Dos monstruos juntos (16 page)

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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

Apareció el mayordomo con una nueva copa de Dom Pérignon. Nada había pasado para él. Alfredo observó el carrito de comidas que empujaba. Era su menú: la ensalada César Alfredo por la cual al final sería recordado, la lechuga con esa fresquísima apariencia crujiente, el parmesano tan finamente esparcido cerca de las puntas de cada hoja, el alioli reminiscente del
vitello
tonnato
que tanto le gustaba a Patricia y el pan, casi galleta, sobrevolando el remolino de anchoas y alcaparras. ¿Habrían conseguido su punto de mostaza? Sí, comprobó al morder una de las lechugas. Al lado, el solomillo cubierto por una costra de extraordinario color caramelo que al abrirse con el cuchillo mostraba la carne deliciosamente rosada. Como Patricia por dentro, reconoció. Ella habría vendido a Marrero este menú a bordo. El mayordomo sin nombre ni nacionalidad específica colocó en la fuente las dos botellas de Sancerre y Burdeos, y Alfredo se esforzó por leer las etiquetas aunque, de pronto, le dio igual y optó por ir de nuevo al mueble-bar para ponerle hielo al vino blanco. Hielo en el blanco, horror, se burló de sí mismo y al cabo se justificó con un encogimiento de hombros: ¿no era acaso igual de horrible todo lo que suponía este viaje con Marrero?

Bebió el vino y apretó entre los dientes uno de sus cubitos de hielo. Horas de placidez incierta, de placidez absurda, de placidez corrupta ante él. Todo en silencio, ni siquiera los ronquidos de Marrero, encerrado en la otra habitación del avión privado, existían. Guau, pensó, y a lo mejor verbalizó, los ricos siempre tienen ese detalle que te alucina: un viaje hacia la corrupción en el más insonorizado de los silencios.

Se abrió la puerta de la habitación y apareció Marrero ridículamente vestido como para un safari. Alfredo intentó cubrirse con las sábanas monogramadas.

—Estamos en la Isla Prima. Vamos de subasta, Alfredo —anunció, deteniéndose al observar la evidente erección de este. Después de unos segundos recreándose en ella, parpadeó y le dedicó una mirada directa, taladradora, antes de salir para esperar a que se vistiera.

Por alguna razón, Alfredo pensó que debería llevar chubasquero y gorra. Una isla privada no tiene por qué ser tropical, se dijo, y se maldijo por no haber sido tan bueno en geografía como su hermano David, que sabía de memoria los nombres de todos los ríos y cualquier accidente geográfico. Afuera hacía frío pese a que el cielo estaba del todo despejado. Los hombres que conducían el jeep negro cubierto y los otros dos que iban detrás, en el descapotable que les seguía, eran rubios y parecían hablar holandés entre ellos. Podrían estar en Islandia si no fuera porque realmente no hacía un frío polar. ¿Vivirían allí o también viajaban en las galeras del avión privado?, se preguntó Alfredo mirando atrás y apreciando que el aeropuerto que dejaban a sus espaldas no parecía tal sino una autopista vacía, rodeada por aquellas montañas pequeñas que ahora cruzaban, que se abrían después en un túnel muy iluminado que atravesaron a toda velocidad para finalmente llegar a una bóveda de piedra muy negra, volcánica, llena de brillitos, como diamantes fosforescentes que terminaba en el centro de una plaza donde ya se había hecho de día y el mar a lo lejos se veía, como los ojos de Patricia, verde antes que azul, pensó en un arranque de cursilería. Observó que la plaza estaba rodeada por señoriales edificios, la mayoría de ellos eran entidades bancarias pintadas de un color marfil muy de urbanización rica en películas de bajo presupuesto y regentadas por personas de tez morena que se esforzaban por atender con excesiva amabilidad, casi diría que servilismo, a los clientes que no dejaban de entrar, todos señores gordos con cara de Winston Churchill.

—¿Me echaste drogas en el Sancerre, Marrero? —preguntó Alfredo.

