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Authors: James Joyce

Tags: #Relato

Dublineses (22 page)

—Ah, vamos, Mr. Browne, estoy segura de que el médico nunca le recetará una cosa así.

Mr. Browne tomó otro sorbo de su whisky y dijo con una mueca ladeada:

—Bueno, ustedes saben, yo soy como Mrs. Cassidy, que dicen que dijo: «Vamos, Mary Grimes, si no tomo dámelo tú, que es que lo necesito».

Su cara acalorada se inclinó hacia adelante en gesto demasiado confidente y habló imitando un dejo de Dublín tan bajo que las muchachas, con idéntico instinto, escucharon su dicho en silencio. Miss Furlong, que era una de las alumnas de Mary Jane, le preguntó a Miss Daly cuál era el nombre de ese vals tan lindo que acababa de tocar, y Mr. Browne, viendo que lo ignoraban, se volvió prontamente a los jóvenes, que podían apreciarlo mejor.

Una muchacha de cara roja y vestido violeta entró en el cuarto, dando palmadas excitadas y gritando:

—¡Contradanza! ¡Contradanza!

Pisándole los talones entró tía Kate, llamando:

—¡Dos caballeros y tres damas, Mary Jane!

—Ah, aquí están Mr. Bergin y Mr. Kerrigan —dijo Mary Jane.

—Mr. Kerrigan, ¿quiere usted escoltar a Miss Power? Miss Furlong, ¿puedo darle de pareja a Mr. Bergin? Ah, ya está bien así.

—Tres damas, Mary Jane —dijo tía Kate.

Los dos jóvenes les pidieron a sus damas que si podrían tener el gusto y Mary Jane se volvió a Miss Daly:

—Oh, Miss Daly, fue usted tan condescendiente al tocar las dos últimas piezas, pero, realmente, estamos tan cortas de mujeres esta noche…

—No me molesta en lo más mínimo, Miss Morkan.

—Pero le tengo un compañero muy agradable, Mr. Bartell D'Arcy, el tenor. Después voy a ver si canta. Dublín entero está loco por él.

—¡Bella voz, bella voz! —dijo la tía Kate.

Cuando el piano comenzaba por segunda vez el preludio de la primera figura, Mary Jane sacó a sus reclutas del salón rápidamente. No acababan de salir cuando entró al cuarto Julia, lentamente, mirando hacia atrás por algo.

—¿Qué pasa, Julia? —preguntó tía Kate, ansiosa—. ¿Quién es?

Julia, que cargaba una pila de servilletas, se volvió a su hermana y dijo, simplemente, como si la pregunta la sorprendiera:

—No es más que Freddy, Kate, y Gabriel que viene con él.

De hecho detrás de ella se podía ver a Gabriel piloteando a Freddy Malins por el rellano de la escalera. El último, que tenía unos cuarenta años, era de la misma estatura y del mismo peso de Gabriel, pero de hombros caídos. Su cara era mofletuda y pálida, con toques de color sólo en los colgantes lóbulos de las orejas y en las anchas aletas nasales. Tenía facciones toscas, nariz roma, frente convexa y alta y labios hinchados y protuberantes. Los ojos de párpados pesados y el desorden de su escaso pelo le hacían parecer soñoliento. Se reía con ganas de un cuento que le venía haciendo a Gabriel por la escalera, al mismo tiempo que se frotaba un ojo con los nudillos del puño izquierdo.

—Buenas noches, Freddy —dijo tía Julia.

Freddy Malins dio las buenas noches a las señoritas Morkan de una manera que pareció desdeñosa a causa del tono habitual de su voz y luego, viendo que Mr. Browne le sonreía desde el aparador, cruzó el cuarto con paso vacilante y empezó de nuevo el cuento que acababa de hacerle a Gabriel.

—No se ve tan mal, ¿no es verdad? —dijo la tía Kate a Gabriel.

Las cejas de Gabriel venían fruncidas, pero las despejó enseguida para responder:

—Oh, no, ni se le nota.

