Dioses, Tumbas y Sabios (59 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

»Aquella extraña pérdida de peso que se experimentaba bajo el agua, hasta acostumbrarse, provocaba incidentes cómicos. Para moverse en aquellas profundidades y desplazarse de un lugar a otro, había que ponerse rígido y dar impulso apoyando un pie en el fondo rocoso. Entonces salía uno disparado como un cohete, navegando majestuosamente por la sucia papilla de fango, y a veces se llegaba más lejos de donde uno se proponía.

»Calculando las medidas un poco a bulto, podemos decir que la fuente forma un óvalo cuyo diámetro más largo mide unos 187 pies. El desnivel entre el suelo de la jungla y la superficie del agua oscila entre 67 y 80 pies. Dónde empezaba la superficie del estanque era cosa que se podía comprobar fácilmente; pero dónde acababa el agua y empezaba el cieno del fondo ya no era tan fácil de señalar, toda vez que no se percibía una línea precisa de demarcación. Pero calculo que la profundidad total entre fango y agua era de unos 65 pies. A unos 30 pies se llegaba a una capa de fango lo suficientemente espesa para poder soportar ramas y raíces de los árboles. Separadas por aquí y por allá, había rocas de formas y extensión muy distintas, más o menos como las pasas en un
pudding
.

»Puede uno imaginarse, por tanto, cómo sumidos en la oscuridad, entre olas de fango, escudriñando las hendiduras y las grietas del fondo rugoso de piedra caliza, buscábamos todo lo que la draga no había podido extraer. No debe perderse de vista tampoco que de vez en cuando se derrumbaban sobre nosotros bloques de piedra, removidos de repente por el agua. Mas a pesar de todo, aquello no era tan terrible como parece. Verdad es que caían pesados bloques cuando y como querían, y que no podíamos verlos ni desviarlos. Pero no era grande el peligro mientras mantuviéramos apartados de las rocas nuestras bocinas, nuestros pantalones neumáticos, nuestras cuerdas de salvamento y nuestros propios cuerpos. En el momento de caer las masas de rocas, mucho antes de que la piedra nos alcanzara, sentíamos la presión del agua que les precedía, y nos apartábamos. Era como una almohada gigantesca que se nos lanzara disparada suavemente. A veces nos dejaba boca abajo, con las piernas en alto, nos balanceaba y temblábamos como una clara de huevo vertida en un vaso de agua, hasta que aquella agitación se calmaba y podíamos pisar de nuevo el fondo. Si por imprudencia nos hubiéramos apoyado con la espalda en la roca, habríamos quedado cortados en dos mitades, como por unas tijeras gigantescas, y se habrían inmolado dos nuevas víctimas al dios de la lluvia.

»Los que hoy pueblan estas tierras creen que grandes serpientes y seres fabulosos habitan las oscuras simas de la fuente sagrada. Si tal creencia se basa en un apagado recuerdo de la antigua veneración por los ofidios, o más bien en algo visto por sus ojos, es cosa que sólo se puede conjeturar. Por mi parte, he visto nadar en el agua grandes serpientes y culebras, pero eran reptiles que casualmente habían caído al pozo y trataban de salir de allí. En ningún paraje de la fuente vimos serpientes ni otros animales extraños.

»Ningún reptil tremendo me atacó durante la inmersión y, sin embargo, tuve un incidente que merece ser contado. El griego y yo escarbábamos con los dedos en una hendidura estrecha del fondo que prometía tan rico botín que nos hizo olvidarnos un tanto de nuestras habituales precauciones. De repente, sentí una cosa sobre mí, algo gigantesco que con fuerza tremenda me empujaba resbaladizamente hacia abajo. Algo liso y viscoso me hundía en el cieno, sin que yo lo pudiera impedir. Se me heló un momento la sangre, luego sentí que el buzo griego, a mi lado, tiraba de un objeto y me ayudaba hasta que consiguió liberarme. Era un tronco de árbol podrido, desprendido de la orilla y que al hundirse había dado con mi cuerpo en cuclillas.

