Dos monstruos juntos (19 page)

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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

—En eso me has convertido. En el cocinero que preparó la última cena de la bonanza financiera.

—No, Alfredo, no era mi intención. Yo...

Patricia creyó escuchar ruiditos que se acoplaban en la conversación y colgó. Se volvió a llevar las manos al rostro, ¿cómo podía hacerle esto a Alfredo? Sí, era horrible. Pero ¿y si él supiera más de lo que decía por el teléfono y se escudaba en el hecho de que estarían vigilados? No le había dicho lo que quería decirle y, de hacerlo, tendría que explicarle cosas comprometidas, no fáciles en el mundo fácil donde se emperraban en permanecer. Explicarle cómo aprendió a dominar las finanzas por computadora. Explicarle cómo ella y Marrero actuaban. Volvió a marcar, qué absurdo era Alfredo cuando se deprimía, tanto que no tenía la fuerza como para devolverle la llamada. Marcó y prefirió colgar. Tenía razón, lo había convertido en algo, un instrumento. Pero lo amaba, no podía dar más explicaciones, se sentía paralizada como la noche que llamó a Manuela y activó todo este operativo. Estaba convencida de que el momento final, ese en el que pudieran utilizar no todo ese dinero, tan solo una estúpida parte, y vivieran a todo tren, cumpliendo todas sus expectativas, Alfredo no requeriría de más explicaciones. Pero no era verdad, nadie acepta que se le manipule. Y eso es lo que había hecho con el amor de su vida. Pero ¿todo amor no es una concatenación de manipulaciones? Ellos mismos, ahora al teléfono, hablando en un código Morse deformado, ¿no estaban jugando uno con el otro, solazándose en no decirse toda la verdad?

CAPÍTULO 18

CADOGAN GARDENS

Entró en Cadogan Gardens 12 como si hubiera estado allí en una vida anterior o en todas las vidas anteriores. Emma, la representante de la agencia inmobiliaria, no dejaba de hacer preguntas sobre su vestuario. Patricia iba..., da igual como iba, estaba perfecta, parecía una mujer que había vivido en muchos sitios y ya no era una jovencita.

—Es una casa ideal tanto si no tienen hijos como si los tienen —decía Emma, abriendo las ventanas, que no eran fáciles, como ninguna ventana en Londres, pero tampoco reacias. Patricia sintió ganas de decirle que vivía con otra mujer, que estaban inscritas en el registro de parejas de hecho.

—Mi novio tiene un restaurante muy cerca de aquí.

—Oh, qué maravilla, los italianos tienen la mejor cocina del mundo —dijo Emma.

—Somos españoles —corrigió Patricia.

—Desde luego, adoro la paella y la sangría.

—Pues el mejor aceite de oliva es español, solo que los italianos lo comercializaban desde mucho antes y mucho mejor.

—La comida británica es tan terrible. Qué sería de nosotros si no les tuviéramos a ustedes, los europeos —dijo Emma, ya sin medir nada de lo que contestaba.

Patricia aprovechó el instante sola en el amplio salón de Cadogan Gardens 12. Era la calle donde la Modelo había vaticinado que terminaría viviendo. Era el día perfecto para dejar de vivir prestado.

—Tengo un cliente en la próxima media hora, no, quiero decir, cuarto de hora.

—No hace falta. Lo tomaremos.

—¿No quiere hablarlo con su... pareja?

—Mi marido está en Nueva York muy ocupado con el restaurante de allá. Me gustaría hablar con el banco lo antes posible. No será una hipoteca, pagaremos el monto del
léase
en efectivo.

Patricia extrajo una pluma y se dispuso a firmar. Era el contrato de opción. Nunca había firmado nada sin Alfredo al lado, pero había una distancia oceánica. Y tenía, en el pulso, en la cabeza, en la mirada, una determinación que solamente el haberse convertido en cómplice de una estafa histórica podía dar.

