Dioses, Tumbas y Sabios (7 page)

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Authors: C. W. Ceram

Tags: #Historia, Arqueología

Pero al final de este capítulo, en el que Schliemann iba acumulando las pruebas, dejó aparte toda erudición, contempló maravillado el paisaje y escribió tal como había exclamado sin duda de niño: «…así, puedo añadir que apenas pisa uno la llanura de Troya, queda asombrado al punto por la vista de la hermosa colina de Hissarlik, que por su naturaleza estaría predestinada a sostener una gran ciudad con su ciudadela. En efecto, esta posición, hallándose fortificada, dominaría toda la llanura de Troya y en todo el paisaje no hay un solo punto que se pueda comparar con éste.

»Desde Hissarlik se ve también el monte Ida, desde cuya cima Júpiter dominaba la ciudad de Troya».

Así, pues, emprendió su trabajo con el empeño de quien está absorto en su tarea.

Toda la energía que había convertido al aprendiz de tendero en millonario, se aplicaba ahora a la realización de un lejano sueño.

E incansable, empleó todos sus medios materiales y sus propias energías.

En 1869 se casó con la griega Sofía Engastrómenos, hermosa como la imagen que él tenía de Helena, que pronto se entregó por completo, como él, a la gran tarea de hallar el país de Homero; juntos compartían las fatigas, las penalidades y las adversidades, que no faltaron.

En abril de 1870 empezaron sus excavaciones, que en 1871 duraron dos meses, y en los dos años siguientes cuatro meses y medio en cada uno. Tenía unos cien obreros a su disposición. Estaba intranquilo, impaciente y nada le detenía; ni las malignas fiebres palúdicas que los mosquitos transportaban de los pantanos, ni la carencia de agua, ni la rebeldía de los obreros, ni la lentitud de las autoridades y la falta de comprensión de los científicos del mundo entero, que le consideraban como un loco o cosa peor.

En lo alto de la ciudad se había erguido el templo de Atenea; Poseidón y Apolo habían construido la muralla de Pérgamo. Así decía Homero.

Por consiguiente, en medio de la colina debía de levantarse el templo, y a su alrededor, con sus cimientos bien clavados en tierra, la muralla de los dioses. Empezó a excavar en la colina y halló resistencia de muros que le parecían insignificantes; y, en efecto, venció tal resistencia derribándolos. Halló armas, utensilios domésticos, joyas y vasos, testimonio irrefutable de que allí había existido una rica ciudad; pero hallaría aún otra cosa que por primera vez haría sonar el nombre de Heinrich Schliemann por el mundo entero. Bajo las ruinas de la Nueva Ilion halló otras ruinas, y debajo de éstas, otras más, pues aquella mágica colina parecía una inmensa cebolla cuyas capas habría que ir deshojando una tras otra. Y cada una de estas capas parecía haber sido habitada en épocas muy distintas; en ellas vivieron pueblos que luego habían desaparecido; allí se habían construido ciudades y se habían derrumbado, habían dominado la espada y el incendio, pero una civilización había sucedido a otra, y cada vez se había vuelto a elevar una nueva ciudad de seres vivos sobre la antigua ciudad de los muertos.

Cada día traía una nueva sorpresa. Schliemann había ido para hallar la Troya homérica; pero en el curso de los años, él y sus colaboradores hallaron siete ciudades sepultadas, y más tarde ¡otras dos! Nueve miradas a un mundo insospechado y del que nadie tenía noticia.

Pero ¿cuál de estas nueve ciudades era la Troya de Homero, la Troya de los héroes y de la lucha heroica? Estaba claro que la capa más profunda era la prehistórica, la más antigua, tan antigua que sus habitantes aún no conocían el empleo del metal, y que la capa más a flor de tierra tenía que ser la más reciente, guardando los restos de la Nueva Ilion, donde Jerjes y Alejandro habían sacrificado a los dioses.

