Dioses, Tumbas y Sabios (44 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Pero ahora, aclarado el enigma, la maravilla menguaba y perdía toda su aureola de leyenda.

¿Qué significaban esos «jardines colgantes», si la hipótesis de Koldewey era acertada?

Seguramente se trataba de unos jardines espléndidos, majestuosos, situados en la azotea de un edificio habitado, y desde luego constituían una maravilla técnica para aquella época; pero ¿no parecen pobres comparados con otros edificios babilónicos a los que el autor griego no citaba como dignos de figurar entre las maravillas del mundo?

Por otra parte, todas nuestras noticias sobre la Semíramis legendaria son problemáticas. Vienen en general de Ctesias, que se caracteriza por su fantasía. Por ejemplo, la gigantesca estatua de Darío en Behistún, según sus afirmaciones, representaba a Semíramis ¡rodeada de los cien hombres de su guardia personal! Semíramis, según Diodoro, abandonada de niña, fue criada por las palomas y luego casó con un consejero real, hasta que el propio rey se la arrebató al esposo. Semíramis llevaba un vestido «que no permitía distinguir si era hombre o mujer», y después de haber entregado el gobierno a su hijo, convertida en paloma voló del palacio hacia el reino de la inmortalidad.

¡La torre de Babel! El edificio del cual se dice en el primer libro de Moisés, capítulo XI, versículos 3 y 4:

«Y se dijeron unos a otros: Venid, hagamos ladrillos y cozámoslos al fuego. Y se sirvieron de ladrillos en lugar de piedras, y de betún en vez de argamasa, y dijeron: Vamos a edificar una ciudad y una torre cuya cumbre llegue hasta el cielo; y hagamos célebre nuestro nombre antes de esparcirnos por toda la faz de la tierra».

Lo que Koldewey descubrió no eran más que los enormes cimientos, pero las inscripciones atestiguaban que la torre había existido. Bien es verdad que la torre de que nos habla la Biblia, cuya existencia está hoy fuera de dudas, debió de ser destruida ya en tiempos de Hamurabi, pero otra torre posterior fue erigida en aquel lugar, y precisamente en recuerdo de la primera. Nabopolasar dejó estas palabras.

«En aquella época me ordenó Marduk echar los cimientos de otra torre de Babel, análoga a la que en época anterior a la mía fuera destruida, asentándolos en el mismo seno de los infiernos, mientras que su cima debía alcanzar al cielo». Y Nabucodonosor, su hijo, continuaba: «Me dispuse a colocar la cima de Etemenanki, para que desafiase al cielo».

La torre se levantaba formando terrazas inmensas. Heródoto indica «ocho torres colocadas una encima de la otra, cada vez más estrechas, hasta que en la más alta se hallaba el templo». (Eran siete en realidad).

Se hallaba asentada en una llanura denominada Sachn, que literalmente significa «la sartén».

«Nuestra Sachn —escribe Koldewey— no es sino la forma del antiguo recinto sagrado donde se elevaba el zigurat llamado Etemenanki, "la piedra fundamental del cielo y de la tierra", la torre de Babel circundada por una muralla junto a la cual había una gran cantidad de edificios relacionados con el culto». Zakurrat, zigura, ziggurah o zigurat son solamente distintas maneras de escribir el nombre genérico de las torres o pirámides escalonadas sumerio-babilónicas.

Sus cimientos medían noventa metros de anchura y la altura de la torre era también la misma. El primer piso alcanzaba treinta y tres metros, el segundo dieciocho; y unos seis metros cada uno de los siguientes, excepto el séptimo, que medía quince metros, y en él se hallaba el templo de Marduk, el dios de Babilonia, cubierto de oro y adornado de azulejos que deslumbraban a gran distancia y que saludaban a cuantos viajeros se acercaban a la gran ciudad.

«Pero ¿qué valor tienen estos datos escritos en comparación con la sorpresa que produce la contemplación de las ruinas mismas aunque se hallen deterioradas?», se preguntaba Koldewey.

La gigantesca fábrica de la torre, que los judíos consideraban como símbolo del orgullo humano, en medio de los arrogantes palacios de los sacerdotes, de los amplios almacenes, de las innumerables estancias para los huéspedes —paredes blancas, puertas de bronce, recias murallas amenazadoras alrededor; pórticos muy elevados y, sobre todo ello, un bosque de mil torres— debió de haber producido una tremenda impresión de magnitud, de poder y de riqueza como jamás se viera en el vasto Imperio. Todas las ciudades babilónicas de cierta importancia tenían su zigurat; pero ninguno de éstos se parecía a la «torre de Babel», para cuya construcción se habían empleado ochenta y cinco millones de ladrillos, por lo que su mole destacaba con gigantesco orgullo sobre el llano paisaje.

También la torre de Babel es una obra levantada por esclavos; y en torno a ella, como en la construcción de las pirámides egipcias, restallaron los látigos de los capataces. Pero había una cosa esencialmente distinta. Las pirámides eran construidas por
un
príncipe
para
sí, en el transcurso de su vida generalmente breve, y la construcción estaba destinada a su momia, a contener su
ka
; pero estas torres escalonadas mesopotámicas eran erigidas por varias generaciones de gobernantes.

