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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

Dublineses (18 page)

Dichos caballeros y uno de los sacristanes lo subieron y lo depositaron de nuevo en el piso del bar. Enseguida lo rodeó un corro masculino. El dueño del bar preguntó que quién era y que quién estaba con él. Nadie sabía quién era pero uno de los sacristanes dijo que él le sirvió un roncito al caballero.

—¿Y estaba solo? —preguntó el dueño.

—No, señor. Habían otros dos caballeros con él.

—¿Y dónde se han metido?

Nadie sabía; una voz dijo:

—Aire, aire, que se ha desmayado.

El círculo de espectadores se dilató y encogió, elástico. Una oscura medalla de sangre se había formado cerca de la cabeza del individuo sobre el piso teselado. El dueño, alarmado por la palidez grisácea de la cara de aquel hombre, mandó a buscar un policía.

Le zafaron el cuello y la corbata. Abrió los ojos un momento, suspiró y los volvió a cerrar. Uno de los caballeros que lo llevaron arriba sostenía un abollado sombrero de copa en la mano. El dueño preguntó repetidas veces si alguien sabía quién era el lesionado o dónde habían ido a parar sus amigos. La puerta del bar se abrió y entró un inmenso policía. Un gentío que lo venía siguiendo desde el callejón se agrupó a la entrada, luchando por mirar hacia el interior a través de los cristales.

El dueño contó enseguida lo que sabía. El policía —joven y de facciones toscas, inmóviles— escuchaba. Movía lentamente la cabeza de derecha a izquierda y del dueño al individuo en el suelo, como si temiera ser víctima de una alucinación. Luego se quitó un guante, sacó un librito del cinturón, le chupó la punta a su lápiz y, dejó ver que estaba listo para levantar acta. Preguntó con un sospechoso acento de provincias:

—¿Quién es este hombre? ¿Cómo se llama y dónde vive?

Un joven en traje de ciclista se abrió paso por entre los espectadores. Se arrodilló rápido junto al herido y pidió agua. El policía se arrodilló también a ayudar. El joven lavó la sangre de la boca del herido y luego pidió un poco de brandy. El policía repitió la orden con voz autoritaria hasta que vino corriendo un sacristán con un vaso. Le forzaron el brandy por el gaznate. En unos instantes el hombre abrió los ojos y miró a su alrededor. Observó el corro de caras y luego, al comprender, trató de ponerse en pie.

—¿Ya se siente bien? —le preguntó el joven vestido de ciclista.

—Bah, na'a —dijo el herido, tratando de levantarse.

Lo ayudaron a ponerse en pie. El dueño dijo algo de un hospital y algunos hicieron sugerencias. Le colocaron la estropeada chistera en la cabeza. El policía preguntó:

—¿Dónde vive usted?

El hombre, sin responder, empezó a torcerse las puntas del bigote. No le daba importancia al accidente. No era nada, dijo: un simple percance. Tenía la lengua pastosa.

—¿Dónde vive usted? —repitió el policía.

El hombre dijo que le estaban buscando un ¿coche. Mientras discutían el asunto, un hombre alto, ágil y rubio que llevaba un largo gabán amarillo vino del extremo del bar. Al ver el espectáculo llamó:

—¡Hola, Tom, viejo! ¿Qué ocurre?

—Bah, na'a —dijo el hombre.

El recién llegado inspeccionó la deplorable figura que tenía delante y se volvió después al policía para decir:

—Está bien, vigilante. Yo lo llevo a su casa.

El policía se tocó el casco con la mano y respondió:

—¡Muy bien, Mr. Power!

—Vamos, Tom —dijo Mr. Power, cogiendo a su amigo por un brazo—. ¿Qué, ningún hueso roto? ¿Puedes caminar?

El joven vestido de ciclista cogió al hombre por el otro brazo y la gente se dispersó.

—¿Cómo te metiste en este lío? —preguntó Mr. Power.

—El señor rodó escaleras abajo —dijo el joven.