—¡Es un terrible! —dijo ella—. Y su pobre madre que lo obligó a hacer una promesa el Fin de Año. Pero, por qué no pasamos al salón, Gabriel.

Antes de dejar el cuarto con Gabriel, tía Kate le hizo señas a Mr. Browne, poniendo mala cara y sacudiendo el dedo índice. Mr. Browne asintió y, cuando ella se hubo ido, le dijo a Freddy Malins:

—Vamos a ver, Teddy, que te voy a dar un buen vaso de limonada para entonarte.

Freddy Malins, que estaba acercándose al desenlace de su cuento, rechazó la oferta con un gesto impaciente, pero Mr. Browne, después de haberle llamado la atención sobre lo desgarbado de su atuendo, le llenó un vaso de limonada y se lo entregó. Freddy Malins aceptó el vaso mecánicamente con la mano izquierda, mientras que su mano derecha se encargaba de ajustar sus ropas mecánicamente. Mr. Browne, cuya cara se colmaba de regocijadas arrugas, se llenó un vaso de whisky mientras Freddy Malins estallaba, antes de llegar al momento culminante de su historia, en una explosión de carcajadas bronquiales y, dejando a un lado su vaso rebosado sin tocar, empezó a frotarse los nudillos de su mano izquierda sobre un ojo, repitiendo las palabras de su última frase cuando se lo permitía el ataque de risa.

Gabriel no soportaba la pieza que tocaba ahora Mary Jane, tan académica, llena de
glissandi
y de pasajes difíciles para un público respetuoso. Le gustaba la música, pero la pieza que ella tocaba no tenía melodía, según él, y dudaba que la tuviera para los demás oyentes, aunque le hubieran pedido a Mary Jane que les tocara algo. Cuatro jóvenes, que vinieron del refectorio a pararse en la puerta tan pronto como empezó a sonar el piano, se alejaron de dos en dos y en silencio después de unos acordes. Las únicas personas que parecían seguir la música eran Mary Jane, cuyas manos recorrían el teclado o se alzaban en las pausas como las de una sacerdotisa en una imprecación momentánea, y tía Kate, de pie a su lado volteando las páginas.

Los ojos de Gabriel, irritados por el piso que brillaba encerado debajo del macizo candelabro, vagaron hasta la pared sobre el piano. Colgaba allí un cromo con la escena del balcón de
Romeo y Julieta
, junto a una reproducción del asesinato de los principitos en la Torre que tía Julia había bordado en lana roja, azul y carmelita cuando niña. Probablemente les enseñaban a hacer esa labor en la escuela a que fueron de niñas, porque una vez su madre le bordó, para cumpleaños, un chaleco en tabinete púrpura con cabecitas de zorro, festoneado de raso castaño y con botones redondos imitando moras. Era raro que su madre no tuviera talento musical porque tía Kate acostumbraba a decir que era el cerebro de la familia Morkan. Tanto ella como Julia habían parecido siempre bastante orgullosas de su hermana, tan matriarcal y tan seria. Su fotografía se veía delante del tremó. Tenía un libro abierto sobre las rodillas y le señalaba algo en él a Constantine que, vestido de marino, estaba tumbado a sus pies. Fue ella quien puso nombre a sus hijos, sensible como era al protocolo familiar. Gracias a ella, Constantine era ahora el cura párroco de Balbriggan y, gracias a ella, Gabriel pudo graduarse en la Universidad Real. Una sombra pasó sobre su cara al recordar su amarga oposición a su matrimonio. Algunas frases peyorativas que usó vibraban todavía en su memoria; una vez dijo que Gretta era una rubia rural y no era verdad, nada. Fue Gretta quien la atendió solícita durante su larga enfermedad final en la casa de Monkstown.

