Dublinesca (10 page)

Read Dublinesca Online

Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Al pisar la terraza del Belvedere, Ricardo le señala un joven árbol, cuyo redondo y firme tronco, entre la húmeda acera y la cuneta —donde el agua es un hilo—, se clava, casi corpóreo, en el aire con un ondulante impulso a la mitad de su altura, enviando jóvenes ramas en todas las direcciones.

—Podría ser un poema de O’Sullivan —dice Ricardo encendiendo uno de sus habituales Pall Mall.

Ya están apoyados en la barra del Belvedere y aún sigue hablándole del árbol con el que O’Sullivan habría hecho un poema. No tarda en hablarle directamente del poeta de Boston.

—Para O’Sullivan, Boston es una ciudad de grandes extremismos —dice Ricardo sin que nadie le haya pedido que comente este asunto—. Una ciudad de calor y frío, de pasión y de indiferencia, de riqueza y de pobreza, de masa e individuo —fuma compulsivamente y habla como si estuviera haciendo una reseña sobre ese poeta o acabara de hacerla y ahora la recitara de memoria—, una ciudad de vivir bien encerrado con doble llave o de sentirse excitado por su energía… Ya veo que no conoces nada a O’Sullivan. Luego, en La Central, te paso algo suyo. Es muy norteamericano, ya me entiendes.

Afuera, parece estar arreciando la lluvia, pero es sólo un espejismo.

También Ricardo lo es, muy norteamericano. Por muy colombiano que sea de nacimiento. Ahora le está asegurando a Riba, con una convicción admirable, que el tal O’Sullivan es un maestro en poner lo trivial en primer plano de lo lírico, y para que se le entienda mejor recita unos versos acerca de un paseo por el centro de Boston: «Voy a que me limpien los zapatos / y subo una calle sofocante que empieza a solearse / y me tomo una hamburguesa y una cerveza negra y compro / un New World Writing feísimo para ver qué están / haciendo ahora los poetas de Ghana.»

Quisiera preguntarle a Ricardo qué es un
New World Writing
, pero se contiene y se limita a intentar averiguar qué cree Ricardo que podían estar haciendo los poetas de Ghana aquel día en el que O’Sullivan estuvo tan inspirado. Le mira Ricardo con súbita compasión, casi como si estuviera viendo a una especie nueva de extraterrestre. Pero Ricardo es aún más marciano. Al menos, sus benditos y colombianos padres siempre lo fueron, y Ricardo heredó no pocas cosas de ellos. En esos padres se encuentra probablemente el origen del gusto de Ricardo por compaginar dos rostros, su tendencia en todo a la cara A de las cosas, pero también a la convivencia de ésta con la cara B. Sus padres fueron toda la vida unos progresistas empecinados, que le inocularon una especie de amor-odio hacia la iconografía izquierdista revolucionaria. Aun siendo ferozmente
gauchistes
, sus padres fueron amigos —en flagrante contradicción escandalosa— de gente tan adinerada como Andrew Sempleton, inversor y filántropo, conocido como
el millonario del buen humor
.

«Dinero y gran risa. Muy norteamericano», dice siempre Ricardo cuando evoca a ese prohombre que fue su magnánimo y cariñoso padrino. Riba siempre ha sospechado que Ricardo acabará escribiendo
La novela de Sempleton
. A pesar de manejar grandes cantidades de dinero, su rico padrino no cayó nunca en la codicia y fue generoso con mucha gente, entre otros con los padres de Ricardo, sobre todo cuando éstos ingresaron en la cárcel de Bogotá por motivos políticos. Con unos padres así, Ricardo tenía que salir con un rostro y personalidad doble, y así fue: empedernido fumador de pipa —casero, sólo en el hogar— y de cigarrillos Pall Mall, sólo consumidos en lugares públicos; escritor solemne y ligero, según los días; hombre hogareño y a la vez peligroso noctámbulo; Jeckyll & Hyde de la Colombia más rabiosamente moderna, pero sosegado norteamericano. Sería magnífico que pudiera convencerle para el viaje a Dublín. ¿Por qué no lo habrá intentado ya?

