Y ¿qué más contaba Diego de Landa? Añadía que era costumbre arrojar, después de las víctimas, ricas ofrendas consistentes en instrumentos diversos, joyas y oro. Thompson había leído también que «si ese país había tenido oro, una gran parte se hallaría sin duda en aquella misteriosa fuente».
Thompson siguió literalmente aquello que a todos había parecido simple retórica de un antiguo relato; lo creía así y estaba decidido, además, a demostrarlo.
Cuando aquella noche de luna llena contemplaba desde la pirámide el camino que conducía a la fuente, su ilusión emocionada no le permitía sospechar cuántas fatigas le aguardaban.
Dos años después se vería por segunda vez ante la fuente, ya convertido en experto explorador de la jungla. Thompson había atravesado el Yucatán de norte a sur y su mirada se había agudizado notablemente y adquirido la facultad de sondear los secretos. Entonces se le podía comparar realmente con Schliemann. A su alrededor yacían unos espléndidos edificios que esperaban ser explorados, tarea maravillosa para todo arqueólogo. Pero él, en cambio, se dirigió a la fuente, hacia aquel pozo oscuro lleno de fango, piedras y barro secular. Aunque el relato de Diego de Landa se basase en hechos auténticos, ¿existía la menor esperanza de que se pudieran hallar en aquel pozo de agua estancada las joyas que los sacerdotes arrojaron antaño con las víctimas?
¿Qué posibilidad había de hallar algo en aquella fuente? La respuesta para Thompson era sumamente aventurada. Se limitaba a pensar: «Buscaremos donde sea preciso».
Cuando regresó para asistir a un Congreso científico en los Estados Unidos, pidió dinero a préstamo, y lo halló, aunque todos aquellos a quienes hablaba de sus proyectos le creían loco.
Todo el mundo decía: «No es posible bajar a las profundidades inexploradas de aquel enorme pozo de cieno con la esperanza de salir con vida. Si quieres suicidarte, ¿por qué no lo haces de otra manera menos desagradable?».
Pero Thompson había calculado el pro y el contra y estaba decidido.
«La siguiente tarea que tuve que emprender fue ir a Boston y tomar lecciones de buzo. Mi maestro fue el capitán Ephraim Nickerson, de Long Wharf, que llevaba veinte años retirado. Bajo su experta y paciente dirección, poco a poco me convertí en un buzo bastante aceptable, aunque no perfecto como algún tiempo después pude comprobar. Luego me proporcioné una draga de cuerdas con juego de poleas y una palanca de treinta pies. Dejé todo este material empaquetado y dispuesto para ser remitido cuando yo enviase una carta o un telegrama pidiéndolo».
Hecho aquello se trasladó de nuevo a Chichén Itzá y fue inmediatamente a la fuente.
Los bordes de aquel enorme pozo tenían una separación de unos setenta metros. Por medio de una sonda comprobó que el nivel del fango se hallaba aproximadamente a una profundidad de veinticinco metros. Preparó unas figuras de madera de forma humana y las arrojó como su fantasía le sugirió que antaño habrían sido arrojadas las doncellas sacrificadas a la terrible divinidad. El objetivo perseguido con tal ejercicio era una primera orientación en el reino de la fuente. Cuando lo hubo hecho, bajó por vez primera la draga.
«Dado que alguien pueda imaginarse la emoción que yo experimenté cuando cinco hombres montaron la draga, que extendía sus garras sobre el agua negra, y un breve instante quedó suspendida en medio de aquel oscuro agujero, para deslizarse después hacia las aguas tranquilas.
»Tras unos minutos de espera, para dar tiempo a que los garfios mordiesen el lodo del fondo, los obreros hicieron maniobrar las poleas y los cables de acero quedaron tensos por el peso de la carga que subía.
»El agua, hasta entonces verdosa como aquellos espejos de obsidiana usados por los incas, empezaba a borbotear cuando la cesta de la draga, entre cuyos garfios bien cerrados chorreaba agua limpia, iba subiendo lenta pero continuamente hasta el borde del pozo. Una vuelta a la palanca y la draga descargó en la plataforma de planchas un montón de restos informes de color castaño oscuro, madera podrida, follaje, ramas rotas y broza por el estilo.
Después se balanceó hacia atrás y quedó de nuevo colgada en posición de ir en busca de otra carga… Una de las veces sacó el tronco de un árbol tan bien conservado que parecía como si la víspera lo hubiera arrojado al pozo una tempestad. Aquello sucedió un sábado. Al lunes siguiente el tronco se había deshecho y entre el montón de piedras donde la draga lo había depositado sólo quedaban algunas fibras de madera, rodeadas de una mancha oscura que parecía ácido piroleñoso —espíritu de madera—. En otra ocasión salió el esqueleto de un jaguar y en otra el de un ciervo, como testigos mudos de una tragedia silvestre.
»Día tras día siguió el trabajo sin que ocurriera nada nuevo: la draga extraía cieno, piedras y ramas, algún esqueleto de animal ahogado al acercarse allí olfateando en época de sequía. El sol calcinaba todos aquellos residuos rápidamente y la fuente emanaba un hedor pestilente de cieno removido y del fango que se amontonaba al borde del pozo.