Cuando las pirámides egipcias se derrumbaban o eran destruidas y saqueadas por los profanadores de tumbas, nadie se molestaba en reconstruirlas o llenarlas con nuevos tesoros. Pero el zigurat babilónico, derruido varias veces, fue reconstruido siempre y de nuevo decorado; porque los reyes que emprendían la reconstrucción del zigurat no lo hacían para ellos, sino para todos. El zigurat era un santuario del pueblo, la meta de la peregrinación de todos los que adoraban a Marduk como al primero de los dioses. Maravilloso debía ser el espectáculo de la ofrenda de sacrificios cuando se llevaban al templo innumerables animales adornados y rodeados por la muchedumbre enfervorizada. Delante de la estatua de Marduk había un trono, un sitial, y una mesa o cama que, según las indicaciones de Heródoto, tenían un peso de ochocientos talentos y eran de oro puro —en las estancias de los sacerdotes se conservaba la unidad de medida de peso, el «talento base», por así decir, un plato de piedra, «un talento auténtico», según la inscripción en él cincelada, cuyo peso era de 29,68 kilogramos—. Por lo tanto, la estatua de Marduk, aparte de los otros objetos que la acompañaban, a juzgar por lo que dice Heródoto, tenía un peso de 23.700 kilogramos de oro puro.

¡Qué brillante aspecto debían de ofrecer los cortejos que subían la gigantesca rampa exterior de piedra que rodeaba la torre hasta el primer piso, mientras que por las escaleras centrales los sacerdotes llegaban al segundo piso y luego, por escaleras ocultas, ascendían a lo alto de la torre, al santuario de Marduk!

Los azulejos vidriados tenían tonalidades muy brillantes y su característico color azul oscuro. Heródoto vio el santuario hacia el año 458 antes de J. C., es decir, unos ciento cincuenta años después de haberse terminado todo el zigurat, y seguramente estaba aún bien conservado. A diferencia del «templo bajo» para el público, este «templo alto» o santuario no estaba adornado con estatua alguna. No había en él más que una cama o diván «bien preparado» para comer —recordemos que tanto los orientales como los griegos y los romanos solían comer echados— y delante del diván sólo una mesa cuadrada. A este santuario no tenía acceso el pueblo, pues el mismo Marduk se presentaba aquí, y su espíritu no podía soportarlo ningún mortal común. Allí permanecía noche tras noche, dispuesta para el placer del dios.

«Dicen también —cuenta Heródoto, quien añade su helénica duda a este respecto— que el dios mismo visita el templo y reposa en el diván preparado, pero esto me parece inverosímil».

Alrededor del zigurat y rodeados por una muralla, se levantaban los albergues donde los peregrinos, que en las grandes solemnidades acudían desde muy lejos, se alojaban y preparaban para la procesión. También había edificios destinados a viviendas de los sacerdotes de Marduk, que, como servidores del dios que coronaba a los reyes, eran sin duda muy poderosos. Este patio oscuro, de un adusto esplendor ciclópeo, en cuyo centro se erguía Etemenanki, era sin duda el centro religioso babilónico.

Tukulti-Ninurta, Sargón, Senaquerib y Asurbanipal atacaron a Babilonia, destruyendo también el santuario de Marduk, Etemenanki y la torre de Babel.

Nabopolasar y Nabucodonosor la reconstruyeron de nuevo. Ciro, el rey persa, ocupó la ciudad después de la muerte de Nabucodonosor, en el año 539 a. de J. C., y fue el primer conquistador que no la destruyó. A Ciro, que era un admirador de lo enorme, lo colosal, le fascinó tanto la torre de Babel que no solamente no la destruyó, sino que hizo construir su propio sepulcro en forma de un zigurat en miniatura, algo así como una pequeña torre de Babel, una copia de Etemenanki.

Pero la torre respetada por Ciro fue otra vez destruida. Jerjes, rey persa, también la redujo a ruinas, que fue lo que después llegó a ver Alejandro Magno. Y otra vez, un gran conquistador quedó profundamente fascinado ante aquellas ruinas gigantescas. Durante dos meses hizo trabajar a varias docenas de millares de hombres para quitar los escombros, y como no avanzaban todo lo que anhelaba la inquietud de Alejandro, destinó allí un ejército entero. Estrabón nos habla de 600.000 obreros.

