Dos monstruos juntos (35 page)

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Authors: Boris Izaguirre

Tags: #humor, #Romántica

A las 23:55 la noticia recorrió la marea de besos como si fuera el fantasma del comunismo. Patricia acababa de meterse una raya y de besar a Alfredo delante de catorce cámaras de distintos periódicos. Vio por el rabillo del ojo a gente llorando, determinadas a golpear a quien fuera para alcanzarla y decírselo. Vio cómo su móvil sonaba, agolpándose números de distintos países. El de su hermana y de pronto, cuando la orquesta estaba cambiando de tono y arrancando los acordes de
Billie
Jean,
vio el nombre en la pantalla del teléfono. Grandma Graziella.

—¿En qué horrible jaleo te encuentras? —dijo esa voz grave y pastosa, acento caliente, sonido de palmeras que no dejan de crecer y ramas viejas.

—Inauguro mi sueño,
grandma
Graziella.

—Ha muerto Michael Jackson, hija mía, vaya día nefasto para inaugurar cualquier sueño. Cualquiera diría que lo has hecho adrede —sentenció la voz que regresaba del más profundo secreto.

CAPÍTULO 31

DESTINO EDINBRA

Una muerte trae otra esperanza de vida. Un amor jamás es completo, una canción recupera memorias perdidas, un cocinero es una persona que siempre tiene soluciones y una estafadora jamás es lo suficientemente bella ni bien vestida para defender su propensión al crimen. Esa era Patricia pensando mientras el tren se alejaba de King's Cross St. Pancras.

Era buena señal que estuviera mezclando ideas una vez más y que lo hiciera de nuevo durante un viaje. El viaje para enfrentarse al secreto, para recuperar veinte años que no pasaron en vano. ¿O sí? Una llamada precisa, en un momento insuperable, y una orden. «Es tiempo de que regreses a verme, Patricia querida», exigió la voz añeja, grave, casi aromática a café y a ron. Sí,
grandma
Graziella, respondió con las melodías de Michael Jackson colándose en la conversación. Y sintió ese alivio de paso lento y profundo. Había deseado esa llamada desde el principio, desde el mismo momento que le diera la espalda a esa mujer terrible, culpable, que cada día de ausencia le recordaba lo que iba a ser ella misma. «No creo en el perdón, pero sí en el diálogo», le había dicho. «El tren parte de King Cross todos los días a las diez de la mañana», culminó la conversación. Y al colgarle, el Claws era un hervidero de gente diciéndose que siempre recordarían la inauguración porque sería la respuesta a la pregunta decisiva de una generación: ¿Dónde estabas el día que murió Michael Jackson? Inaugurando el Claws, pero también preparando mentalmente un viaje que aunque parecía de ida, en realidad era de regreso.

Patricia pensaba recostada contra la ventana del tren en marcha.

Miraba hacia el paisaje enmarañado. Gente vestida no solo en todo tipo de colores sino mezclando curiosas décadas. Los años treinta, los años de la primera depresión económica mundial, aparecían sin editar en prendas salvajes, azarosamente escogidas, mujeres de veinte años vestidas como su abuela, azul marino y un destello de amarillo canario, de pronto un traje rojo con un delgadísimo cinturón plateado. Cuellos de triángulos cayendo desnivelados,
fedoras
, esos sombreros que ocultaban media cara y zapatos con exagerados lazos, o enseñando una uña esmaltadísima. Bolsos pequeños e incómodos. Sí, Patricia tenía que adoptar esa tendencia que veía surgir en las calles que se volvían nudos, edificios marrones perdiendo color, tiendas de taxidermia atendidas por caballeros jóvenes con sombreros altos, sus cigüeñas y leonas disecadas asomando por las ventanas y la promesa de un dedo inmarchitable de Pancho Villa anunciándose en un cartel que el tren convertía en señal de lo que se alejaba. Iba haciéndose cada vez más claro, esa tendencia sería la estética que marcaría esta etapa de su vida y la de todo el mundo. A medida que se afianzaba la imposibilidad de superar la crisis, las reminiscencias de la anterior gran depresión irían colándose en nuestras vidas que nunca más volverían a ser modernas porque eran demasiado pobres.