—Por supuesto que no. Esta es la isla del Cliente, Alfredo, y estamos más cerca de las Islas Vírgenes de lo que imaginas —explicó mientras se bajaba del jeep con esa facilidad típica de los malos en las películas de James Bond—. Creo que se la conoce, más que por su verdadero nombre, por el de Isla Prima, y es que en realidad supone una suculenta prima estar aquí e invertir en cosas poco comunes para personas fuera de lo común —rió su propia gracia con carcajadas.

Marrero, con esa horrible seguridad en sí mismo, se dirigió a uno de los edificios de la plaza y abrió una pequeña puerta lila en medio de una pared amarilla sobre la cual no figuraba ningún distintivo. Dentro era como la caja fuerte de un banco del tamaño de la catedral de San Pedro. Una inmensa escalera, exacta a la de Grand Central Station en Nueva York, les obligaba a descender. Ok, un poco más pequeño todo, tanto el tamaño con respecto a San Pedro y la escalera en cuanto a Grand Central, pero igual de asombroso con respecto a la dimensión de la puerta y del sitio insólito, sin nombre, a lo mejor fuera del alcance de los radares. ¿Dónde estaban? ¿Qué coño era esa Isla Prima?

—Actúa con naturalidad, como hacen los héroes en las películas. No hagas preguntas innecesarias —advirtió Marrero, que sacudía sus dedos gruesos saludando a uno de los señores—. El cliente es la hostia, tiene su propio banco, su propio paraíso fiscal.

Una vez abajo se encontraron rodeados de ventanales del tamaño de un edificio pequeño. Eran acuarios, no, era el propio mar delante de sus ojos, ofreciendo el lento ballet de sus habitantes. Langostas azules, malvas, de rayas atigradas como las que supuestamente debía adquirir en Siam, bogavantes atomatados y cangrejos enormes de colores que derivaban del azul noche hacia el naranja atardecer. También había peces manta de plácido navegar, atunes vigorosos con los ojos enrojecidos del mismo tono de su carne, peces espada y peces martillo que batían sus extremos al encontrarse con la mirada inanimada de Alfredo.

—¿Esto es un banco?

—Es dinero, Alfredo, para que lo entiendas de una buena vez. El dinero real, ese que se ha vuelto dígito en los monitores, va a desaparecer muy pronto y se esconderá tras cosas que ahora te parecen extraordinarias, como este acuario que es en realidad un mercado.

Volvieron a subir por otra escalera. Esta vez se abrían puertas más grandes que las del principio y delante aparecía un auténtico mercado, quizá demasiado decorado, un cierto dibujo en los
stands
que le recordaba algo, pero no quería volverse más loco asociando cosas.

—¿Cómo voy a saber que todo es real? —preguntó.

—No puedes hacer preguntas, Alfredo. Es la Isla Prima. Solo unos pocos alcanzan a ver todo esto. Estás aquí para invertir. El dinero está en estos animales. Y tú, en esta fresca mañana en medio del Atlántico, debes escoger cuáles de estas piezas conformarán tu ágape. Y lo demás, lo demás son palabras en un ordenador que alguien escribe por ti. Explotación animal para investigación cancerígena. Por ejemplo. Y el dinero que esto cuesta y provoca queda así inscrito en un registro que a su vez se guarda en otro y así hasta que te aburres de buscar el verdadero significado, procedencia y destino final de todo esto que hacemos aquí.

—¿Cómo vais a meter estos animales en Estados Unidos?

—Como llevan haciéndolo nuestras abuelas toda la vida: camuflados en el equipaje. Recuérdalo bien, no me gusta repetir las cosas: Todo lo que compres se te pagará con creces.

—Todo lo que compre aquí.

—Exacto. Estos animales son los más caros del mundo. Son especies raras, muy raras, que han sido «cazadas» en varias partes de la Tierra. Gallinas de Nueva Guinea, media docena de ellas juntas valen, por ejemplo, trescientos mil dólares. Igual que los pavos de una granja de Kentucky, también están aquí. Y luego los pescados de la subasta. Auténticos monstruos del fondo del mar, de muchos mares.

—No lo creo.

