Dioses, Tumbas y Sabios (50 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Pero entonces sucedió algo extraordinario. Todos los que hasta entonces habían creído que los triunfos de Cortés se debían únicamente a su suerte, a su audacia y al hecho de que sus adversarios fueran unos pobres indios mal equipados, tuvieron que cambiar de opinión.

Cortés decidió salir al paso de Narváez y combatirle.

¿Con qué? Se atrevió a dejar a uno de sus oficiales, Pedro de Alvarado, como jefe de guarnición y guardián de Moctezuma, el rehén más precioso, con las dos terceras partes de su ejército, y él, con el tercio restante, que eran ¡setenta soldados!, salió al encuentro de los buques de Narváez. Antes de salir de la capital convenció a Moctezuma del gran castigo que iban a sufrir los traidores de su propio pueblo, de tal modo que aquel vacilante príncipe se atemorizó aún más y no escuchó a sus consejeros, que intentaban que se sublevara en un momento tan oportuno. El pobre Moctezuma intentó calmar a Cortés, y en su litera —bien guardado por Alvarado— le acompañó hasta el dique exterior y lo despidió abrazándolo y haciéndole presentes sus buenos deseos.

Y así se lanzó Cortés, con su flamante ejército, mejor dicho, sus improvisadas fuerzas, que con los refuerzos indios alcanzaban la cifra de 266 hombres, a la llanura, a «tierra caliente».

La lluvia arrecia y brama el temporal. Los exploradores hacen saber a Cortés que Narváez ha alcanzado Cempoala. Sólo el curso de un río le separa ya de su adversario.

Narváez, mientras tanto, con acierto y experiencia bélica, intenta bajar por la noche a las riberas para enfrentarse con Cortés, pero el violento temporal provoca el descontento de sus soldados. Convencido de que aquella noche no cabe esperar un ataque de Cortés y confiando en la superioridad de sus armas, se retira de nuevo a la ciudad.

Narváez se equivocó. Cortés, vadeando el río, sorprende a los centinelas en la noche de Pentecostés del año 1520, y al grito de guerra «Espíritu Santo», sus mal armadas huestes, con él a la cabeza, penetran en el campamento de Narváez, colmado de armas y de hombres.

La sorpresa fue total, y tras breve y terrible lucha, iluminada por el resplandor de los incendios y los fogonazos de aquellos cañones que solamente podían disparar una vez, conquistaron el campamento. Narváez se defiende en la torre de un templo, pero una lanza le alcanza el ojo izquierdo. Y a su grito de dolor sigue el de victoria de Cortés.

Más tarde se decía que los cocuyos, unos escarabajos luminosos bastante grandes, habían intervenido en favor de la justa causa de Cortés, presentándose de repente en bandadas y volando ante los defensores de la plaza de tal modo que éstos creyeron que se aproximaba todo un ejército dotado de potentes armas de fuego. La victoria se decidió al punto a favor de Cortés, y el alcance de la misma quedó patente cuando la mayoría de los vencidos se declararon dispuestos a servirle cuando él se hizo cargo del rico botín de cañones, arcabuces y caballos y, por último, cuando comprobó que, por vez primera en la historia de la campaña de México, podía verse realmente al frente de una tropa poderosa.

Pero los triunfos que de modo tan sorprendente lograra el audaz y escaso puñado de hombres, no los superarían ahora las más nutridas y mejor pertrechadas tropas.

Capítulo XXVIII

LA CULTURA DECAPITADA

Los españoles marchaban bajo la enseña de la Cruz y al grito de «Espíritu Santo», invocación que les había guiado en su lucha más importante. Cruces y más tarde iglesias iban jalonando sus caminos. Se confesaban antes de cada batalla, y los sacerdotes celebraban misas solemnes después de cada victoria, intentando convertir a los aztecas.

No es este lugar de examinar la importancia de la obra de los misioneros. En este libro solamente nos interesa poner en claro que con la invasión del reino de los aztecas los españoles ya no luchaban con salvajes cuya religión consistiera en ritos primitivos y costumbres fáciles de cambiar, en un animismo elemental, en una adoración bárbara de los fenómenos de la Naturaleza y de los espíritus, sino que se hallaban ante una religión culta que, aunque en su conjunto fuese politeísta, manifestaba tendencias monoteístas en los dos dioses principales, Huitzilopochtli y Quetzalcoatl, de gran influencia sobre toda la cultura por sus estrechas relaciones con el arte del calendario que todo lo regulaba; y esta influencia de la religión en la vida de los hombres sólo se había dado en las regiones más desarrolladas y universales.

El error de los conquistadores y sus sacerdotes consistió en que se dieron cuenta de esta realidad demasiado tarde. Pero ¿acaso podían verla? Recordemos el mundo de principios del siglo XVI. Copérnico no había publicado su nueva cosmología y los grandes escépticos Galileo y Giordano Bruno no habían nacido aún. No había ningún arte fuera de la Iglesia, ni ciencia ni vida posibles sin ella. El sentir y pensar del mundo occidental eran cristianos; y con tal visión del mundo, con una fe tan absoluta en la infalibilidad de la Iglesia, con tal compenetración en su existencia eterna y en su capacidad redentora, era inevitable la más absoluta seguridad. Todo lo que no era cristiano era pagano, y como tal, y en su propio interés, había de ser combatido.