Schliemann excavaba y buscaba. Y en la penúltima y antepenúltima capas halló huellas de incendio, ruinas de fortificaciones poderosas y restos de una puerta gigantesca.

Entonces estuvo seguro: aquellas fortificaciones eran las que rodeaban el palacio de Príamo, y aquélla era la famosa puerta Escea.

Y fue hallando tesoros, tesoros, desde el punto de vista científico. Por lo que remitía a su casa y lo que daba a los expertos para su valoración, íbase perfilando la imagen de una época lejana, de un cuadro acabado en el cual se distinguían todos los detalles.

Aquello constituía el triunfo de Heinrich Schliemann, pero también lo era de Homero. Lo que había sido leyenda y mitología, atribuido a la fantasía del poeta, acaso una anónima labor personificada en un ser inexistente, cobraba vigorosa realidad al quedar demostrada su existencia.

Una oleada de entusiasmo recorrió el mundo entero. Y a Schliemann, que con sus obreros había removido más de 25.000 metros cúbicos de tierra, le pareció que tenía derecho a respirar un poco. Empezó a dirigir su mirada a otras tareas. Y señaló la fecha del 15 de junio de 1873 como penúltimo día para las excavaciones. Y luego, un día antes de dar el último golpe de pico, halló lo que coronaría su trabajo con legítimo brillo dorado, inundando al mundo de admiración.

El suceso fue en extremo dramático, tanto, que aún hoy día hace asomar la incredulidad a cuantos leen tal descubrimiento. Era en las primeras horas de un día caluroso. Schliemann, como de costumbre, inspeccionaba con su esposa las excavaciones, convencido de que ya no hallaría nada importante, mas a pesar de todo siguió los trabajos, lleno de atención. Había llegado a unos veintiocho metros de aquellos muros que Schliemann atribuía al palacio de Príamo, cuando su mirada se fijó repentinamente en un punto que animó de tal modo su fantasía que se vio inmediatamente impulsado a obrar como bajo una sensación violenta. Y, ¡quién sabe lo que aquellos obreros hubieran hecho si hubiesen sido los primeros en ver lo que vio Schliemann! Tomó a su mujer del brazo, y le murmuró:

—¡Oro!

Ella lo miró, asombrada.

—¡Pronto! —dijo—, manda a casa a los obreros, inmediatamente.

—Pero… —empezó la hermosa griega.

—Nada de peros; diles lo que te parezca; que es mi cumpleaños, que te has acordado de pronto… y que todos tienen que celebrarlo con un día libre. Pero pronto, muy pronto.

Los obreros se alejaron.

—¡Aprisa! Vete en busca de tu pañuelo encarnado —gritó Schliemann mientras saltaba a la fosa y con un cuchillo escarbaba como un loco. Enormes moles de piedra, escombros de millares de años, quedaban suspendidos de modo cada vez más amenazador sobre su cabeza. Pero no le preocupaba el peligro.

Con la mayor presteza, separó el tesoro con un cuchillo, cosa que no era fácil sin gran esfuerzo y mayor peligro de la vida, ya que la gran muralla de la fortificación bajo la cual tenía que cavar amenazaba enterrarle a cada momento. «Pero a la vista de tantos objetos, cada uno de los cuales tenía un valor inmenso, me volvía audaz y no pensé en peligro alguno», cuenta él mismo.

El marfil brillaba discretamente; el oro tintineaba. Su mujer tendió el pañuelo, y éste se fue cubriendo de tesoros de valor incalculable.

¡El tesoro de Príamo! ¡El dorado tesoro de uno de los reyes más poderosos de los tiempos más remotos, amasado con sangre y lágrimas; las joyas de personas semejantes a los dioses, un tesoro enterrado durante tres mil años y sacado a la luz de un nuevo día bajo las murallas de siete reinos olvidados! Schliemann no dudó ni un instante de que había hallado el tesoro. Pero poco antes de su muerte se demostró que se había dejado llevar por la embriaguez de su entusiasmo, y que la Troya homérica no correspondía a la segunda ni a la tercera capa, sino a la sexta, contando desde la más antigua, y que aquel tesoro pertenecía a un soberano mil años más antiguo que Príamo.

