Esta vez, el trabajo se llevó a cabo con métodos rigurosamente científicos. Las luchas que Layard tuvo que librar contra la estupidez supersticiosa y Evans contra la envidia de las autoridades competentes, ahora se veían sustituidas por el eficaz apoyo del Gobierno y las asistencias particulares. La envidia de los colegas, que había alcanzado a Rawlinson y había hecho la vida imposible a Schliemann, se vio sustituida por el más sublime ejemplo de colaboración internacional, como jamás la había conocido la ciencia hasta entonces. Había pasado la época de las grandes hazañas de los iniciadores, en las cuales uno solo, como Layard, por ejemplo, sin más ayuda que un burro y una mochila, se propuso descubrir una ciudad enterrada. Howard Carter, que era alumno de Petrie y había alcanzado su fama, se convirtió en el agente ejecutivo de la Arqueología, si se nos permite tal comparación, y el ataque audaz a un país se veía ahora sustituido por los severos métodos del hombre de ciencia que clasifica y estudia topográficamente una cultura antigua.
Su exactitud y su celo lo han convertido en una de las grandes figuras de la Arqueología, en el dominio de los hombres que, empuñando la piqueta, no sólo cavaban para descubrir los tesoros y los cuerpos de los reyes muertos, sino también para descifrar los enigmas de la Humanidad desde que logró tener forma, carácter y espíritu en las sublimes culturas antiguas.
Lord Carnarvon, como personalidad individual, es una mezcla de hombre deportivo y de coleccionista de antigüedades, algo de
gentleman
y no poco de trotamundos, realista en la acción y romántico de sentimientos, curiosa mezcla que en rigor sólo se da en Inglaterra. >Siendo alumno del Trinity College, de Cambridge, propuso un día descubrir a su costa el bello revestimiento primitivo de madera de su habitación, sobre el cual posteriormente se había pintado. Desde muy joven, recorre todas las tiendas de antigüedades, y de mayor, con pasión y con agudo conocimiento, colecciona antiguos grabados y dibujos. Al mismo tiempo, participa en todas las carreras, se hace un tirador excelente, se dedica al deporte acuático y, cuando a los veintitrés años hereda una gran fortuna, da la vuelta al mundo en un velero. El tercer automóvil con licencia que circula por Inglaterra es el suyo, y pronto se entrega al deporte automovilístico con toda su pasión. Esta afición ocasionará más tarde un cambio decisivo en su vida. A fines del siglo sufre un accidente de automóvil en Alemania: en una carretera próxima al balneario a Langenschwalbach vuelca su coche, y además de sufrir una serie de lesiones internas graves, durante toda su vida padecerá dificultades respiratorias que le impiden pasar los inviernos en Inglaterra. Por ello, en 1903, va por vez primera en busca del benigno clima de Egipto y se halla con los campos de excavaciones de varias expediciones arqueológicas. Y él, hombre rico e independiente y hasta entonces sin tarea ni rumbo fijo en su vida, descubre que esta ocupación le ofrece la posibilidad de unir casi maravillosamente su afición deportiva, su audacia y su inclinación en un trabajo serio relacionado con el arte. En 1906 comienza sus propias excavaciones. Pero aquel mismo invierno reconoce que sus conocimientos son insuficientes. Consulta con el profesor Maspero y éste le recomienda al joven Howard Carter.
La colaboración entre estos dos hombres fue extraordinariamente afortunada. Howard Carter era el complemento perfecto de lord Carnarvon. Era el hombre de ciencia, de sólida y amplia cultura que, antes de que lord Carnarvon le encomendase la inspección permanente de todas sus excavaciones, había adquirido suficiente experiencia trabajando con Petrie y con Davis; además, no era un rutinario investigador de hechos, sin imaginación, aunque algunos críticos le reprochan en su trabajo una pedantería exagerada. Mostraba gran habilidad práctica y, cuando era preciso, gran audacia. Esto nos lo demuestra la aventura que le ocurrió el año 1916.
Se encontraba gozando de un corto permiso en Luxor, cuando un día, los más viejos del pueblo, con gran emoción, le suplicaron ayuda. Las exigencias de la guerra, que incluso se dejaban sentir en Luxor, hacían que el numero de funcionarios se hallara muy reducido y que la vigilancia policíaca hubiera disminuido bastante, de modo que de nuevo había resurgido una notable actividad de los profanadores de tumbas entre los descendientes de Abd-el-Rasul.
Un grupo de ellos hicieron un hallazgo en la parte occidental de la colina que hay sobre el Valle de los Reyes; y apenas tuvo conocimiento de esto otra banda de gente se dirigió allí para tomar parte en el botín. Lo que entonces sucedió parece más bien la trama de una vulgar película de ladrones.
