Se llamaba Dominique Vivant Denon. Bajo el reinado de Luis XV, Vivant había sido el encargado de inspeccionar una colección de piedras antiguas y se le consideraba como favorito de la Pompadour. En San Petersburgo fue secretario de Legación, y la emperatriz Catalina le apreciaba mucho. Era hombre de mundo, muy aficionado a las mujeres, un
dilettante
de todas las ramas de las bellas artes, lleno de maldad, ironía y agudeza de ingenio, a pesar de lo cual era amigo de todo el mundo. Siendo diplomático cerca de los suizos, fue invitado frecuentemente por Voltaire y pintó el famoso «Desayuno de Ferney»; con otro dibujo, la «Adoración de los pastores», hecho al estilo de Rembrandt, incluso mereció ser nombrado miembro de la Academia; en Florencia, por último, en aquella atmósfera saturada de arte de los salones de Toscana, le alcanzó la noticia de haber estallado la Revolución francesa. Regresó apresuradamente a París, y aquel hombre que poco antes había sido embajador,
gentilhomme ordinaire
, independiente y rico, vio su nombre en la lista de los emigrados, con sus bienes confiscados y su fortuna embargada.
Pobre, abandonado, traicionado por muchos y vegetando en alojamientos miserables, vivía de lo que ganaba con algunos dibujos. Y rondando por uno y otro mercadillo vio rodar, de paso, en la plaza de la Gréve, las cabezas de muchos de los que antaño fueron sus amigos, hasta que por fin halló un protector inesperado, Jacques Louis David, el gran pintor de la Revolución. Así fue cómo grabó aquellos diseños de trajes con que David revolucionaría la moda de la época, y cómo ganó la benevolencia del «incorruptible». Apenas volvió a pisar el brillante
parquet
, después de haber andado por los lodos de Montmartre, desplegó de nuevo su capacidad diplomática; logró que Robespierre le devolviera sus bienes y que fuese borrado de la lista de los emigrados. Por último, conoció a la hermosa Josefina Beauharnais, fue presentado a Napoleón, agradó al corso y participó en la expedición a Egipto.
A su regreso del país del Nilo, famoso ya y muy estimado, fue nombrado director general de Museos. Y asido a la guerra de Napoleón, el vencedor en todos los campos de batalla de Europa, saqueaba cuantos objetos de arte encontraba por doquier, cosa que él llamaba «coleccionar», y así constituía el primer fondo para una de las mayores riquezas de Francia. Si había actuado como pintor y dibujante con tanto éxito, ¿por qué no había de alcanzar la misma fama en el terreno de la literatura? En uno de los círculos por él frecuentados se dijo que no es posible escribir una verdadera historia de amor sin ser obsceno. Denon hizo una apuesta, y veinticuatro horas después presentaba «Le point de lendemain», un cuento que le ha conquistado un puesto especial en la literatura. Para los entendidos es la novela corta más delicada en su género, y Balzac dijo de ella: «…constituye una alta escuela de esposos y solteros, es un delicioso cuadro de costumbres del pasado siglo».
Suya también es la intitulada «Oeuvre priapique», libro publicado en 1793 por vez primera y que es un aguafuerte que mantiene lo que su nombre promete con precisión fálica. Es curioso que los arqueólogos que estudian los trabajos de Denon no sospechen, al parecer, nada de este aspecto de sus actividades. Y es igualmente divertido que un historiador del arte como Edouard Fuchs, que dedica a nuestro ilustre autor pornográfico un párrafo entero como investigador de costumbres, no parece saber nada de su importante labor en los primeros pasos de la Egiptología.
Pues este hombre polifacético, asombroso en muchos aspectos, hizo más que todo eso para merecer nuestro recuerdo. Si Napoleón conquistó Egipto con las bayonetas pero no pudo mantenerlo más que un año, Denon conquistó el país de los faraones con su lápiz de dibujante, lo conservó para la posteridad y con mágico gesto de artista lo plantó ante nuestra conciencia.
