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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

Dublineses (16 page)

—Siss,sss —dijo Mr. Henchy—. ¡Arriba Joe!

Mr. Hynes dudó un tanto más. Luego, en medio del silencio, se quitó el sombrero, lo dejó en la mesa y se puso de pie. Parecía estar ensayando la pieza en la mente. Después de una pausa largam anunció:

LA MUERTE DE PARNELL

6 de Octubre de 1891

Se aclaró la voz una o dos veces y luego comenzó a recitar:

Ha muerto. Nuestro rey sin corona

Ha muerto. ¡Oh, Erín, sufre y llora!

Padece porque aquí yace difunto

Al que difamó este hipócrita mundo.

Yace muerto por los cobardes perros

Que a la gloria elevara del cieno,

Y las ansias de Erín y sus anhelos

Perecieron con él bajo su cielo.

En los palacios, casas o cabañas:

Doquiera está, el corazón de Irlanda

Aparece sumido en duelo.

Se ha ido Aquel que forjaría nuestro destino.

Habría dado a ésta su Erín la fama,

Su bandera verde al viento soberana,

Y a sus bardos, guerreros y estadistas,

Del mundo todo cantarían los artistas.

Soñó (¡ay, sí: fue todo sólo sueño!)

Con la libertad, pero mientras luchaba

Por coger ese ídolo con sus dedos,

La traición de un solo golpe lo acababa.

Desprecia a las cobardes, viles manos

Que ahogaron al Señor o con un beso

Lo entregaron a una turba de malos

Sacerdotes: no eran sus amigos, esos.

¡Que la vergüenza eterna depararan

Los cielos a aquellos que trataran

De envilecer y manchar el nombre

del que fue entre los hombres, hombre!

Cayó como caen los todopoderosos:

Noblemente inmaculado hasta el fin.

Ahora la muerte lo reúne gozoso

Con los héroes del pasado de Erín.

¡Ni un ruido de lucha turbe ahora su sueño!

Descansa en paz: ningún humano empeño

O alta ambición que espolee su memoria

Para alcanzar las cumbres de la gloria.

Lo rebajaron: se salieron con la suya

Pero, oye, Erín —o mejor, sí: escucha:—

Su espíritu se alzará de entre las llamas

Como el Fénix, como esa aurora soberana

Que alumbrará el día que nos devuelva

El imperio de la libertad. Que vuelva

Ese día y Erín elevará su copa por aquel

Que es de nos dolor y alegría: ¡Parnell!

Mr. Hynes se sentó de nuevo sobre la mesa. Cuando terminó de recitar hubo un silencio y luego un estallido de aplausos: hasta Mr. Lyons aplaudió. Los aplausos continuaron por corto tiempo. Cuando terminaron, los espectadores bebieron todos de sus botellas en silencio.

¡Pok!
El corcho salió volando de la botella de Mr. Hynes, pero Mr. Hynes permaneció en la mesa, la cara enrojecida y la cabeza desnuda. No parecía que hubiera oído aquella invitación.

—¡Bravo, Joe, hombre! —dijo Mr. O'Connor, sacando papel de liar y su tabaco para ocultar mejor su emoción.

—¿Qué te ha parecido eso, Crofton? —gritó Mr. Henchy—. ¿Es bueno o no es bueno?

Mr. Crofton dijo que era una fina pieza literaria.

Una madre

Mr. Holohan, vice-secretario de la sociedad
Eire Abu
, se paseó un mes por todo Dublín con las manos y los bolsillos atiborrados de papelitos sucios, arreglando lo de la serie de conciertos. Era lisiado y por eso sus amigos lo llamaban Aúpa Holohan. Anduvo para arriba y para abajo sin parar y se pasó horas enteras en una esquina discutiendo el asunto y tomando notas; pero al final fue Mrs. Kearney quien tuvo que resolverlo todo.