Pensaba, pensaba, igual que el traqueteo del tren que ya no existía porque la alta velocidad había sustituido ese ruido. Pensaba y veía pasar las chimeneas de las fábricas en las riberas del interminable Támesis, veía la ciudad asociarse a cementerios, ciclistas que seguían la velocidad del tren, otros trenes y sus andenes cubiertos de personas sin risa, rascándose los cuellos, protegiéndose las bocas con mascarillas, besando niños que preguntan cosas y se sostienen de la mano de madres que piensan, como ella, en encontrar una explicación a todos sus actos.

—Robé —se escuchó decir a sí misma en voz alta sin nadie que la escuchara, viajaba sola en un coche-cama suite adornado por unos narcisos de plástico. Sí, robó y construyó una extraordinaria ingeniería financiera, o simplemente fue un pelín más lista que otros listos. Robó, se repitió, ¿robó porque no podía soportar sacrificar todo lo que había aprendido en los años de la riqueza? ¿O robó porque necesitaba prolongar esa sensación de riqueza no tanto para sí misma sino para los demás, para el mundo, para la historia? Para que no desapareciera. Por eso creó el Claws, para que fuera más un sitio, un templo que velara toda la época de la que era protagonista.

No, robó porque quería, porque estaba decidido muchos años atrás para mí, porque lo hizo mi abuela y ahora viajaba hacia ella para decírselo, confesarlo y continuar robando.

Miraba los narcisos sintéticos y pensaba que eran también como ella, doble, triplemente culpable. Por su mal gusto sin castigo. Impunes, como ella, viajera envuelta en medias verdades y paisajes urbanos que desaparecen rápidamente antes de que la naturaleza lo invada todo.

Destino Edinburgh, que los ingleses pronuncian
Edinbra
,
generando un estúpido juego de palabras con sujetador, que se dice bra en inglés, y el nombre de la ciudad escocesa. Destino Graziella, su anciana pero muy activa abuela materna, Graziella Uzcátegui, personaje mítico de la sociedad caraqueña reencarnada en malévola sublime en una novela exitosa,
Villa de amantes,
o algo así. Para Patricia, una presencia constante y un secreto de complicada oscuridad. Cuando menos lo pensaba, estaba allí, arrojando luz sobre todo lo que deseaba ocultar: erguida, reina indígena, el pelo tan negro siempre sujeto en un moño perfecto, las manos delgadas y las uñas tan largas y rojas, el fuerte acento latinoamericano colándose en el perfecto alemán aprendido en un exilio cuajado de riquezas. Institutriz y demonio al mismo tiempo. Patricia cerraba los ojos y seguía allí, recordándole entre otras cosas que no era del todo europea.

La madre de Patricia era la hija de Ana Irene, una de las dos hijas adoptadas de Graziella Uzcátegui. Las tres escaparon de Venezuela al derrocarse una dictadura de la que nunca se hablaba ni podía preguntarse mucho en Viena. Llegaron allí porque el marido de Graziella, un elegante y sanguinario ex policía secreto, tenía muchos contactos que facilitaron la entrada de la familia y sus ingentes objetos de arte también esquivando cualquier pregunta incómoda. Elisa, la madre de Patricia, conoció en un internado suizo a la hermana del padre de Patricia, Philippe van der Garde, un apellido seguramente creado y que las amistades del policía secreto venezolano consiguieron oficializar. Mitad suizo mitad italiano, murió en un extraño accidente de tráfico en el cantón austríaco. Patricia creció aceptando que jamás haría preguntas incómodas sobre su padre. Elisa creyó enamorarse de un empresario catalán, Oriol, con el cual nunca se casó pero por el que aceptó trasladarse a Barcelona, donde Patricia floreció siempre asumiendo que muchas preguntas se quedan sin respuesta.

