Dioses, Tumbas y Sabios (18 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

El entusiasmo de los indígenas contagia a la expedición, hasta tal extremo que los franceses llegan a cantar «La Marsellesa» y otras canciones revolucionarias ante el gobernador de Girge, Mohamed Bey. Pero los expedicionarios siguen trabajando y Champollion va de descubrimiento en descubrimiento, de confirmación en confirmación. En las canteras de Menfis reconoce y confirma a primera vista los trabajos de las distintas épocas; en Mit-Rahine descubre dos templos y una necrópolis completa; en Sakkara —donde varios años más tarde radicará el famoso centro de los hallazgos de Mariette— da con el nombre del rey Onnos y lo sitúa, cronológicamente, al instante y con gran acierto, en la época más antigua; en Tell-el-Amarna descubre que la construcción gigantesca que Jomard había designado como granero era en realidad el gran templo de la ciudad.

Y por si todo ello fuera poco, luego tiene la satisfacción de ver confirmada una tesis por la que seis años antes se había burlado de él toda la comisión egipcia.

Los barcos estaban anclados en Dendera. Sabemos que el templo de esta ciudad, uno de los más grandes de Egipto, fue edificado por los reyes de la XII dinastía, los gobernantes más poderosos del Imperio, Tutmosis III, el gran Ramsés y su sucesor; y después continuado por los Ptolomeos y los emperadores romanos Augusto y Nerva. En la puerta y en la muralla circundante intervinieron todavía Domiciano y Trajano.

Pues bien, aquí habían llegado, el 25 de mayo de 1799, las tropas de Napoleón, tras una agotadora marcha a pie, y quedaron muy impresionados por el cuadro que se les ofrecía. Y aquí mismo, algunos meses antes, el general Desaix había interrumpido con sus tropas la persecución de los mamelucos, fascinado por la grandeza y magnificencia de un imperio desaparecido. ¡Qué difícil es imaginar una idea tan extraña en un general del siglo XX! Ante este templo se hallaba ahora Champollion, que conocía en todos sus detalles el relato, así como los dibujos y copias de las inscripciones por las muchas veces que de ello había hablado con Denon, el ayudante del general Desaix. Una noche de luna clara, brillante, meridional, egipcia, sus acompañantes le apremiaron, y los quince científicos de la expedición, con Champollion a la cabeza, fueron corriendo hacia el templo formando un grupo compacto «que un egipcio hubiera podido confundir con una tribu de beduinos y un europeo con un grupo de indígenas bien armados».

L'Hôte, uno de los que tomaban parte en la aventura, nos cuenta lleno de emoción: «Siguiendo a capricho, recorrimos un bosque de palmeras, de aspecto fascinador a la luz de la luna. Luego caminamos por un campo con hierba muy crecida y penetramos en una zona de espinos y arbustos. ¿Volver? No, no queríamos. ¿Seguir adelante? No sabíamos cómo. Empezamos a gritar, pero sólo a lo lejos nos respondían los ladridos de los perros. Entonces, dormido tras un árbol, vimos a un
fellah
harapiento armado con un cayado y vestido solamente con unos trapos negros. Parecía un ser infernal. Champollion le denominó «una momia ambulante». Asustado y tembloroso, el
fellah
se levanta, temiendo que le azotemos… Todavía hemos de realizar una marcha de dos horas. Hasta que, por fin, se presenta ante nosotros el templo bañado por la luz de la luna, escena que nos embriaga de admiración… Durante el camino habíamos cantado para calmar nuestra impaciencia, pero aquí, al vernos ante el propileo iluminado por la luz celeste, ¡qué sensación! Pasado el pórtico, sostenido por unas columnas gigantescas, reinaba un silencio completo y el encanto misterioso producido por las sombras profundas mientras afuera nos cegaba la luz de la luna. Contraste extraño, maravilloso…

»Luego, en el interior, encendimos una hoguera con hierba seca. Nuevo encanto, nuevas explosiones de entusiasmo. Aquello fue como un repentino delirio colectivo; era una fiebre, una locura, lo que nos embargó a todos. El éxtasis en que nos vimos sumidos es inenarrable… Esta escena, maravillosamente mágica, aquel embrujo, era realidad bajo el pórtico de "Dendera"».

Veamos lo que nos dice Champollion, al que los demás llaman «maestro» y que, correspondiendo a tal rango, es en sus juicios hombre ponderado, aunque tras la sobriedad forzada de sus palabras se siente la emoción:

«No intentaré descubrir la emoción que nos produjo, sobre todo, el pórtico del gran templo. Es posible medirlo, pero imposible dar una impresión del mismo. Constituye la perfección máxima de la unión de las nociones de gracia y de majestad. Permanecimos allí dos horas, durante las cuales, conducidos por nuestro guía indígena, recorrimos extáticos las salas e intentamos leer a la luz deslumbradora de la luna las inscripciones del exterior».