Miss Devlin se transformó en Mrs. Kearney por despecho. Se había educado en uno de los mejores conventos, donde aprendió francés y música. Como era exangüe de nacimiento y poco flexible de carácter, hizo pocas amigas en la escuela. Cuando estuvo en edad casadera la hicieron visitar varias casas donde admiraron mucho sus modales pulidos y su talento musical. Se sentó a esperar que viniera un pretendiente capaz de desafiar su frígido círculo de dotes para brindarle una vida venturosa. Pero los jóvenes que conoció eran vulgares y jamás los alentó, prefiriendo consolarse de sus anhelos románticos consumiendo Delicias Turcas a escondidas. Sin embargo, cuando casi llegaba al límite y sus amigas empezaban ya a darle a la lengua, les tapó la boca casándose con Mr. Keamey, un botinero de la explanada de Ormond.

Era mucho mayor que ella. Su conversación adusta tenía lugar en los intermedios de su enorme barba parda. Después del primer año de casada intuyó ella que un hombre así sería más útil que un personaje novelesco, pero nunca echó a un lado sus ideas románticas. Era él sobrio, frugal y pío; tomaba la comunión cada viernes, a veces con ella, muchas veces solo. Pero ella nunca flaqueó en su fe religiosa y fue una buena esposa. Cuando en una reunión con desconocidos ella arqueaba una ceja, él se levantaba enseguida para despedirse, y, si su tos lo acosaba, ella le envolvía los pies en una colcha y le hacía un buen ponche de ron. Por su parte, él era un padre modelo. Pagando una módica suma cada semana a una mutual se aseguró de que sus dos hijas recibieran una dote de cien libras cada una al cumplir veinticuatro años. Mandó a la hija mayor, Kathleen, a un convento, donde aprendió francés y música, y más tarde le costeó el Conservatorio. Todos los años por julio Mrs. Kearney hallaba ocasión de decirles a sus amigas:

—El bueno de mi marido nos manda a veranear unas semanas a Skerries.

Y si no era a Skerries era a Howth o a Greystones.

Cuando el despertar irlandés comenzó a mostrarse digno de atención, Mrs. Kearney determinó sacar partido al nombre de su hija, tan irlandés, y le trajo un maestro de lengua irlandesa. Kathleen y su hermana les enviaban postales irlandesas a sus amigas, quienes, a su vez, les respondían con otras postales irlandesas. En ocasiones especiales, cuando Mr. Kearney iba con su familia a las reuniones pro-catedral, un grupo de gente se reunía después de la misa de domingo en la esquina de Cathedral Street. Eran todos amigos de los Kearney, amigos musicales o amigos nacionalistas; y, cuando le sacaban el jugo al último chisme, se daban la mano, todos a una, riéndose de tantas manos cruzadas y diciéndose adiós en irlandés. Muy pronto el nombre de Kathleen Kearney estuvo a menudo en boca de la gente para decir que ella tenía talento y que era muy buena muchacha y, lo que es más, que, creía en el renacer de la lengua irlandesa. Mrs. Kearney se sentía de lo más satisfecha. Así no se sorprendió cuando un buen día Mr. Holohan vino a proponerle que su hija fuera pianista acompañante en cuatro grandes conciertos que su Sociedad iba a dar en las Antiguas Salas de Concierto. Ella lo hizo pasar a la sala, lo invitó a sentarse y sacó la garrafa y la bizcochera de plata. Se entregó ella en cuerpo y alma a ultimar los detalles; aconsejó y persuadió; y, finalmente, se redactó un contrato según el cual Kathleen recibiría ocho guineas por sus servicios como pianista acompañante en aquellos cuatro grandes conciertos.

