Dublinesca

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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

 

Samuel Riba se considera el último editor literario y se siente hundido desde que se retiró. Un día tiene un sueño premonitorio que le indica claramente que el sentido de la vida pasa por Dublín. Convence entonces a unos amigos para acudir al
Bloomsday
y recorrer juntos el corazón mismo de
Ulises
de James Joyce.

Riba oculta a sus compañeros dos cuestiones que le obsesionan: saber si existe el escritor genial que no supo descubrir cuando era editor y celebrar un extraño funeral por la era de la imprenta, agonizante ya por la inminencia de un mundo seducido por la locura de la era digital. Dublín parece tener la llave para la resolución de sus inquietudes.

Enrique Vila-Matas

Dublinesca

ePUB v1.0

ulyss
17.06.12

Enrique Vila-Matas, 2010

Fotografía de la cubierta: Archives du 7eme Art/Photos 12/Alamy

Editor original: ulyss (v1.0)

ePub base v2.0

A Paula de Parma

MAYO

Pertenece a la cada vez ya más rara estirpe de los editores cultos, literarios. Y asiste todos los días conmovido al espectáculo de ver cómo la rama noble de su oficio —editores que todavía leen y a los que les ha atraído siempre la literatura— se va extinguiendo sigilosamente a comienzos de este siglo. Tuvo problemas hace dos años, pero supo cerrar a tiempo la editorial, que a fin de cuentas, aun habiendo alcanzado un notable prestigio, marchaba con asombrosa obstinación hacia la quiebra. En más de treinta años de trayectoria independiente hubo de todo, éxitos pero también grandes fracasos. La deriva de la etapa final la atribuye a su resistencia a publicar libros con las historias góticas de moda y demás zarandajas, y así olvida parte de la verdad: que nunca se distinguió por sus buenas gestiones económicas y que, además, tal vez pudo perjudicarle su fanatismo desmesurado por la literatura.

Samuel Riba —Riba para todo el mundo— ha publicado a muchos de los grandes escritores de su época. De algunos tan sólo un libro, pero lo suficiente para que éstos consten en su catálogo. A veces, aunque no ignora que en el sector honrado de su oficio quedan en activo algunos otros valerosos quijotes, le gusta verse como el último editor. Tiene una imagen algo romántica de sí mismo, y vive en una permanente sensación de fin de época y fin de mundo, sin duda influenciado por el parón de sus actividades. Tiene una notable tendencia a leer su vida como un texto literario, a interpretarla con las deformaciones propias del lector empedernido que ha sido durante tantos años. Está, por lo demás, a la espera de vender su patrimonio a una editorial extranjera, pero las conversaciones se encuentran encalladas desde hace tiempo. Vive en una potente y angustiosa psicosis de final de todo. Y aún nada ni nadie ha podido convencerle de que envejecer tiene su gracia. ¿La tiene?

Ahora está de visita en casa de sus ancianos padres y los está mirando de arriba abajo, con curiosidad nada contenida. Ha ido a contarles cómo le fue en su reciente estancia en Lyon. Aparte de los miércoles —cita obligada—, es una vieja costumbre que vaya a verlos cuando regresa de algún viaje. En los dos últimos años, no le llega ni una décima parte de las invitaciones a viajar que recibía antes, pero ese detalle lo ha ocultado a sus padres, a los que también ha escondido que ha cerrado su editorial, ya que considera que tienen una edad demasiado avanzada para darles según qué disgustos y, además, está seguro de que no lo asimilarían nada bien.

Se alegra cada vez que le invitan a alguna parte, porque, entre otras cosas, eso le permite seguir desarrollando ante sus padres la ficción de sus múltiples actividades. A pesar de que pronto cumplirá sesenta años, tiene con ellos, como puede apreciarse, una fuerte dependencia, quizá porque no tiene hijos, y ellos, por su parte, sólo le tienen a él: hijo único. Ha llegado a viajar a lugares que no le apetecían demasiado, sólo para contarles después el viaje a sus padres y así mantenerles en la creencia —no leen periódicos ni ven televisión— de que sigue editando y sigue siendo reclamado en muchos lugares y, por tanto, las cosas continúan marchando muy bien para él. Pero eso no es para nada así. Si cuando era editor estaba acostumbrado a una gran actividad social, ahora apenas tiene alguna, por no decir ninguna. A la pérdida de tantas amistades falsas se ha unido la angustia que se ha apoderado de él desde que hace dos años prescindió del alcohol. Es una angustia que procede tanto de su conciencia de que, sin beber, habría sido menos atrevido publicando como de su certeza de que su afición a la vida social era forzada, nada natural en él y quizá tan sólo provenía de su enfermizo temor al desorden y la soledad.

Nada marcha muy bien para él desde que corteja a la soledad. A pesar de que trata de que no caiga al vacío, su matrimonio más bien se tambalea, aunque no siempre, porque su relación de pareja pasa por los más variados estados y va de la euforia y el amor al odio y el desastre. Pero se siente cada día más inestable en todo y se ha vuelto gruñón y le disgusta la mayor parte de las cosas que ve a lo largo del día. Cosas de la edad, probablemente. Pero lo cierto es que empieza a estar incómodo en el mundo y cumplir sesenta años le produce la misma sensación que si tuviera una soga al cuello.

Sus ancianos padres escuchan siempre sus relatos de viajes con gran curiosidad y atención. A veces, hasta parecen dos réplicas exactas de Kublai Kan oyendo aquellas historias que contaba Marco Polo. Las visitas que siguen a algún viaje de su hijo parecen disfrutar de un rango especial, una categoría superior a las más monótonas y habituales de todos los miércoles. La de hoy tiene ese rango extraordinario. Sin embargo, algo raro está pasando, porque lleva un buen rato en la casa y todavía no ha sido capaz ni tan sólo de abordar el tema de Lyon. Y es que no les puede explicar nada de su paso por esa ciudad, porque allí estuvo tan desligado del mundo y su viaje fue tan salvajemente cerebral que no dispone de una sola anécdota mínimamente humana. Además, la realidad de lo que le sucedió allí es antipática. Ha sido un viaje frío, gélido, como esos trayectos hipnóticos que últimamente emprende tantas veces ante su ordenador.