Era el primer gran templo egipcio bien conservado que veía Champollion, la realización de un anhelo tan soñado. Y lo anota aquella noche y al día siguiente demuestra con qué intensidad aquel hombre vivía ya en Egipto antes de ir allí, hasta qué punto iba preparado por su fantasía, por sus sueños y por sus pensamientos, que realmente nada le parecía nuevo. Todo era para él simple confirmación de hipótesis audaces antes enunciadas; por eso, insospechadamente, estaba en condiciones de aprovechar en sumo grado aquel estudio de los monumentos del país del Nilo.

Para la mayoría de los acompañantes de Champollion, el gran templo, el pórtico, las columnas y las inscripciones no eran sino piedras y monumentos muertos. Para ellos, el extraño atavío que se habían puesto era sólo un disfraz, mientras que Champollion vivía en él. Todos tenían el pelo cortado a rape y se tocaban con turbantes gigantescos, vestían túnicas de tela con brocados de oro y babuchas amarillas. «Lo llevábamos bien y con gesto de gravedad», dice L'Hôte. Pero esta observación contiene cierta extrañeza por tal atuendo. En cambio, Champollion, que desde hacía años ya recibía, tanto en Grenoble como en París, el sobrenombre de «el egipcio», se mostró digno de él y se movía como un indígena, según lo atestiguaban todos sus acompañantes.

No solamente descifraba e interpretaba, sino que concebía, tenía de pronto ideas de iluminado. Afirma ante la Comisión: «Este templo no es el de Isis, como se pretende, sino que es el de Hator, la diosa del amor, y mucho más antiguo de lo que se cree. La forma definitiva se la han dado, en efecto, los Ptolomeos, pero fue terminado por los romanos y esta antigüedad de dieciocho siglos no significa gran cosa en comparación con los treinta siglos anteriores en que ya se desarrollaba la historia de Egipto». Y la grandiosa impresión que tuvo bajo la luna pálida no le impide ver que aquel edificio, si bien es una obra maestra de la arquitectura, se hallaba repleto de esculturas del peor estilo. «Que no lo tome a mal la Comisión —escribe—, pero los relieves de Dendera son detestables, y no podía ser de otro modo, ya que corresponden a una época decadente en que la escultura ya estaba maleada, mientras que la arquitectura, que por ser arte hierático no es tan susceptible de cambios, aún se mantenía digna de los dioses de Egipto y de la admiración de todos los siglos».

Tres años después Champollion fallece, cuando más falta podía hacer a la joven ciencia de la egiptología por él iniciada, y demasiado pronto para conocer su fama. Después de su muerte, algunos investigadores ingleses y alemanes publicaron libelos difamatorios, en los cuales con injusta obcecación atacan su sistema, a pesar de los resultados manifiestos por él logrados.

Pero poco después le reivindicó brillantemente el alemán Richard Lepsius, que en el año 1866 halló el llamado «decreto de Canopo», obra bilingüe que confirma indiscutiblemente el método de Champollion. Por último, el francés Le Page-Renouf, en un discurso ante la
Royal Society
de Londres, en el año 1896, coloca a Champollion en el puesto que la ciencia y la cultura universal le deben. Habían transcurrido sesenta y cuatro años desde su fallecimiento.

Champollion había revelado el secreto de la escritura egipcia. Ahora ya podían empezar su tarea el pico y la azada.

Capítulo XII

«¡CUARENTA SIGLOS OS CONTEMPLAN!».

Este libro sólo pretende dar una amplia visión de conjunto. Por eso vamos saltando de una cima a otra y no podemos dedicar bastante espacio a esa labor, propia de hormigas, de los eruditos, cuyo mérito ha sido no sólo ordenar y catalogar, sino también interpretar audazmente, hacer hipótesis creadoras y tener ideas fecundas.

Los grandes descubrimientos realizados en Egipto en los decenios que siguieron al trabajo de Champollion van ligados a cuatro nombres que, por orden de importancia, según nuestro criterio, son: el italiano Belzoni, coleccionista; el alemán Lepsius, catalogador; el francés Mariette, conservador, y el inglés Petrie, famoso medidor e intérprete. Seguramente será provechoso para el porvenir que se vea un símbolo en el hecho de que ciudadanos de estas cuatro grandes naciones europeas hayan colaborado en la misma obra y que todos ellos buscaran una misma meta, unidos por el mismo anhelo de saber e investigar la verdad, al margen de toda otra consideración, y sólo en nuestro siglo, el que menos puede vanagloriarse de tales triunfos, ocurre que tal labor esté subordinada de nuevo a particularismos nacionales o políticos.

«Uno de los hombres más notables en toda la historia de la egiptología», dice el arqueólogo Howard Carter, refiriéndose a Giovanni Battista Belzoni (1778-1823), «poco antes de llegar a Egipto, se había exhibido en un circo de Londres haciendo el
número de fuerza
». La observación de Carter se refiere más a la personalidad que al trabajo. De sobra sabemos que en la historia de la arqueología el
outsider
desempeña un papel importante. De todas formas, Belzoni es uno de los
outsiders
más extravagantes.

