Mientras tanto, uno de los árabes, el primero que había visto la cabeza de la colosal estatua, se había alejado corriendo, presa de terror y abandonando los instrumentos de trabajo. Llegó a Mossul, en cuyo zoco provocó un revuelo considerable al contar nada menos que el gran Nemrod había salido de su tumba.
El cadí tomó cartas en el asunto e interrogó al árabe sobre el hallazgo. ¿De qué se trataba: de los huesos, de los restos de Nemrod, o solamente de una imagen suya, obra de los hombres? Consultado con el mufti, tomó la cosa desde el punto de vista teológico y divagó sobre si debía considerarse a Nemrod como fiel o si había de ser tenido como un perro pagano.
El nuevo bajá, sucesor del déspota recién caído en desgracia, emitió un juicio verdaderamente salomónico, consistente en recomendar a Layard que de todas formas tratase los «restos» con la máxima veneración y que por el momento suspendiese las excavaciones.
En resumen, otra prohibición de continuar. Layard consiguió una entrevista y en ella convenció al bajá de que los sentimientos de los buenos creyentes no podían ser violados por el trabajo de las excavaciones.
Un permiso que por último llegó del sultán de Constantinopla le libró para siempre de todas las molestias que le ocasionaban las autoridades locales y el fanatismo religioso de los árabes.
A partir de este momento comenzaron a surgir una escultura tras otra, reuniéndose pronto trece parejas de leones y toros alados. El palacio que Layard iba descubriendo lentamente en la esquina noroeste de la colina de Nemrod, cuyo hallazgo daba a su trabajo más fruto que los de Botta, fue identificado más tarde como el palacio de Asurnasirpal II (884-859 a. de J. C., según Weidner), el rey que trasladó su residencia de Asur, a Kalchu. Como sus antecesores y sucesores, seguía las costumbres de Nemrod, que, como dice la Biblia, «era un gran cazador ante el Señor». En este palacio, Layard halló relieves que representaban escenas de caza e imágenes de animales cuyo naturalismo influyó en la obra de no pocos artistas modernos tan pronto como fue conocido en Europa. La caza era la ocupación cotidiana de los nobles asirios, como lo confirman todas las representaciones e inscripciones. Tenían parques para los animales, precursores de nuestros jardines zoológicos denominados «paraísos», y en vastos cotos tenían gacelas y leones, donde organizaban grandes batidas y practicaban una especie de caza con red que ya no se practica en ninguna parte del mundo.
La mayor preocupación de Layard era el transporte de una de estas parejas de animales alados a Londres. Aquel verano, debido a la mala cosecha, era de esperar un recrudecimiento de las actividades de las cuadrillas de bandidos, que infestarían la comarca próxima a la capital, y aunque Layard había conseguido numerosas amistades, le pareció prudente acelerar la empresa.
Un día, la gente vio pasar un tropel de árabes y caldeos sobre el puente de madera medio carcomido de Mossul. Empujaban, tiraban y arrastraban un extraño vehículo, especie de carro gigantesco que apenas podía moverse, arrastrado por una pareja de búfalos de gran tamaño. Layard había ordenado la rápida construcción de este artefacto en Mossul. Luego, para el primer transporte, había elegido un toro y un león, dos de los ejemplares mejor conservados, aunque de los más pequeños, pues la empresa parecía arriesgada dados los escasos medios de que se disponía.
Sólo para trasladar un toro fue preciso abrir, desde el lugar del hallazgo hasta la parte exterior de la colina, una trinchera de treinta metros de longitud por cinco de anchura y hasta siete de altura. Mientras Layard se consumía de impaciencia, la empresa constituía una fiesta para los árabes. A diferencia de los
fellahs
egipcios, que habían acompañado a los restos de sus reyes muertos con tristeza y lamentos cuando Brugsch los trasladó Nilo abajo, nuestros buenos árabes sólo veían en el cortejo una ocasión para exteriorizar su entusiasmo profiriendo ensordecedoras exclamaciones de alegría. Y en medio de tal animación hizo deslizar al coloso sobre rodillos de madera.
Cuando Layard, después de esta primera etapa de su trabajo, coronado por tan resonante triunfo, se retiró por la noche, fue acompañado por el jeque Abd-er-Rahman. Layard tomó nota de la alocución del mismo, parte de la cual hemos transcrito al frente de este «Libro de las torres», pues se expresa en términos no exentos para nosotros de la enfática admiración árabe.
El jeque habló así:
«¡Maravilloso, maravilloso! ¡Sin duda sólo hay un Dios, y Mahoma es su profeta! En el nombre del Altísimo, oh, Bey, dime qué piensas hacer con estas piedras. ¿Gastarse tantos miles de saquitos —dinero— para tales cosas? ¿Es posible que, como dices, tu pueblo aprenda de ellos la sabiduría, o acaso, como explica Su Excelencia el Cadí, las llevas al palacio de tu reina, que adora estos ídolos como los demás infieles paganos? Pues en lo que a sabiduría se refiere, estas figuras no os enseñarán a hacer mejores cuchillos, tijeras u objetos coloreados, y los ingleses manifiestan justamente su sabiduría en la producción de tales objetos. Pero ¡Alá es grande! Aquí están las piedras enterradas desde la época del justo Noé, que en paz descanse, y acaso estaban ya bajo la tierra antes del Diluvio».