Cuando el hasta entonces simple hombre de salón pisó el ardiente suelo egipcio barrido por los vientos del desierto y cegado por el resplandor del astro rey, se entusiasmó. Y su entusiasmo continuó mientras sintió latir el pulso de cinco milenios entre las nuevas e inmensas casas de escombros.
Puesto a las inmediatas órdenes de Desaix, como ayudante, mientras el general seguía las huellas de Murad Bey, jefe de los mamelucos que había huido, recorría en rápida carrera con el ejército todo el Alto Egipto. Y Denon, hombre de cincuenta y un años, bien visto por el general, que por la edad podría ser su hijo, muy considerado por los soldados, que lo admiraban —entre ellos había verdaderos muchachos—, soportó las fatigas y el clima. Montado en un miserable jamelgo, un día se adelantaba a la vanguardia y a la mañana siguiente se arrastraba a la zaga del grueso de la tropa. El alba nunca le encontraba en su tienda; dibujaba durante los altos en los campamentos, o en plena marcha; siempre tenía a su lado el cuaderno de dibujo, incluso cuando despachaba la escasa comida. ¡Alarma! Ahora se ve en medio de una escaramuza y anima a los soldados, les hace señas con sus papeles. Percibe una escena pintoresca, se olvida de dónde está y dibuja, dibuja…
De pronto, se encuentra ante unos jeroglíficos. Todavía no sabe nada de ellos, ni hay nadie que pueda saciar su sed de saber. Pero, en todo caso, él sigue dibujándolo todo. Y al punto, su mirada de aficionado, pero de aficionado inteligente que se dirige enseguida a lo fundamental, distingue tres géneros distintos de escritura, cuya diferencia se señala como expresión de tres épocas distintas; el estilo hueco, el de relieve bastante llano, y el de alto relieve. En Sakkara hace un dibujo de la pirámide de escalones, en Dendera dibuja las ruinas gigantescas de la época egipcia tardía. Corre de un sitio a otro del extenso lugar de las ruinas de Tebas de las cien puertas, siempre infatigable, desesperado cuando llega la hora de emprender la marcha y su lápiz no ha podido fijar aún todo cuanto se ofreciera a su mirada. Esto le irrita, pero de pronto reúne algunos soldados que vagan a su alrededor, y rápidamente, a toda prisa, les obliga a limpiar la cabeza de una estatua cuya expresión le fascina.
Así sigue su aventurera campaña hasta Asuán, hasta la primera catarata. En Elefantina dibuja la graciosa capilla de Amenofis III, rodeada de columnas, y su excelente dibujo es la única noticia que de ella tenemos, pues en el año 1822 fue destruida. Y cuando el ejército es repatriado, cuando se había logrado la victoria de Sediman y se había vencido y aniquilado a Murad Bey, el barón Dominique Vivant, con sus numerosas láminas se lleva a casa un botín más precioso que el de los soldados enriquecidos con las joyas de los mamelucos. Pues por mucho que su sentimiento artístico se hubiese entusiasmado ante tales extraños mundos, la exactitud de sus dibujos en nada se había afectado. Había puesto en práctica el realismo ingenuo de los viejos grabadores en cobre, tan útil para la ciencia, pues ellos no omitían ningún detalle ni sospechaban nada de lo que habían de significar la
impresión
y la
expresión
; aquellos artistas admitían de buen grado que se les llamara «artesanos», sin que esta denominación les molestase. Por eso, sus dibujos ofrecían un material inapreciable para los sabios investigadores que en ellos hacían comparaciones. Y a base de este material, principalmente, surgió la obra en que se fundó la Egiptología, la
Description de l'Egypte
.