»Así proseguimos el trabajo durante varios días. Yo empezaba a ponerme nervioso durante el día, y por la noche no podía conciliar el sueño. ¿Es posible —me preguntaba— que haya podido ocasionar a mis amigos tantos dispendios para después exponerme al ridículo y demostrar que tenían razón quienes afirmaron siempre que tales tradiciones no son más que cuentos fantásticos, sin ningún fundamento real?».
Pero llegó el día en que cayeron en manos de Thompson dos trozos de un extraño objeto, de color blancuzco amarillento y pegajoso como la resina. Thompson los halló cuando removía el fango que acaba de subir la máquina. Los olió e incluso los saboreó. Luego tuvo la idea de acercar aquella sustancia resinosa al fuego y observó que expandía al punto un perfume aturdidor. Thompson había sacado del pozo un trozo del incienso empleado por los mayas, la resina que quemaban en los ritos de los sacrificios.
¿Sería ésta la prueba de que Thompson se hallaba en la buena pista? Juntó montones inmensos de fango y de barro y allí no había más que dos trozos de incienso; nadie hubiera considerado esto como una prueba, pero para Thompson aquello tenía el mayor valor, reanimaba su fantasía. «Aquella noche, por primera vez desde hacía varias semanas, dormí mucho y profundamente».
Tenía razón, pues entonces comenzaron a salir a la luz del día un objeto tras otro, y todo lo que él había esperado. Instrumentos, joyas, vasijas, puntas de lanza, cuchillos de obsidiana y platos de jade. Y por último, el primer esqueleto de una joven.
Diego de Landa tenía razón.
Antes de que Thompson emprendiese la «parte más fascinante de aquella embrujada aventura», descubrió por casualidad el fondo real de una antigua tradición. El obispo de Landa le había señalado el camino de la fuente. Don Diego Sarmiento de Figueroa, alcalde de Valladolid en el año 1579, le hablaba del rito de sacrificios en dicha fuente. He aquí el relato que Thompson juzgó al principio oscuro e incomprensible:
«La nobleza y los ricos del país tenían la costumbre, después de sesenta días de ayuno y abstinencia, de acercarse al amanecer a la boca de aquella fuente y precipitar al fondo de las aguas oscuras a algunas mujeres indias que les pertenecían como esclavas. Al mismo tiempo, les pedían que, una vez abajo, suplicaran para su dueño un año favorable, tal como correspondía a sus deseos. Aquellas mujeres eran arrojadas sin ser atadas, y caían al agua con gran violencia y ruido. A últimas horas de la tarde gritaban las que aún no se habían ahogado, y se les echaban cuerdas para sacarlas. Una vez fuera, aunque medio muertas de frío y de espanto, se prendían hogueras a su alrededor quemado resina de copal. Cuando habían recobrado de nuevo sus sentidos, contaban que allí en el fondo había muchas personas del pueblo, hombres y mujeres, y que habían sido recibidas por ellos; que cuando intentaban levantar la cabeza para mirarlos, sentían golpes en la misma, y cuando se inclinaban veían bajo el agua muchas alturas y profundidades, mientras toda aquella gente les contestaba a las preguntas hechas de si su dueño tendría un año bueno o malo».
Tal narración, que parecía una fábula, le daba a Thompson, que siempre buscaba el fondo histórico de toda leyenda, muchos quebraderos de cabeza. Un día meditaba sentado en la barca plana destinada a las maniobras del buzo y que flotaba en el agua tranquila, a sesenta pies o más de la grúa que, amarrada a una enorme roca, pendía sobre el agua. De pronto vio algo que le estremeció.
Era la clave del relato de lo que veían las mujeres, según la vieja leyenda.
«El agua de la fuente sagrada de los sacrificios tiene un color oscuro y es muy turbia; a veces su color pasa del pardo oscuro al verde jade, e incluso a un rojo de sangre, como explicaré. Y es tan turbia que refleja la luz como si fuera un espejo.
»Mirando desde allí, bajo la superficie del agua se podían ver "grandes profundidades y muchas alturas", que en realidad eran el reflejo de las alturas y de los salientes de las rocas que yo en aquel momento tenía sobre mí. Cuando recobraban sus sentidos, según decían las mujeres, veían en el fondo mucha gente del pueblo, la cual contestaba a sus preguntas.
Cuando yo seguí mirando vi, en efecto, allá abajo mucha gente del pueblo que también a mí me contestaba. Eran las cabezas y parte del cuerpo de mis obreros que estaban inclinados sobre el brocal del pozo, y desde allí vigilaban mi barca. No sólo les veía, sino que oía el eco suave de su conversación, que no podía entender, pues las cavidades del pozo daban a las voces un tono extraño, incomprensible, pero con el acento del país. Tal incidente me dio una explicación de la antigua leyenda…
»Los indígenas de los alrededores, además, pretenden que el agua de la fuente sagrada se convierte a veces en sangre. Hemos averiguado que el color verde que a veces presenta el agua proviene de una alga microscópica, mientras que su color pardusco o rojizo es debido a las hojas marchitas y a ciertas semillas y granos de las flores de color rojo que allí caen y dan, en efecto, a la superficie del agua ese aspecto de sangre coagulada.