Caía la noche y en la colina de Nemrod aún reinaba un griterío ensordecedor. Se celebraba el triunfo con música y baile. Pálido y gigantesco, el toro alado seguía en su carro mirando un mundo transformado.
A la mañana siguiente se efectuó el transporte hacia el río. Los búfalos que habían de arrastrar el carro no podían con aquella inmensa carga. Layard pidió ayuda, y el jeque le proporcionó los hombres y las cuerdas que necesitaba. Juntamente con Layard, el árabe iba a caballo a la cabeza de la comitiva para indicarles el camino. Detrás de ellos bailaban los músicos tocando sus tambores y flautas.
En tercer lugar venía el carro, empujado por unas trescientas personas que gritaban cuanto podían, animados por sus capataces.
Por último, cerraba el cortejo un grupo de mujeres que enardecían a los árabes con sus agudos chillidos. Los jinetes de Abd-er-Rahman daban pruebas de su habilidad hípica, alrededor del grupo, corriendo delante unas veces, detrás otras, y fingiendo librar escaramuzas.
Pero no se habían vencido todas las dificultades. Por dos veces quedó el carro atascado; además, el trabajo de cargar las estatuas en las barcas era tan difícil que Layard sudaba de angustia; aquello no era la fácil operación de cargar las placas con relieves, mucho menos pesadas, que antes había enviado a Inglaterra. Aquel envío se había hecho vía Bagdad y Basora, puerto del golfo Pérsico, donde fueron transbordados a los buques, contando para ello con todos los medios técnicos y auxiliares necesarios. Pero ahora, por el enorme peso de los animales alados, Layard quería evitar el transbordo en Bagdad, ciudad que quedaba fuera del alcance de su influencia.
Su plan tropezó con dificultades. Los marineros de Mossul, que jamás habían llegado hasta Basora, rechazaron tal propuesta, porque algunos de ellos tenían cuentas pendientes con la justicia y estaban amenazados de cárcel en Bagdad. Aumentando el precio, Layard logró evitar dicho transbordo y con ello el peligro corrido por Botta, cuyas estatuas se hundieron en el Tigris.
Así, los gigantescos dioses, aquellos animales alados de rostro humano, viajaban después de un reposo de veintiocho siglos. Muchos kilómetros recorrieron en barca por el Tigris; y veinte mil más navegando por aguas de dos océanos para dar la vuelta al África —el actual canal de Suez fue inaugurado en 1869— y establecerse en su nueva sede: el Museo Británico de Londres.
Antes de terminar la labor de aquella temporada, Layard hizo una última inspección a las excavaciones, tomando notas en su cuaderno de apuntes. He aquí la descripción final que contiene su libro
Niniveh and its remains
, que en pocos años se hizo famoso:
«Subimos a la colina artificial y en la cima no se destaca ninguna de las piedras del interior; solamente se ve una forma ancha, lisa, a veces sembrada de cebada, o bien amarilla y seca, sin vegetación, donde sólo crecen algunas plantas silvestres. En algunos sitios se ven montones de tierra ennegrecida, con un agujero en el centro por donde suben delgadas columnas de humo, Son las chozas de los árabes, alrededor de las cuales se arrastran unas viejas mujeres de miserable aspecto, y también una o dos jóvenes de paso firme y muy erguidas que llevan el ánfora del agua sobre el hombro o un haz de leña en la cabeza. Por la pendiente de los lados, sin embargo, parecen salir de las profundidades unos seres de aspecto salvaje, vestidos con unas camisas ligeras, anchas y cortas, algunos saltando y haciendo cabriolas, pero todos corriendo como locos de un lado a otro. Llevan un capazo, y en cuanto llegan al borde de la colina cortada a pico, lo vacían, produciendo una nube de polvo. Con gran celeridad vuelven bailando, como antes, y gritando y sacudiendo los capazos de un lado a otro. Luego desaparecen de nuevo tan rápidamente como han salido en las entrañas de la colina. Son los obreros que sacan escombros de las ruinas.
»Por unas escaleras practicadas en la tierra descendemos ahora a la mejor trinchera. Bajamos unos veinte peldaños y nos hallamos de pronto entre una pareja de leones alados con cabeza humana que forman un portal. En el laberinto subterráneo reina gran movimiento y confusión. Los árabes corren en distintas direcciones; algunos transportan capazos llenos de tierra, otros llevan a sus compañeros recipientes con agua. Los caldeos, con sus trajes a rayas y sus gorros cónicos, trabajan con los picos en la tierra dura, y a cada golpe levantan una nube de polvo fino. De otro tajo llegan de vez en cuando las melodías cadenciosas de la música curda, y cuando los árabes oyen tal música entonan a coro sus alaridos bélicos y trabajan con más ardor.