Mientras tanto, en El Cairo se había fundado el Instituto Egipcio. A la vez que Denon dibujaba, los demás hombres de ciencia y de las artes medían y calculaban, exploraban y reunían lo que ofrecía la superficie de Egipto. Sólo la superficie, porque el material que estaba a la vista se presentaba aún sin elaborar y tan repleto de enigmas, que no había aún motivo para recurrir a la azada. Además de vaciados, dibujos, ejemplares de plantas, de animales y mineralogía, en aquella colección había veintisiete estatuas en general en fragmentos, y varios sarcófagos. También contenía el hallazgo de una pieza muy especial: era una estela de basalto negro, pulido, una piedra que, en tres idiomas y tres escrituras distintos, contenía una inscripción, piedra que se hizo famosa bajo el calificativo de «la piedra trilingüe de Rosetta» y que sería ni más ni menos que la clave de todos los secretos de Egipto.
Pero en septiembre de 1801, después de la capitulación de Alejandría, Francia, tras dura resistencia diplomática, tuvo que entregar a Inglaterra todas las antigüedades egipcias conquistadas por Napoleón. El general Hutchinson se encargó del transporte, y Jorge II cedió al Museo Británico todos los ejemplares preciosos que tenían ya un valor de primer orden. Parecía que los trabajos hechos en Francia hubieran sido inútiles; que el año de ímprobos esfuerzos no tuviera valor alguno; que había sido inútil el que varios sabios, víctimas de la enfermedad de los ojos, hubieran perdido la vista. Pero entonces se vio que lo que llegaba a París bastaba aún para toda una generación de sabios; se vio que no se había dejado de copiar ni un solo ejemplar, y así el primero que presentó un balance positivo y duradero de la expedición egipcia fue Denon, quien, en el año 1802, publicó su
Voyage dans la Haute et Basse Egypte
. Pero al mismo tiempo, François Jomard, basándose en el material de la comisión científica y especialmente en el de Denon, empezó a redactar esa obra única en la historia de la Arqueología que de un golpe presentó, a la visión del mundo moderno, no una cultura hundida en las sombras como Troya, pero sí igualmente remota y hasta entonces conocida solamente por muy pocos viajeros.
La
Description de l'Egypte
se publicó de 1809 a 1813, y la sensación que causaron los veinticuatro gruesos volúmenes de que consta puede compararse solamente a la que provocaría más tarde la primera publicación de Botta sobre Nínive, y después el libro de Schliemann sobre Troya.
En esta época nuestra de las rotativas, apenas si nos damos cuenta de la importancia de las grandes ediciones de lujo de aquellos tiempos, con profusión de grabados, a menudo en color, lujosamente encuadernadas, y sólo al alcance de los potentados, que las guardaban como un tesoro del saber. Hoy día, cuando todo descubrimiento de alguna importancia se comunica inmediatamente al mundo entero por medio de la prensa ilustrada y del cine en todos sus aspectos y en millones de copias, junto con otras publicaciones a cuál más ruidosa que el público olvida enseguida, porque otras más recientes acaparan febrilmente su atención; hoy, que nada perdura y lo valioso se entierra junto con lo trivial, apenas si comprendemos la emoción de aquellos hombres ante los primeros volúmenes de la
Description
, al ver cosas nunca vistas, al oír cosas nunca oídas, al descubrir una vida hasta entonces insospechada, al asomarse a un pasado que abarcaba milenios.
Por tratarse de hombres que tenían un concepto del respeto más elevado que el nuestro, al dirigir tal mirada se estremecían.
Egipto era un país antiquísimo, más antiguo que cualquier cultura de las que hasta entonces se había hablado. Era ya antiguo cuando las primeras reuniones en el Capitolio romano fijaban las conquistas iniciales; lo era ya y se habían aventado sus cenizas cuando en los bosques de la Europa Septentrional los germanos y los celtas todavía cazaban osos y leones; cuando empezaba a reinar la primera dinastía egipcia, hace unos cinco mil años; o sea que, cuando dio comienzo la historia egipcia en fechas, ya existía una forma de cultura admirable. Y al extinguirse la última dinastía, la XXVI, todavía transcurrió medio milenio hasta el comienzo de nuestra era. Aún gobernaron los libios, los etíopes, los asirios, los persas, los griegos, los romanos, y sólo entonces, después de todo esto, brilló la estrella sobre el establo de Belén.