»Menciono este descubrimiento para demostrar por qué creo que todas las tradiciones legendarias se basan, al menos parcialmente, en algún hecho real y siempre pueden llegar a ser explicadas mediante un estudio detenido de las circunstancias».
Aún faltaba la parte más dura del trabajo. Sólo después de haberla hecho podía Thompson lograr un triunfo que superaría a todo lo anterior. La grúa cada vez recogía menos objetos. Finalmente, sólo extrajo unas cuantas piedras. Thompson vio llegado el momento de rebañar con las manos lo que los dientes de la draga no podían ya apresar de las grietas y hendiduras. Será mejor que hable nuestro arqueólogo y cuente él mismo sus afanes y experiencias:
«Un buzo griego, Nicolás, con el cual ya lo había convenido todo de antemano, vino de las islas Bahamas, donde residía y se dedicaba a pescar esponjas. Traía consigo a su ayudante griego, y juntos hicimos nuestros preparativos para la exploración, llamémosla submarina.
»Primero transportaron la bomba neumática al barco, que no era otra cosa sino un sólido pontón; luego, los dos griegos tomaron el papel de maestros y enseñaron a toda la tripulación seleccionada a manejar las bombas neumáticas, de las cuales dependía nuestra vida, y a interpretar y contestar a las señales que se les hicieren desde el fondo. Cuando se sintieron convencidos de que los hombres estaban suficientemente instruidos, nos preparamos para el buceo. Bajamos nuestra cesta de la draga al pontón y nos vestimos de tela impermeable y grandes cascos de cobre, provistos de ojos de cristal y válvulas neumáticas cerca de los oídos; y en el cuello, cadenas de plomo casi tan pesadas como los cascos. Llevábamos calzado de lona impermeable con gruesa suela de hierro. Con mi bocina de mano, el pantalón neumático y la cuerda de salvamento, ayudado por el buzo griego, pisé, tambaleante, el primer tramo de una escalera corta, ancha, que desde la cubierta del pontón bajaba al agua. Quedé inmóvil allí unos momentos. Fueron acercándose uno a uno los miembros de la tripulación que servían las bombas, mis fieles muchachos indígenas, que con grave seriedad me estrecharon la mano, volviendo luego arriba a esperar la señal. No era difícil adivinar sus pensamientos y su emoción. Me decían el último adiós, y no esperaban volver a verme vivo. Luego me solté de la escalera y caí como un trozo de plomo, dejando tras de mí la cadena, de la que se iban desprendiendo burbujas plateadas.
Durante los primeros diez pies de inmersión los rayos de luz iban cambiando del amarillo al verde y después a un negro purpúreo; luego, la oscuridad más completa. La presión, en aumento, me producía fuertes dolores en los oídos. Cuando expulsaba aire y abría las válvulas del Casco, sentía un ruido como
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, en cada oído, y cesaba el dolor. Esto lo hube de repetir varias veces, hasta que me encontré en el fondo. Otra sensación muy extraña me llamó la atención a medida que iba cayendo. Era como si de repente perdiera peso, hasta un grado tal que cuando me apoyé en una gran columna de piedra que allí había desprendida de las ruinas del sepulcro próximo al pozo, tuve la sensación de ser una burbuja de aire y no un hombre cargado de plomo y cobre.
»También resultaba extraño pensar y darse cuenta de que yo era el primer ser vivo que había llegado al fondo del pozo, con intención de salir de nuevo vivo a la superficie. A poco, bajó el buzo griego y se puso a mi lado. Disponía de un reflector submarino y un teléfono a prueba de agua. Pero después de un primer ensayo tuvo que izarlos a la superficie. El reflector cumplía su función en aguas transparentes o ligeramente turbias; pero el medio en que teníamos que movernos no era agua ni cieno, sino algo intermedio, removido además por la draga. Una especie de caldo impenetrable a los rayos de luz. Nos veíamos, pues, forzados a trabajar en una completa oscuridad. Pero a los pocos momentos ya no nos sentíamos molestos, pues los nervios táctiles de las puntas de nuestros dedos parecían haber aprendido a distinguir las cosas no sólo por su forma, sino que incluso nos imaginábamos que distinguíamos los colores. Con la bocina y la cuerda de salvamento la comunicación resultaba mucho más fácil y hasta más rápida que por teléfono.
»Otra cosa me llamaba la atención —y no sé de ningún buzo que la haya mencionado jamás—: Nicolás y yo descubrimos que a una profundidad de sesenta a ochenta pies, podíamos sentarnos y, juntando nuestros cascos a la altura de la nariz, podíamos hablar y entendernos bastante bien. Nuestras voces sonaban opacas y muertas, como muy lejanas, pero yo le podía dar mis órdenes y oía bastante bien sus contestaciones.