A la espera del momento idóneo para proponerle el viaje, recuerda algunas historias de Ricardo. De la adolescencia, la más memorable es la relacionada con Tom Waits y una habitación de un hotel de Nueva York. La hija de una amiga de unos amigos de sus padres tenía una cita con Waits en su hotel, una cita para entrevistarle. Ricardo logró convencerla para que él pudiera también ir a ese encuentro. Sólo quería ver —estaba muerto de curiosidad por saberlo— qué hacía Waits cuando se quedaba a solas en un cuarto de hotel. Llamaron a la puerta. Abrió Waits con cara de malas pulgas. Llevaba gafas negras y vestía una camisa hawaiana y tejanos muy descoloridos.

—Lo siento —les dijo Waits—, pero no cabe nadie más.

Ricardo vivió ahí su particular y algo desafortunado gran momento. Lo vivió en el centro del mundo de Waits, un lugar del que fue expulsado de un portazo. No hubo entrevista. Su amiga lloró y le echó la culpa de que Waits hubiera actuado de aquella forma.

En realidad, la poética más vanguardista de la obra de Ricardo, tal como él siempre ha reconocido, surge de las mismas fuentes de las que se nutrió Waits. Nace de las letras de las baladas irlandesas, de las de los blues de los campos de algodón, de las de los ritmos de Nueva Orleans, de las letras de las canciones de cabaret alemán de los años treinta, de las del rock and roll y de las del country. Es una poética que fracasa siempre muy dignamente en su intento de imitar y pasar al papel nada menos que el registro
tabernario
de la voz de Waits.

A Ricardo le quedó muy grabada aquella frase del cantante en la puerta de su cuarto de hotel. Le quedó en la memoria la frase, pero también la camisa hawaiana y las gafas oscuras. Y más de una vez empleó aquella frase para sacarse a alguien de encima.

Es lo que dice ahora Ricardo en su intento de abandonar el Belvedere para ir a La Central a comprar unos libros. Dice que lo siente, pero no cabe nadie más.

—¿Eh?

Ricardo necesita siempre movimiento. Es monstruosamente frenético. Habrá que hacer algo rápido para retenerle como sea. Aún no le ha propuesto ir a Dublín. ¿Por qué, Dios mío? ¿Cuándo piensa hacerlo? Ahora no, porque Ricardo está materialmente proyectándose hacia la calle para huir del Belvedere, donde realmente
no cabe nadie más
.

Media hora más tarde, le llega por fin la propuesta a Ricardo. Y éste dice tener una sola pregunta antes de aceptar la invitación a viajar con Javier y con él a Dublín. Quiere saber si es únicamente para ir al
Bloomsday
, o desean ir también allí por algún oscuro motivo del que antes tendría que ser advertido.

Sigue pensando que sería un suicidio darle a Ricardo cualquier pista acerca de sus intenciones de celebrar allí un réquiem por la galaxia Gutenberg. Ricardo podría pensar, y tampoco estaría tan equivocado, que el funeral se lo quiere dar Riba a sí mismo: unas pompas fúnebres por su condición actual de parado, de editor medio fracasado, de vergonzante ocioso y de autista informático.

—Mira, Ricardo. Hay otro motivo, en efecto. Quiero dar el salto inglés.

Después de aceptar viajar con ellos, Ricardo se queda primero largo rato callado y luego pasa a contarle, casi de pasada y sin darle la menor importancia, que estuvo hace muy poco en Nueva York, donde entrevistó en su casa a Paul Auster para la revista
Gentleman
. Lo dice como si nada. En un primer momento, Riba no puede ni creerle.

—¿Estuviste en casa de los Auster? ¿Y cómo ha sido eso? ¿Cuándo has ido a Nueva York?