—Así que has estado en Lyon —insiste su madre, ahora ya incluso algo inquieta.

Su padre ha comenzado lentamente a encender la pipa y le mira también con extrañeza, como preguntándose por qué no cuenta nada de Lyon. Pero ¿qué puede decirles de su estancia en esa ciudad? No va a ponerse a hablar de la teoría general de la novela que fue capaz de fabricar él solo, allí en el hotel lionés. No les interesaría nada la historia de cómo elaboró esa teoría y, además, no cree que sepan muy bien qué puede ser una teoría literaria. Y, suponiendo que lo supieran, está seguro de que les aburriría profundamente el tema. Y hasta podrían llegar a descubrir que, tal como asegura Celia, anda demasiado aislado en los últimos tiempos, demasiado desconectado del mundo real y abducido por el ordenador o, en ausencia de éste —como le ha ocurrido en Lyon—, por sus viajes mentales.

En Lyon se dedicó a no ponerse nunca en contacto con Villa Fondebrider, la organización que le había invitado a dar la conferencia sobre la grave situación de la edición literaria en Europa. Tal vez porque ni en el aeropuerto ni en el hotel apareció alguien para recibirle, Riba, a modo de venganza por el menosprecio que le habían mostrado los organizadores, se encerró en su dormitorio del hotel de Lyon y logró allí realizar uno de sus sueños cuando editaba y no tenía tiempo para nada: redactar una teoría general de la novela.

Ha publicado a muchos autores importantes, pero sólo en el Julien Gracq de la novela
Le Rivage des Syrtes
ha percibido un espíritu de futuro. En su dormitorio de Lyon, a lo largo de un sinfín de horas de encierro, se dedicó a perpetrar una teoría general de la novela que, basándose en las enseñanzas que advirtiera desde un primer momento en
Le Rivage des Syrtes
, establecía los cinco elementos que consideraba imprescindibles en la novela del futuro. Esos elementos que consideraba esenciales eran: intertextualidad; conexiones con la alta poesía; conciencia de un paisaje moral en ruinas; ligera superioridad del estilo sobre la trama; la escritura vista como un reloj que avanza.

Era una teoría osada, puesto que proponía a la novela de Gracq, habitualmente considerada como anticuada, como la más avanzada de todas. Llenó una multitud de hojas comentando los diversos elementos de esa propuesta de novela del futuro. Pero cuando hubo terminado su duro trabajo, se acordó del «sagrado instinto de no tener teorías» del que hablaba Pessoa, otro de sus autores favoritos y del que tuvo el honor en cierta ocasión de poder editar
La educación del estoico
. Se acordó de ese instinto y pensó en lo muy tontos que a veces eran los novelistas, y se acordó de varios escritores españoles a los que les había publicado historias que eran el producto ingenuo de educadas y extensas teorías. Qué pérdida de tiempo más grande, pensó Riba, hacerse con una teoría para escribir una novela. Ahora él podía decirlo con todo fundamento, pues acababa de escribir una.

Porque vamos a ver, pensó Riba, si uno tiene la teoría, ¿para qué quiere hacer la novela? Y en el momento mismo de preguntárselo y seguramente para no tener una sensación tan grande de haber perdido el tiempo, incluso de perderlo al preguntárselo, comprendió que haberse pasado tantas horas en el hotel escribiendo su teoría general le había en el fondo permitido desembarazarse de ella. ¿Acaso un hecho así era desdeñable? No, desde luego. Su teoría seguiría siendo lo que era, lúcida y osada, pero iba a destruirla tirándola a la papelera de su cuarto.

Celebró un secreto e íntimo funeral por su teoría y por todas las que en el mundo ha habido, y después abandonó la ciudad de Lyon sin haber contactado en momento alguno con quienes le habían invitado para hablar de la grave —quizá no tan grave, pensó durante todo el viaje Riba— situación de la edición literaria en Europa. Salió por la puerta falsa del hotel y regresó en tren a Barcelona, veinticuatro horas después de su llegada a Lyon. No dejó para los de Villa Fondebrider ni una carta justificando su invisibilidad en Lyon, o su extraña posterior huida. Comprendió que todo el viaje había servido sólo para poner en pie una teoría y luego celebrar un íntimo funeral por ella. Se fue con la convicción total de que todo lo que había escrito y teorizado en torno a lo que tenía que ser una novela no había sido más que un acta levantada con el único propósito de librarse de su contenido. O, mejor dicho, un acta levantada con el propósito exclusivo de confirmar que lo mejor del mundo es viajar y perder teorías, perderlas todas.

—Así que has estado en Lyon —vuelve a la carga su madre.

Estamos a finales de este mayo de tiempo irregular, asombrosamente lluvioso para Barcelona. El día es frío, gris, triste. Por unos momentos, imagina que está en Nueva York, en una casa en la que se oye el tráfico en dirección al túnel Holland: ríos de coches volviendo al hogar después del trabajo. Es pura imaginación. Jamás oyó el ruido del túnel Holland. Pronto regresa a la realidad, a Barcelona y a su deprimente luz gris ceniza de hoy. Celia, su mujer, le espera en casa sobre las seis de la tarde. Todo va transcurriendo con cierta normalidad, salvo la inquietud que va apoderándose de sus padres al ver que su hijo no comenta absolutamente nada sobre Lyon.

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