MR. STEPHENS COMPRA UNA CIUDAD
Un día del año 1839, en las primeras horas de la mañana, un pequeño grupo cabalgaba por el valle de Camotán, a lo largo de la frontera que separa Honduras de Guatemala. A la cabeza iban dos blancos; los demás eran indios. Aunque fueran armados, les llevaban al país intenciones bien pacíficas. Pero ni el temor que pudieran inspirar sus armas ni las protestas de que su objetivo era puramente instructivo pudieron impedir por aquella noche que todos se vieran encerrados en el «Ayuntamiento» de una pequeña villa, custodiados por un grupo de soldados borrachos que se pasaron toda la noche alborotando y divirtiéndose en disparar sus armas como locos.
Este fue el poco agradable preludio de la gran aventura de John Lloyd Stephens, el segundo descubridor de la América antigua.
Stephens nació en Shrewsbury, Estado de Nueva York, el día 28 de noviembre de 1805, estudió Leyes y, durante ocho años, trabajó en los tribunales de Nueva York. Sus aficiones tendían hacia las antigüedades, la búsqueda de pueblos antiguos de todos los tiempos. Y en este caso comprobamos lo apuntado en el capítulo anterior: el investigador americano no buscó restos de los pueblos antiguos de América, no se encaminó a América Central, donde se amontonaban infinidad de vestigios del pasado, pues él no sabía nada de aquello; sino que se dirigió a Egipto, Arabia y Tierra Santa, y un año después a Grecia y Turquía. Sólo más tarde, a los treinta y ocho años de edad, cuando ya había publicado dos libros de viajes, cayó en sus manos el relato de otro autor cuyas noticias le conmovieron muchísimo y le hicieron cambiar de plan.
Se trataba del informe sobre las investigaciones oficiales que cierto coronel Garlindo había hecho entre los indígenas, en el año 1836, por encargo de un gobierno de América Central, y, en gran parte, apoyado por sus propias indagaciones. En dicho informe se hablaba de restos de una arquitectura antiquísima en las selvas vírgenes del Yucatán y en. América Central.
Aquel árido informe interesó extraordinariamente a Stephens. Hizo averiguaciones para obtener más noticias y encontró la obra de Juarros, historiador guatemalteco, que a su vez citaba a otro autor llamado Fuentes, el cual decía que por su época, alrededor del año 1700, en el territorio situado alrededor de Copan, en Honduras, aún se conservaban bien unas manzanas de edificios antiguos que recibían el nombre de «circo».
Tan escasas noticias bastaron a Stephens, aunque parece increíble que no sintiese curiosidad por enterarse de más detalles y que sólo muy superficialmente se preocupara de las fuentes de información de la época de los conquistadores. Mas hemos de repetir que los descubrimientos de los conquistadores españoles, en lo referente a las antiguas civilizaciones, se habían perdido. Por otra parte, Stephens no podía suponer que en los días en que preparaba su viaje a la América Central, otro hombre, americano también, se dedicaba a reunir todos los documentos que podía sobre los antiguos pueblos de la América Central. No sabía que este investigador, sin salir de su estudio, estaba en condiciones no sólo de contarle muchas cosas sobre estos pueblos antiguos, sino que incluso hubiera podido decirle aproximadamente lo que podía hallar. De ello hablaremos más tarde.
Stephens buscaba alguien que le acompañara, y éste fue su amigo el inglés Frederick Catherwood, dibujante. Hallamos, pues, la misma colaboración que vimos cuando Vivant Denon retenía con su lápiz las antigüedades coleccionadas por la «Comisión Egipcia» de Napoleón, y cuando Eugène Flandin dibujaba las esculturas que Botta halló en las ruinas de Nínive.
Estaban ocupados con los preparativos del viaje cuando se les presentó la ocasión feliz de que los Estados Unidos cargasen con la mayoría de los gastos. La América Central adquirió de pronto un interés económico y político para los Estados Unidos. Al fallecer repentinamente el Encargado de Negocios allí acreditado, Stephens, que desde los tiempos en que trabajaba en los tribunales estaba relacionado con Martin van Buren, presidente de los Estados Unidos y antiguo gobernador de Nueva York, fue nombrado sucesor del Encargado de Negocios fallecido. Esto le permitió hacer su viaje con muchas recomendaciones y, sobre todo, con el prestigio que acompañaba al pomposo título de Encargado de Negocios de los Estados Unidos de Norteamérica. ¿Cuántos de los arqueólogos mencionados han sido diplomáticos?
Pero todo esto no le sirvió de nada a su llegada, porque una banda de soldados borrachos le asaltó. Sucedióle, en 1838 y en América Central, lo mismo que a Layard seis años después en Mesopotamia, a orillas del Tigris; ambos pusieron pie en un país en revolución.