Sabía que Mary Jane debía de andar cerca del final de la pieza porque estaba tocando otra vez la melodía del comienzo con sus escalas sucesivas después de cada compás y mientras esperó a que acabara, el resentimiento se extinguió en su corazón. La pieza terminó con un trino de octavas agudas y una octava final grave. Atronadores aplausos acogieron a Mary Jane al ruborizarse mientras enrollaba nerviosamente la partitura y salió corriendo del salón. Las palmadas más fuertes procedían de cuatro muchachones parados en la puerta, los mismos que se fueron a refrescar cuando empezó la pieza y que regresaron tan pronto el piano se quedó callado.

Alguien organizó una danza de lanceros y Gabriel se encontró de pareja con Miss Ivors. Era una damita franca y habladora, con cara pecosa y grandes ojos castaños. No llevaba escote y el largo broche al frente del cuello tenía un motivo irlandés.

Cuando ocuparon sus puestos ella dijo de pronto:

—Tiene usted una cuenta pendiente conmigo.

—¿Yo? —dijo Gabriel.

Ella asintió con gravedad.

—¿Qué cosa es? —preguntó Gabriel, sonriéndose ante su solemnidad.

—¿Quién es G. C.? —respondió Miss Ivors, volviéndose hacia él.

Gabriel se sonrió y ya iba a fruncir las cejas, como si no hubiera entendido, cuando ella le dijo abiertamente:

—¡Ay, inocente Amy! Me enteré de que escribe usted para el
Daly Express
. Y bien, ¿no le da vergüenza?

—¿Y por qué me iba a dar? —preguntó Gabriel, pestañeando, tratando de sonreír.

—Bueno, a

me da pena —dijo Miss Ivors con franqueza—. Y pensar que escribe usted para ese bagazo. No sabía que se había vuelto usted pro-inglés.

Una mirada perpleja apareció en el rostro de Gabriel. Era verdad que escribía una columna literaria en el
Daily Express
los miércoles. Pero eso no lo convertía en pro-inglés. Los libros que le daban a criticar eran casi mejor bienvenidos que el mezquino cheque, ya que le deleitaba palpar la cubierta y hojear las páginas de un libro recién impreso. Casi todos los días, no bien terminaba las clases en el instituto, solía recorrer el malecón en busca de las librerías de viejo, y se iba a Hickey's en el Paseo del Soltero y a Webb's o a Massey's en el muelle de Aston o a O'Clohissey's en una calle lateral. No supo cómo afrontar la acusación. Le hubiera gustado decir que la literatura está muy por encima de los trajines políticos. Pero eran amigos de muchos años, con carreras paralelas en la universidad primero y después de maestros: no podía, pues, usar con ella una frase pomposa. Siguió pestañeando y tratando de sonreír hasta que murmuró apenas que no veía nada político en hacer crítica de libros.

Cuando les llegó el turno de cruzarse todavía estaba distraído y perplejo. Miss Ivors tomó su mano en un apretón cálido y dijo en tono suavemente amistoso:

—Por supuesto, no es más que una broma. Venga, que nos toca cruzar ahora.

Cuando se juntaron de nuevo ella habló del problema universitario y Gabriel se sintió más cómodo. Un amigo le había enseñado a ella su crítica de los poemas de Browning. Fue así como se enteró del secreto: pero le gustó muchísimo la crítica. De pronto dijo:

—Oh, Mr. Conroy, ¿por qué no viene en nuestra excursión a la isla de Arán este verano? Vamos a pasar allá un mes. Será espléndido estar en pleno Atlántico. Debía venir. Vienen Mr. Clancy y Mr. Kilkely y Kathleen Kearney. Sería formidable que Gretta viniera también. Ella es de Connacht, ¿no?

—Su familia —dijo Gabriel, corto.

—Pero vendrán los dos, ¿no es así? —dijo Miss Ivors, posando una mano cálida sobre su brazo, ansiosa.

—Lo cierto es que —dijo Gabriel— yo he quedado en ir…

—¿A dónde? —preguntó Miss Ivors.

—Bueno, ya sabe usted que todos los años hago una gira ciclística con varios compañeros, así que…

—Pero, ¿por dónde? —preguntó Miss Ivors.

