Dioses, Tumbas y Sabios (15 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

—A pesar de su juventud, la Academia le nombra miembro suyo teniendo en cuenta lo que usted ya ha hecho y sobre todo pensando en lo que hará. Ella está convencida de que usted justifica sus esperanzas y confía en que algún día, cuando con sus trabajos se haya creado un nombre, usted recordará que ella ha sido la primera en darle ánimos.

Champollion, alumno de la Academia de Grenoble, se ha convertido en un ilustre miembro de la misma.

Cuando sale de la recepción, se desmaya. Su temperamento sanguíneo va acompañado de momentos de gran depresión. En aquella época es hipersensible; está muy desarrollado psíquicamente, y muchos le consideran un genio. En lo físico también adelanta a los de su edad. Cuando, apenas terminados sus estudios, decide casarse, su decisión no es una locura de chico. Él realmente se sentía mayor de lo que correspondía a su edad. Sentía que para él empezaba una nueva etapa de su vida y veía ante sí una ciudad inmensa, la capital de Europa, punto de intersección del espíritu, la política y las aventuras. En un viaje de setenta horas, soportando junto a su hermano el vaivén del carro que ya se acerca a París, ha meditado entre el sueño y la realidad, como en una pesadilla, viéndose envuelto en amarillentos papiros, de palabras en una docena de idiomas, oprimido por piedras cuajadas de jeroglíficos, entre ellas aquella piedra misteriosa de basalto negro, la piedra de Rosetta, que años antes había visto por vez primera en casa de Fourier y cuyas fascinadoras inscripciones le persiguen.

Entonces —esto es auténtico—, dirigiéndose a su hermano, le dice en voz alta lo que secretamente estaba esperando y de lo cual ahora tiene de pronto clara conciencia, mientras en su rostro moreno arden sus ojos oscuros:

—¡Yo descifraré los jeroglíficos! Estoy seguro de ello.

Dícese que Dhautpoul fue quien halló la piedra de Rosetta. Pero Dhautpoul era sólo el jefe de las fuerzas de zapadores, un superior jerárquico del soldado que realmente la encontró. Otras fuentes citan también a Bouchard, pero éste no era más que el oficial encargado de dirigir los trabajos de fortificación en las ruinas de la fortaleza de Rachid, entonces ya llamada Fort Julien, siete kilómetros y medio al noroeste de Rosetta, en el Nilo. A él fue a quien más tarde se le confió el transporte de dicha piedra a la ciudad de El Cairo.

En realidad el que la halló fue un soldado cuya cultura no sabemos si le permitió conocer el valor de su hallazgo, cuando su pico tocó la piedra, o si simplemente quedó fascinado por el aspecto de tal losa, completamente cubierta de signos misteriosos. Lo cierto es que huyó dando alaridos, como un ingenuo que teme caer bajo el hechizo de lo mágico.

La piedra que tan insospechadamente surgía de las ruinas de la fortaleza, tan grande como el tablero de una mesa, era de grano fino, duro, de basalto negro, y por un lado estaba pulida. Presentaba tres series de inscripciones, en parte raídas por el tiempo, borradas por el roce de la fina arena que durante dos milenios había ido pasando por ella. Y de estas tres inscripciones, la primera, en catorce líneas, era jeroglífica; la segunda, de veintidós, demótica, y la tercera, de cincuenta y cuatro, griega.

¡Griega! Entonces era posible leerla. Era posible comprenderla. Era posible…

Un general de Napoleón, helenista apasionado, dio comienzo inmediatamente a su traducción. Como pudo observar al punto, se trataba de una dedicatoria de los sacerdotes de Menfis a Ptolomeo V en el año 196 a. de J. C., ensalzándole por los beneficios recibidos.

Esta lápida, después de la capitulación de Alejandría, junto con las demás piezas del botín, llegó al Museo Británico de Londres. Pero la «Comisión» napoleónica había mandado hacer vaciados y copias de todos los ejemplares hallados, y estas copias llegaron a París, donde los sabios pudieron llevar a cabo su labor de comparación.

De comparación, hemos dicho; pues, ¿qué más lógico sino deducir de la disposición de las columnas que éstas contenían el mismo texto? Ya el
Courrier de l'Egypte
había dicho que en ellas estaba la clave para hallar la puerta de aquel reino muerto y encerraba la posibilidad de «descubrir Egipto con documentos de los propios egipcios». Después de traducida la inscripción griega, ¿podía presentar dificultad establecer el valor de los signos jeroglíficos que correspondían a dichas palabras griegas, a esos mismos conceptos y a los mismos nombres?

Se dedicaron a tal empeño las mejores inteligencias de la época. No solamente en Francia, sino también en Inglaterra —ante el original auténtico de la piedra—, en Alemania, en Italia. Fue en vano. Todos partían de una hipótesis falsa; tenían de los jeroglíficos unas ideas, en parte basadas en Heródoto, que los cegaban con esa terquedad que se manifiesta en tantas ideas falsas y preconcebidas de la historia de la cultura humana. Para averiguar el misterio de los jeroglíficos se requería un giro casi copernicano, una ocurrencia que saltando el camino trillado de las tradiciones alumbrase como un relámpago la oscuridad de aquella noche milenaria.