Se libró la inevitable batalla campal entre ambos bandos. El primer grupo fue sorprendido, batido y expulsado, pero existía el peligro de una repetición constante de tales incidentes sangrientos. Carter, aunque se hallara de permiso y no fuera responsable de tales hechos, decidió intervenir. Él mismo nos lo cuenta:
«Fue en las últimas horas de la tarde. Apresuradamente, reuní los pocos obreros que había libres de filas y, debidamente equipado, me dispuse a marchar al escenario del incidente. Tal empresa nos exigía ascender los seiscientos metros de altura de las colinas de Kurna a la luz de la luna. Hacia medianoche llegamos al lugar del incidente y el guía me señaló el extremo de una cuerda que pendía de una roca cortada a pico. Es un pasatiempo que no carece de encanto el dejarse bajar a medianoche, atado a una cuerda, hasta una guarida de ladrones de tumbas en plena actividad. Ocho hombres estaban allí y, cuando yo llegué, se produjo un momento de tensión poco agradable. Les dije que podían elegir entre escaparse con la ayuda de mi cuerda o quedarse, sin cuerda, donde se encontraban. Ellos entraron en razón y se marcharon. El resto de la noche lo pasé solo en aquel lugar…».
Sería necesario completar este relato conciso, a fuer de modesto y un tanto árido, aunque no deja de traslucir lo peligroso de la situación. Esto nos permite apreciar la gran audacia de nuestro arqueólogo. Los profanadores se hubieran visto defraudados si Carter les hubiese permitido continuar su trabajo, pues allí no se halló más que una tumba que seguramente había sido preparada para la reina Hatsepsut y que no contenía tesoros de ninguna clase, sino únicamente un sarcófago de asperón cristalino, no terminado.
Carnarvon y Howard Carter iniciaron su trabajo conjunto. Pero sólo en otoño del año 1917 pudieron trabajar con la intensidad requerida para poder obtener resultados positivos.
Entonces sucedió algo que hemos visto repetirse con frecuencia en la historia de la arqueología: de primera intención, gracias a una intuición feliz, se eligió con gran acierto la zona donde se realizarían las excavaciones, mas, al punto, circunstancias exteriores, consideraciones críticas, vacilaciones y, sobre todo, «consejos de los profesionales» impidieron la terminación de los trabajos, que fueron diferidos y después paralizados.
Recordemos aquí que uno de los mejores investigadores, el
cavaliere
napolitano Alcubierre, cuando con suerte análoga llegó el 6 de abril de 1748 al centro mismo de Pompeya, volvió a cubrir los hoyos abiertos y sólo al cabo de varios años se constató que la primera labor había sido acertada.
Carnarvon y Carter tenían ante sí el Valle de los Reyes. Docenas de investigadores habían excavado antes que ellos en aquel lugar y ninguno había dejado anotaciones exactas ni planos. Lo mismo que un montañoso paisaje lunar artificial, iban apareciendo montones de escombros y entre ellos estaban las entradas de las tumbas descubiertas. No había más solución que seguir un plan y excavar hasta llegar al fondo de la roca. Carter proponía que se empezase en un triángulo limitado por las tumbas de Ramsés II, de Merneptah y de Ramsés VI. «Exponiéndonos al peligro de que se nos acuse de decirlo sólo después, quiero afirmar que decididamente confiábamos en hallar la tumba de un rey determinado, y este rey era Tutankamón», escribió más tarde.
Tal afirmación parece increíble si pensamos que el Valle entero estaba removido. Y nos parece especialmente audaz porque los motivos que inspiraban a los dos arqueólogos y que infundían tales esperanzas eran insignificantes, pues el mundo profesional opinaba unánimemente que la época de las excavaciones en el Valle de los Reyes había terminado.
Ya Belzoni, exactamente cien años antes, cuando hubo desalojado las tumbas de Ramsés I y de Sethi I, de Eje y de Mentuher-Chopsef, había escrito: «Estoy completamente convencido de que en el valle de Biban-el-Muluk no hay más tumbas que las conocidas a través de mis descubrimientos recientes, pues antes de abandonar aquel lugar me esforcé en buscar una tumba más, pero sin resultado, y confirma mi opinión el hecho de que independientemente de mis propias investigaciones, el cónsul británico, señor Salt, estuvo después allí cuatro meses y también se esforzó en vano en hallar otra nueva tumba». Veintisiete años después de Belzoni, en 1844, llegó una gran expedición prusiana que midió a fondo el Valle. Su jefe, Richard Lepsius, opinaba también al marcharse que todo lo que había que descubrir estaba ya descubierto. A pesar de ello, poco antes de acabar el siglo, Loret hallaba todavía nuevas tumbas, e igualmente Davis, después que él. Ahora, literalmente, todos los granos de arena estaban tres veces trillados y removidos, y cuando Maspero, como jefe de la sección de antigüedades, firmó la concesión para lord Carnarvon, un sabio le expresó nuevamente su firme convicción de que, en rigor, aquella concesión era superflua, ya que el Valle no podía ofrecer nuevos hallazgos.