En América Central había entonces tres grandes partidos: el de Morazán, presidente de la República de San Salvador; el de Perrera, un mulato de Honduras, y el de Carrera, un indio de Guatemala. Este indio, cuyos adeptos llevaban el mote de «cachurecos» —monederos falsos—, se había levantado en armas. Entre Morazán y Carrera se libró combate cerca de San Salvador, y aunque el general Morazán había sido herido, salió victorioso y la población esperaba su entrada en Guatemala. En el probable camino de marcha de Morazán se movía la pequeña caravana de John Lloyd Stephens.
El país estaba devastado. Unos generalitos de opereta alternaban con cabecillas de bandidos en el mando de unas tropas que, más que guerrear, merodeaban por el país. Dichas tropas estaban formadas por indios, negros, algunos oficiales y aventureros, soldados europeos desertores del ejército de Napoleón. Las aldeas estaban saqueadas, la población pasaba hambre. «¡No hay!» era la contestación invariable a la pregunta de Stephens de si podían darles comida. «¡No hay nada!». Sólo encontraban agua.
Cuando se alojaron en el Ayuntamiento de una de las villas, el alcalde, con las insignias de su dignidad y vara con empuñadura de plata, les había recibido con aire desconfiado. Por la noche, el mismo alcalde, con un tropel de unos veinticinco hombres, asaltó el dormitorio.
El jefe de la tropa era un oficial, partidario de Carrera, a quien Stephens, en su descripción de esta aventura, llama siempre el «señor del sombrero brillante». La discusión que se produjo entonces fue un tanto turbulenta. El criado de Stephens, Agustín, fue herido por un golpe de machete y gritaba: «¡Dispare usted, Sir!». Stephens, a la luz de las teas, mostró sus pasaportes, así como el sello del general Cascara, un oficial huido del ejército de Napoleón, que desempeñaba cierto papel en el país. Catherwood, por su parte, les dio eruditas explicaciones sobre el derecho de los pueblos y la inmunidad de los embajadores, cosa que impresionó a aquella cuadrilla de borrachos menos que los mismos pasaportes. La situación, por una parte, era cómica; pero podía convertirse en trágica, porque tres mosquetes se levantaban ya apuntando a Stephens.
Entonces produjo una pausa la entrada de otro oficial, que visiblemente ostentaba un grado más elevado que el primero, por llevar un «sombrero brillante» mejor cepillado aún: éste examinó de nuevo los pasaportes, prohibió toda violencia, y dijo al alcalde que su cabeza respondía de que los prisioneros permanecerían bien vigilados. Stephens escribió entonces una carta al general Cascara, y para que produjera mayor efecto la selló con una moneda americana de medio dólar. «El águila extendía sus alas y las estrellas brillaban a la luz de las teas, y todos se acercaban para ver detenidamente la moneda».
Stephens y su séquito no podían dormir. Ante la casa, los soldados gritaban, cantaban y bebían aguardiente. Hasta que se presentó otra vez el alcalde, seguido de toda su cuadrilla de soldados borrachos. Llevaba en la mano la carta dirigida a Cascara; es decir, que no la habían mandado. Entonces, Stephens se mostró enérgico, y lo que ni los pasaportes ni la alocución de Catherwood habían conseguido lo consiguió su tono violento. El alcalde mandó a un indio con la carta y desapareció con su tropa. Stephens creyó que tendría que esperar mucho tiempo; pero las cosas se arreglaron por sí solas.
Al día siguiente, cuando el sol brillaba bastante alto, se presentó el famoso alcalde dispuesto a dispensar a sus huéspedes una recepción oficial conciliadora. Los soldados, obedeciendo nuevas órdenes, habían desaparecido al amanecer.
Copan se halla situado en el Estado de Honduras, en el río del mismo nombre, afluente del Montagua, que a su vez desemboca en la bahía de Honduras. No hay que confundirlo con la ciudad de Cobán, junto al río Cobán o Cahabon, al noroeste de Copan, ya en Guatemala.
Por este camino avanzó Cortés, después de la conquista del Imperio azteca, en el año 1525, cuando marchó de México a Honduras para castigar a un traidor, recorriendo más de mil kilómetros por las montañas y a través de la selva virgen.
Cuando Stephens, Catherwood, los guías indios y sus compañeros emprendieron el camino, se internaron por bosques tan espesos que parecía que un mar de follaje los tragaba. Entonces empezaron a sospechar por qué habían ido allí tan pocos visitantes y exploradores. «El follaje —escribió Cortés trescientos años antes— proyectaba una sombra tal que los soldados no podían distinguir donde pisaban». En el terreno pantanoso, las mulas se hundían hasta el vientre y las espinas arañaban a Stephens y a Catherwood en las manos y en la cara; el calor bochornoso les fatigaba y los mosquitos de los pantanos les ocasionaban fiebre. «Este clima —dice el español Ulloa, cien años antes que Stephens, respecto al clima tropical de estos países— consume las fuerzas del hombre y mata a las mujeres en el primer puerperio. Los bueyes enflaquecen, las vacas no dan leche, las gallinas no ponen huevos…». La Naturaleza no había experimentado el menor cambio desde las épocas de Cortés y Ulloa. Los acontecimientos del país, con toda su confusión, ya imposibilitaban de antemano toda tarea diplomática, por lo cual Stephens quizá se hubiera vuelto, de haber podido resistir a sus deseos de explorador.