Cuando Champollion, que entonces contaba diecisiete años, fue presentado por su hermano a De Sacy, su futuro profesor, hombre bajo, insignificante, y a quien, sin embargo, se conocía ya más allá de las fronteras de Francia, no era un joven tímido ni cohibido, sino que como antaño, a la edad de once años, cuando había entusiasmado a Fourier, ahora también encantaba a De Sacy.

Mas De Sacy desconfiaba. Aquel hombre de cuarenta y nueve años que poseía todos los conocimientos de su época vio ante sí a un joven petulante que con temeraria audacia había emprendido en su libro titulado «Egipto bajo los faraones» un proyecto del cual él mismo había declarado que aún no había llegado la hora de realizarlo. Pero más tarde, recordando este primer encuentro, De Sacy habla de las «profundas impresiones» que había recibido. ¿Se trata de un milagro? El libro del cual De Sacy tan sólo viera la introducción, a fines del año estaba casi terminado. Por lo tanto, la fama que siete años más tarde se le atribuyó la mereció y bien merecida cuando aún era un muchacho de diecisiete años. Después de la publicación de tal obra, Champollion se lanzó al estudio. Rehuyendo todas las seducciones que ofrecía París, se encierra en las bibliotecas, va de un Instituto a otro, cumple los cien encargos que los eruditos de Grenoble le recomiendan en sus cartas, estudia el sánscrito, el árabe y el persa —el «italiano de Oriente», como dice De Sacy—, padres de casi todos los idiomas orientales, y aún pide a su hermano una gramática china, «para distraerse».

Tanto se adentra en el espíritu del árabe, que cambia la entonación de su voz y, en cierta reunión, un árabe se inclina ante él creyéndole uno de los suyos. Sus conocimientos de Egipto llegan a ser tan profundos, que Somini de Manencourt, que tenía fama de ser el viajero más célebre de África, después de charlar con él, exclama sorprendido:

—¡Pero si conoce los países de que hablamos tan bien como yo mismo!

Un año más tarde habla y escribe también el copto. «Lo hablo conmigo mismo», dice, y para practicarse escribe toda clase de ejercicios que se le ocurren en signos demóticos. Cuarenta años después tiene efecto aquel curioso error de un sabio que tomó uno de aquellos entretenimientos como el texto original egipcio de la época de los Antoninos, comentándolo eruditamente. ¡Resultó ser una transcripción francesa del libro alemán de Beringer sobre los fósiles!

Champollion pasa dificultades y estrecheces innumerables. Si no tuviera a su hermano que le mantiene, llegaría a perecer de hambre. Vive en una miserable habitación cercana al Louvre por la que paga dieciocho francos mensuales de alquiler. Y muchas veces se los debe a su hermano; le suplica a menudo, no sabe qué hacer, no es capaz de administrar el dinero, y se siente muy apesadumbrado cuando Figeac le comunica que se verá obligado a empeñar su biblioteca si François no limita sus gastos. ¿Limitarse? ¿Más aún? Calza unos zapatos rotos y lleva el traje raído. Por último, le da vergüenza incluso presentarse en sociedad; cae enfermo y el frío y la humedad de un invierno extraordinariamente riguroso en París son causa de los gérmenes del mal que le ocasionará la muerte. En compensación, dos pequeños éxitos le animan.

El emperador necesita soldados. En el año 1808 se llama a filas a todos los hombres desde los diecisiete años. Champollion se horroriza y todo su ser se resiste a tal exigencia; él, que sabe guardar la más rigurosa disciplina de espíritu, tiembla al imaginarse las guardias, los grupos de hombres formados y sometidos a una disciplina estúpida que mide con el mismo rasero a todos los espíritus. ¿Acaso Winckelmann no había sufrido ya la opresión del militarismo prusiano? «Hay días —escribe François, desesperado, a Figeac— en los cuales pierdo la cabeza».

El hermano, que siempre le ayuda, lo hace también en este caso. Acude a los amigos, dirige peticiones, escribe muchísimas cartas y logra, por fin, que se permita a Champollion proseguir sus estudios; y en una época en que retumba el fragor de las armas, nuestro hombre puede dedicarse al estudio de las lenguas muertas.

La segunda cuestión que le inquieta más aún, que empieza a fascinarlo de tal modo que a veces incluso llega a olvidar la amenaza de militarización, es el estudio de la piedra de Rosetta. Y, hecho extraño: igual que más tarde Schliemann, cuando hablaba y escribía ya todos los idiomas europeos, a pesar de lo mucho que le interesaba el griego antiguo, vacilaba ante la idea de estudiarlo, porque sospechaba que se le agotaría toda ilusión. Así, la idea de Champollion daba cada vez más y más vueltas alrededor de la piedra trilingüe, seguía ensimismado en las volutas de una espiral, por así decir, y se iba acercando cada vez más al objeto de sus deseos. Pero cuando más se acercaba, más lento y vacilante se tornaba su movimiento, porque le parecía que aún no tenía suficientes conocimientos para enfrentarse con tan gran problema, que aún no estaba debidamente equipado con todos los conocimientos en su época.