Pero ¿por qué Carter, después de todo aquello, esperaba aún hallar una tumba, y no una cualquiera, sino una determinada? Con sus propios ojos había visto los hallazgos de Davis. Y entre ellos, debajo de una roca, estaba la copa de porcelana con el nombre de Tutankamón. Y en una tumba de pozo, en las proximidades, había hallado un arca de madera rota. Las láminas de oro que aún adornaban dicha arca llevaban igualmente el nombre de Tutankamón. Davis pretendía, un tanto apresuradamente, que esta tumba de pozo era la última morada del rey.
Carter llegó a otra conclusión, confirmada en un tercer hallazgo de Davis que no había sido bien reconocido en el primer examen. Se trataba de unos recipientes de arcilla llenos de trozos también de arcilla, al parecer sin importancia, y de pedazos de lino, encontrados en el hoyo de una roca. Examinados de nuevo en el Metropolitan Museum of Art de Nueva York, resultó de pronto que, sin duda alguna, se trataba de unos restos ocultos del material empleado en las complicadas ceremonias y solemnidades del entierro de Tutankamón. Pero esto no era todo. Davis halló también varios sellos de arcilla pertenecientes a Tutankamón cuando descubrió el escondite que albergaba los restos de Amenofis IV Eknatón, el faraón hereje.
Esto, en todo caso, quizá pueda parecer suficiente para que Carter aspirara a comprobar su hipótesis. Parece ser que, sin más, Carter hubiera podido llegar a la conclusión de que después de estos hallazgos la tumba de Tutankamón tenía que estar situada en lugar próximo a los mismos, es decir, en el centro del Valle. Pero pensemos también en los tres milenios transcurridos, pensemos cuántas veces todo el contenido de las tumbas fue llevado de un lugar a otro por los ladrones y los sacerdotes y, finalmente, en el trabajo poco sistemático de los primeros arqueólogos, inexpertos, que removieron la tierra desordenadamente. Las cuatro pruebas de Carter eran, pues, algunas láminas de oro, una copa de porcelana, algunos recipientes de arcilla y unos sellos. Y ligar con ello no solamente la esperanza, sino aquella seguridad instintiva de hallar la tumba de Tutankamón, es prueba de una confianza verdaderamente increíble en la propia suerte.
Carter y Carnarvon empezaron las excavaciones. Después de un invierno entero de trabajo levantaron, dentro del triángulo marcado, gran parte de las capas superiores, avanzando hasta el pie de la tumba abierta de Ramsés VI. Allí encontraron una serie de chozas para obreros, construidas con abundante pedernal, cosa que en el Valle es siempre signo de la proximidad de una tumba.
Lo que sucedió entonces, y en el transcurso de varios años, revistió interés emocionante. Para no privar a los turistas de sus habituales visitas a la tumba de Ramsés, muy frecuentada, en vez de seguir las excavaciones en la misma dirección se decidió dejar de buscar por el momento en aquel lugar, esperando ocasión más oportuna. Así, en el semestre invernal de 1919 a 1920, se excavó solamente a la entrada de la tumba de Ramsés VI, hallando, en un pequeño escondite, varias piezas sueltas de bastante interés arqueológico. «Jamás, durante todos nuestros trabajos, nos habíamos hallado tan cerca de un verdadero hallazgo en el Valle», anota Howard Carter.
Ya habían excavado de todo el triángulo hasta donde se encontraban las chozas de los obreros, como Petrie había aconsejado. Nuevamente dejan este último sector intacto y se trasladan a un lugar completamente diferente, en el pequeño valle contiguo a la tumba de Tutmosis III, donde excavan durante dos inviernos para no encontrar «nada que valiera la pena».
Tras esta experiencia se reúnen y deliberan seriamente, preguntándose si después de un trabajo de varios años, con un botín relativamente escaso, no tendrían que desplazar su labor a un lugar completamente distinto. Sólo faltaba por examinar el lugar de las chozas y los pedernales, el lugar situado al píe de la tumba de Ramsés VI. Después de mucho vacilar y de cambiar frecuentemente impresiones, acuerdan dedicar al Valle sólo otro invierno. Entonces se dedican a excavar el lugar que tantas veces habían menospreciado en los seis inviernos anteriores: el lugar de las chozas y los pedernales. Y esta vez, cuando efectuaban lo que hubieran podido hacer seis años antes, o sea, derrumbar las chozas de los obreros, apenas hubieron dado el primer golpe de piqueta, hallaron la entrada de la tumba de Tutankamón, ¡la más rica tumba faraónica de Egipto! Y Carter escribe:
«… lo repentino de este hallazgo me ocasionó una especie de aturdimiento. ¡Los meses siguientes estuvieron llenos de acontecimientos, que apenas he tenido tiempo para reflexionar!».
El 3 de noviembre de 1922, empezó Carter a derrumbar las chozas de los obreros —lord Carnarvon se hallaba por aquella época en Inglaterra—; aquéllas eran fragmentos de cabañas de la XX dinastía. A la mañana siguiente, debajo de la primera choza se halló una grada de piedra. En la tarde del día 5 de noviembre se habían quitado tantos escombros que no cabía duda ya de que se había encontrado la entrada de una tumba.