Pero su naturaleza, aun ante una situación difícil, no le permitía escapar al encanto de lo desconocido. Esta selva enmarañada no sólo atacaba los nervios por su resistencia tenacísima, sino que también irritaba el olfato, la vista y los oídos. Del suelo ascendía un vaho de lodo y maleza corrompida que se confundía con el olor a maderas preciosas de la caoba y otros árboles amarillos, verdes, azulados y de todas clases; las palmeras, cuyas palmas alcanzaban una longitud de doce metros, formaban un techo. También se descubrían algunas orquídeas y salían del tronco de los árboles las bromeliáceas, como tiestos de flores. Por la noche, cuando despertaba la jungla, vociferaban los monos, chillaban los loros, se oían rugidos sordos, apagados de pronto, como los que profiere una bestia agredida cuando muere violentamente.
Stephens y Catherwood avanzaban por entre un paisaje como jamás hubieran soñado. Cubiertos de arañazos y ensangrentados, sucios de fango y con los ojos inflamados, seguían su camino. Y en medio de aquel país hechizado, que parecía virgen desde los comienzos del mundo, ¿era posible que hubiera edificios de piedra, y tan grandes como se decía?
Stephens es sincero. Más tarde confesó que cuanto más penetraba en aquella espesura, más imposible le parecía aquello. «Tengo que confesar que ambos, Catherwood y yo, dudábamos un poco y nos acercábamos a Copan con esperanzas vagas, sin la seguridad de hallar maravillas».
Pero llegó el momento en que se hallaron ante la maravilla.
Es sorprendente y sugiere las más dispares conclusiones el hecho de hallar en medio de la selva virgen restos de muros antiguos, testimonio de una vida que cesó hace muchísimos años.
Recordemos que Stephens conocía Oriente, y había visitado las ruinas de casi todos los pueblos antiguos. Pero le esperaba el momento de enmudecer de asombro, casi de creer en un milagro, al pensar en las consecuencias que tendría para la ciencia su descubrimiento.
Habían penetrado hasta el río Copan y alcanzado un pueblecito del mismo nombre, donde pronto establecieron buenas relaciones con los indígenas, mestizos e indios, todos ellos cristianizados. Se internaron nuevamente en la selva y, de pronto, se hallaron ante un muro formado por bloques de piedra, con una escalinata que conducía a una gran terraza, tan cubierta de vegetación que era imposible calcular su superficie.
Emocionados por este hallazgo, pero aún vacilantes ante la duda de que aquello no fueran restos de alguna vieja fortificación de los españoles, se apartaron algo del camino y entonces vieron a su guía que, dando golpes con el machete, rompía una trama de bejucos. La apartó como se aparta una cortina ante la próxima escena y dejó al descubierto un destacado objeto oscuro.
Y Stephens y Catherwood, abriéndose paso con sus machetes, pudieron contemplar una estela, una piedra esculpida tan alta como jamás habían visto en su vida y con una ornamentación en relieve como no se había hallado ni en Europa ni en Oriente, como nunca hubieran sospechado que existiera en América.
Era un monumento de piedra de tan suntuosa decoración que, de momento, fue imposible describirlo. Era un enorme pilar cuadrangular, completamente cubierto de relieves, de unos 3,90 metros de altura por 1,20 de anchura y 0,90 metros de grueso. Enorme y gris, destacaba sobre las tonalidades verdes de la jungla, y en sus incisiones se percibían aún restos de los vivos colores oscuros con los cuales había estado pintado.
En la parte anterior, cincelada en relieve muy acusado, se veía una figura de hombre, cuyo rostro «reflejaba severa solemnidad a la vez que parecía inspirar terror». Los lados estaban cubiertos de enigmáticos jeroglíficos y la parte posterior adornada con unos relieves que se distinguían de todo cuanto habían visto hasta entonces.
Stephens estaba fascinado. Pero explorador experto, que incluso ante el hallazgo más inesperado no se deja arrastrar por una impresión prematura, llegó a la siguiente conclusión:
«El aspecto de este monumento que encontramos de manera insospechada… nos dio la convicción de que todo lo que íbamos buscando revestiría un gran interés, no sólo como vestigios de un pueblo desconocido, sino como monumentos artísticos; prueba fehaciente de lo que afirmaban documentos históricos recién descubiertos, es decir, que el pueblo que antaño habitaba aquellas comarcas no era un pueblo salvaje, sino civilizado».
Abriéndose paso de nuevo hacia la espesura del bosque halló una segunda, tercera y cuarta estelas, y así hasta la cifra de catorce, todas ellas a cuál más perfecta en su ejecución. Esto confirmaba su tesis: que se había descubierto una nueva y antiquísima cultura americana.