»Otro día, sentado en una roca, y contemplando un hallazgo notable, una campanilla de metal fundido, me había olvidado de abrir las válvulas neumáticas. Guardado el hallazgo en el bolsillo y dispuesto ya a cambiar de posición, de repente me sentí disparado hacia arriba como una burbuja inflada. Era ridículo, pero era también peligroso, ya que en aquellas profundidades la sangre hace burbujas como el champaña, y si no se sube lentamente permitiendo a la presión de la sangre el tiempo necesario para adaptarse, puede producirse una embolia mortal. Felizmente, tuve calma bastante para abrir las válvulas, antes de haber subido mucho, y así escapé de lo peor. Pero aún hoy, por aquella imprudencia, padezco una lesión en los tímpanos y bastante sordera.

»Incluso cuando ya había abierto las válvulas y subía más despacio, recibí un golpe en la cabeza y, medio aturdido por la sacudida, reconocí el fondo del pontón. Inmediatamente me di cuenta de lo ocurrido, e imaginando el miedo que mis chicos habrían sentido al oír el choque de mi cabeza con el fondo de la barca, me reí, salí a la superficie, y tendí el brazo a la cubierta. Al asomar mi casco, sentí que dos brazos me sujetaban por el cuello y unos ojos excitados miraban fijamente por el cristal de la escafandra. Cuando me hubieron quitado las ropas de buzo y recobraba mi estado normal, reposando en una silla, mientras saboreaba una taza de café bien caliente y gozaba las caricias de la luz del sol, el joven griego me contó la historia. Me dijo:

»"Nuestros hombres se pusieron pálidos de terror al oír el golpe contra el fondo del pontón que anunciaba su llegada a destiempo. Cuando les dije lo que era, movieron tristes la cabeza, y uno de ellos, el viejo y fiel Juan Mis, exclamó: ‘No habrá remedio; el amo ha muerto. El dios-serpiente se lo ha tragado y luego lo ha escupido. Nunca más volveremos a oír su voz’. Y se le saltaban las lágrimas. Pero cuando el casco de usted surgió sobre las aguas y vimos sus ojos a través del cristal, gritó lleno de alegría, levantando los brazos por encima de la cabeza: ‘Gracias a Dios, aún vive y se ríe’".

»Por lo que se refiere a los resultados de nuestros buceos y de la búsqueda con la draga en el gran estanque, lo primero y más importante que pudimos demostrar fue que las tradiciones sobre la fuente sagrada son auténticas en sus rasgos esenciales. Encontramos gran número de figuras esculpidas en jade y recubiertas de planchas de oro y cobre, copal y trocitos de incienso, muchos restos de esqueletos, venablos y gran número de lanzas bellamente trabajadas, tanto de pedernal como de obsidiana y algunos restos de tejidos antiguos, todo lo cual revestía gran valor arqueológico. Entre todo ello había piezas de oro puro, fundidas, batidas y grabadas… Pero la mayoría de los llamados objetos de oro eran aleaciones de calidad secundaria con más cobre que oro. El valor fundamental radicaba en los signos simbólicos que ostentaban, fundidos o grabados. La mayoría de las piezas que aparecían eran fragmentos. Probablemente se trataba de ofrendas que en el acto ritual eran rotas por los sacerdotes, antes de arrojarlas a la fuente. Y los golpes que daban para romperlas parecían ejecutados siempre de modo que no se destruyeran los rasgos grabados de cabezas o rostros, conservando, pues, todo su carácter las figuras representadas en jade o en discos de oro».

Hay motivos para suponer que estos colgantes de jade, estos discos de oro y otros ornamentos de metal o piedras preciosas, una vez rotos, se consideraban como muertos. Se sabe que las antiguas y más civilizadas razas de América creían —igual que sus troncos étnicos del Asia septentrional, y aún hoy los mogoles— que el jade y otros objetos de uso sagrado estaban animados. Por eso rompían o «mataban» tales ornamentos para que los espíritus de las víctimas, cuando finalmente se presentaran ante Hunal Hu, el dios supremo de los cielos, pudieran hacerlo convenientemente adornados.

Al aparecer los primeros relatos de Thompson sobre sus hallazgos en la fuente sagrada, el mundo los siguió con gran curiosidad. Las condiciones en las cuales se habían logrado los hallazgos eran extraordinarias y muy abundante el tesoro que se podía sacar de la fuente cubierta de cieno. Comparado con su valor histórico y artístico, su valor material tenía menos importancia aunque no fuera desdeñable.