Los esposos ocultaron aquellas riquezas en una choza, cual si fuesen ladrones. Y luego, llegó el momento en que sobre una mesa de tosca madera se derramó aquel tesoro. Había diademas y brazaletes, cadenas, broches y botones, fíbulas, serpientes e hilos.

Probablemente, algún miembro de la familia de Príamo guardó este tesoro en una caja, apresuradamente, sin tiempo para echar la llave, y en la muralla debió ser alcanzado por alguna mano enemiga o por el fuego, y se vería obligado a abandonar la caja, que quedó en el acto cubierta por cinco o seis pies de ceniza ardiente y piedras del palacio que se derrumbaba.

Y Schliemann, el soñador, toma unos zarcillos y un collar y se los pone a su joven esposa.

¡Joyas de tres mil años para aquella mujer griega que no pasa de los veinte!

Hechizado, la contempla.

—¡Helena! —murmura.

Pero ¿adónde dirigirse con aquel tesoro? Schliemann no puede ocultarlo, y la noticia del hallazgo se hace pública. Recurriendo a medios azarosos, saca el tesoro con ayuda de unos parientes de su mujer y lo lleva a Atenas, y de allí a otra parte. Cuando, por orden del gobernador turco, se incautan de la casa de Schliemann, los funcionarios ya no encuentran huella alguna de oro en la misma.

¿Es un ladrón? La legislación turca respecto de los hallazgos antiguos se prestaba a muchas interpretaciones. Allí reinaba el capricho. ¿Es motivo para maravillarse o sorprenderse que aquel hombre que había entregado su vida a un sueño, al verse coronado por el triunfo, intentara salvar para sí y para la ciencia de Europa aquel tesoro?

Setenta años antes, Thomas Bruce, conde de Elgin y de Kincardine, ¿no había obrado de modo parecido con un tesoro muy diferente? Atenas, entonces, era todavía turca. Lord Elgin había recibido un firmán que contenía la observación de «que nadie le impidiera sacar de la Acrópolis piedra alguna con inscripciones o figuras». Elgin interpretaba esta frase con mucha amplitud, y doscientos cajones repletos del tesoro del Partenón fueron enviados a Londres. Durante años enteros se discutió el derecho de posesión de estos maravillosos ejemplares del arte griego. La adquisición había costado a lord Elgin 74.240 libras. Cuando, en 1816, por una resolución del Parlamento, fue comprada esta colección, no se le pagaba ni siquiera la mitad, o sea ¡35.000 libras!

Cuando Schliemann sacó el «tesoro de Príamo» se sentía en la cima de su vida.

¿Podría ser superado aún tan resonante triunfo?

Capítulo V

LA MÁSCARA DE AGAMENÓN

Hay vidas que cosechan éxitos en cuantía tan inverosímil, que quien luego las contempla debe cuidar de no incurrir en exageraciones literarias y no usar desde el principio todos los superlativos, pues más tarde van haciéndose cada vez más necesarios. Pero también las hay que transcurren ya en superlativo desde un principio. Y una de ellas es la de Heinrich Schliemann, cuyo carácter fantástico, novelesco, se nos muestra cada vez más asombroso. Sus triunfos arqueológicos alcanzan tres puntos culminantes, el primero de los cuales fue el hallazgo del «tesoro de Príamo», y la exploración de las tumbas reales de Micenas fue el segundo.

Uno de los capítulos más sombríos y sublimes de la humanidad griega, lleno de tragedia, es la historia de los Pelópidas, en Micenas, la historia del retorno y muerte de Agamenón. Durante diez años, Agamenón había estado peleando ante Troya, y Egisto aprovechó tal circunstancia.