Lógicamente, en todo ese borroso panorama familiar, la abuela Graziella (el
bisabuela
sonaba terriblemente complicado) se erigió como bastión de coherencia. Era, más que una dama, un enigma y una extraordinaria presencia, rodeada a veces de abusivas consideraciones sobre su verdadera edad y los oscuros orígenes de su fortuna. Patricia aprendió pronto a llamarla
grandma
Graziella, y a dibujar a su lado u observar la larga construcción del personaje para cada acto público o no. Grandma lo toleraba porque le fascinaba tener una nieta (también ella había apartado toda referencia a su condición de bisabuela) tan rubia y alemana, aunque en realidad fuera austriaca. Patricia anotaba en silencio la extraña tensión entre su madre y
grandma
Graziella y, entrando en su adolescencia, escuchó a su madre hablar sobre el espantoso hábito de Graziella por la cocaína. «Fue la culpa de todo», decía su madre. ¿Cocaína, en Caracas, en los años cincuenta? ¡Tendría que ser maravillosa!, no podía evitar pensar Patricia. Secretamente, saberlo hizo crecer a
grandma
Graziella ante los ojos de Patricia. Ahora, en el tren que la transportaba hacia ella otra vez, la hacía demasiado espejo, como si en efecto Patricia no pudiera evitar un destino ya escrito para ella: el de ser igual que su bisabuela.

Sin embargo, cuando la adolescencia terminó, viajar a Edimburgo cada verano se le hacía insoportable. Ya salía con el hermano Casas, ya conocía a David y a veces hubiera deseado intentar llevarle a la imponente casa de
grandma
, pero no lo hizo. Lo que sí hizo fue averiguar más sobre ellos,
grandma
Graziella y Pedro Suárez. Y lo que averiguó la disgustó.

Habían pasado muchos años. No quería recordar más. Si lo hiciera, detendría el tren.

Quería hacer este viaje en tren, de alguna manera emocionarse al pasar por los puentes elevados de York y ver el prado inglés repetirse sin quiebro alguno. Y una vez superados Cardiff y esas ciudades grises y llenas de hombres pelirrojos, observar el Mar del Norte hacerse azul como la foto de Wallis y los trajes que acapararía en casa de su abuela. Nunca le había prometido que le cedería vestidos, mucho menos joyas, pero Patricia había conjurado un plan en el cual podía empezar por pedírselos, para su nueva vida. Y luego atreverse a exigir un poco más.

Se entretenía en ver los precipicios que anuncian la romántica belleza de Escocia: verdes praderas que terminan abruptas ante el mar. El azul profundo del mismo dominado por el viento arisco. Las ovejas sujetas como muebles de un barco en hundimiento. Las vacas mirándole desde ojos sin fondo. Su cabeza rememorando cada momento de tensión con su tiránica abuela, Graziella, cada vez más cerca, dejando atrás casi veinte años desde la última vez que estuvieron juntas.

No tenía que ser muy larga la visita. La voz clara pero sin poder ocultar la edad de la abuela le había confirmado que la recibirían para comer y, si quería, pasar el fin de semana, por supuesto, cargado de actividades de Graziella. Era cierto que en Edimburgo llovía y había saturación de estudiantes y muchos españoles tomando cerveza y comiendo pasteles de carne, pero los pudientes como la abuela Graziella repartían su tiempo entre salones y más salones recolectando dinero para los jardines de este museo o las paredes de aquel otro. Madame Uzcátegui era religiosamente requerida para todo magno evento de la ciudad, sus joyas y vestidos siempre comentados, seguramente no entenderían muy bien lo que decía en un inglés que mezclaba palabras en escocés y alemán y siempre con ese acento latinoamericano incapaz de desvanecerse. Quizá formaba parte de la excentricidad británica adoptar a esa dama delgada y exquisita con aspecto de Pocahontas doblegando el tiempo.