Se le han quedado los ojos como platos y se ha emocionado realmente con la sola idea de que Ricardo haya podido estar también en ese
brownstone
de tres plantas de Park Slope en que él estuvo en cierta ocasión y que desde entonces tanto ha mitificado. Le pregunta enseguida si no le pareció que estaba muy bien la casa y que los Auster, Siri y Paul, eran muy agradables, simpáticos. Se lo dice con una ilusión casi infantil y en la creencia de haber compartido experiencias similares.

A Ricardo sólo le falta encogerse de hombros. No tiene la menor opinión sobre el barrio, ni sobre la hospitalidad de los Auster, ni sobre la casa y ni tan siquiera sobre los ladrillos rojos de la fachada. En realidad, no tiene nada que contar de su visita a los barrios victorianos de Park Slope. No le ha dado a su incursión en casa de los Auster la menor importancia. Para él, fue una entrevista más. Se lo pasó mejor el otro día, dice, entrevistando a John Banville en Londres.

¿Será que haber crecido en Nueva York ha dejado a Ricardo inmunizado de todo sentimiento de fascinación por esa ciudad? Es más que probable. Para él, es natural pasearse por allí, no le da mayor trascendencia.

Qué diferentes pueden ser dos personas, por amigas que sean. La ciudad de Nueva York, los Auster, la onda inglesa, todo eso para Ricardo es lo más normal del mundo, no tiene secretos ni constituye ningún aliciente especial. Es algo que le ha sido
dado
desde niño.

Ricardo cambia, sin problema, de tema, sobre todo de personaje, y le dice que en Boston, al día siguiente de la visita a Auster, entrevistó a O’Sullivan. Y luego le habla de Brendan Behan, de quien dice que fue uno de los irlandeses más fantásticos que pasaron en su día por Nueva York.

No quiere comentarle a Ricardo que es inútil que le cuente cosas de Behan, ya que lo sabe todo sobre él. Le deja hablar sobre el irlandés, hasta que, en un momento de descuido, vuelve a sacar el tema Auster.

—¿Crees que a Paul Auster le consideran un buen novelista en Ghana? —le pregunta a Ricardo en clara provocación.

—¡Ah, pero yo qué sé! —le mira muy extrañado—. Estás bien raro hoy. ¿No sales nunca, verdad? No es que salgas poco, es que no sales, no estás acostumbrado a hablar con la gente. Estará bien que te airees en Dublín. Créeme, estás algo desquiciado. Deberías reabrir la editorial. No puedes estar sin hacer nada. ¡Auster en Ghana! Bueno, vayamos a La Central.

Salen del Belvedere. Fuerte viento. Agua inundándolo todo. Intemperie. Caminan despacio. Llueve cada vez más violentamente. El viento tuerce los paraguas. Algunas voces apocalípticas ya han hablado de un diluvio universal. La realidad se va pareciendo a la instalación que prepara Dominique en Londres.

Al final será verdad que el fin del mundo no está tan lejos. En realidad se ha visto venir siempre que ese fin no podía estar muy lejos. Mientras lo esperan, los seres humanos se entretienen celebrando funerales, pequeñas imitaciones del gran final por venir.

Como van a entrar en la librería, Ricardo arroja su Pall Mall y ni se molesta en apagarlo con el pie, porque la tromba de agua se ocupa instantáneamente de la colilla. Mientras cierran sus respectivos paraguas, una ráfaga de viento les empuja con tal fuerza que patinan hacia delante e ingresan de golpe en la librería cayendo cómicamente de culo sobre la alfombrilla de la entrada, justo en el momento en el que estaba saliendo de La Central un joven con una chaqueta azul estilo Nehru debajo de un viejo impermeable, gafas redondas de concha y el cuello de su blanca camisa bastante roto.