Thompson dice así:

«El valor del oro de los objetos que con tanto trabajo y a tan elevado coste fueron rescatados de la fuente sagrada es, desde luego, insignificante. Pero el valor de las cosas es siempre relativo. El historiador que penetra los arcanos del pasado lo hace por el mismo motivo que impulsa al ingeniero a perforar la tierra: para asegurar, para crear el porvenir. Pensemos que muchos de estos objetos de valor simbólico tienen grabados en su superficie ideas y preceptos que hacen retroceder, en el tiempo, el alborear de la cultura de este pueblo, en otro país lejano, situado más allá de los mares. Colaborar en la empresa de comprobar tal tesis bien vale el trabajo de toda una vida».

No obstante las palabras de Thompson, el tesoro de Chichén Itzá constituyó un hallazgo arqueológico tan sólo superado materialmente en nuestro siglo por el tesoro de Tutankamón. Pero el oro del faraón había sido depositado en torno a la momia de un cuerpo que había muerto tranquilamente, mientras que el oro del
cenote
yacía junto a los esqueletos de las doncellas que, víctimas de un dios cruel y de unos sacerdotes más crueles aún, habían sido lanzadas en aquellas aguas profundas acompañadas de gritos rituales. Entre los numerosos cráneos de muchachas sólo se encuentra uno de hombre, un cráneo con protuberancias muy acentuadas sobre los ojos, el cráneo de un viejo… ¿De un sacerdote? ¿Acaso alguna de las doncellas fue capaz de arrastrar consigo al abismo a uno de sus verdugos?

Cuando Thompson murió, en el año 1935, no podía sentir malograda su vida, aunque, como él mismo escribe, había consumido sus energías en la exploración de los restos de la civilización maya. En sus veinticuatro años de cónsul en Yucatán, y en casi cincuenta que pasó excavando, raras veces había pisado su despacho. Viajaba por la jungla y vivía con los indios; y esto hemos de interpretarlo literalmente, pues comía su bazofia, dormía en sus chozas y hablaba sus idiomas. Una mordedura de serpiente le había paralizado una pierna y las fatigas que pasó en la fuente sagrada le dejaron una continua molestia en los oídos; pero él no le daba importancia a todo aquello. Su trabajo muestra todos los síntomas de un entusiasmo frecuentemente exagerado en sus primeros relatos, sus conclusiones son muchas veces falsas. En cierta ocasión halló en una pirámide varios sepulcros, uno sobre otro, y bajo la base de la pirámide descubrió luego la tumba principal; pues bien, él creyó al punto haber descubierto la última morada de Kukulkán, el antiquísimo y legendario educador del pueblo maya.

Otra vez halló unas joyas de jade en un lugar muy distante del Yucatán, y esto hizo a nuestro investigador volver de nuevo a la teoría de la Atlántida, que tan cara le fue en sus años mozos. Pero ¿no es sin duda necesario tal entusiasmo para llevar a cabo toda empresa importante?

¿No es el entusiasmo el que mata las dudas y vacilaciones paralizadoras?

Después se han hecho muchas excavaciones en Yucatán, en Chiapas y en Guatemala. Recientemente, hasta se ha empleado el avión para la exploración de la jungla. El coronel Charles Lindbergh, el vencedor del Océano, fue el primero en contemplar a vista de pájaro un país que ya era antiquísimo cuando Cortés lo descubrió como mundo nuevo. En 1930, P. C. Madeiro y J. A. Masón volaban también sobre el mar inmenso de las selvas de América Central. Desde allá arriba fotografiaron y cartografiaron los antiguos islotes de la cultura maya, hasta entonces desconocidos.