—Tienes que creerlo, es lo que tiene el dinero. Puede que una silla te parezca que puedes comprarla por diez euros y en un lugar como este te pidan diez mil. Lo crees y pagas. Cada vez que pagas, compras, más dinero en circulación. Mientras más dinero en circulación más burbuja, más sensación de bienestar. Funciona así y no lo he inventado yo.

—Mientras más animales me lleve, más dinero estaré poniendo en la cuenta de Aruba.

—Un diez por ciento por el valor declarado de cada animal. Y no olvides, tienes que escoger lo que emplearás en la cena.

Alfredo miró el campo por el que se desplazaban. Una fauna extraordinaria, vacas que parecían pastar en Escocia, ovejas que se arrinconaban disgregadas en una ladera que podría estar en Nueva Zelanda, inmensas guacamayas revoloteando alrededor de pollos de imperiosos plumajes, perros altísimos, caballos de crines hiperrelucientes.

—Si algo pasara en el imperio financiero del Cliente, nadie se imaginará que en esta isla está buena parte del dinero.

—Pero ¡si son solo animales! —exclamó Alfredo.

—No, Alfredo, te obstinas en no entenderlo. Son dinero que corre libre por unos prados artificiales y reales al mismo tiempo.

—Había pensado en platos más mexicanos, más pavo en vez de pollo por tratarse del Día de Acción de Gracias. No se me había ocurrido cocinar pescados ni crustáceos.

—Pues medítalo ahora y prepárate para ello. Hay también un huerto al final del recinto, para que selecciones todo lo que necesites. Y un corral, porque si has decidido que tenemos que llevar aves, lo haremos. Pero pon el dinero en los peces.

—¿Por qué me han escogido, Pedro? —dijo entonces Alfredo.

—Por nada y por todo, pero sobre todo por la salud de tu hermano y la de mi hijo. Necesitamos el dinero, los dos.

—Es una mierda de excusa.

—Aprende a utilizar las palabras correctamente, Alfredo. Solo por llegar a esta isla ya eres un elegido y, como tal, has de seguir eligiendo. Tu deber ahora es ayudar, ayudar a muchos haciendo que sientan un instante de felicidad gracias a un buen plato. Así dejarás en todos nosotros un buen sabor de boca: hoy en la cena del Cliente; mañana, en la vida de tus seres queridos. Siempre el buen sabor, Mr. Sabor de Boca.

Alfredo se quedó allí, demasiado perplejo para hacer nada más. No se trataba de utilizar esos animales en realidad, pero sí de justificar todo el dinero que emplearía en «comprarlos». Pero no compraba, solamente estaba excusando un gasto, una cifra inusitada en elegir esos animales irracionales pero verdaderos.

—Dame tu documento de identidad —prosiguió Marrero—. Lo necesito para inscribirte en la puja.

Alfredo llevó su mano hacia su bolsillo trasero. Siempre llevaba su cartera allí y, en ella, su DNI, del que no se desprendía jamás, al igual que Patricia.

—De paso estableceré tu cuenta personal en la oficina de un banco chino en Siam —añadió alejándose y blandiéndolo en alto como si fuera un pañuelo blanco en una corrida de toros. Allí terminó de entender todo el procedimiento. Estaban blanqueando dinero, mucho dinero, en un lugar que solo conocían los verdaderamente privilegiados.

¿Puede un hombre negarse a formar parte de algo así? ¿Gritar, pedir auxilio, descerrajar una pistola encima de Marrero? No. Tenía que preparar una cena y cobrar sus honorarios por hacerla, por encima del dinero que estaba movilizando, escondiendo, trasladando en esta bizarra pero real operación y situación. Era demasiado y ese demasiado servía para empujarlo hacia delante. Ya imaginaría cómo explicarse en qué se había convertido. Un cocinero, era su frase para todo, es un hombre que siempre tiene soluciones.