La de la inmobiliaria volvió a dejarla sola delante del ventanal. Patricia pensó que miraba un Hindenburg cruzar el cielo de ese pedazo de Londres. Y detrás el ruido de aviones alemanes sobrevolando la capital a punto de soltar sus bombas. Sirenas ululando y personas corriendo de un sitio para otro, mujeres llorando y otras dirigiendo personas, niños que hacían preguntas. «¿Dónde nos llevan, mamá? ¿Cuándo va a terminar esta pesadilla?» Y de nuevo voces femeninas que medio mentían, acallaban dudas, levantaban más sospechas. Y de pronto, la Reina Madre, mucho más joven que el recuerdo que tenía de ella, con una tiara de diamantes, mirándola directamente y llevándose un dedo con esmeraldón a los labios. «No digas nada, Patricia, no levantes la voz ni señales que me has visto aquí. Calla, ahora que ves cosas, no abras la boca. Ni cierres los ojos.»

Entró en el Ovington con esa sensación de rapidez, de que las cosas flotaban. Joanie estaba abriendo truchas para rellenarlas con alcaparras y otros productos muy ingleses; se veían preciosas, abiertas y casi rosadas con el verde de las alcaparras. Francisco se machacaba batiendo huevos para una serie de soufflés tanto salados como dulces y Pu, un nuevo empleado chino o coreano, tallaba vegetales para transformarlos en esculturas comestibles. Había mucha gente, tanto en la sala como en la puerta, y algunos se acercaban a saludarle y a preguntarle por Alfredo y cómo llevaba el estruendo mediático de la «última cena». Patricia sonreía y miraba los móviles de los que le preguntaban, abiertos en páginas de Facebook donde se debatía profusamente el tema del Cliente y también lo que Alfredo habría preparado para la cena.

—Nada de lo que pongan en Facebook puede ser cierto porque solamente los que estuvieron en la cena lo saben —dijo a uno de los caballeros, bastante atractivos y tiburonescos en vestuario y actitud.

—Tú seguro que lo sabes mejor que nadie —respondió uno en castellano. Patricia levantó la mirada de otra blackberry para observarlo. Sabía quién era.

—Borja, amigo de Marrero y de Alfredo, de hace muchos años.

—Sí, ya lo sé —respondió Patricia, dejándose sujetar la mano por el inapropiado caballero—. Sois inseparables tú y...

—Enrique —dijo el otro caballero, al lado de Borja—. Nos conocen como «los chicos maravilla», querida Patricia.

Patricia tuvo tiempo para observar bien sus trajes, de un solo botón, uno de rayas diplomáticas azul y el otro de ojo de perdiz, un material que tanto gustaba a su abuela Graziella.

Pero no había nada ni de diplomático ni de perdiz en Borja y Enrique. Todo lo contrario, eran sabuesos que venían en busca de su carne, su información, su atribulada verdad en el momento más inesperado. Un poco más allá vio entrar a Lucía Higgins, cada vez más gruesa y aparatosa, con un inmenso sombrero de terciopelo lila. Y detrás de ella a David y a Pedro Marrero Junior. Una manada. La manada del Ovington en el primer día de su vida de millonaria.

CAPÍTULO 19

LÁGRIMAS DE DIAMANTE

«Me has visto llorar lágrimas de diamante, salen y continúan saliendo como si volaran, cada vez más rápido.» Iba escuchando una nueva canción de Passion Pit, unos jovencitos con voces de niña y sintetizadores a tope. Hacía horas que no estaban en el Ovington. Hacía horas también que se divertían sin atreverse a pensar que no deberían hacerlo tanto. Hacía horas, por cierto, que dejaron Londres atrás y cogieron coches sin frenos y se saltaron varias reglas de circulación y enfilaron hacia el
country,
ese territorio hiperinglés donde Londres se convierte en un satélite que nadie reconoce. Sentía la humedad en las manos y en la nuca y debajo del cabello. Los perfumes de todos los que la acompañaban allí: la Higgins, los inseparables Borja y Enrique liándose canutos, riéndose los chistes, deshaciéndose las corbatas y sacándose los zapatos para bailar sobre la moqueta, encima de las mesas, subiendo las escaleras hacia las habitaciones superiores con unas rusas que aparecieron de repente.