De distinguida familia romana, pero nacido en Padua, estaba destinado a la carrera eclesiástica. Mas antes de tomar el hábito se vio mezclado en intrigas políticas y, en vez de entrar en una cárcel italiana, ya dispuesta a acogerle, escapó a Londres. Cuéntase cómo este «gigante italiano» y «hombre fuerte» atraía todas las noches a un nutrido grupo de espectadores alrededor de la pista del circo donde actuaba. Sin duda, entonces no sospechaba aún sus futuras ambiciones arqueológicas. Parece ser que luego estudió la carrera de ingeniero mecánico, aunque también es muy posible que se dedicara a ganarse la vida como simple charlatán. En 1815 lo hallamos pretendiendo introducir en Egipto una noria mecánica capaz de dar cuatro veces más de rendimiento que las rudimentarias norias indígenas. De todos modos debió ser muy hábil, pues consiguió el permiso para instalar su modelo nada menos que en el palacio de Mohamed Alí, el tirano más temido. Alí había comenzado su carrera siendo un simple albanés, miserable y pobre en extremo; luego traficó con café, se hizo militar y, por último, llegó a pachá y se hizo dueño de Egipto y de una parte de Siria y de Arabia, tierras todas dependientes del Imperio turco. Cuando Belzoni se acercó a él ostentaba el cargo de pachá, confirmado por la Sublime Puerta, y ocupaba el lugar del anterior gobernador turco, expulsado. Por dos veces aniquiló a las tropas inglesas y había ordenado una de las mayores matanzas conocidas en la Historia universal: reprimió una revuelta política de los mamelucos invitando a los cuatrocientos ochenta beys, con falsos pretextos, a una comida en El Cairo, donde los hizo asesinar a todos. Fuera de ésta y otras «proezas», Mohamed Alí, como se puede apreciar, era amigo del progreso, pero no quedó convencido con la noria de Belzoni. Éste, en cambio, mientras tanto, había recibido del suizo Burckhardt, que recorría África, una carta de presentación para el cónsul general británico en Egipto, Salt, y tan pronto como habló con el cónsul le prometió llevar «el colosal busto de Memnón» —la estatua de Ramsés II, ahora en el Museo Británico— de Luxor a Alejandría.

Los cinco años siguientes los pasó ocupado en trabajos de coleccionista. Primeramente coleccionó para Salt, luego por su cuenta. Recogía todo cuanto se le presentaba, desde minúsculos escarabeos hasta obeliscos. Precisamente durante el traslado, un obelisco se les cayó al Nilo y él se las ingenió para sacarle de nuevo. Y toda aquella labor la realizaba en una época en la cual en Egipto, ya famoso como el más inmenso cementerio de antigüedades del mundo, saqueado sin orden ni concierto, nadie vacilaba en conquistar ese oro antiguo con métodos más arteros que los usados por los buscadores de oro que dos decenios más tarde invadieron California y Australia en su afán de conquista del oro natural. Allí no regían leyes, o no eran respetadas, y más de una vez las divergencias fueron decididas a tiros.

En este ambiente no puede extrañarnos que la pasión de coleccionar, que únicamente tendía al objeto y no al conocimiento, destruía más que descubría, dañaba más que enriquecía la cultura. Tampoco Belzoni, quien, como sabemos por su breve bosquejo biográfico, a pesar de su vida anterior había tenido tiempo de adquirir conocimientos sobre la materia, reparaba demasiado en los medios para la consecución del objeto de sus deseos. Y más de una vez hizo saltar la tapa de los sarcófagos, ritualmente sellados, por el expeditivo procedimiento de un ariete. Con tal método, que hace erizar los cabellos a cualquier arqueólogo moderno, nos parecería incomprensible que una persona tan escrupulosa como Howard Carter pueda decir de Belzoni que se le debería tributar pleno reconocimiento por sus excavaciones «y por el método como las llevó a cabo» si no pensásemos que Belzoni era hijo de su época y que, además, hizo dos cosas dignas de todo reconocimiento. En ambas fue el primero y con ellas sentó los primeros eslabones de una cadena aún no interrumpida.

En octubre de 1817 descubrió, en el valle de Biban-el-Muluk, cerca de Tebas, junto a otras, la tumba de Sethi I, antecesor del gran Ramsés, el vencedor de los libios, sirios e hititas. Aquella tumba medía cien metros. El sarcófago era magnífico, de alabastro, y hoy se halla en el Soane Museum de Londres. Mas el sarcófago estaba vacío desde hacía tres mil años y Belzoni no podía saber dónde paraba la momia, ni qué azarosos caminos había seguido. Con el descubrimiento de esta tumba comenzaron los importantes hallazgos del famoso Valle de los Reyes, cuyo punto culminante se alcanzaría solamente en nuestro siglo.

Medio año más tarde, el día 2 de marzo de 1818, nuestro italiano, como aún se hace constar en una inscripción colocada sobre la entrada a la vista de todo visitante, abrió la segunda pirámide de Gizeh, la pirámide de Kefrén, y penetró hasta la cámara mortuoria. Con estas primeras investigaciones comenzó su ruta práctica la egiptología, la ciencia de las pirámides, de las edificaciones más poderosas del mundo antiguo. En medio de la oscuridad de la primitiva época egipcia, enmarcada por aquellas gigantescas masas geométricas, se proyectaron los primeros rasgos humanos.

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