Como Mr. Holohan era novato en cuestiones tan delicadas como la redacción de anuncios y la confección de programas, Mrs. Kearney lo ayudó. Tenía tacto. Sabía qué «artistas» debían llevar el nombre en mayúsculas y qué «artistas» debían ir en letras pequeñas. Sabía que al primer tenor no le gustaría salir después del sainete de Mr. Meade. Para mantener al público divertido, acomodó los números dudosos entre viejos favoritos. Mr. Holohan la visitaba cada día para pedirle consejo sobre esto y aquello. Ella era invariablemente amistosa y asesora, en una palabra, asequible. Deslizaba hacia él la garrafa, diciéndole:

—Vamos, ¡sírvase usted, Mr. Holohan!

Y si él se servía, añadía ella:

—¡Sin miedo! ¡Sin ningún miedo!

Todo salió a pedir de boca. Mrs. Kearney compró en Brown Thomas un retazo de raso liso rosa, precioso, para hacerle una pechera al traje de Kathleen. Costó un ojo de la cara; pero hay ocasiones en que cualquier gasto está justificado. Se quedó con una docena de entradas para el último concierto y las envió a esas amistades con que no se podía contar que asistieran si no era así. No se olvidó de nada y, gracias a ella, se hizo lo que había que hacer.

Los conciertos tendrían lugar miércoles, jueves, viernes y sábado. Cuando Mrs. Keamey llegó con su hija a las Antiguas Salas de Concierto la noche del miércoles no le gustó lo que vio. Unos cuantos jóvenes que llevaban insignias azul brillante en sus casacas, holgazaneaban por el vestíbulo; ninguno llevaba ropa de etiqueta. Pasó de largo con su hija y una rápida ojeada a la sala le hizo ver la causa del holgorio de los ujieres. Al principio se preguntó si se habría equivocado de hora. Pero no, faltaban veinte minutos para las ocho.

En el camerino, detrás del escenario, le presentaron al secretario de la Sociedad, Mr. Fitzpatrick. Ella sonrió y le tendió una mano. Era un hombrecito de cara lerda. Notó que llevaba su sombrero de pana pardo al desgaire a un lado y que hablaba con dejo desganado. Tenía un programa en la mano y mientras conversaba con ella le mordió una punta hasta que la hizo una pulpa húmeda. No parecía darle importancia al chasco. Mr. Holohan entraba al camerino a cada rato trayendo noticias de la taquilla. Los artistas hablaban entre ellos, nerviosos, mirando de vez en cuando al espejo y enrollando y desenrollando sus partituras. Cuando eran casi las ocho y media la poca gente que había en el teatro comenzó a expresar el deseo de que empezara la función. Mr. Fitzpatrick subió a escena, sonriendo inexpresivo al público, para decirles:

—Bueno, y ahora, señoras y señores, supongo que es mejor que empiece la fiesta.

Mrs. Keamey recompensó su vulgarísima expresión final con una rápida mirada despreciativa y luego le dijo a su hija para animarla:

—¿Estás lista, tesoro?

Cuando tuvo la oportunidad llamó a Mr. Holohan aparte y le preguntó que qué significaba aquello. Mr. Holohan le respondió que él no sabía. Le explicó que el comité había cometido un error en dar tantos conciertos: cuatro conciertos eran demasiados conciertos.

—¡Y con qué «artistas»! —dijo Mrs. Kearney—. Claro que hacen lo que pueden, pero no son nada buenos.

Mr. Holohan admitió que los «artistas» eran malos, pero el comité, dijo, había decidido dejar que los tres primeros conciertos salieran como pudieran y reservar lo bueno para la noche del sábado. Mrs. Kearney no dijo nada, pero, como las mediocridades se sucedían en el estrado y el público disminuía cada vez, comenzó a lamentarse de haber puesto todo su empeño en semejante velada. No le gustaba en absoluto el aspecto de aquello y la estúpida sonrisa de Mr. Fitzpatrick la irritaba de veras. Sin embargo, se calló la boca y decidió esperar a ver cómo acababa todo. El concierto se extinguió poco antes de las diez y todo el mundo se fue a casa corriendo.

