El primer rey que consiguió unir bajo su cetro un vasto territorio desde Elam hasta el Tauro fue Sargón I (2684 hasta 2630 a. de J. C.). De su nacimiento, la leyenda ha transmitido un mito —que más o menos deformado ya conocemos de Ciro, de Rómulo, de Krisna y de Perseo— según el cual nació de una virgen, la cual lo abandonó depositado en una cesta impermeabilizada, en un paraje solitario del río. Akki, que estaba cogiendo agua, lo encontró, lo crió y lo hizo jardinero. Después, la reina lo hizo rey. Durante mucho tiempo se creyó que Sharrukin («rey legítimo», Sargón) no había existido. Hoy se ha comprobado documentalmente su actividad histórica, que fue importante.
Su dinastía duró doscientos años. La historia asirio-babilónica, como la egipcia, la dividimos en dinastías; pero para el estudio de la evolución de Mesopotamia esta división no reviste la misma importancia que tenía en el caso de Egipto; por lo tanto, no insistiremos en ello y la seguiremos sólo en la tabla cronológica que se halla al final de este libro. Unos pueblos montañeses invasores, especialmente los guteos, devastaron el país; pero pequeños reinos urbanos lucharon por la supremacía, y los reyes-sacerdotes de Ur y Lagash, Ur-Bau y Gudea lograron imponerse en sus respectivas ciudades. A pesar de todos aquellos disturbios políticos se desarrollaron grandemente el arte y las ciencias, que reflejan la herencia sumeria, y alcanzaron tal vigor que su influencia seguiría dejándose sentir durante cuatro mil años.
Luego, Hamurabi de Babilonia (alrededor de 1700 a. de J. C.) unificó el país, formando un reino y desarrollando una cultura que podía aspirar a la dirección de todo aquel mundo. Hamurabi no era sólo un guerrero, sino también un hábil político; por eso, cuando hubo alcanzado el poder, supo esperar veinticinco años hasta que su enemigo más poderoso, Rimsin de Larsa, fuera lo bastante viejo para poderle derrotar más fácilmente; además, es el primer gran legislador de la Historia. «Para que el fuerte no perjudique al débil, para atender a los huérfanos y a las viudas, en Babilonia, en el templo E-sagila…» ha mandado grabar sus leyes en una estela y la ha colocado delante de una estatua que quizá le representa como rey de justicia. Anteriormente a él hubo códigos de menor importancia; por ejemplo, las leyes escritas de los reyes de Isin y las de Shulgi, el rey de Ur, de la III dinastía. Y cuando en 1947 el arqueólogo americano Francis Steele juntó cuatro fragmentos de una tabla de barro con escritura cuneiforme, hallados en Nippur, vio que eran parte de un código del rey Lipit-Istar, siglo y medio antes que el código de Hamurabi.
En este inmenso esfuerzo, la capacidad creadora de la cultura sumerio-babilónica se agotó para mucho tiempo. El poderío político del reino quedó anulado, derrumbándose su capacidad económica que bajo los gobiernos de Kadasman-Enlil I y Burnaburiash II se había extendido por todos los territorios fronterizos hasta Egipto. Se conserva una correspondencia con los faraones Amenofis III y IV que se remonta hacia el año 1370 a. de J. C. Incluso cuando la ocupación cosea hubo terminado, los beduinos arameos y los asirios que atacaron desde el Norte se preocuparon de asegurar que no pudiera formarse un nuevo Imperio en mucho tiempo.
Y ahora hallamos un nuevo rasgo paralelo con la evolución de la civilización grecorromana. Lo mismo que Atenas vio desmoronarse su poder, su religión, su arte y su ciencia, viendo cómo toda su cultura era transformada por Roma en una técnica carente de vida, exactamente igual contempló Babilonia cómo su cultura conocía un resurgimiento civilizador en Asiria, que terminó creando la ciudad de Nínive, que fue, respecto de Babilonia, lo que después Roma respecto de Atenas.
Tukulti-Ninurta I (alrededor de 1250 a. de J. C.) fue el primer rey asirio que hizo prisionero a un rey babilonio. Bajo Tiglath-Pileser —alrededor de 1100 a. de J. C.—, Asiria se convirtió en gran potencia, pero con los sucesores de dicho rey demostró tener tan poca consistencia que los arameos nómadas no sólo pudieron sorprenderla, sino además colonizarla. Solamente Asurnasirpal (884-860 a. de J. C.). y Salmanasar IV (781-772 a. de J. C.) levantaron otra vez el nuevo Imperio y lo extendieron hasta el Mediterráneo, conquistando Siria y cobrando incluso un impuesto a las ciudades fenicias. Asurnasirpal fijó su residencia en Kalach, donde edificó un magnífico palacio real, así como en la ciudad de Nínive erigió un templo a Istar. Durante cuatro años gobernó la reina Semíramis (Sha-Ammu-Ramat), cuyo hijo, Adadnirari III, (810-782 a. de J. C.), era un príncipe hábil que pensaba también con gran tacto que un triunfo político «bien vale una misa», e intentó introducir las divinidades de Babilonia en Asiria. Pero solamente Tiglath-Pileser III, conocido en la Biblia bajo el nombre de Phul, usurpador muy enérgico, devolvió a Asiria su orgullo de gran potencia en aquel mundo. Bajo su gobierno (745-727 a. de J. C.), las fronteras del Imperio se extendieron desde el Mediterráneo hasta el golfo Pérsico, penetró en Armenia y Persia, dominó a pueblos que habían resistido todas las demás agresiones, conquistó Damasco, y sometió a su administración amplias zonas del norte de Israel.
