó desalojada. Se había logrado espacio suficiente para el trabajo que todos esperaban con el mayor interés. Ahora sería posible abrir la puerta sellada entre los dos centinelas, se sabría con seguridad si la cámara siguiente albergaba la momia. Cuando el viernes 17 de febrero, a las dos de la tarde, se reunieron en la cámara las veinte personas, aproximadamente, que se consideraron dignas de asistir a tal acto, nadie de los reunidos sospechaba lo que dos horas más tarde iban a ver. Después de los tesoros ya encontrados, no se podía imaginar fácilmente que aún saldría a la luz algo más importante, más precioso.

Los visitantes, miembros del Gobierno y hombres de ciencia, se sentaron en varias filas sobre sillas estrechas. Y cuando Carter trepó a un saliente en forma de escalera, cuya altura le permitía quitar más cómodamente las piedras de la puerta, se produjo un profundo silencio.

Carter sacaba con el mayor cuidado la hilera superior de las piedras. Aquel trabajo era lento y difícil, ya que cabía el peligro de que se desprendieran algunas y cayeran al interior, donde podían destruir o deteriorar lo que se hallara detrás de la puerta. Además, era preciso hacer todo lo posible para conservar las improntas de los sellos, de gran valor. «¡Cuando quedó descubierta la primera abertura —confiesa Carter—, la tentación de pararme a cada momento y de mirar adentro era irresistible!».

Mace y Callender le ayudaban; los presentes comenzaron a murmurar con voz apagada cuando, al cabo de unos diez minutos, Carter ordenó que le dieran la lámpara eléctrica y, atada a una larga cuerda, la introdujo por la abertura.

Lo que entonces vio era inesperado, increíble y, en un principio, completamente incomprensible.

Carter se halló ante una pared brillante, y por más que miraba a derecha y a izquierda, no la podía medir. Dicha pared cubría toda la entrada. Introdujo la lámpara lo más adentro que pudo. No cabía duda de que se hallaba ante una pared de oro macizo.

Soltó las piedras con la mayor precaución y entonces también los demás pudieron contemplar el resplandor dorado. Cuando se fue quitando piedra tras piedra y se vio cada vez más parte de la pared dorada, «sentí, como a través de un conducto eléctrico, la excitación que hacía presa en los espectadores», escribe Carter.

Pero entonces Carter, Mace y Callender se dieron cuenta, al mismo tiempo, de lo que era aquella pared de oro. Estaban ante la entrada de la cámara sepulcral. Y lo que consideraban como pared era el costado anterior de un gigantesco féretro, sin duda el más precioso que jamás haya visto un ser humano. Era un gran féretro, cuyo interior contenía otros ataúdes, todos los cuales guardaban el sarcófago propiamente dicho con la momia.

Durante dos horas estuvieron trabajando pesadamente para abrir la entrada de modo que se pudiera poner pie en la cámara sepulcral. Se hizo una pausa que puso a prueba los nervios de todos cuando en el umbral se vieron las perlas esparcidas de un collar que seguramente había caído del botín de los ladrones. Mientras los espectadores, llenos de impaciencia, se movían en sus sillas, Carter, con su meticulosidad de arqueólogo auténtico que ni ante lo más sublime despreciaba el detalle más insignificante, iba recogiendo cuidadosamente aquellos restos, perla tras perla.

Al punto se comprendió que la cámara sepulcral estaba situada aproximadamente un metro más abajo de la antecámara. Carter tomó la lámpara y la hizo descender. En efecto, se hallaba delante de un féretro tan grande que casi llenaba toda la estancia. Para caminar alrededor del mismo, Carter tenía solamente un pasillo de unos 65 centímetros entre féretro y pared. Además, tenía que moverse cuidadosamente, pues por todas partes había ofrendas allí dejadas para el muerto.

Lord Carnarvon y Lacau le siguieron los primeros. Permanecieron mudos; después, calcularon el tamaño del féretro. Más tarde una medición exacta dio el siguiente volumen 5,20 por 3,35 por 2,75 metros.

