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Authors: Enrique Vila-Matas

Tags: #Relato

Dublinesca (17 page)

—No sé de qué me hablas.

—¿No? Te lo explicaré mejor. En los monasterios budistas te ayudan a decirte a ti mismo, por ejemplo: ahora es mediodía, ahora estoy atravesando el patio, ahora me encontraré con el monje superior, y al mismo tiempo debes pensar que el mediodía, el patio y el monje superior son irreales, son tan irreales como él y como sus pensamientos. Porque el budismo niega el
yo
.

—Es algo que
yo
no ignoro.

Observa que el conflicto que quería eludir está apareciendo, y vuelve a pensar que no quiere en modo alguno vivir dentro de una novela. Pero lo cierto es que está ocurriendo lo que se temía: no será tan fácil convivir con alguien que ha cambiado mucho en las últimas semanas y tiene ahora una visión del mundo marcadamente religiosa y muy distinta de la suya.

Celia cree adivinar lo que piensa, y le calma. Le dice que no ha de inquietarse, porque el budismo es dulce, el budismo es bueno y, además, el budismo es tan sólo una filosofía, un modo de vida, y en el fondo tan sólo una técnica de mejoramiento personal.

Uno de los temas de meditación del budismo, le explica Celia, es la idea de que no hay sujeto, sino una serie de estados mentales. Y otro de los temas es pensar que nuestra vida pasada fue ilusoria. Debe calmarse, le dice Celia. Y él, como no sabe qué contestarle, dice que está dispuesto a calmarse pero no dentro de una novela.

—No te entiendo —dice Celia.

—Yo tampoco a ti.

—Pero a ver si al menos entiendes esto. Si por ejemplo tú fueras un monje budista, pensarías en este momento que has empezado a vivir ahora. ¿Me escuchas bien?

—¿He empezado a vivir ahora?

—Pensarías que toda tu vida anterior, esa época tan alcohólica tuya y que precisamente tanto detestas y de la que te sientes tan orgulloso de haber escapado, fue un sueño. Pensarías eso, ¿me sigues? Pensarías eso y también que toda la historia universal fue un sueño. ¿Me escuchas?

La escucha relativamente. Está abrumado ante la irrupción del budismo en su vida. La verdad es que la prefería a ella cuando hablaba por teléfono todas las tardes con su madre, o con sus hermanos, o hablaba con sus compañeras de trabajo sobre problemas del museo. El budismo ha venido a complicarlo todo.

—Mediante ejercicios mentales te irías liberando —prosigue Celia—. Y una vez que comprendieras de verdad que el yo no existe, no pensarías que el yo puede ser feliz o que tu deber consiste en hacerlo feliz, no pensarías nada de todo eso.

Le parece que ya sólo le ha faltado añadir: y no te ilusionarías tanto con tu viaje a Dublín, ni con tu búsqueda del entusiasmo y de la genialidad perdida, ni con ese Nueva York que sintetiza tu ilusión de perder de vista tu mediocre vida, ni con la idea de que no eres tan viejo, ni con el salto inglés.

Pero siendo budista, se pregunta él, ¿habría podido ella decir algo tan increíblemente cruel? Prefiere pensar que no. El budismo no es despiadado. El budismo es dulce, el budismo es bueno. ¿O no?

Los ojos redondos como platos, sentado frente al ordenador. No sabe cuántas horas lleva ya aquí. Insomnio implacable. Le llega la impresión de que es
observado
. Por alguien en todo caso no visible. Por alguien que tal vez se ha desvanecido hasta ser impalpable, quién sabe si por muerte o por cambio de costumbres.

Ya se sabe que todo hombre presenta otro rostro cuando se siente espiado, y ahora él hasta modifica sus gestos al intuir que podría estar siendo mirado. Debería ir a dormir, tal vez sólo es eso. Cansancio. Son casi las cinco de la madrugada. Debería descansar, pero no está convencido de que sea lo conveniente. Vuelve a concentrarse en el ordenador.