El concierto del jueves tuvo mejor concurrencia, pero Mrs. Kearney se dio cuenta enseguida de que el teatro estaba lleno de balde. El público se comportaba sin el menor recato, como si el concierto fuera un último ensayo informal. Mr. Fitzpatrick parecía divertirse mucho; y no estaba en lo más mínimo consciente de que Mrs. Kearney, furiosa, tomaba nota de su conducta. Se paraba él junto a las bambalinas y de vez en cuando sacaba la cabeza para intercambiar risas con dos amigotes sentados en el extremo del balcón. Durante la tanda Mrs. Kearney se enteró de que se iba a cancelar el concierto del viernes y que el comité movería cielo y tierra para asegurarse de que el concierto del sábado fuera un lleno completo. Cuando oyó decir esto buscó a Mr. Holohan. Lo pescó mientras iba cojeando con un vaso de limonada para una jovencita y le preguntó si era cierto. Sí, era cierto.

—Pero, naturalmente, eso no altera el contrato —dijo ella—. El contrato es por cuatro conciertos.

Mr. Holohan parecía estar apurado; le aconsejó que hablara con Mr. Fitzpatrick. Mrs. Kearney comenzó a alarmarse entonces. Sacó a Mr. Fitzpatrick de su bambalina y le dijo que su hija había firmado por cuatro conciertos y que, naturalmente, de acuerdo con los términos del contrato ella recibiría la suma estipulada originalmente, diera o no la Sociedad cuatro conciertos. Mr. Fitzpatrick, que no se dio cuenta del punto en cuestión enseguida, parecía incapaz de resolver la dificultad y dijo que trasladaría el problema al comité. La ira de Mrs. Kearney comenzó a revolotearle en las mejillas y tuvo que hacer lo imposible para no preguntar:

—¿Y quién es este
comidé
, hágame el favor?

Pero sabía que no era digno de una dama hacerlo: por eso se quedó callada.

El viernes por la mañana enviaron a unos chiquillos a que repartieran volantes por las calles de Dublín. Anuncios especiales aparecieron en todos los diarios de la tarde recordando al público amante de la buena música el placer que les esperaba a la noche siguiente. Mrs. Kearney se sintió más alentada pero pensó que era mejor confiar sus sospechas a su marido. Le prestó atención y dijo que sería mejor que la acompañara el sábado por la noche. Ella estuvo de acuerdo. Respetaba a su esposo como respetaba a la oficina de correos, como algo grande, seguro, inamovible; y aunque sabía que era escaso de ideas, apreciaba su valor como hombre, en abstracto. Se alegró de que él hubiera sugerido ir al concierto con ella. Pasó revista a sus planes.

Vino la noche del gran concierto. Mrs. Kearney, con su esposo y su hija, llegó a las Antiguas Salas de Concierto tres cuartos de hora antes de la señalada para comenzar. Tocó la mala suerte que llovía. Mrs. Keamey dejó las ropas y las partituras de su hija al cuidado de su marido y recorrió todo el edificio buscando a Mr. Holohan y a Mr. Fitzpatrick. No pudo encontrar a ninguno de los dos. Les preguntó a los ujieres si había algún miembro del comité en el público, y, después de mucho trabajo, un ujier se apareció con una mujercita llamada Miss Beirne, a quien Mrs. Kearney explicó que quería ver a uno de los secretarios. Miss Beirne los esperaba de un momento a otro y le preguntó si podía hacer algo por ella. Mrs. Kearney escrutó a aquella mujercita que tenía una doble expresión de confianza en el prójimo y de entusiasmo atornillada a su cara, y le respondió:

—¡No, gracias!

La mujercita esperaba que hicieran una buena entrada. Miró la lluvia hasta que la melancolía de la calle mojada borró el entusiasmo y la confianza de sus facciones torcidas. Luego exhaló un suspirito y dijo:

—¡Ah, bueno, se hizo lo que se pudo, como usted sabe!

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