De arriba abajo estaba totalmente recubierto de oro, y en los costados tenía incrustados adornos de cerámica de un tono azul vivo, cubierto de signos mágicos en los que se invocaba la protección del muerto.

Todos se preguntaban con ansiedad: ¿Habían tenido tiempo los ladrones para penetrar también en este féretro? ¿Habían profanado el sarcófago que contenía la momia? Carter descubrió que las grandes puertas del costado oriental se hallaban cerradas con pestillos, pero no estaban selladas. Con mano temblorosa, retiraron los pestillos transversales y abrieron las puertas, que crujían. Quedaron deslumbrados por el brillo de un segundo féretro. También las puertas de éste estaban cerradas con pestillo, pero en éste se hallaba un sello intacto.

Los tres exhalaron un suspiro de alivio. Hasta ahora, los ladrones se les habían adelantado. Pero aquí, ante la pieza más importante de la tumba, ellos eran los primeros. Hallarían la momia intacta, tal como fue colocada más de tres mil años antes.

Cerraron la puerta lo más suavemente que pudieron. Se sentían intrusos. Habían visto la pálida mortaja que colgaba del féretro. «Nos sentíamos en presencia del rey muerto y teníamos que demostrar veneración».

En aquel momento, llegados al punto culminante de sus investigaciones, no se sentían capaces de descubrir más cosas. Era demasiado grandioso lo que se les acababa de ofrecer; mas, a pesar de todo, en los siguientes minutos se verían ante un nuevo descubrimiento.

Se trasladaron al otro extremo de la cámara y allí encontraron, con gran sorpresa, otra puerta baja que conducía a otra cámara, bastante pequeña. Desde donde estaban podían ver todo lo que contenía dicha cámara. Podemos imaginarnos lo que aquello significaba cuando Carter dice, después de todo lo que había visto en aquella tumba: «¡Una sola mirada nos bastó para darnos cuenta de que aquí se hallaban los mayores tesoros de la tumba!».

En el centro de esta cámara refulgía un monumento de oro cuyas figuras de sus cuatro diosas protectoras, además de gran fastuosidad, emanaban tal gracia, tal naturalidad y vida, un acento tan conmovedor de compasión y súplica de que se las tratase con piedad, «que uno casi tenía la sensación de cometer un sacrilegio mirándolas». Carter escribe recordándolo: «…no me avergüenza confesar que me fue imposible pronunciar una sola palabra».

Lentamente, Carter, Carnarvon y Lacau volvieron a la antecámara, pasando cerca del féretro de oro. Ahora ya podían entrar los demás. «Era interesante observar, desde la antecámara, cómo uno tras otro franqueaban la puerta. Todos tenían los ojos brillantes, y todos, uno después de otro, levantaban las manos, presas de una inconsciente incapacidad absoluta de describir con palabras lo que veían…».

Hacia las cinco de la tarde, tres horas después de haber pisado el sepulcro, todos subían de nuevo. Al salir a la luz del día, aún claro, el Valle les parecía cambiado, como iluminado por una nueva luz.

El examen de este hallazgo, el más grande registrado en toda la historia de la arqueología, duró varios inviernos. Desgraciadamente, el primero quedó casi completamente desaprovechado; lord Carnarvon había fallecido, y de pronto se produjeron serias dificultades con el Gobierno egipcio sobre la prórroga de la concesión y sobre el reparto de los hallazgos.Hasta que, merced a la intervención de organismos internacionales, se llegó a un acuerdo amistoso. El trabajo podía continuar, y en el invierno de los años 1926 al 27 se abrió el féretro de oro, se desmontaron los distintos féretros y se examinó la momia de Tutankamón.

También este trabajo ofrecía ya pocas sorpresas para el gran público que sólo busca lo sensacional; pero en cambio tuvo su punto culminante y era trascendental para la egiptología. Fue el momento en que los investigadores vieron por primera vez la faz auténtica del hombre que durante treinta y tres siglos durmiera invisible para todos los demás mortales. Y justamente este momento anhelado traería la única desilusión de la tumba. Éste es un de los fallos que siempre son de esperar hasta en el azar más afortunado.

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