El tren ofrecía una fascinante llegada a la ciudad, adentrándose entre los cañones que la formaban para estacionar debajo de un enjambre de hierro y cristal, típica ingeniería de las estaciones de la revolución industrial. Y tanta, tanta gente joven besándose, abrazándose, desplegando una calidez chocante con el tenaz mal clima. Patricia recibió una mano enguantada retirando su equipaje. Era Alfonso, el ancianísimo chófer de su abuela, muy recto y reducido al mismo tiempo. Detrás de él un escocés pelirrojo le sonreía. Sí, le recordó a Borja, pero entendió que en cuanto a hombres cerca de su abuela era siempre prudencial mantener distancia.

Patricia observaba la ciudad de nuevo fascinada. Todo suspendido en las colinas, el castillo que siempre le recordaba al de Hamlet, qué brillante Shakespeare, copió cada esquina pero ubicó tanto el edificio como la trama en la vecina Dinamarca para hablarles a los ingleses de lo que pensaba sobre ellos. La gente cruzando los mastodónticos puentes que unen precipicios, con sus agotadoras escalinatas para descender hacia esos valles. Ese verde mirándola desde todas partes, el mar al fondo, con el puerto delante y los edificios de variables arquitecturas. El parlamento diseñado por un valenciano, Miralles, compitiendo con las férreas estructuras de ancianas piedras.

Se miró en el retrovisor como si estuviera disfrazada de señorona. Un armani antiguo que consideró adecuado para el reencuentro con Graziella. Alfonso le piropeó el pelo corto y el pelirrojo, que era quien en realidad conducía, le dijo en un escocés cerradísimo a Alfonso que él siempre decía a las mujeres lo que estas querían oír. Patricia se tapó la risa con la mano enguantada. A lo mejor eran amantes ellos y no el escocés y su abuela. Recordó la última vez que habló con su temido abuelo Pedro, decían que leía la mente, y él le confesó que vivían en esa ciudad tan amurallada y fría porque así podía beber todo el escocés que jamás llegaría a Venezuela.

—¿Y beben whisky en Venezuela, abuelo Pedro? —recordaba preguntarle.

—Ya ves qué país. Con una temperatura de treinta y cinco grados todo el año, la bebida nacional es el whisky, que se ha hecho para soportar este inmundo clima de lluvia y más frío —le respondía el abuelo. Era magnífico, fuerte, tan bien envejecido como la abuela, oloroso a la misma colonia que Alfredo y Borja juntos. Ahora lo entendía, por eso era capaz de querer a hombres así, atractivos y firmes como los mencionados y voraces y peligrosos como Marrero.

—¿Sabes que cada año diez productoras cinematográficas le piden a la señora que alquile su casa para las producciones victorianas? —decía Alfonso en su español gallego. Patricia bajó la ventanilla para ver, ahora en presente, el magnífico recuerdo de su infancia, Regent Avenue, number 17, la calle de perfecto empedrado gris, todos los edificios iguales creando una impresionante curva de piedra meticulosamente tallada, ventanas de ocho metros y cristales inmaculados, inaccesibles a la lluvia. El verde intenso de la plaza en el medio, cuajada de robles de troncos tan sólidos como si fueran gigantes en torno a una pira, ofreciendo protección a las ancianas propietarias como su abuela. En el punto meridiano de esa curva de prestigio y poder, el propio Mar del Norte, sus olas haciendo el agua viajar del verde al azul una y otra vez. Alfonso descendió para abrir la puerta. Pisó el suelo del mismo gris que las fachadas, el agua resbalando encima del paraguas tan azul marino como su traje y la chaqueta del uniforme de Alfonso. Miró hacia arriba, hacia el ventanal en el piso principal. Encontró la silueta diminuta, enfundada en un ceñido traje de chaqueta, un inmenso broche en forma de orquídea en la izquierda. Y el elaborado moño alrededor de la cara de estatua sagrada. Los labios dibujando su nombre antes de que las uñas de rojo sangre dejaran caer la cortina.

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