Naturalmente, algo se sabía de las maravillas de piedra en el país del Nilo, pero a modo de leyendas, basándose en conocimientos escasos. Pocos de sus monumentos habían llegado a los museos, y menos todavía eran asequibles a la publicidad. El viajero que iba a Roma podía admirar, en las escaleras del Capitolio, los leones, hoy desaparecidos, así como las estatuas de algunos reyes ptolemaicos, o sea, obras creadas en una época en que el esplendor del antiguo Egipto había desaparecido y por el Delta se había extendido el nuevo gusto de la Grecia alejandrina. Añádanse a esto algunos obeliscos —doce había en Roma—, unos cuantos relieves depositados en los jardines de los cardenales, escarabeos, copias del geótropo sagrado para los egipcios y que más tarde, por los signos misteriosos que llevaban, eran utilizados en Europa como amuletos, y después como joyas y piedras para anillos de sello. Esto era todo.
Poco era lo que las bibliotecas de París podían ofrecer como material informativo y científico. Bien es verdad que en 1805 se publicó una gran edición de Estrabón, en cinco tomos, con una traducción excelente de sus libros de geografía, haciendo asequible a todos los que hasta entonces sólo había estado al alcance de unos pocos eruditos. Estrabón había viajado por Egipto, en tiempos de Augusto. También el segundo libro de Heródoto, el más asombroso viajero de la Antigüedad, ofrecía cosas interesantes. Pero ¿en qué manos caían las obras de Heródoto? ¿Y en qué memoria vivían las otras noticias dispersas de los autores antiguos?
«Leve es el vestido que llevas», dice el salmista.
Por la mañana temprano, el sol asoma en la lejanía en un cielo color azul de acero y, volviéndose amarillo fuerte y abrasador, recorre su trayectoria por la arena unas veces parda, otras amarilla, ocre o blanca. Sus sombras, muy acusadas, contrastan sobre dicha arena como la tinta sobre el papel y recorta estilizadas siluetas de sus modelos. Y contra esta sequedad, siempre acompañada por el sol, que no conoce cambios de clima, ni lluvias, ni nieves, ni nieblas, ni granizos, que no sabe del retumbar del trueno, ni de centellear de los relámpagos; contra esta sequedad que abrasa el aire, sequedad pura, aséptica, conservadora de todo lo que puede petrificar, hacia esta región infecunda, granulosa, inestable, abriéndose paso entre movedizas dunas de arena, va avanzando el Nilo, el padre de los ríos, el Padre Nilo, que ha surgido de las profundidades del país, alimentado por los lagos y las lluvias del Sudán oscuro, húmedo y tropical, crece, desborda su cauce, inunda la arena, se traga grandes extensiones de desierto y escupe fango, ese fango fértil de julio. Y así, todos los años, desde hace milenios, crece dieciséis palmos —dieciséis niños juegan alrededor del dios que simboliza el río, en el alegórico grupo de mármol del Vaticano—, y cuando de nuevo retorna lentamente a su álveo, saciado y satisfecho, no sólo se ha tragado parte del desierto, sino también la sequedad misma de la arena. En las zonas antes cubiertas por sus aguas pardas se siembra y brota trigo del suelo, dando un fruto doble y cuádruple; es el tiempo de las abundantes cosechas, que permitirán guardar alimento para las épocas de carestía. El «don del Nilo», como lo llamaba hace dos mil quinientos años Heródoto, era el granero de la Antigüedad que hacía pasar hambre a Roma, cuando el agua había quedado excesivamente baja o subido demasiado.