Dioses, Tumbas y Sabios (57 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Así se ha descubierto uno de los procesos históricos más asombrosos de la Historia.

¡Los mayas deben de haber sido el único pueblo del mundo cuyo estado ha ido progresando de fuera adentro!

Un imperialismo hacia el propio centro. Un crecimiento desde los miembros hacia el corazón, pues realmente aquello era crecimiento y, aunque parezca paradójico, expansión. El Imperio maya no fue aplastado por una potencia extranjera, que no existía, sino que la evolución tuvo efecto en una dirección contraria a toda lógica y diferente a toda experiencia histórica conocida, sin la menor influencia del exterior.

No hay motivos para aludir a los chinos y su Gran Muralla, ni queremos resaltar el débil argumento psicológico que algunos señalan, según el cual un pueblo que se sabía en decadencia no
quería
extenderse hacia el exterior; preferimos confesar paladinamente que hasta ahora carecemos de toda explicación aceptable que justifique esta asombrosa característica de la historia maya. Pero como raras veces ha quedado un problema histórico sin solución, ¿será acaso uno de nuestros lectores quien la halle?

Formulamos esta pregunta no por simple retórica, ni dictada por la cortesía; la solución a este enigma no debe esperarse sólo de los conocimientos profesionales, que hasta ahora han fracasado, sino de la intuición feliz, que puede tener cualquiera, por no decir del azar.

Los trabajos arqueológicos profesionales no han dado solución al problema de por qué los mayas, en el momento culminante de su evolución, cuando sus ciudades se hallaban en pleno apogeo y poderío las abandonaban de pronto para emigrar al Norte inhóspito.

Hemos dicho que los mayas tenían una civilización urbana. Y esto era cierto en la misma medida que hablamos de la cultura ciudadana de la Europa renacentista; es decir, que las clases dominantes, nobles, patricios y sacerdotes, residían en las ciudades; que detentaban el poder y también la cultura; que la vida intelectual y las buenas costumbres partían de las ciudades. Pero todas estas ciudades no hubieran podido vivir sin el campesino, sin los frutos de la tierra y sobre todo sin la base principal de la alimentación, que en los países de Europa era el trigo y en los pueblos de la América Central el cereal llamado
Indian corn
o
kukuruz
; en una palabra, el maíz.

El maíz alimentaba a todos los habitantes de las ciudades: artesanos y clases dominantes. Del maíz y por el maíz vivía la cultura, como aquí del pan nuestro de cada día; ya que las ciudades se construían en esta selva calcinada donde antes se había cultivado el maíz.

Pero el orden social de los mayas acusaba diferencias más pronunciadas que cualquier otro. Su carácter se ve claramente al comparar cualquier urbe europea moderna con una ciudad maya. La europea tiene una estructura en cuyo exterior se hallan de manifiesto los contrastes sociales de los habitantes, mas a pesar de ello hay mil grados intermedios y numerosas relaciones y conexiones entre los mismos. La ciudad maya, en cambio, presenta crudamente la gran diferencia que existía entre las distintas clases sociales. En una colina solían elevarse los templos y los palacios de los sacerdotes y los nobles, que formaban una ciudadela con carácter de fortaleza —sin duda tuvo que dar frecuentes pruebas de tal condición—; luego, sin el menor grado de transición, se pasaba violentamente de la
ciudad
de piedra a las chozas de madera y ramaje habitadas por la gente común. El pueblo maya se dividía, pues, en un núcleo sumamente reducido de familias dominantes y en una masa abrumadora de gente oprimida.

La barrera establecida entre ambas categorías, según nuestro modo de ver, era desmesurada. Parece ser que a los mayas les ha faltado la clase media, la burguesía. La nobleza se aislaba completamente del pueblo y se la llamaba «almehenoob», que quiere decir «los que tienen padres y madres», o sea, árbol genealógico. De ella surgían también los sacerdotes, así como el príncipe reinante, el «halach uinic», «el hombre verdadero». Y para estos pocos «que tenían padres y madres» trabajaba el pueblo entero. El campesino tenía que entregar un tercio de su cosecha a la nobleza y los sacerdotes, y solamente podía conservar para sí el último tercio. Hemos de recordar que el «diezmo» aplicado en el orden social de la Europa feudal en la Edad Media provocó graves revueltas y revoluciones al ser considerado como una imposición insoportable. Además, en la época entre la sementera y la cosecha, los siervos de la gleba eran llevados a las ciudades para ser utilizados en la construcción de edificios. Sin carros ni animales de carga, los propios campesinos arrastraban los bloques de piedra, y sin hierro, cobre, bronce, sólo con instrumentos de piedra, cincelaban aquellas maravillosas esculturas y relieves. La labor de los obreros mayas es semejante a la de los que construyeron las pirámides egipcias, o quizá superior.