Pero, de pronto, colocado ante una copia hecha en Londres de la piedra de Rosetta, no puede dominarse. Bien es verdad que no empieza con la técnica propia del desciframiento; le bastó una comparación de la piedra de Rosetta con el papiro para, de un golpe y de una manera intuitiva, darse cuenta de los valores justos para toda una serie de letras. «Te someto mis primeros pasos», escribe a su hermano, el 30 de agosto de 1808, a los dieciocho años. Y tras la modestia con que explica su método, acaso por vez primera se manifiesta el orgullo del joven investigador.

Cuando había dado el primer paso sabía que iba seguro por el camino del triunfo y de la fama; cuando entre él y la meta no había visto más que trabajo, fatigas, privaciones, y dispuesto a todo se había echado adelante, recibe la noticia de que todo lo que había hecho hasta entonces, todo lo que suponía, esperaba y sabía se convertía en un esfuerzo vano, sin sentido. ¡Otro había descifrado ya los jeroglíficos!

En un terreno muy distinto al de esta clase de investigación y sus fatigas, en los diez años de lucha por la conquista del Polo Sur, se cuenta una historia que describe del modo más dramático una impresión análoga a la que entonces experimentara Champollion al enterarse de que otro se le había adelantado. Después de terribles fatigas, el capitán Scott consigue acercarse al Polo con un puñado de hombres, algunos trineos y algunos perros. Cegado por la nieve, el hambre y el agotamiento, iba espoleado por el orgullo inmenso de ser el primero en alcanzar la meta, cuando en aquel campo de nieve de extensión infinita, que debería ser virgen, de pronto ve una bandera: ¡La que plantara el noruego Amundsen!

Como he dicho, este ejemplo es más dramático, pues detrás de él yacía la muerte, una muerte blanca. Pero la impresión del joven Champollion habrá sido idéntica a la del capitán Scott. Y no es un consuelo pensar que igual sensación habrán experimentado muchos en este siglo de tantos descubrimientos simultáneos. Todos ellos habrán sentido lo que Scott experimentó al ver la bandera.

Pero si a Champollion la noticia le había fulminado como un rayo, sus efectos fueron pasajeros. La bandera de Amundsen estaba fija y mantenía enhiesto el testimonio de su indiscutible victoria; pero respecto al desciframiento de los jeroglíficos, no había nada seguro.

Champollion se enteró de la noticia hallándose en la calle y se dirigió inmediatamente al
Collège de France
. Un amigo se lo explicaba, sin sospechar cuál era la ambiciosa meta que Champollion perseguía desde hacía años, ni qué soñaba, ni qué le animaba, ni en qué había estado trabajando durante tantísimos días y noches, el motivo por el que pasaba hambre y por el cual se humillaba. Por eso se quedó asombrado y atemorizado cuando vio que Champollion vacilaba y se apoyaba pesadamente en él.

—Alexandre Lenoir —le dice aquel amigo—, acaba de publicar una obra, sólo un folleto, la
Nouvelle Explication
, con el desciframiento total de los jeroglíficos. ¡Imagínate lo que esto significa! —Y le da aquella noticia con un acento de trivial alegría.

¿A quién se lo dice?

—¿Lenoir? —pregunta Champollion, moviendo la cabeza. Pero vislumbra un rayo de esperanza. La víspera misma había visto a Lenoir, a quien conocía desde hacía un año. Lenoir es un hombre que goza de cierta fama, pero no un genio.

—¡Imposible! —dice—. Nadie ha hablado hasta ahora de ello, ni siquiera el mismo Lenoir ha dicho una palabra.

—¿Y esto te extraña? —le pregunta el amigo—. ¿Quién es capaz de revelar prematuramente tal descubrimiento?

Champollion deja de apoyarse en el brazo de su amigo.

—¿Qué librero lo tiene? —pregunta. Y sale corriendo. Con manos temblorosas cuenta los francos sobre el mostrador polvoriento; sólo se han vendido unos cuantos ejemplares del folleto. Va a su casa volando, se tumba en el viejo sofá y empieza a leer con emoción.

Y mientras la viuda Mécran sirve la cena en la cocina, de la habitación de su inquilino llega un ruido infernal. Ella lo escucha aterrorizada; corre luego hacia la habitación, abre la puerta y ve allí a François Champollion tumbado en el sofá. Levántase el estudiante y su boca emite unos sonidos inarticulados, pero se ríe, no cabe duda, sacudido por una inmensa carcajada histérica.

Su mano sostiene el folleto de Lenoir. ¿Desciframiento de los jeroglíficos? ¡Este pobre Lenoir ha plantado la bandera antes de tiempo! Champollion sabe demasiado de eso para poder juzgar que cuanto Lenoir pretende es una insensatez, una simple invención, una osadía en la que se mezclan la fantasía y unos conocimientos mal digeridos.

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