Riba cree conocerle de vista, aunque no acierta a orientarse. ¿Quién es? El joven pasa junto a ellos con paso insolente, indiferente a su ridícula caída. Un tipo imperturbable. Actúa con una frialdad asombrosa, como si no hubiera visto que Ricardo y Riba acaban de caerse. O como si pensara que son dos cómicos del cine mudo. Es un tipo raro. Aunque viene del interior de la librería, lleva el pelo muy aplastado por la lluvia.

—Por poco nos matamos —comenta Riba, todavía desde el suelo.

Ricardo ni le contesta, quizá aturdido por lo que ha pasado.

Es algo llamativo. El joven indiferente parece el mismo que estaba plantado el otro día espiando frente a la casa de sus padres, y también el mismo que desde un taxi vio en la confluencia de Rambla de Prat con Príncipe de Asturias. Le comenta a Ricardo que al tipo de la chaqueta Nehru le ve últimamente por todas partes, y por un momento teme que su amigo no sepa ni de quién le está hablando. Quién sabe, tal vez ni siquiera haya reparado en el joven de las gafas redondas que ha pasado junto a ellos con tanta indiferencia. Pero no es así, pronto se da cuenta que lo ha visto perfectamente.

—No, si ya se sabe —dice Ricardo—. Siempre aparece alguien que no te esperas para nada.

JUNIO

Pero si un día encontrara ese autor tan buscado, ese fantasma, ese genio, difícilmente éste mejoraría lo ya dicho por tantos otros acerca de las grietas que separan las expectativas de la juventud y la realidad de la madurez, lo ya dicho por tantos otros sobre la naturaleza ilusoria de nuestras elecciones, sobre la decepción que culmina la búsqueda de logros, sobre el presente como fragilidad y el futuro como dominio de la vejez y de la muerte. Y, por otra parte, siempre será un fastidio, un mal del alma para todo editor lúcido, tener que salir a la busca de todos esos fantasmas que son los malditos autores. En todo esto piensa ahora tumbado en una playa de agua azul, rodeado de toallas, gorros rojos, olas sosegadas sobre la arena tibia y amarilla, cerca del centro del mundo. Una playa extraña en un ángulo del puerto de Nueva York.

Cuando despierta, todavía avergonzado tanto de haber creído que estaba realmente en esa playa como de haber desempolvado inconscientemente el mal oculto de todo editor, se viste a toda velocidad —no quiere perder tiempo— y acude a la prosaica sucursal del Banco Bilbao Vizcaya, a una hora en la que sabe que apenas encontrará clientes y así podrá solucionar su enojoso asunto con mayor rapidez. Le atiende la sonriente directora, a la que comunica abruptamente que desea desplazar la mitad del dinero de un fondo de inversión a otro del mismo banco, a uno denominado Extra Tesorería Fi. Confirma previamente con la directora que el capital en depósito de su nuevo fondo está plenamente garantizado. Y entonces lleva a cabo la transacción. Después, ordena el traslado de parte del dinero de su cuenta corriente a otro banco, el Santander. La directora sabe que no puede pedirle explicaciones de este gesto traidor, pero es muy probable que esté ahora preguntándose qué habrán hecho mal ellos para que él haga este movimiento financiero. Finalmente, firma más papeles y pide el talonario que se olvidaron de darle en la última visita. Se despide con mucha educación y cinismo. Al salir a la calle, detiene un taxi y se va a la otra punta de la ciudad, al barrio de Sants, a una sucursal del banco de Santander donde el hermano pequeño de Celia, que desde hace tiempo trabaja allí, le ha ofrecido contratar un plan de pensiones con una rentabilidad de un óptimo siete por ciento. Le deprime tener ya un plan de pensiones, pues nunca imaginó que envejecería, pero prefiere ir a lo práctico.

Other books

Fallen Embers by P.G. Forte
Letting Go by Mary Beth Lee
Girl Runner by Carrie Snyder
Faces in the Crowd by Valeria Luiselli
Without a Mother's Love by Catherine King
The Continental Risque by James Nelson
Worth Dying For by Beverly Barton
Lens of the World by R. A. MacAvoy