En tiempos más recientes, en el año 1947, se organizó una expedición a Bonampak, en Chiapas. Parece ser que con ella se ha añadido a los ya abundantes y ricos hallazgos anteriores un nuevo y digno descubrimiento. La expedición fue costeada por la United Fruit Company y toda la parte científica estuvo a cargo de la Carnegie Institution de Washington. Este organismo, junto con el Smithsonian Institut de Washington, tiene en su haber los mayores méritos respecto a la exploración de la civilización maya. Dicho Instituto desarrolla sus actividades con los intereses de una fundación que el inglés James Smithson puso, hace unos cien años, a disposición de los Estados Unidos para fines de investigación, y fue dirigido primeramente por Giles Greville Healey. Pues bien, al poco tiempo consiguió descubrir once ricos templos del Antiguo Imperio que se creían construidos en épocas anteriores a la emigración. Se encontraron tres magníficas estelas; una de ellas —la segunda— de un tamaño tan grande como no se había visto otra, pues mide una altura de unos seis metros y está toda ella esculpida de figuras. Pero el portento que Healey descubrió en la jungla fueron las pinturas murales. Procedimientos técnicos revelaron los colores encarnado, amarillo, ocre, verde y azul, antaño brillantes; y en ellas figuraban guerreros, reyes y sacerdotes revestidos con ricos trajes de ceremonia. Lienzos parecidos sólo se han hallado hasta ahora en Chichén Itzá, en el Templo de los Guerreros.

Pero más que en ninguna otra parte se excavó en el propio Chichén Itzá, metrópoli de toda aquella civilización. El cuadro que se presenta hoy al espectador es completamente distinto al que Thompson viera aquella memorable noche de luna llena. Hoy, las ruinas están limpias de maleza, todas bien conservadas en una plaza despejada. Los turistas pueden llegar en coche por caminos francos donde antes solamente a golpes de machete podía uno abrirse paso. Así es fácil contemplar el Templo de los Guerreros, con sus columnas y su escalinata que conduce a la gran pirámide, y el llamado observatorio, una rotonda cuyas ventanas están talladas de tal forma que guían la mirada hacia tal o cual astro; recorrer los grandes frontones, el mayor de los cuales tiene una longitud de ciento sesenta metros por cuarenta de ancho, y donde la juventud dorada de los mayas se divertía con un juego que no deja de parecerse al balonmano; y llegar, por fin, frente al «castillo», la más grande de las pirámides. Sobre nueve altos descansillos se van levantando hileras de peldaños que llevan al templo de Kukulkán, la «serpiente con plumas».

La contemplación de aquellos rostros terribles, aquellas horrorosas cabezas de serpiente, las carátulas de los dioses y jaguares aturde; y uno desearía penetrar el secreto de tales ornamentos y jeroglíficos. Así se llegaría a comprender que no hay un solo signo, ni una imagen, ni una escultura que no guarde relación con un número astronómico. Dos cruces sobre las cejas de una cabeza de serpiente, una garra de jaguar en la oreja del dios Kukulkán, la forma de una puerta, el número de «gotas de rocío», constituyen el
leitmotiv
decorativo siempre repetido de las escaleras; todo ello expresa, por difíciles concordancias, el número y el tiempo. Pero en ninguna otra parte número y tiempo van asociados a un terror tal en la expresión. El novelista inglés Graham Greene, enemigo de toda ruina, hace un decenio, cuando viajaba por México y el Yucatán, escribió: «Aquí, la herejía no consistía en una confusión turbadora de los sentimientos —como, por ejemplo, el maniqueísmo—, sino en un error de cálculo… Uno espera encontrar en las losas del pavimento del gran patio —escribe sobre Teotihuacán, pero tal afirmación es aplicable a todos los templos— un
quod era demonstrandum
, algo así como que la suma exacta del número de pirámides, multiplicada por el número de terrazas y luego por el número de gradas de cada terraza, y todo ello dividido por la superficie total, nos da un resultado tan inhumano como una tabla de logaritmos». Y el visitante, al observar que esta gelidez es un verdadero mundo infernal, busca la vida: cualquier cosa, una planta, y para ello contempla todo este mundo suntuoso de imágenes y ornamentos mayas, obra de un pueblo que vivía del maíz y se encontraba rodeado de una flora exuberante. Pues bien, aquel mundo de imágenes muy rara vez ofrece la representación de algo vegetal. Sólo aparecen algunas de las innumerables flores, y ninguna de esas ochocientas variedades de cactos. Recientemente se cree haber identificado un motivo floral quintipartito como estilización de la flor del
Bombax aquaticum
, arbusto que crece en los pantanos. Aunque sea cierto, esto no significa mucho comparado con la carencia de toda otra decoración como motivo de lo vegetal. Incluso las columnas, que casi en todas partes del mundo tienen como origen el tronco de árbol, en los mayas son cuerpos de serpientes erguidos o llameantes viscosidades.

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