Entre estos reyes hubo bastantes otros cuyos nombres y fechas no conocemos. Pero sus obras y personalidad, en general, no son lo bastante brillantes para que las mencionemos en este breve resumen.
Después, el primero que hemos de mencionar es Sargón II (722-705 a. de J. C.), que venció a los hititas de Karkemis, y que acaso fuera bajo su gobierno cuando Asiria conoció la más sólida estructuración política. Sargón II, padre de Senaquerib (705-681 a. de J. C.), el rey que insensatamente destruyó Babilonia, y abuelo de Asarhadon (681-669 a. de J. C.), que la mandó reconstruir, sojuzgó a los cimerios del norte del país y en 671 a. de J. C. se apoderó de Menfis, en Egipto, y la saqueó para aumentar los tesoros de Nínive. Sargón II es, finalmente, el bisabuelo o tatarabuelo de Asurbanipal (668-628 a. de J. C.), que fue quien perdió las tierras conquistadas en Egipto guerreando con el faraón Psamético I, y que con gran energía y astucia supo llevar al suicidio a su hermano rebelde Saosduchin, rey de Babilonia. Asurbanipal es el fundador de la mayor biblioteca de la Antigüedad, en Nínive, sólo superada por las colecciones de papiros en Alejandría, a quien debemos considerar, a pesar de las muchas campañas que emprendió, más aficionado a la paz que a la guerra.
De los reyes siguientes, citaremos a Sin-char-iskun (625-606 a. de J. C.), que no supo conservar las riendas del Imperio y se vio incapaz de resistir al impulso invasor, cada vez más fuerte, de los medos. Terminó confiándose a su general, el caldeo Nabopolasar, que le traicionó, y mientras los medos peleaban en las calles de Nínive, Sin-char-iskun se hizo quemar con todas sus mujeres y sus tesoros. Según Diodoro, que se basa en Ctesias, hizo formar una inmensa hoguera que alcanzaba la altura de cuatrocientos pies, con ciento cincuenta divanes e igual número de mesas, todo ello de oro, además de diez millones de talentos oro, cien millones de plata y gran número de preciosos objetos de púrpura.
¿Fue éste el epílogo de la historia asirio-babilónica? Con el general Nabopolasar se inició en Babilonia el gobierno de un usurpador que preparó el camino para su primogénito, el famoso Nabucodonosor II (604-562 antes de J. C.), ¡un cesar del país de los dos ríos!
El esplendor y suntuosidad desplegados ahora por Babilonia con fuerza soberana no surgían ya del espíritu, la tradición y la antiquísima cultura de esta ciudad, que habían hecho quiebra en Asiria, en Nínive. Ninguna relación aparente tenía la actual vida con los antiguos cultos, las costumbres tradicionales, las viejas formas sociales. Todas las obras de Nabucodonosor son de índole civilizadora. Muy extensamente se alaban sus méritos técnicos: instalación de canales de riego, creación de huertos y jardines, construcción de una gran presa de agua y, sobre todo, numerosos edificios de índole sagrada y profana.
Pero en la cúspide de toda civilización se anuncia ya la decadencia. Seis años después de su muerte, una revolución palatina exterminó a toda la familia real, y el último rey, Nabunaid (555-539 a. de J. C.), hombre piadoso, pereció en el incendio del palacio, que unos traidores habían rendido a Ciro, rey de los persas.
Con el fin del reinado de Nabucodonosor, la civilización del país de los dos ríos perdió su grandeza.
En el año 1911, la señora Winifred Fontana, esposa del cónsul británico, recibió en su casa como huéspedes a tres jóvenes arqueólogos. Ella, pintora, anotó en su diario: «…los tres constituyen unos modelos muy bellos para una pintura…».
Los tres arqueólogos en cuestión eran David Hogarth, T. E. Lawrence y Leonard Woolley. Uno de ellos alcanzará poco después fama universal, aunque no como arqueólogo; era el Lawrence que en la primera guerra mundial dirigió la insurrección árabe. El tercero no alcanzó tan ruidosa fama entre el público, pero sí mucho mayor ante sus compañeros arqueólogos.
Es comprensible, pues, que Winifred Fontana, preguntada años más tarde sobre sus impresiones de aquella época e influida por el peso de la importancia histórica que el coronel Lawrence había logrado, dijese sobre la visita de los tres arqueólogos: «Lawrence me llamó siempre la atención…».
Un sirio, que entonces era también huésped en la casa del cónsul, manifestaba, sin embargo, a la señora Fontana: «¡Qué diferencia desgraciadamente, entre
ce jeune Lawrence
con
Monsieur
Woolley, que es todo un hombre de mundo y un
parfait gentilbomme
!».