Alfredo paseó dos veces por la extensión de aquel mercado oceánico y terrenal como un Noé inesperado y al servicio de un dios menor pero goloso. Por alguna razón le pareció que la cena de Acción de Gracias para la cual había sido contratado escondía una despedida, quizás un suicidio, un acto irreparable de su organizador, ese diosecillo propietario de la isla, a lo mejor del avión, de la habilidad de Marrero para moverlo todo y de él mismo. Y que, de ser así, era la explicación bendita para lo que hacía. Estaba ayudando a que el mundo no terminara de colapsarse. Ese dinero que habitaba en las plumas y carnes de esos animales era como una iglesia del ahorro. Un último escondite alejado de la avaricia, de la manipulación y la especulación. Alejado de los bancos y del pavor de los empobrecidos, la ira de los engañados. Todos aquellos animales se movían a su alrededor en una abigarrada coreografía. Pavos de plumas sedosas, gallinas blancas con su carne fibrosa que le desafiaba a emplear en ellas horas y horas de cocción hasta poder hacer con sus cuerpos esas ensaladas cargadas de mayonesa y patatas que tanto gustan en las cocinas del Caribe. Cerdos con piel hidratadísima, sin pelo alguno, sonrientes como si fueran clientes de una masajista estupenda. Verduras saturadas de color, espinacas de hojas muy largas, lechugas que respiraban agua y que invitaban a ser partidas. Y, lo más hermoso, todo ese mundo marino detrás de los inmensos cristales que le hacían pensar en Patricia y él mirándose en cualquier espejo, las puertas de las neveras en el Ovington, confirmando que la belleza gusta de los monstruos y al revés.

El recinto comenzó a llenarse poco a poco de gente, todos con los relojes gruesos, las camisas hiperplanchadas, los cuellos altos atenazando nucas regordetas. Todos eran monstruosos. Le pareció escuchar una algarabía procedente de un grupo de caballeros orientales y algún que otro musulmán en torno a una sobrecogedora manta-raya que se desesperezaba en uno de los gigantescos tanques. Aplaudían, gesticulaban, se tapaban los ojos y la boca y a ellos se unían mujeres a medio vestir, claramente prostitutas de todos los colores y edades, como si fueran una seña de globalización, escasamente cubiertas por mini prendas de diseñadores caros. Patricia nunca se vestiría así. Por mucho que bordeara ese estilo jamás llegaría a ese nivel de subversión consistente en gastar ingentes cantidades de dinero en una simple lycra de color chillón. Ellas se asustaban, se estremecían y se refugiaban alrededor de los flácidos brazos o sobre los abultados estómagos de los caballeros. Alfredo pensó en
El jard
í
n de las delicias,
el cuadro de El Bosco que, junto a su padre, contempló en una visita a El Prado. Recordó la laguna que ocupaba el centro de la pintura, una especie de piscina salpicada por níveas jovencitas, rosadas y desnudas mientras a su alrededor desfilan o cabalgan guerreros con sus armas y escudos. La escena nunca podría ser semejante porque lo que estaba viendo ahora era torpe, grosero, vulgar.
El triunfo de la vulgaridad,
podría titularse este espectáculo. La manta-raya iba adecuándose a su nuevo hábitat y aleteaba y buscaba la comprensión de su nuevo territorio. Repentinamente, el animal decidió rebelarse y mover las aletas como si quisiera generar un remolino, una sacudida y súbitamente el agua pareció ir a quebrar el cristal y las putas y los hombres de negocios gritaron y jalearon todavía más. Un hombre maduro y señorial, vestido con el uniforme de una conocida casa de subastas, dio entonces inicio a la puja por el gigante acuático. Comenzaron a escucharse cifras cantadas en yenes, en dólares, en euros y en monedas latinoamericanas. Alfredo buscó a Marrero y lo encontró armado con dos teléfonos y vociferando, gritando cifras en las mismas monedas. De pronto la manta-raya se movía como King Kong llegando a Manhattan. ¿Cuánto podía pagarse por esa monstruosidad?, ¿qué uso iba a dársele?, ¿cuándo terminaría toda esa locura? Las cifras crecían y el animal se batía con mayor rabia todavía. Abrió la boca, enorme, engullidora, oscura como el reflejo de un espejo ante la laguna Estigia, y las prostitutas se echaron a llorar y comenzaron a correr para apartarse del cristal. Pero los hombres las obligaban a acercarse otra vez, aplastándolas contra los cristales.

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