Veintidós siglos más tarde se hallaba en el mismo sitio un investigador occidental que no buscaba la fama ni el poder, sino sólo conocimientos, y no le acompañaban diez mil hombres; sólo doscientos cincuenta. Pero al cabo de once años de actividad, con un total de ochocientos mil jornales, pudo contemplar el aspecto que habían tenido aquellas construcciones sin igual: los «jardines colgantes, alabados por los antiguos como una de las siete maravillas del mundo», y la «torre de Babel», considerada aún hoy día como símbolo del orgullo humano. Luego Koldewey descubría otra parte de la gran ciudad de que tanto se hablaba en los escritos antiguos, pero que jamás se había logrado conocer exactamente. Esta tercera construcción era sólo una carretera; pero cuando Koldewey la despejó revelóse como la más espléndida del mundo, incluidas las famosas vías romanas y hasta las autopistas del mundo actual, si el esplendor no se mide por la longitud. No se trataba de una vía de tráfico —o al menos esto lo era en segundo lugar—, sino de la ruta procesional del gran dios Marduk, señor de Babilonia, al que todo el mundo servía, incluso Nabucodonosor, el poderoso rey emperador que durante sus cuarenta y tres años de reinado estuvo, sin duda, construyendo casi ininterrumpidamente. Él mismo habla con detalle de tal carretera: «Aibur-shabu, la carretera de Babilonia, fue construida por mí para la procesión del gran señor Marduk. Con piedra de Turminabanda y Shadu preparé yo convenientemente Aibur-shabu, desde la puerta de Illu hasta Istar-sakipat-tebista. La uní con la parte construida por mi padre e hice pulir las piedras del camino».

Vía procesional del dios Marduk, sí, pero también parte principal en las fortificaciones de la ciudad, pues esta carretera parecía un desfiladero. Ni a derecha ni a izquierda quedaba la vista libre. Por ambas partes, la colosal trinchera está bordeada por grandes muros de fortificaciones exteriores de la plaza hasta la puerta de Istar —el Istar-sakipat-tebista de la inscripción—, entrada de la Babilonia propiamente dicha. El enemigo que pretendía asaltar la puerta se veía obligado a avanzar por este camino, que se convertía en el camino de la muerte.

La impresión de angustia que este desfiladero de piedra debía despertar en todo agresor era aumentada, sin duda, por el cortejo de unos ciento veinte leones, cada uno de los cuales medía unos dos metros, que adornaban la muralla como relieves de colores brillantes. Estas fieras parecían ir al encuentro del enemigo —todos los contemporáneos solían animar el mundo de su fantasía con estos seres fabulosos y otros espíritus malignos no menos fantásticos. Los leones parecían caminar con majestuoso y altivo porte; con la boca abierta, mostrando los dientes, la piel blanca o amarilla, y la melena amarilla o encarnada, sobre un fondo de color azul pálido o azul oscuro. Esta carretera medía veintitrés metros de anchura.

Sobre una capa de ladrillos, asfaltada, había otra formada por enormes bloques cuadrados de piedra caliza de más de un metro de costado en la parte central, y en los lados por losas de la mitad del tamaño, de dibujos encarnados y blancos. Las hendiduras se habían tapado con asfalto. Todas las piedras llevaban en su parte inferior la inscripción siguiente: «Yo, Nabucodonosor, rey de Babilonia, hijo de Nabopolasar, rey de Babilonia. Para lo procesión del gran señor Marduk he hecho empedrar esta carretera de Babilonia con losas de piedra de Shadu. ¡Marduk, Señor, danos vida eterna!».

La puerta era proporcionada a la importancia de aquella carretera. Aún hoy día, con sus murallas de doce metros de altura, es el más impresionante vestigio de Babilonia. En el fondo se levantaban dos enormes pilones o gigantescos edificios con dos grandes torreones que sobresalían de la puerta. Y dondequiera que el visitante o enemigo mirase, allí veía los animales sagrados. Koldewey calcula en quinientos setenta y cinco los animales que por la terrible mezcla de su brillante colorido sobre fondo azul habían de fascinar al espectador, causándole gran angustia por el poderío la fortaleza que detrás de aquella puerta se encerraba.

Aquí no era el león, el animal sagrado de la diosa Istar, el que adornaba la puerta, sino el toro, el animal sagrado de Rammán —también llamado Abad—, del dios del tiempo; y «Sirrusch», el dragón, grifo o serpiente, denominaciones todas estas insuficientes para designar al ser fabuloso con que se representaba el animal sagrado del mismo Marduk, el más alto de los dioses.

Se trataba de un cuadrúpedo de altas patas, pies traseros armados de garras, cuerpo escamado y largo cuello, que tenía cabeza de serpiente con grandes ojos, sacaba una lengua hendida, y lucía un breve cuerno en el cráneo… ¡Era el dragón de Babilonia!

De nuevo, otra referencia de la Biblia quedaba liberada de su anterior aire de leyenda. El profeta Daniel, que en Babilonia conoció la «fosa de los leones», experimentando allí el milagro de Jehová, había demostrado la impotencia del terrible dragón contra su Dios, más poderoso.

«Uno puede imaginarse —dice Koldewey— que los sacerdotes de E-sagila tenían un animal parecido, una serpiente, acaso un arval, que se criaba salvaje en esta comarca y que en la penumbra de una sala del templo lo presentaban como un Sirrush vivo».

¿Cuál sería el aspecto de la gran procesión de año nuevo en la vía de Marduk? Koldewey nos dice:

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