El director de un museo escribía, años después, sobre las noticias de prensa de Schliemann de 1873, lo siguiente: «En la época de aquellos comunicados, tanto entre los sabios como entre el público reinaba gran emoción. En todas partes, en casa y en la calle, en las diligencias rápidas y en los modernos ferrocarriles, se hablaba de Troya. Todo el mundo estaba lleno de asombro y de curiosidad».
Si Winckelmann, como dice Herder, «nos había enseñado desde lejos el misterio de los griegos», Schliemann había descubierto su mundo. Con increíble audacia había trasladado la arqueología «de la luz de petróleo de las bibliotecas» al sol radiante del cielo helénico, resolviendo con la piqueta el problema de Troya. Del ámbito de la filología clásica se había salido, de un solo paso, a la prehistoria viva, ligando con ésta la nueva ciencia de la investigación arqueológica.
El ritmo con que se sucedían estos hechos tan revolucionarios, el cúmulo de triunfos, la recia personalidad de Schliemann, con sus dos facetas —ya que no era ni comerciante, ni erudito investigador, pero, sin embargo, desempeñaba estos dos cometidos con gran éxito—, el modernísimo y audaz «carácter publicitario» de sus noticias, molestaba al mundo internacional de los hombres de ciencia, y sobre todo a los alemanes.
La revolución de Schliemann se pone en evidencia por las noventa publicaciones que sobre Troya y Homero aparecieron en aquellos años de su actividad. El principal punto de ataque de los eruditos era el hecho mismo de que Schliemann fuese un simple aficionado. En la historia de las excavaciones chocaremos siempre con los arqueólogos profesionales enfrentados con estos hombres que por azar o simple afición han dado el impulso necesario para una nueva penetración en la oscuridad de los tiempos remotos. Y como estos ataques iban dirigidos a las características esenciales que concurrían en Schliemann, hemos de decir y citar algo más concreto sobre este particular. El primero a quien damos la palabra es un filósofo tan famoso como irritable e irritado, Arthur Schopenhauer, que defiende a estos espontáneos de la ciencia y de la investigación.
«Dilettanti, dilettanti
! Sólo así pueden llamarse quienes ejercen una ciencia o una actividad por mero gusto, por el simple placer que en ello encuentran,
per il loro diletto
, y obtienen el menosprecio de aquellos que se dedicaban a ello por el logro de un beneficio; porque a éstos sólo les deleita el dinero que así pueden ganar. Pues bien, tal desprecio se basa en su miserable convicción de que nadie es capaz de enfrentarse seriamente con alguna cosa si no le anima la necesidad, el hambre o cualquier otro motivo de codicia. El público está impulsado por el mismo ánimo y por eso comparte su opinión; de ahí su fiel respeto ante "las autoridades profesionales" y su desconfianza hacia los aficionados. En rigor, la causa que impulsa al aficionado es su finalidad, mientras que al erudito profesional como tal, esto sólo le sirve de medio; pero únicamente es capaz de llevar una empresa con seriedad quien tiene en ella un interés inmediato y se ocupa de ella por amor a la misma; el que la hace
con amore
. De éstos, y no de los simples criados a sueldo, han surgido siempre las empresas más sublimes».
El profesor Wilhelm Dörpfeld, colaborador de Schliemann y su consejero y amigo, uno de los pocos profesionales que le concedió Alemania como colaborador, escribía en 1932:
«Jamás he comprendido la burla y la ironía con que varios eruditos, especialmente los filólogos alemanes, acogieron sus exploraciones de Troya e Ítaca. Yo también he padecido las burlas con que algunos eruditos famosos han seguido más tarde mis propias excavaciones en los lugares homéricos, y no sólo he pensado que no son justas, sino que además carecen de toda base científica». La desconfianza de los profesionales hacia el
outsider
intuitivo es la propia del ciudadano vulgar hacia el genio. El hombre que tiene la vida asegurada desprecia al que vaga por zonas inseguras y «vive al día». Desprecio injusto.
Considerando el desarrollo de la investigación científica en el curso de la Historia, veremos cómo un extraordinario número de descubrimientos célebres han sido hechos por aficionados, por los
outsider
, o incluso por simples autodidactas que impulsados por una idea obsesiva no se detenían ante los obstáculos con que su propia cultura cerraba el paso a los profesionales. Ellos no conocían las anteojeras de los especialistas y saltaban las barreras levantadas por la tradición académica.