—L'ejoy 'uy aga'ejío, je'or —dijo el lesionado.

—No hay por qué.

—¿A'go'íamos 'omar algo…?

—Ahora no. Ahora no.

Los tres hombres salieron del bar y la gente se escurrió por las puertas rumbo al callejón. El dueño llevó al policía hasta la escalera para que inspeccionara el lugar del accidente. Ambos estuvieron de acuerdo en que al caballero se le fueron los pies con toda seguridad. Los clientes regresaron al mostrador y el sacristán se dispuso a quitar las manchas de sangre del piso.

Cuando salieron a Grafton Street, Mr. Power silbó a un espontáneo. El lesionado dijo de nuevo, tan bien como pudo:

—'e'j'oy' 'uy a'a'ejí'o, je'or. E'e'o 'j'e'og 'eamog 'e nue'o. Mi 'o'e e' Kernan.

El susto y el dolor incipiente lo habían vuelto a medias sobrio.

—No hay de qué —dijo el joven.

Se dieron la mano. Alzaron a Mr. Keman al coche y, mientras Power le daba la dirección al cochero, expresó su gratitud al joven y lamentó que no pudieran tomar un trago.

—En otra ocasión —dijo el joven.

El coche partió rumbo a Westmoreland Street. Cuando pasó la Oficina del Lastre, eran las nueve y media en el reloj. Un cortante viento del este los azotó desde la boca del río. Mr. Kernan se había hecho un ovillo contra el frío. Su amigo le pidió que le explicara cómo ocurrió el accidente.

—No pue'o —respondió—. Me go'é'a'engua.

—Déjame ver.

El otro se inclinó hacia delante para mirar el interior de la boca de Mr. Kernan, pero no vio nada. Encendió un fósforo y, protegiéndolo con la mano, miró de nuevo dentro de la boca que Mr. Kernan abría obediente. El movimiento del carro acercaba y alejaba el fósforo a la boca abierta. Los dientes de abajo y las encías estaban cubiertas con sangre coagulada, y al parecer se había cortado un minúsculo segmento de la lengua de una mordida. El fósforo se apagó.

—Se ve muy feo —dijo Mr. Power.

—Nah, no e' na'a —dijo Mr. Kernan, cerrando la boca, tapándose el cuello con las sucias solapas del abrigo.

Mr. Kernan era un viajante comercial de la vieja escuela que creía en la dignidad de su oficio. No se le veía nunca en la ciudad sin una chistera más o menos decente y un par de polainas. Gracias a estos adminículos, decía, siempre puede uno hacer un buen efecto. Continuaba así la tradición de su napoleón, el gran Blackwhite, cuya memoria evocaba a menudo con imitaciones y anécdotas. Había escapado hasta ahora a los métodos comerciales modernos manteniendo una pequeña oficina en Crowe Street que tenía el nombre y la dirección de la firma en la cortina —London, E.C.— En la oficina y sobre la repisa se alineaba un pelotón de potes y sobre la mesa frente a la ventana había habitualmente cuatro o cinco boles mediados con un líquido negro. Mr. Kernan usaba estos boles para probar el té. Bebía un sorbo, lo mantenía en la boca para saturarse el paladar y luego lo escupía en la chimenea. Después, hacía una pausa pericial.

Mr. Power, mucho más joven, era empleado de la oficina de la gendarmería real en Dublin Castle. La curva de su ascenso social cortaba la curva del descenso de su amigo, pero la decadencia de Mr. Kernan la mitigaba el hecho de que los amigos que lo conocieron en su apogeo todavía lo estimaban como personaje. Mr. Power era uno de esos amigos. Sus. deudas inexplicables eran la comidilla de su círculo, que lo tenía por un hombre de mundo.