Este severo orden social, que al parecer imperó durante mil años, llevaba en su seno el germen de la decadencia. La cultura y la ciencia de los sacerdotes iba haciéndose necesariamente cada vez más esotérica, y, al no recibir la savia popular, al no haber comparación de experiencias, la aguda inteligencia de los sabios mayas se dirigió cada vez más exclusivamente hacia los astros, olvidándose de mirar hacia la tierra, que era de donde a la larga recibía su fuerza. Aquella cultura se olvidó de estudiar medios auxiliares para prevenir las catástrofes amenazadoras, y sólo aquella presunción espiritual inimaginable de la inteligencia maya puede explicar el fenómeno de que un pueblo capaz de crear obras científicas y artísticas tan importantes no supiera inventar uno de los instrumentos más prácticos, importantes y sencillos: el arado.

En el transcurso de toda su historia, los mayas tuvieron una agricultura que no supo salvar la etapa más rudimentaria. Todo su arte consistía en abatir los árboles de una zona de la selva. Cuando la leña estaba seca, poco antes de las lluvias, la quemaban, después de lo cual laboraban el suelo con unas picas largas y puntiagudas, con las cuales practicaban agujeros para la siembra del maíz. Y cuando el campesino había recogido la cosecha, empezaba la misma operación en otra parte de la selva. Como carecían de abonos, excepto del estiércol natural, muy escaso, en las proximidades de los poblados, toda tierra de la que se habían recogido los frutos necesitaba una larga temporada de barbecho, hasta que se pudiera sembrar de nuevo.

Y así llegamos a la explicación posiblemente más exacta de por qué los mayas se veían obligados a abandonar sus sólidas ciudades en un plazo tan breve.

Los campos próximos quedaban exhaustos. El tiempo de reposo que un campo necesitaba para dar nuevos frutos y ser de nuevo quemado se prolongaba cada vez más. La consecuencia inevitable de esto era que los campesinos mayas tenían que ir avanzando cada vez más sus roturaciones en la jungla, alejándose de la ciudad que tenían que alimentar y sin la cual no podían vivir; hasta que, al fin, entre ellos y la ciudad se interponía la estepa calcinada y yerma.

Así, al desaparecer la base agrícola que le sustentaba, terminó la gran cultura del Antiguo Imperio maya, porque si bien es posible que existan culturas sin técnica, ¡no se dan sin arado! Era el hambre lo que obligaba finalmente al pueblo a emigrar cuando una ciudad quedaba rodeada por una estepa de hierba seca.

Entonces abandonaban las ciudades al terreno baldío. Y mientras en el Norte surgía el Nuevo Imperio, la jungla trepaba lentamente otra vez por los templos y palacios abandonados y el terreno baldío se convertía de nuevo en bosque, cubriendo los edificios y ocultándolos a la vista de los hombres durante mil años. Esto puede ser una explicación admisible para desvelar el misterio de las ciudades abandonadas.

Capítulo XXXII

EL CAMINO DE LA FUENTE SAGRADA

La luna llena iluminaba la jungla. Sin más compañía que un guía indio, mil quinientos años después de que los mayas hubieron abandonado sus ciudades para dirigirse al Norte, el investigador americano Edward Herbert Thompson cabalgaba por la comarca que ocupara el Nuevo Imperio, destruido a su vez en la época de la conquista por los españoles. Herbert Thompson buscaba el emplazamiento y las ruinas de Chichén Itzá, que debió ser la mayor y más bella ciudad, la más potente y rica.

Las dos cabalgaduras, como los jinetes, habían pasado no pocas fatigas. Thompson estaba tan cansado que ladeaba la cabeza, y los inseguros pasos del caballo parecía que iban a hacerle perder el equilibrio. De pronto oyó una llamada del guía. Sobresaltado, miró hacia adelante y lleno de asombro vio un mundo encantado.

Elevándose sobre los oscuros ramajes de los árboles, se destacaba algo que parecía una alta colina abrupta, en cuya cima, y bañado por la argéntea luz de la luna, se erguía un templo. En el silencio de la clara noche, dicho templo coronaba aquella masa de árboles como el Partenón de una acrópolis india, y parecía cada vez más grande según se acercaban. El guía saltó del caballo, le quitó la silla y extendió las mantas en el suelo para acostarse.

Pero Thompson, fascinado, seguía contemplando el edificio. Apeóse a su vez del caballo y, mientras el guía se acostaba, siguió adelante por el camino. Unas empinadas escaleras ascendían desde la base de la colina hasta el templo; todas ellas estaban cubiertas de hierbas y arbustos y muchas aparecían cuarteadas y derruidas. Thompson conocía tal aspecto, así como la significación y el valor de los monumentos egipcios; pero esta pirámide maya no era una tumba como las del país del Nilo, sino que en su aspecto exterior estas edificaciones se parecían algo a los zigurats. Pero mucho más todavía que las famosas torres babilónicas, no parecían otra cosa que el gigantesco soporte pétreo de aquellas grandiosas escaleras que se elevaban cada vez a mayor altura, hacia Dios, hacia el Sol y la Luna.