«Mientras nosotros estábamos allí realizando tales hazañas, permanecía él sentado en un rincón de Argos, donde pacen los caballos, tranquilo y seduciendo con palabras halagüeñas a la mujer de Agamenón».

Egisto colocó una guardia de veinte hombres que había de anunciarle la vuelta del esposo, y luego ofreció a Agamenón un banquete con aviesos designios. «Y después de la comida le mató lo mismo que se mata al toro en su pesebre. Ninguno de los amigos de Agamenón pudo escapar, todos cuantos le habían seguido perecieron». Pasados ocho años, Orestes, su hijo y vengador, se presentó y asesinó a Clitemnestra, la madre criminal, y a Egisto, el asesino de su padre.

Todos los autores trágicos utilizaron este relato. Ya la imponente tragedia de Esquilo trata el tema de Agamenón, y hasta el escritor francés Jean Paul Sartre ha escrito en nuestros días un drama que versa sobre el problema de Orestes. Nunca se ha perdido el recuerdo de aquel «rey de los hombres», que había sido uno de los más poderosos y ricos, aquel hombre que dominó el Peloponeso.

Sin embargo, no sólo hubo una Micenas sangrienta, sino que también hubo la Micenas dorada. Según Homero, Troya era rica, pero Micenas lo era todavía más y la palabra «dorada» era el calificativo que le acompañaba siempre en su narración. A Schliemann le había satisfecho el «tesoro de Príamo», pero aquello le animó a buscar otro tesoro. Y —cosa que nadie creía probable— lo halló. Micenas está situada «en el último rincón de Argos, donde pacen los caballos», a mitad de camino entre Argos y el istmo de Corinto. Si desde Occidente se mira el antiguo palacio real, se divisa un campo de escombros, restos de murallas gigantescas, detrás de las cuales, primero en suave pendiente, luego en cuesta sumamente empinada, asciende la montaña de Eubea con el santuario del profeta Elías.

Aproximadamente en el año 170 de nuestra era, Pausanias recorrió este país tomando nota de cuanto veía. Y en aquella época tal espectáculo era mucho más llamativo que lo que ahora se ofrecía a la mirada de Schliemann. Sin embargo, el arqueólogo distinguía un detalle que daba más valor a aquella vista que la primera impresión que tuvo de la zona de Troya: el lugar donde había estado la antigua Micenas estaba bien determinado. Allí pacían corderos donde antaño reinaron los monarcas; pero las ruinas daban patente testimonio del esplendor y magnificencia anteriores.

La «Puerta de los Leones», entrada principal del palacio, se ofrecía despejada ante la mirada del caminante asombrado, así como los llamados «tesoros», que a veces se confundían con hornos, entre ellos el más famoso, el de Atreo, el primer pelópida, padre de Agamenón. La cripta mide más de trece metros de altura, formando cúpula, y en ella una bóveda audaz de piedras ciclópeas se sostiene sin ligamento alguno.

Varios escritores antiguos describían este lugar a Schliemann como el de las tumbas de Agamenón y sus compañeros asesinados con él. La posición del castillo era clara, pero no la de las tumbas. Y lo mismo que Schliemann había hallado el emplazamiento de Troya oponiéndose a la opinión de todos los sabios, basándose nada más que en su Homero, también esta vez se fundó en determinado párrafo de Pausanias, pretendiendo que todos los eruditos se habían equivocado en este punto traduciéndolo e interpretándolo erróneamente. Mientras hasta entonces se había supuesto —dos de los más prestigiosos arqueólogos lo creían así, el inglés Dodwell y el alemán Curtius— que Pausanias describía el lugar de las tumbas situándolas fuera del recinto de la fortaleza, Schliemann pretendía que aquéllas debían estar en el interior. Ya en su libro sobre Ítaca había expuesto tal opinión, con lo que demostraba más fe en los escritos antiguos que reflexión científica y juicio crítico. Pero esto parece tener poca importancia en tales cuestiones, ya que ambas veces, a fuerza de cavar, su piqueta le dio la razón.

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