Esta norma fundamental de los hombres del siglo XVI les impedía reconocer el valor de unas ideas aprovechables, aunque distintas a las suyas, por haber nacido de otro concepto del mundo. Su carencia de una amplia y matizada visión no permitió a los conquistadores de México comprender los claros indicios de una vida social bien dispuesta y desarrollada, ni apreciar los profundos conocimientos que los aztecas tenían sobre la educación y la enseñanza, ni los asombrosos conocimientos de los sacerdotes aztecas en materia de astronomía.

No vieron que no se trataba de unos salvajes, ni los adelantos de su cultura, patentes, por ejemplo, en la disposición de las ciudades, en sus sistemas de ordenar el tráfico y transmitir las noticias y en la construcción de suntuosos edificios sagrados o profanos. En la rica ciudad de México, con sus lagunas, diques, calles e islas flotantes de flores —las «chinampas» que aún vio Alexander von Humboldt—, no veían más que fantasmagorías del diablo.

Desgraciadamente, la religión azteca tenía una característica que llenaba de terror a cuantos veían sus huellas y les hacía creer que, efectivamente, todo aquello era obra del diablo. Se trataba de los sacrificios humanos que efectuaban en masa y en los cuales los sacerdotes arrancaban el corazón a las víctimas aún vivas.

Pero lo cierto es que el aspecto de la religión azteca supera con mucho todo cuanto jamás se ha visto en el mundo en este sentido.

Efectivamente, en la civilización azteca se daban considerables valores junto con prácticas horripilantes. Y los fanáticos no podían ver ambas cosas unidas en una misma cultura. Por eso no comprendieron que, a diferencia de los salvajes que habían encontrado Colón, Vespucio y Álvarez Cabral, los aztecas eran un pueblo al que se podía humillar hasta un determinado límite, tras el cual se tropezaba con su religión; no supieron reconocer que bajo la protección de sus armas podían permitirse todos los horrores, crueldades y crímenes, excepto uno: el sacrilegio de los templos y los dioses. Y fue precisamente esto lo que hicieron, imprudencia que estuvo a punto de arrebatar a Cortés todo el fruto de sus conquistas militares y políticas.

Es digno de señalarse el hecho de que en el séquito de Cortés no fueran los sacerdotes quienes se mostraran más fanáticos. Los padres Díaz y Olmedo, especialmente el último, desempeñaban su misión con una prudencia guiada por una gran comprensión política.

Según todas las noticias, era el mismo Cortés —acaso por deseo subconsciente de justicia— el primero en intentar la conversión de Moctezuma, Mas el emperador le escuchaba con cortesía, y cuando el conquistador, en su panegírico, comparaba los sangrientos sacrificios de los aztecas con la fe pura y sencilla de la misa católica, Moctezuma hacía ver que a él le parecía menos execrable sacrificar personas que consumir la carne y la sangre del mismo Dios, opinión que no sabemos si Cortés tenía capacidad dialéctica para combatir.

Cortés fue todavía más lejos. Pidió permiso para visitar uno de los grandes templos. Tras muchas vacilaciones, y después de que Moctezuma hubo consultado con sus sacerdotes, le fue concedido. Cortés subió inmediatamente el gran
teocalli
situado en el centro de la capital, no lejos del palacio donde se alojaba; y una vez allí dijo al padre Olmedo que aquel sería el lugar más apropiado para colocar la cruz, pero el sacerdote lo desaconsejó. Vieron también la losa de jaspe donde se sacrificaban las víctimas humanas con un cuchillo de obsidiana y la imagen del dios Huitzilopochtli, de terrible aspecto para los españoles y sólo comparable con las máscaras del diablo que la Iglesia representaba desde tiempos primitivos. Una gran serpiente cubierta de perlas y piedras preciosas rodeaba el cuerpo del dios. Bernal Díaz, que presenciaba todo aquello, apartó la vista, atemorizado, pero vio algo mucho más terrible aún: las paredes laterales de la sala estaban salpicadas de sangre humana coagulada. «El mal olor —escribe— era más penetrante que el de los mataderos de Castilla». Luego volvió a mirar el ara de los sacrificios y observó que allí había tres corazones humanos que en su imaginación sangraban aún y echaban vapor.

Cuando hubieron bajado las innumerables escaleras, vieron un enorme osario que llegaba hasta el techo. En él, bien ordenados en pilas sostenidas con tablas, estaban los cráneos de las víctimas. Un soldado calculó que habría unos 136.000.