En el buscador de
google
descubre que el 2 de febrero de 1922, día en el que nació su padre, sucedieron más cosas en el mundo. Una de ellas, asombrosamente relacionada con un hecho bien importante para Dublín. Ese día Sylvia Beach, la editora de
Ulysses
, estuvo paseando en París a lo largo del andén de la Gare de Lyon largo rato, inquieta, mientras aguardaba, envuelta por el frío aire de la mañana, la llegada del tren de Dijon. El expreso llegó a las siete en punto de la mañana. Y Sylvia Beach corrió hacia el revisor que sostenía un paquete y buscaba a quien tenía que dar aquellos dos primeros ejemplares de
Ulysses
, enviados por el impresor Maurice Darantière, que se había dejado literalmente la piel en cada corrección de cada párrafo de cada galerada tachada, reescrita y manoseada hasta extremos delirantes. Allí estaban el primer y el segundo ejemplar de la primera edición, con sus tapas azul griego y el título y el nombre del autor en letras blancas. Era el cumpleaños de James Joyce, y el regalo de Sylvia Beach iba a resultarle inolvidable. Tal vez aquél fue uno de los grandes momentos secretos de la era de la imprenta, de la galaxia Gutenberg.

Aquel mismo día, a la misma hora en que Joyce recibió su primer ejemplar de
Ulysses
, el padre de Riba, con una edad rara —llevaba tan sólo cuatro horas en el mundo—, soltó un gigantesco gruñido, que atravesó, con estridente poderío, las paredes de la casa natal.

Le escribe un e-mail muy largo a Nietzky para decirle que cada día se siente más predestinado a ir a Dublín, pero finalmente no se lo manda. Vuelve al buscador de
google
y tras una cierta deriva acaba teniendo en la pantalla las pinturas de Vilhelm Hammershøi, que le dejan aún más desvelado de lo que ya estaba. Le hipnotiza siempre enormemente este artista danés que durante toda su vida se ajustó a unos contados motivos pictóricos: retratos de familiares y amigos cercanos, pinturas de interior de su hogar, edificios monumentales de Copenhague y Londres, y paisajes de Selandia. Le gustan esos cuadros en los que los mismos motivos reaparecen una y otra vez. Y aunque en todos ellos el creador emite una gran paz y calma, podría reprochársele a Hammershøi que sea obsesivo. Pero le parece que en el arte muchas veces lo que importa es precisamente eso, la obsesión desaforada, la presencia del maniático detrás de la obra.

En los cuadros de Hammershøi siempre está el pintor, con sus imágenes tenaces dando vueltas alrededor de su insistencia por los espacios vacíos en los que aparentemente no sucede nada y, sin embargo, sucede mucho, aunque lo que pasa, a diferencia de lo que ocurre en cuadros de artistas como Edward Hopper por ejemplo, no puede llegar a cuajar nunca como material para novelistas ortodoxos. No hay acción en sus cuadros. Y a todos ellos, sin excepción, los impregna una actitud muy firme: tras la calma extrema y la inmovilidad, se percibe el acecho de un elemento indefinible y tal vez amenazador.

Su escala de colores es muy limitada y la domina una variación de tonos grises. Es el pintor de lo que pasa cuando parece que no pasa nada. Todo eso convierte a sus interiores en lugares de quietud hipnótica y de introspección melancólica. En esos cuadros felizmente no hay sitio para las ficciones, para las novelas. Se descansa en ellos a gusto, por mucho que todos los lienzos los recorra una mente obsesiva.

Pero es que, además, le gusta este pintor precisamente porque, en medio de la aletargada quietud de sus espacios vacíos, todo en él es obstinado, insistente. Hammershøi vive permanentemente —por decirlo con el título que le dieron en Londres a un libro de su admirado Vok— en una
quiet obsession
. Su universo de hombre sosegado parece girar alrededor de esa templada fascinación.