El coche se detuvo frente a una pequeña casa en la carretera de Glasnevin y Mr. Kernan fue ayudado a entrar en su casa. Su esposa lo acostó mientras Mr. Power se sentaba en la cocina preguntándoles a los niños a qué escuela iban y por qué lección iban. Los niños —dos hembras y un varón— conscientes de la desvalidez del padre y de la ausencia de la madre, se pusieron a jugar con Mr. Power. Se sorprendió éste de sus modales y de su acento y se quedó pensativo. Al rato entró Mrs. Kernan en la cocina exclamando:

—¡Qué aspecto! ¡Ay, un día se va a matar y será para nosotros el acabose! Lleva bebiendo desde el viernes.

Mr. Power tuvo cuidado de explicarle que él no era culpable, que había pasado por el sitio de casualidad. Mrs. Kernan, recordando sus buenos oficios en las peleas domésticas y también muchos pequeños, pero oportunos préstamos, le dijo:

—Oh, no tiene usted que decírmelo, Mr. Power. Ya sé que es usted un buen amigo, no como esos otros. ¡Esos amigotes muy buenos cuando éste tiene dinero para alejarlo de su mujer y de la familia! ¿Con quién estaba esta noche? Me gustaría saberlo.

Mr. Power movió la cabeza pero no dijo nada.

—Cuánto siento —siguió ella— no tener nada para ofrecerle. Pero si espera un minuto mandaré por algo a Fogartys, aquí al doblar.

Mr. Power se puso en pie.

—Estábamos esperando a que regresara con el dinero. Nunca se acuerda de que tiene una casa, por lo que se ve.

—Ah, vamos, Mrs. Kernan —dijo Mr. Power—, ya conseguiremos hacer que doble la hoja. Voy a hablarle a Martin. Es el indicado. Vendremos para acá una de estas noches a convencerlo.

Lo acompañó hasta la puerta. El cochero zapateaba por la acera, moviendo los hombros para calentarse.

—Muy amable de su parte haberlo traído —dijo ella.

—No hay de qué —dijo Mr. Power.

Subió al coche. Al irse se quitó el sombrero, jovial.

—Vamos a hacer de él un hombre nuevo —le dijo—. Buenas noches, Mrs. Kernan.

Los intrigados ojos de Mrs. Kernan siguieron al coche hasta que se perdió de vista. Luego, bajó los ojos, entró en la casa y vació los bolsillos a su marido.

Era una mujer de mediana edad, activa y práctica. No hacía mucho que había celebrado sus bodas de plata, reconciliándose con su esposo bailando con él acompañada al piano por Mr. Power. Cuando eran novios Mr. Keman le pareció una figura que no dejaba de tener donaire, y todavía hoy se iba corriendo a la capilla cada vez que oía que había boda y, al ver a los contrayentes, se recordaba con vivo placer saliendo de la iglesia Stella Maris, en Sandymount, apoyada del brazo de un hombre jovial y bien alimentado, que vestía con elegancia levita y pantalones lavanda y balanceaba graciosamente una chistera sobre el otro brazo. A las tres semanas ya encontraba aburrida la vida de casada y, más tarde, cuando empezaba a encontrarla insoportable, quedó encinta. El papel de madre no le presentó dificultades insuperables y durante veinticinco años fue una astuta ama de casa. Sus dos hijos mayores estaban encarrilados. Uno trabajaba en una retacería de Glasgow y el otro era empleado de un importador de té en Belfast. Eran buenos hijos que le escribían regularmente y a veces le mandaban dinero. Los otros hijos estaban todavía en la escuela.

Al día siguiente Mr. Kernan envió una carta a la oficina y se quedó en cama. Le hizo ella un caldo de vaca y lo regañó como era debido. Ella aceptaba su frecuente embriaguez como resultado del clima, lo atendía como era debido cuando estaba descompuesto y trataba siempre de que tomara su desayuno. Había maridos peores. Nunca se le vio violento desde que los niños crecieron y sabía que era capaz de caminar al otro extremo de la ciudad de ida y vuelta para tomar una orden por exigua que fuera.