Thompson subió aquellos peldaños, contemplando sus adornos y ricos relieves. Una vez arriba, casi a una altura de treinta metros sobre la selva, miró a su alrededor y contó uno, dos, tres, hasta una docena de monumentos diseminados, ocultos hasta entonces a su vista por la espesura de los árboles, pero que desde allí quedaban al descubierto por el extraño esplendor que en ellos desparramaba la luz de la luna.

Aquella era, pues, la ciudad buscada de Chichén Itzá. En su origen, seguramente había sido una fortaleza adelantada de los primeros tiempos de la gran emigración, convertida después en gran metrópoli, centro del Nuevo Imperio. Los días que sucedieron al descubrimiento, Thompson solía estar siempre en una de las antiguas ruinas, y cuenta:

«Un día me hallaba sobre este templo cuando los primeros rayos del sol teñían el lejano horizonte. El silencio del alba era absoluto, al haber cesado todos los ruidos nocturnos de la jungla y no haber despertado aún los del día. Pronto se elevó el astro Sol, redondo, brillante y llameante, y al punto cantó y zumbó gozoso todo aquel mundo. Los pájaros que poblaban los árboles y los insectos de la tierra entonaban su solemne Tedeum. La Naturaleza enseñaba al hombre a adorar al sol y el hombre, en su intimidad, obedecía inconscientemente la antigua doctrina».

Thompson estaba como hechizado. Ante sus ojos desaparecía la jungla y se abatían amplios horizontes en los que veía largas procesiones, oía melodiosos sones y aquellos palacios se animaban con fiestas ruidosas, mientras en los templos resonaba el rumor de los cultos que conjuraban a la divinidad. Así, intentó distinguir detalles en un espacio cada vez más lejano, y entonces su mirada se detuvo. Si hasta aquel momento había quedado hechizado, ahora su fantasía se desbordó en una sorprendente visión del pasado. El investigador comprendió al punto cuál era su tarea, pues enfrente se dibujaba en forma de senda estrecha, a la pálida luz, el camino que probablemente encerraba el secreto más emocionante de Chichén Itzá: el camino de la fuente sagrada.

En los descubrimientos de México y Yucatán faltaba hasta entonces una personalidad del tipo de Schliemann, de Layard, o de Petrie, así como también —con excepción del primer viaje hecho por John Ll. Stephens— la unión emocionante de la investigación con la casualidad; el éxito científico con la aventura de los buscados tesoros, ese matiz legendario que tienen las excavaciones cuando el pico tropieza en la tierra con el precioso metal dorado.

Pero Edward Herbert Thompson fue el Schliemann de Yucatán, ya que al penetrar en Chichén Itzá iba guiado por las palabras de un libro que ningún investigador había tomado en serio hasta entonces; y los descubrimientos le daban la razón como a Schliemann, que también había puesto su fe investigadora en las palabras de un libro. Y exactamente igual que Layard, que antaño partiera con sesenta libras y un acompañante, cuando hizo su primer descubrimiento, Thompson también penetraba pobre en la jungla. Y al tropezar con dificultades que hubieran hecho retroceder a cualquiera, él demostró la misma tenacidad que Petrie.

¿No hemos dicho que cuando el público discutía con violencia los primeros descubrimientos de Stephens se discutió también la tesis de que los mayas eran los sucesores del fabuloso pueblo de la Atlántida?

Pues bien, el primer trabajo de Thompson, futuro arqueólogo, en 1879, consistió en un estudio publicado en una revista popular en el cual defendía tesis tan audaz. Pero el problema específico del origen del pueblo maya quedaba relegado a segundo término cuando a los veinticinco años de edad, siendo cónsul de los Estados Unidos —¿cuántos cónsules hemos conocido ya entre los arqueólogos?—, en el año 1885, partió hacia el Yucatán y pudo cuidar más de los propios monumentos que de las teorías.

En vez de una tesis audaz, le guiaba al Yucatán una fe ciega, idéntica a la que condujo a Schliemann a las ruinas de Troya. Aquí se trataba de confirmar las palabras de Diego de Landa, en cuyo libro halló Thompson por primera vez el relato de la fuente sagrada, el
cenote
de Chichén Itzá. Landa, basándose en antiguos relatos, pretendía que en tiempos de sequía se organizaban solemnes procesiones en las que los sacerdotes y el pueblo se dirigían por un amplio camino hacia la fuente sagrada, para allí aplacar la ira del dios de la lluvia por medio de horribles sacrificios humanos, arrojando a la fuente doncellas y muchachos elegidos tras solemne ceremonia. De la misteriosa profundidad de aquellas aguas insondables las víctimas no habían reaparecido jamás.

El «camino de la joven a la fuente», motivo de tantas canciones populares, a pesar de su profundidad simbólica, aparece casi siempre como afirmación alegre de la vida. En cambio, el de las doncellas mayas al sagrado
cenote
era camino de muerte y lo emprendían ricamente adornadas y lanzando un horripilante grito, apagado cuando su cuerpo chocaba con aquellas aguas estancadas.

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