Le ha gustado mucho siempre esa expresión —
quiet obsession
— que acuñara el traductor de Vok al inglés. También él cree tener obsesiones del mismo estilo. Su pasión quieta por Nueva York, por ejemplo. Su obsesión tranquila por unos funerales en Dublín, por despedir con salvas —o lágrimas, aún no sabe— a la era de la imprenta. Su obsesión tranquila por volver a vivir un momento en el centro del mundo, por viajar al centro de sí mismo, por alcanzar grados importantes de entusiasmo, por no morirse de pena después de haberlo perdido casi todo.

Le domina muy especialmente la obsesión por
The British Museum
, que es el cuadro más raro y obsesivo que conoce de Hammershøi. Pintura de un tono gris casi exacerbado y en la que puede verse una fuerte niebla matinal que recorre una calle completamente desierta del barrio de Bloomsbury. Al igual que en tantos cuadros de este pintor, no hay personas en el lienzo. Pertenece a la serie de obras de Hammershøi en las que, con marcada insistencia, aparecen calles neblinosas y desiertas de ese barrio londinense que al pintor debieron hipnotizarle.

Sólo ha pisado Londres una vez, hace cinco años, invitado a un congreso de editores. Nunca viajó a esa ciudad a su feria del libro porque temía sentirse acomplejado ante el nulo dominio del idioma, de modo que envió siempre allí a Gauger. En ese primer y único viaje a Londres, le hospedaron en un pequeño hotel familiar de Bloomsbury, junto al British Museum, cerca del edificio de la enigmática Swedenborg Society. Las reuniones del congreso tenían lugar en un teatro de Bloomsbury. Y en su breve estancia de tres días apenas tuvo tiempo de recorrer otros espacios que no fueran los que rodeaban el hotel y el museo. Se limitó a conocer tan exhaustivamente las calles de aquel barrio que vive desde entonces en la ilusión de que lo conoce muy bien, a fondo. Ésta ha sido su forma de intentar apoderarse de la zona. Tal vez por eso, cuando vio la película
Spider
, las sórdidas calles del East End le sorprendieron, porque no había querido aceptar algo tan elemental como que en Londres había zonas que eran bien distintas a las de Bloomsbury.

En aquel viaje de hace cinco años se cuidó muy bien de no decir a nadie que era la primera vez que visitaba la ciudad. Sabía que causaría una impresión pésima que un editor como él, con el prestigio que tenía, fuera tan paleto y no hubiera pisado nunca Londres, y no lo hubiera pisado, además, sólo por la vergüenza que le daba no tener ni idea de hablar inglés.

En aquel viaje de hace cinco años estudió a fondo, muy meticulosamente, sobre el terreno, las calles que rodean el British Museum. Las recorrió muchas veces, de arriba abajo y terminó aprendiéndoselas de memoria y, a su regreso, en cualquier cuadro londinense que veía de Hammershøi identificaba, casi de inmediato, la calle, y se sabía incluso, casi de carrerilla, el nombre de ésta. Le sucedía con todos los cuadros, menos con
The British Museum
. Hoy en día sigue ocurriéndole lo mismo. Es extraño, pero en esa pintura todavía hoy se pierde, se confunde, se abisma. Cuantas más veces ve la calle que aparece en ese cuadro, menos sabe cuál pudo ser la que sirviera de modelo al pintor y más se pregunta si no la inventó el propio Hammershøi. Sin embargo, la parte del edificio que puede verse a la izquierda del cuadro es seguramente una parte lateral del museo y, por tanto, debería reconocer esa calle, que seguramente no tiene mayor misterio y es muy posible que sea una calle que existe y que está ahí, como una obsesión tranquila más, para cuando él quiera volver a Londres y verla.