Dos noches más tarde sus amigos vinieron a verlo. Ella los trajo al cuarto impregnado de un olor particular, y los sentó junto al fuego. La lengua de Mr. Kernan, que las punzadas ocasionales habían vuelto algo irritable durante el día, se hizo más comedida. Se sentó en la cama sostenido por almohadas y el escaso color de su cara abotargada la asemejaba a la ceniza viva. Se excusó con sus amigos por el cuarto en desorden, pero al mismo tiempo los enfrentó con mirada desafiante: orgullo de veterano.

No estaba consciente en absoluto de que era víctima de un complot que sus amigos, Mr. Cunningham, Mr. M'Coy y Mr. Power habían revelado a Mrs. Kernan en la sala. Fue idea de Mr. Power, pero su realización estaba a cargo de Mr. Cunningham. Mr. Kernan era de origen protestante y, aunque se convirtió a la fe católica cuando su matrimonio, no había pertenecido al gremio de la Iglesia en los últimos veinte años. Era dado, además, a lanzar indirectas al catolicismo.

Mr. Cunningham era el hombre indicado como colega mayor de Mr. Power que era. Su misma vida doméstica no era precisamente feliz. La gente le tenía mucha pena porque se sabía que estaba casado con una mujer poco presentable que era una borracha perdida. Le había puesto casa seis veces; y, en cada ocasión, ella había empeñado los muebles.

Todo el mundo respetaba al pobre Martin Cunningham. Era hombre cabal y sensato, influyente, inteligente. El acero de su sabiduría humanista —una astucia natural especializada y experimentada frecuentando por largo tiempo los casos ante las cortes de justicia—, estaba templado con breves inmersiones en las aguas de la filosofía en general. Estaba bien informado. Sus amigos se inclinaban ante sus opiniones y consideraban que su cara se parecía a la de Shakespeare.

Cuando hicieron a Mrs. Kernan partícipe del complot, ésta dijo:

—Dejo el asunto en sus manos, Mr. Cunningham.

Después de un cuarto de siglo de vida matrimonial le quedaban muy pocas ilusiones. La religión era un hábito para ella y sospechaba que un hombre de la edad de su esposo no cambiaría gran cosa antes de morir. Se veía tentada a ver el accidente como curiosamente apropiado y, si no fuera porque no quería parecer sanguinaria, le hubiera dicho a este señor que la lengua de Mr. Kernan no sufriría porque se la recortaran. Sin embargo, Mr. Cunningham era un hombre capacitado; y la religión es siempre la religión. El ardid podría resultar beneficioso y, al menos, daño no haría. Sus creencias no eran extravagantes. Creía ella firmemente en el Sagrado Corazón como la más útil, en general, de todas las devociones católicas y aprobaba los sacramentos. Su fe estaba limitada por sus pucheros pero, de proponérselo, habría podido creer en la
banshee
, esa némesis irlandesa, y en el Espíritu Santo.

Los caballeros empezaron a hablar del accidente. Mr. Cunningham dijo que él había conocido una vez un caso similar. Un sexagenario se cortó un pedazo de lengua de una mordida durante un ataque epiléptico y la lengua le creció de nuevo y no se le notaba ni rastro de la mordida.

—Muy bien, pero yo no soy un sexagenario.

—Ni que Dios lo quiera.

—¿No te duele? —preguntó Mr. M'Coy.

Mr. M'Coy fue antes un tenor de cierta reputación. Su esposa, que había sido soprano, todavía daba clases de piano a niños a precios módicos. Su línea de la vida no había sido la distancia más corta entre dos puntos, y por breves períodos de tiempo se había visto obligado a vivir como caballero de industria. Había sido empleado de los ferrocarriles de Midland, agente de anuncios para
The Irish Times
y para
The Freeman's Journal
, comisionista de una firma de carbón, investigador privado, empleado de la oficina del vice-alguacil, y hace poco que lo habían nombrado secretario del fiscal forense municipal. Su nuevo cargo lo obligaba a interesarse profesionalmente en el caso de Mr. Kernan.

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