Era una casa inmensa, que parecía ya decorada para Navidad. Tan a principios de diciembre y el árbol listo para que fuera veinticinco y una gran familia de niños muy rubios y educados bajaran las inmensas escaleras de roble. En cada pared, retratos de antepasados que escalaban o descendían, nunca había sabido bien cómo se mide el abolengo, hasta el año 1300, y sin embargo, por la nitidez del óleo, incluso el olor, parecían antepasados pintados o retocados cada año. Alguien subía la escalera con mucho aspaviento y risa y le decía algo, no necesariamente agradable. Era la Modelo, vaya, también estaba allí, ¿tantas copas habría bebido que no recordaba lo que pasó entre cerrar el Ovington y estar ahora en algún condado a cuarenta kilómetros al sur de Londres, rodeada de cuadros de gente que a lo mejor nunca existió y enmarcados en maderas mucho más nobles y viejas que toda la historia que parecía emanar del conjunto? No encontró respuesta, solo el sonido de la canción de los Passion Pit, esas lágrimas de diamantes desparramándose en unas letras sin sentido.

Lucía Higgins abría una puerta, de algún aseo, o quizás un depósito de cadáveres, y salía de allí acompañada por un negro formidable. Cada pezón parecía un fruto inmenso, un cacao de alguna isla del Pacífico, un grano de café irrepetible, un coral atrapado en rocas submarinas. La cogía por la cintura con unas manazas atemorizantes, la apretaba y ella chorreaba como si fuera un helado derritiéndose en el verano.

Volvía entonces el estribillo y todos lo coreaban hasta ese
wow!
final que se oía justo antes de que una mandolina electrónica continuara imponiendo su compás y marcando el baile. David se extasiaba: «Qué divinos los Passion Pit», exclamaba, y levantaba sus brazos para terminar colocando las manos ante su cara como una vedette de cine mudo. Patricia estaba de acuerdo, eran divinos, nada más y nada menos, sobre todo porque cantaban como chicas y eran dos suculentos cachorritos cargados de modernidad. «Esa pequeña grieta de amor entre los dos, por donde colarnos.» Patricia sonreía, bajaba los ojos, se acariciaba un palmo de cabello y sonreía al galerista que les había llevado a aquella casa, a su cuñado y su novio y, cómo no, a la Modelo, integrándolos así a todos en la divina danza que protagonizaban. «Que no termine, que uno de nosotros apriete el
play
otra vez y los Passion Pit griten
wow!
y de nuevo avancemos hacia el reflejo» —gritaba David. ¿Hacia cuál reflejo?