Otto von Guericke, el más famoso físico alemán del siglo XVII, era jurista de profesión. Denis Papin era médico. Benjamín Franklin era hijo de un jabonero y, sin instrucción universitaria o secundaria alguna, no sólo llegó a ser un político activo —cosa que está al alcance de mucha gente—, sino un sabio famoso; Galvani, el descubridor de la electricidad, era médico, y según Wilhelm Ostwald demuestra en su «Historia de la Electroquímica», debió su descubrimiento precisamente a su falta de conocimientos. Fraunhofer, autor de trabajos excelentes sobre el espectro, no supo leer ni escribir hasta los catorce años. Michael Faraday, uno de los investigadores más significados en el campo de la electricidad, era hijo de un herrero y trabajó antes como encuadernador. Julius Robert Mayer, el descubridor de la ley de la conservación de la energía, era médico. También médico era Helmholtz cuando publicó su primer trabajo sobre el mismo tema, a los veintiséis años. Buffon, matemático y físico, se ha hecho famoso por sus publicaciones en la rama de la biología. El constructor del primer telégrafo eléctrico, Sömmering, era profesor de anatomía. Samuel Morse era pintor, e igualmente Daguerre. El primero inventó el alfabeto telegráfico, el segundo la fotografía. Los aeronautas obsesionados del dirigible, Zeppelin, Gross y Parseval, eran oficiales del Ejército, y no tenían ideas muy sólidas en materias técnicas.
Podríamos prolongar así la lista indefinidamente. Si prescindiéramos de tal relación y de los frutos de su actividad en la historia de la ciencia, toda ella se derrumbaría. Y a pesar de ello, en su época, tuvieron que soportar toda clase de burlas, ataques e ironías. Y en esta larga relación figuran también muchos hombres consagrados a la ciencia que en este libro tratamos. William Jones, que hizo las primeras traducciones del sánscrito, no era un orientalista, sino un juez de Bengala. Grotefend, el primero en descifrar una escritura cuneiforme, era especialista en filología clásica, y su sucesor Rawlinson era oficial del Ejército y político. Los primeros pasos en el largo camino para descifrar jeroglíficos los dio Thomas Young, médico. Y Champollion, que fue quien llegó a la meta, era sólo profesor de Historia. Humann, el que hizo las excavaciones de Pérgamo, era ingeniero de ferrocarriles.
¿No es suficiente esta lista para lo que aquí nos proponemos? Aquello que caracteriza al profesional no puede ser discutido en su valor propio. Pero ¿no son más importantes los resultados de una empresa, siempre que los medios empleados hayan sido decorosos? ¿No deberíamos demostrar una especial gratitud hacia estos
outsider
?
Sí, desde luego, Schliemann cometió graves faltas en sus primeras excavaciones. Derribó antiguos edificios que constituían por sí solos un material arqueológico precioso, destruyó murallas que habían sido testimonios importantes. Pero Eduard Meyer, el gran historiador alemán, le apoya y escribe: «Para la ciencia, el proceder falto de método de Schliemann, al ir hasta el suelo primitivo, ha sido en definitiva muy provechoso; con excavaciones sistemáticas, las capas más antiguas, y con ellas esa cultura que denominamos troyana, seguramente no habrían sido descubiertas».
Fue una circunstancia desdichada el hecho de que precisamente sus primeras interpretaciones y fechas fueran todas equivocadas. Pero cuando Colón descubrió América, también erró al creer que había llegado a la India. ¿Disminuye ello el mérito de su obra?
No cabe duda de que Schliemann, el primer año, se encaminó a la colina de Hissarlik como un niño que, martillo en mano, la emprende con su juguete para ver lo que tiene dentro; pero el Schliemann que realizó las excavaciones de Micenas y Tirinto podía considerarse ya como investigador científico. Dörpfeld apoyó esta tesis, y lo mismo el inglés Evans, aunque éste con ciertas reservas.
Pero exactamente lo mismo que antaño Winckelmann sufriera la tiranía despótica de Prusia, Schliemann tenía que padecer también la falta de comprensión de su país de origen, de aquel país donde habían nacido los dorados sueños de su juventud. A pesar de sus excavaciones, cuyos resultados estaban a la vista de todos, en el año 1888 un tal Forchhammer publicaba la segunda edición de una «Interpretación de la Ilíada», donde se ensayaba el infeliz y descabellado propósito de explicar la guerra troyana como un símbolo de la lucha entre las corrientes marítimas y la del agua de los ríos, la niebla y las lluvias de las colinas troyanas. Pero Schliemann se defendía como un león. Cuando el capitán Botticher, un vulgar y necio polemista, que era su principal adversario, pretendía incluso que Schliemann en sus excavaciones había destruido intencionadamente murallas para alejar cuanto se oponía a la hipótesis de la antigua Troya, éste invitó a su contrincante a trasladarse a Hissarlik pagando él los gastos, y allí unos expertos presenciaron la entrevista, confirmando las opiniones de Schliemann y Dörpfeld. El capitán examinó meticulosamente los alrededores y con gesto de enfado volvió a su casa pretendiendo que «la llamada Troya» no era sino una inmensa necrópolis antigua. En vista de eso, Schliemann, durante su cuarta excavación, realizada en el año 1890, invitó a los arqueólogos de todos los países a visitar su ya famosa colina. Hizo construir unas barracas cerca del valle de Escamandro y habilitó así el alojamiento necesario para catorce personas. Ingleses, americanos, franceses y alemanes —entre ellos Virchow— aceptaron su invitación. Y ellos también, ganados por la evidencia de los hechos, confirmaron lo que Schliemann y Dörpfeld pretendían.