En todo caso, mantiene con el cuadro
The British Museum
una relación tan extraña como la que ha tenido siempre con Londres. Porque, en realidad, si no ha ido a Londres más que una vez no es sólo por el nulo dominio del idioma, sino también porque durante años fue creciendo en él un extraño temor provocado por el hecho de que en varias ocasiones, habiendo estado a punto de viajar a aquella ciudad, a última hora algo raro se lo había siempre impedido. La primera vez, en Calais, a principios de los años setenta. Tenía ya incluso el coche dentro del
ferry
que debía dejarle al otro lado del canal cuando una discusión imprevista con una amiga —una discusión un tanto necia acerca de las minifaldas de Julie Christie— provocó que se volviera atrás en su idea de viaje. En los años ochenta, con los billetes de avión ya comprados, una tormenta descomunal se interpuso en su camino y terminó impidiéndole cruzar el canal de la Mancha.

Llegó a pensar que Londres era ese lugar al que por oscuros motivos sabemos que no debemos ir nunca, porque allí nos espera la muerte. Por eso sintió verdadero pánico cuando le llegó, hace cinco años, aquella invitación a Londres que siempre tanto había temido. Tras no pocas dudas, un día finalmente salió de su casa de Barcelona para viajar a Londres, convencido, eso sí, de que, antes de tomar el avión, el más imprevisible acontecimiento le impediría pisar tierra inglesa. Pero nada se interpuso en su camino, y acabó aterrizando en Heathrow, donde pudo comprobar, con notable recelo, que seguía perfectamente vivo.

Sintiéndose amenazado por fuerzas extrañas y oscuras, comenzó a caminar con gran desconfianza por aquel aeropuerto. Por un momento, creyó que hasta había perdido el sentido de la orientación. Una hora después, al entrar en su cuarto de hotel, se quedó un largo rato en la cama, en silencio, sorprendido de que aún no le hubiera ocurrido nada y que ni siquiera se hubiera sentido rozado por la posibilidad de una visita de la Muerte. Al poco rato, viendo que todo se mantenía en un estado de normalidad casi tan vulgar como obsceno, encendió el televisor y entró en un informativo y, a pesar de que no entendía ni palabra de inglés, dedujo muy pronto que acababa de morir Marlon Brando.

Se quedó aterrado, porque entendió que, a causa de un error de la distraída Muerte, tan propicia a confundirse, Brando había fallecido en su lugar. Después, rechazó la idea por inconsistente. Pero estuvo un buen rato oficiando un funeral interior por el pobre Brando y al mismo tiempo manteniendo su estado de alerta ante cualquier movimiento que pudiera darse en el pasillo de la tercera planta en la que se encontraba su cuarto, pues le entró un grandísimo temor a que la Muerte avanzara por aquel estrecho corredor con el ánimo de visitarlo.

Estaba atento precisamente a todos los movimientos del inmueble cuando oyó pasos, alguien se dirigía a su habitación. Llamaron a la puerta. Se quedó helado. Cuatro golpes más, muy secos. El susto no se le pasó hasta que abrió y vio que no era la infame figura de la guadaña la que estaba detrás de la puerta, sino el editor Calasso, que también se encontraba en el hotel, invitado al congreso, y venía a proponerle dar una simple vuelta por el barrio.

Cuando a la caída de la tarde los dos salieron a dar aquel paseo, no podían ni imaginar que acabarían viendo la película
Julio César
, de Joseph Mankiewicz, a modo tal vez de inesperado e improvisado homenaje al actor principal del film, al ilustre muerto del día. Y es que, por una de esas casualidades tan casuales que a veces se dan en la vida, descubrieron que el film que protagonizaran Brando y James Mason lo pasaban al atardecer en el Aula Stevenson del British Museum, a cuatro pasos del hotel. Y les pareció que no podían darle la espalda a aquel guiño del destino y entraron a ver la admirable película que tantas veces y en tantas ocasiones distintas habían visto antes.

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