Nadie pidió que se repitiera la canción, por lo que a esta le siguió «Rapture», de Blondie. David batió algunas palmas y comenzó a explicarle algo sobre el tema: «El auténtico gran clásico de los ochenta. Se adelantó a todo; un rap negro cantado por una diosa rubia». Patricia asintió y decidió ir hacia el cuarto de baño, pero la cocina le quedaba más cerca y prefirió entrar en ella, buscar el fregadero y coger el agua de allí para pasársela por la frente y luego apoyarse contra el refrigerador para ver la fiesta de lejos, sin ella. Allí, con la cabeza ladeada, una mano con la palma hacia arriba, la otra cerca del lazo del pantalón y los pies cruzados, pensó que hacía mucho tiempo que no se divertía tanto, y se sintió emocionada como una niña que sale por vez primera hasta esas horas de la madrugada. Ni siquiera aguantó hasta tan tarde el día de la elección de Obama, al principio del larguísimo noviembre, obstinada en mantenerse despierta delante del televisor que escupía los resultados de los Estados de la Unión donde ganaba o perdía el candidato demócrata. Patricia recordó que, precisamente hacia las tres, ella y Alfredo habían decidido cantar una estrofa del himno americano, cuando en la televisión anunciaron que, tras la victoria de su partido en Oregón, Obama era ya el 44.° Presidente de los Estados Unidos de América. Alfredo siempre estaba allí. Móvil en mano marcó dígitos, pero ninguna respuesta. Dormiría. Volvió a marcar, si lo cogía no le preguntaría sobre el dinero, podría contarle que abrir y cerrar el Ovington sin su presencia había resultado agotador esa noche. Al final se ocuparon catorce mesas, no estaba mal, pero todo se complicó cuando David apareció de repente anunciando, presa de la excitación, que vendría un crítico del
Time Out
que había conocido en Ibiza. Sin embargo, todo salió maravillosamente bien, incluso fue un éxito la selección de las canciones que había preparado para esa noche en su iPod. Tan bien quedaron que, de hecho, seguían escuchándose ahora en aquella fiesta improvisada en casa de un amigo del galerista. «Rapture» terminaba, le seguía «Chic» y David y su novio animaban el baile. Pero ella comenzó a cansarse de seguir observando.

La casa tenía dos plantas, mucha fotografía, dos Mapplethorpe auténticos, uno era, como no podía ser de otro modo, de una orquídea floreciendo, y el otro retrataba a un negro sin rostro con la polla fuera. Había también un Cartier-Bresson que parecía un Avedon, o quizás había bebido tanto que su cabeza confundía autores. Subió la escalera, la verdad es que estaba buena la cocaína, reflexionó, porque veinte minutos después del último tiro, cuatro canciones bailadas a toda velocidad más tarde, aún sentía su amargor resbalándole por la garganta y la sensación de que sus gestos eran más cinematográficos que de costumbre. Se rió y alcanzó la segunda planta cubierta enteramente, por supuesto, por una moqueta color caramelo, o
toffee
. Alfredo siempre decía que los americanos lo coloreaban todo de beige. «Un país cubierto de beige.» Los ingleses, en cambio, lo hacían de
toffee
, que es más espeso, más cercano a un beige primigenio. Se estaba partiendo de la risa, y delante de las puertas de los dormitorios prefirió ahogar su sonido colocándose la mano frente a la boca, tal y como hacían la pareja de orientales que cenaron esa misma noche en el Ovington y que ella había estado observando con tanta atención. Al parecer, habían ganado un concurso de algo y visitaban Londres como parte del premio. Les regaló una botella de
champagne
inglés y una porción extra de helado sobre el
chocolat fondant.
Alfredo, perdóname y perdónanos a tu equipo por colarte un fondant en el Ovington, le suplicó en su mente. La puerta de uno de los dormitorios no estaba completamente cerrada y la empujó suavemente; percibió un olor fétido, como de queso abandonado en una nevera durante varios meses. Le afectó, al punto de provocarle casi una arcada. La culpa era de la sensibilidad arbitraria que la cocaína fomenta. De tanto emplear la nariz, es como si se perfeccionara una parte de ella que percibe intensamente olores cargados, y en el mundo contaminado en que se movía todo eran olores cargados. La mostaza sobre la salchicha recién hervida, la col guardada en los recipientes de aluminio, la dulzura del chocolate derretido. Almendras despejadas de su piel. Ese tipo de olores eran particularmente notables bajo el colocón cocaínico. Los fétidos también; corporales; perfumes muy caros y muy baratos. La inmensa democracia sensorial de la cocaína, que sirve también para definir si es de buena calidad: si hueles mucho, sientes mucho, hasta el mareo, es buena mezcla. ¿De qué? De todo con lo que la mezclan en Europa, pero con buen resultado de laboratorio. Vaya, estaba bastante arriba, se hacía preguntas a sí misma y las respondía.

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