Sus colecciones tenían un valor inapreciable. Por su última voluntad, dichas colecciones debían pasar después de su muerte al museo de la nación «a la que aprecio y estimo más que a ninguna otra». Primero se las ofreció al Gobierno griego, y luego al francés. También escribió en 1876 a un barón ruso de San Petersburgo:
«Cuando hace algunos años me preguntaron por el valor de mi colección troyana, dije que unas 80.000 libras. Pero después de haber pasado veinte años en San Petersburgo, y gozando Rusia de todas mis simpatías, deseo sinceramente que vaya a parar allí mi colección, por lo que pido por ella solamente 50.000 libras al Gobierno ruso, y si fuera preciso incluso estaría dispuesto a bajar a 40.000…».
Pero en el fondo, su verdadero cariño, manifestado con la mayor sinceridad, lo tenía por Inglaterra, donde su labor había hallado mayor eco, pues era el
Times
el periódico que le había publicado siempre sus artículos cuando los periódicos alemanes no le prestaban la menor atención, y además era en Inglaterra donde hasta el
premier
Gladstone había escrito un prólogo para su obra sobre Micenas, como lo había hecho antes, para su obra sobre Troya el famoso A. H. Sayce.
El hecho de que tales colecciones fueran depositadas definitivamente en Berlín para su posesión y conservación perpetua se debe, por ironía, a un hombre para el que la arqueología era sólo objeto de afición: el gran médico Virchow, el cual logró que Schliemann fuera nombrado miembro honorario de la Sociedad Antropológica y, después, ciudadano de honor de la ciudad de Berlín, al mismo tiempo que Bismarck y Moltke.
Schliemann, como un ladrón, había tenido que asegurar su tesoro huyendo de las garras de las autoridades, y lo conservaba oculto. Después de muchos rodeos, algunas piezas importantes de su colección pudieron llegar de Troya al Museo de Prehistoria de Berlín. Durante varios decenios, este tesoro estuvo allí, donde pasó todo el tiempo de la guerra de 1914-18. Pero vino luego la segunda guerra mundial con su secuela de bombardeos. Parte de las colecciones se salvaron de la destrucción y fueron trasladadas a lugares seguros. El «tesoro de Príamo» pasó primero al Banco Nacional de Prusia y más tarde al refugio antiaéreo del Zoológico de Berlín. Ambos lugares fueron destruidos. La mayor parte de las piezas de cerámica pasaron a Schönebeck an der Elbe, al castillo de Petruschen de Breslau y al castillo de Lebus. De Schönebeck no se ha conservado nada. De Petruschen no se tienen noticias, ya que la región pasó a formar parte de Polonia. El castillo de Lebus fue saqueado al terminar la guerra y más tarde el Gobierno de la Alemania Oriental ordenó su demolición. Pero poco después llegó a Berlín la noticia de que en Lebus quedaban aún piezas de cerámica. Una investigadora obtuvo el permiso para hacer averiguaciones en Lebus, pero no consiguió ayuda de las autoridades locales. Tuvo entonces la idea de procurarse veinticinco kilos de caramelos y pedir a los niños que le trajesen piezas de cerámica antigua. Y aunque los niños aprendieron muy pronto a romper en pedazos las piezas enteras para obtener así un caramelo por cada pedazo, consiguió reunir algunos ejemplares intactos procedentes de las casas, donde los campesinos brandeburgueses utilizaban de nuevo las vasijas, fuentes y jarros en que habían comido y bebido los antiguos troyanos y la familia real de los Átridas.
Pero descubrió aún cosas más graves. Después de la derrota alemana, los supervivientes de Lebus no tenían idea del valor de las piezas de barro que se guardaban en aquellos cajones. Y al renacer la vida en el pueblo, cada vez que se celebraba una boda iban los chicos con un carretón, lo llenaban de urnas y ánforas, los insustituibles hallazgos de Heinrich Schliemann, y los rompían entre alegres gritos a la puerta de los novios.
Así fueron destruidos por segunda vez los restos de Troya y reunidos por segunda vez con la ayuda de medio quintal de caramelos.
MICENAS, TIRINTO Y LA ISLA DE LOS ENIGMAS
En 1876, Schliemann, con sus cincuenta y cuatro años, empuñaba por vez primera la piqueta; en 1878 y en el año siguiente excavaba, ayudado por Virchow, otra vez en Troya; en 1880 descubría en Orcómeno la tercera ciudad que Homero honra con el calificativo de «dorada», el rico techo del tesoro de los minias; en 1882 volvía a excavar con Dörpfeld, por tercera vez, en Troya; y dos años más tarde empezaba sus excavaciones de Tirinto.