«Pasamos entre los leones hasta las ruinas de la sala principal. En ambos lados vemos gigantescas figuras aladas; algunas, con cabeza de águila; otras, como si fuesen seres humanos que llevan en las manos símbolos misteriosos. A la izquierda hay otro portal flanqueado igualmente por leones alados. Pero uno de ellos ha caído transversalmente sobre la entrada, y apenas si hallamos sitio para pasar por debajo. Cuando conseguimos salvar este portal hallamos otra figura alada y dos losas con bajorrelieves, tan deterioradas que apenas si podemos distinguir la más leve huella del objeto reproducido.
»Más allá, nos es imposible reconocer un muro, a pesar de haber seguido la trinchera más honda. También la parte opuesta de la sala ha desaparecido y allí vemos tan sólo un alto muro de tierra. Un examen más detenido descubre huellas de paredes, antaño ladrillos de barro sin cocer, que ahora tienen el mismo color que la tierra que los envuelve.
»Se hallan de nuevo en pie las placas de alabastro antes caídas y, por entre ellas, penetramos en un laberinto de pequeños bajorrelieves que representan carros, jinetes, batallas y asedios. Acaso los obreros levanten una nueva placa, por lo que nosotros esperamos un rato llenos de impaciencia y curiosidad para ver qué nuevo acontecimiento de la historia asiria, qué costumbre desconocida o qué ceremonia religiosa nos explicará el relieve grabado en la misma.
»En cuanto hemos andado unos cien pies entre estos escombros diseminados, vestigios de la historia y la cultura del pueblo asirio, llegamos a una puerta formada por dos gigantescos toros alados de piedra caliza amarilla. Uno está entero, pero a su pareja se le ha desprendido la cabeza humana, que ahora yace a nuestros pies.
»Seguimos andando y vemos otra figura alada que tiene en las manos una flor delicada que presenta al toro alado como si fuera una ofrenda. Junto a esta figura hallamos ocho hermosos bajorrelieves. Uno de ellos representa al rey en la caza y triunfante sobre el león y el toro salvaje; otro, el asedio de un castillo en el cual los asaltantes emplean el ariete. Ahora hemos llegado al final de la sala y tenemos ante nosotros una figura trabajada con especial arte: dos reyes ante el símbolo de la divinidad, acompañados por dos figuras aladas entre las cuales se ve el sagrado árbol de la vida. Ante este relieve se halla la piedra donde antaño estaría el trono del monarca asirio, cuando recibía a los enemigos prisioneros o a sus cortesanos.
»A la izquierda hay otra salida, guardada por dos leones, que queda al borde de un hondo precipicio sobre el cual se eleva, muy por encima de nosotros, la masa de estas sublimes ruinas. En los muros contiguos a dicha puerta se ven figuras de prisioneros llevando tributos: pendientes y brazaletes, así como dos toros gigantescos y dos figuras aladas, situadas ya al mismo borde, que miden más de catorce pies.
»Como en esta parte la montaña de ruinas queda cortada a pico, formando un precipicio, tenemos que dar un rodeo, y entrando por la puerta de los toros amarillos damos con una estancia decorada enteramente por figuras con cabezas de águila; a un extremo se halla una puerta flanqueada por dos sacerdotes o divinidades; y en el centro, otra puerta con dos toros alados. Cualquier dirección que elijamos nos lleva a una multitud de habitaciones, y quien no conozca bien aquel laberinto se expone a perderse, pues, además, los escombros se han ido amontonando generalmente en el centro de las habitaciones y la obra de descombro realizada consiste en un laberinto de pasillos estrechos, una de cuyas paredes está recubierta de placas de alabastro y la otra es un gran montón de tierra que por algún punto deja ver medio enterrada alguna que otra vasija rota o un ladrillo barnizado con brillantes colores.
«Recorrer estas galerías para ver de prisa las extrañas esculturas o las numerosas inscripciones que allí se ofrecen nos lleva de una a dos horas. Aquí vemos largas hileras de reyes acompañados por sus eunucos y los sacerdotes; más allá, otras hileras, igualmente de figuras aladas, que, llevando picas y emblemas religiosos, parecen dirigirse al místico Árbol de la Vida.
»Otras entradas, siempre formadas por leones o parejas de toros, nos conducen a las demás habitaciones. En cada una de ellas se hallan nuevos motivos de curiosidad y asombro. Cansados, salvamos por último una fosa, por la parte opuesta a la entrada; salimos del edificio y nos hallamos de nuevo en la amplia meseta que la tierra ha formado sobre la montaña de ruinas de la ciudad».
Y Layard, que está sumamente impresionado, añade: «Sobre este campo, yermo en parte, y en parte cultivado, poblado por las tiendas de los beduinos, en vano buscamos huellas de los maravillosos restos que acabamos de contemplar; casi nos sentimos inclinados a creer que hemos soñado o que acabarnos de oír la narración de un cuento oriental. Muchos que acaso más tarde pisen de nuevo este lugar, cuando la hierba haya cubierto de nuevo por completo las ruinas de los palacios asirios, sospecharán que yo les he contado una visión».