Poco después pasó la etapa de las súplicas y llegó la de las exigencias rápidas, apoyadas con amenazas. Cortés ocupó una de las torres del gran
teocalli
. Después de su visita a la torre solía proferir palabras imprudentes, injuriosas para la religión azteca y Moctezuma estaba sumamente preocupado. En una ocasión, Moctezuma llegó a excitarse y se atrevió a decir que su pueblo no lo toleraría. Cortés, obstinado, ordenó que se limpiara el templo, mandó colocar un altar y sobre él una cruz y una imagen de la Virgen.

Desaparecieron el oro y las joyas —ocioso averiguar su paradero— y las paredes fueron adornadas con flores. Cuando se cantó el primer Tedeum ante todos los españoles congregados en la gran escalinata y en la plataforma del
teocalli
, cuéntase que lloraban de alegría por haber logrado aquel triunfo de la Cruz.

Sólo faltaba un paso para que se agotase la paciencia de aquel pueblo. Y tal paso se dio.

Contémoslo en pocas palabras. Cuando Cortés estaba ausente de la capital, con motivo de su victorioso encuentro con Narváez, una delegación de sacerdotes aztecas pidió permiso a su sustituto Alvarado para celebrar en el gran
teocalli
, en una de cuyas torres se hallaba la capilla española, la fiesta de la ofrenda de Incienso a Huitzilopochtli, que se verificaba todos los años con canciones y bailes religiosos.

Alvarado lo permitió previas dos condiciones: que los aztecas no hicieran sacrificios humanos, y que acudieran sin armas.

El día de la fiesta se presentaron unos seiscientos aztecas —las indicaciones sobre el número difieren mucho—, casi todos ellos pertenecientes a la más alta nobleza, y sin armas, pero adornados con sus más ricas vestiduras y sus joyas más preciosas; así comenzó la ceremonia. Un número respetable de españoles se mezcló entre ellos, y cuando la fiesta alcanzaba su punto culminante, a una señal convenida, los españoles se lanzaron sobre los aztecas y ¡los asesinaron a todos!

Tal actitud, completamente incomprensible, no tiene la menor justificación, ni siquiera desde un punto de vista político. Un testigo observa: «La sangre corría a raudales como el agua cuando hay una gran lluvia».

Cuando Cortés regresó de su victoriosa expedición con poderosa tropa halló una ciudad completamente cambiada. Poco después de aquella matanza de aztecas, el pueblo se había sublevado, proclamó emperador a un hermano de Moctezuma, llamado Cuitlahuac, en sustitución del emperador prisionero, y desde aquel momento se puso cerco al palacio donde residía Alvarado. Cuando llegó Cortés, la situación se había hecho muy crítica y era preciso relevar a Alvarado. Pero levantar el cerco suponía caer en la trampa.

Cada intento de Cortés se convertía en una victoria pírrica. Destruía trescientas casas, pero los aztecas le destruían todos los puentes para la retirada; incendió el gran
teocalli
, pero los aztecas asaltaron con nuevo furor el fortín. Moctezuma, hombre casi incomprensible, que tenía un gran historial guerrero —había tomado parte en nueve batallas, probablemente como combatiente— y bajo cuyo gobierno el Imperio azteca alcanzó el máximo esplendor y poderío, desde la entrada de los españoles había perdido toda su voluntad. Ahora se ofreció nada menos que como mediador. Cubierto con todas las insignias de su cargo imperial, habló a su pueblo, que respondió ¡arrojándole piedras! El 30 de junio de 1520 murió Moctezuma II, gran emperador de los aztecas, prisionero de los españoles.

Con esto, el peligro que los españoles corrían aumentaba, porque su última esperanza, la persona del emperador, ya no era una baza en el juego.

Entonces empezó para Cortés su noche más terrible, aquella que en la historia lleva el nombre de «noche triste».

¿No se produciría una sublevación al repartir el tesoro de Moctezuma? Cuando en la «noche triste» Cortés dio orden de romper el cerco y salir de la ciudad, acción desesperada si se piensa que un puñado de hombres tenía que abrirse paso a través de un ejército de decenas de miles de guerreros, hizo extender previamente el tesoro ante sus hombres y dijo con desprecio:

—Coged lo que queráis. —Y, como advertencia desdeñosa, añadió—: Pero tened cuidado de no cargaros demasiado. En la noche oscura anda mejor el que va más ligero de carga.

Él tomó solamente la quinta parte que correspondía a su señor y que podía concederle la gracia de Su Majestad si era derrotado.

Su veterana tropa sabía el valor de su consejo y tomaron pocas cosas. Pero los bisoños procedentes de la tropa de Narváez cargaron con joyas y hasta con barras de oro, que se colocaron en el cinturón y en las botas, de tal modo que a la media hora quedaban rezagados a la retaguardia y andaban fatigosamente.

La mayor parte del tesoro quedó con seguridad en el palacio.

Aquella primera media hora de la noche triste —día 1° de julio de 1520— lograron atravesar la ciudad y alcanzar el camino del dique, sin que los aztecas se dieran cuenta —éstos sentían un temor supersticioso a luchar de noche—. Mas cuando oyeron los gritos de los centinelas y los sacerdotes tocaron tambores en la cima de los
teocallis
, pareció que se hubiera desencadenado el infierno.

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