Este
parfait gentilkomme
, pasados muchos años, en 1927 y 1928, cuando tenía la edad de cuarenta y siete años, empezaba las excavaciones en la ciudad de Ur, en el Eufrates, la patria legendaria de Abraham. No pasaría mucho tiempo sin encontrar unos testimonios extraordinariamente ricos del pueblo de los sumerios. Descubría las tumbas reales de Ur, descubría ricos tesoros y —lo que era más importante que el oro hallado— ampliaba nuestros conocimientos de la historia primitiva babilónica con tantos detalles que la etapa más antigua de la cultura humana, de repente, se llenaba de vida.
De entre los numerosos hallazgos —que no podemos enumerar— eran especialmente notables dos piezas: el adorno de la peluca de una reina sumeria y el llamado «estandarte de mosaicos de Ur». Lo más importante para nuestros conocimientos respecto a la historia más primitiva de la Humanidad era un descubrimiento que corroboraba uno de los relatos más impresionantes de la Biblia, dándole autenticidad histórica. Finalmente, un hallazgo que por primera vez iluminaba las insospechadas costumbres de hacía cinco mil años con respecto a los muertos.
Woolley abrió la acostumbrada trinchera en la colina, que es casi como empieza toda investigación arqueológica, hasta una profundidad de doce metros. Halló una capa de cenizas, ladrillos descompuestos, trozos de arcilla, escombros y basuras. En esta tierra, los habitantes de Ur habían abierto las fosas para sus monarcas. En la tumba de una reina se hallaron muchas joyas, recipientes de oro, y dos barcas del Eufrates —una de cobre y otra de plata—, de una longitud de sesenta centímetros, más la diadema de la reina, que constituía un fino trabajo de orfebrería. Colocada sobre una peluca, presenta tres arcos de lapislázuli y cornalina encarnada; del interior penden tres anillos de oro, el segundo adornado con hojas de haya, también de oro, y el tercero con hojas de sauce y flores doradas. Sobre la diadema va montada una peineta de cinco púas, adornada con flores de oro y una incrustación de lapislázuli. Las sienes aparecían igualmente adornadas, con hilos de oro en espirales, y las orejas con unos pesados pendientes de oro en forma de media luna.
Katherine Woolley ha reconstruido una cabeza así adornada sobre un cráneo de aquella época. Basándose en las terracotas encontradas, imitó el peinado, y por lo demás los lazos de la peluca ya indicaban el tamaño de la cabeza. La reconstrucción así lograda se exhibe ahora en el University Museum de Filadelfia, y su gran realismo nos demuestra que el arte de tratar los metales nobles y el gusto artístico se hallaban muy desarrollados hace cinco mil años. Entre las preciosas joyas de las tumbas reales de Ur hay piezas de las que hoy día Cartier, en París, podría sentirse muy orgulloso.
Otro hallazgo muy instructivo es el llamado «estandarte mosaico», del que Woolley afirma que es del año 3500 a. de J. C. Dicho estandarte está formado por dos rectángulos de 55 centímetros de longitud por 22,5 de anchura, conservándose también dos triángulos. Se supone que estas piezas podían fijarse a una pértiga que se llevaba al frente de procesiones y cortejos.
Las placas que constituían tales piezas están recubiertas por infinidad de figuritas de nácar y concha, sobre un fondo de lapislázuli. No revelan tanta riqueza, ni tantos detalles, como las pinturas murales que en la tumba del rico señor Ti sirvieron al investigador Mariette para conocer muchos datos de la antigua vida egipcia; pero era bastante rico y, sobre todo, muy instructivo. Era un libro de ilustraciones con escenas de hace cinco mil años. Teniendo en consideración su antigüedad, dicho estandarte tenía un valor extraordinario en este sentido, pues nos da la clave de muchas cosas.
En él vemos un festín que nos instruye sobre los vestidos y enseres; una conducción de ganado al matadero, con lo cual sabemos cuáles eran los animales domésticos de entonces; un cortejo de prisioneros y otro de guerreros que nos permite ver sus armas y equipo; y finalmente, carros de guerra que nos informan de que fueron los sumerios quienes a fines del cuarto milenio introdujeron en la historia bélica los carros de combate, aquellas tropas montadas que utilizaron sucesivamente los gigantescos Imperios asirio-babilónico, medo-persa y hasta el macedónico.
Woolley hizo después su hallazgo más terrible. En las tumbas de los reyes de Ur había, además, junto con los reyes y reinas, otros cadáveres.
Parece ser que en estas tumbas habían tenido efecto grandes matanzas. En una de ellas fueron hallados soldados de la guardia, con su yelmo de cobre junto al cráneo y su lanza al lado del esqueleto. Habían sido asesinados. Al extremo de una cámara sepulcral se veían los restos de nueve damas de la corte, adornadas aún con la magnífica diadema que probablemente llevaron durante las solemnes ceremonias fúnebres. Frente a la entrada había dos pesados carros en los cuales yacían los huesos de los cocheros, y delante, junto a los esqueletos de los bueyes de tiro, estaban también los de los criados; todos habían sido asesinados.