—Bueno, casi siempre vamos por Francia o Bélgica, tal vez por Alemania —dijo Gabriel torpemente.

—¿Y por qué va usted a Francia y a Bélgica —dijo Miss Ivors— en vez de visitar su propio país?

—Bueno —dijo Gabriel—, en parte para mantenerme en contacto con otros idiomas y en parte por dar un cambio.

—¿Y no tiene usted su propio idioma con que mantenerse en contacto, el irlandés? —le preguntó Miss Ivors.

—Bueno —dijo Gabriel—, en ese caso el irlandés no es mi lengua, como sabe.

Sus vecinos se volvieron a escuchar el interrogatorio. Gabriel miró a diestra y siniestra, nervioso, y trató de mantener su buen humor durante aquella inquisición que hacía que el rubor le invadiera la frente.

—¿Y no tiene usted su tierra natal que visitar —siguió Miss Ivors—, de la que no sabe usted nada, su propio pueblo, su patria?

—Pues a decir verdad —replicó Gabriel súbitamente—, estoy harto de este país, ¡harto!

—¿Y por qué? —preguntó Miss Ivors.

Gabriel no respondió: su réplica lo había alterado.

—¿Por qué? —repitió Miss Ivors.

Tenían que hacer la ronda de visitas los dos ahora y, como todavía no había él respondido, Miss Ivors le dijo, muy acalorada:

—Por supuesto, no tiene qué decir.

Gabriel trató de ocultar su agitación entregándose al baile con gran energía. Evitó los ojos de ella porque había notado una expresión agria en su cara. Pero cuando se encontraron de nuevo en la cadena, se sorprendió al sentir su mano apretar firme la suya. Ella lo miró de soslayo con curiosidad momentánea hasta que él sonrió. Luego, como la cadena iba a trenzarse de nuevo, ella se alzó en puntillas y le susurró al oído:

—¡Pro-inglés!

Cuando la danza de lanceros acabó, Gabriel se fue al rincón más remoto del salón donde estaba sentada la madre de Freddy Malins. Era una mujer rechoncha y fofa y blanca en canas. Tenía la misma voz tomada de su hijo y tartamudeaba bastante. Le habían asegurado que Freddy había llegado y que estaba bastante bien. Gabriel le preguntó si tuvo una buena travesía. Vivía con su hija casada en Glasgow y venía a Dublín de visita una vez al año. Respondió plácidamente que había sido un viaje muy lindo y que el capitán estuvo de lo más atento. También habló de la linda casa que su hija tenía en Glasgow y de los buenos amigos que tenían allá. Mientras ella le daba a la lengua Gabriel trató de desterrar el recuerdo del desagradable incidente con Miss Ivors. Por supuesto que la muchacha o la mujer o lo que fuese era una fanática, pero había un lugar para cada cosa. Quizá no debió él responderle como lo hizo. Pero ella no tenía derecho a llamarlo pro inglés delante de la gente, ni aun en broma. Trató de hacerlo quedar en ridículo delante de la gente, acuciándolo y clavándole sus ojos de conejo.

Vio a su mujer abriéndose paso hacia él por entre las parejas que valsaban. Cuando llegó a su lado le dijo al oído:

—Gabriel, tía Kate quiere saber si no vas a trinchar el ganso como de costumbre. Miss Daly va a cortar el jamón y yo voy a ocuparme del pudín.

—Está bien —dijo Gabriel.

—Van a dar de comer primero a los jóvenes, tan pronto como termine este vals, para que tengamos la mesa para nosotros solos.

—¿Bailaste? —preguntó Gabriel.

—Por supuesto. ¿No me viste? ¿Tuviste tú unas palabras con Molly Ivors por casualidad?

—Ninguna. ¿Por qué? ¿Dijo ella eso?

—Más o menos. Estoy tratando de hacer que Mr. D'Arcy cante algo. Me parece que es de lo más vanidoso.

—No cambiamos palabras —dijo Gabriel, irritado—, sino que ella quería que yo fuera a Irlanda del oeste, y le dije que no.

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