Eichmann en Jerusalén. Un estudio acerca de la banalidad del mal (2 page)

La obra además, tiende puentes permanentes con el terrorismo de estado que hemos padecido en nuestro país, como cuando aborda el papel cumplido por las distintas agencias y corporaciones (Iglesias, partidos políticos, universidades, medios de comunicación, etc.) frente a dicho fenómeno, o bien al pronosticar fatídicamente que los totalitarismos modernos no conceden a sus enemigos la muerte del mártir, sino la simple, silenciosa y anónima
desaparición
.

En definitiva, la obra contiene profundas reflexiones sobre temas filosóficos y jurídico-penales que son universales y al mismo tiempo de una tremenda actualidad dado el pasado reciente de nuestra vida institucional latinoamericana, y que lo convierten, creemos, en una obra de lectura ineludible no ya para el jurista, sino para el ciudadano común, tan expuesto hoy en día a discursos indiferentes y hasta contrarios a la vigencia de los derechos humanos y al sostenimiento del Estado de Derecho.

Daniel Rafecas.

ADVERTENCIA PRELIMINAR

La presente obra es una edición corregida y aumentada del libro publicado en mayo de 1963.

El relato aquí contenido apareció por primera vez en febrero y marzo de 1963, ligeramente abreviado, en las páginas del
New Yorker
, que me pidió informar a sus lectores del curso del juicio de Eichmann, celebrado en Jerusalén el año 1961. Escribí este libro durante el verano y el otoño de 1962, terminándolo en el mes de noviembre de dicho año, mientras me encontraba en el Centro de Estudios Superiores de la Wesleyan University en calidad de profesora invitada.

Las revisiones efectuadas en la presente edición se centran en unos cuantos errores técnicos, ninguno de los cuales altera el análisis efectuado en el texto primitivo, ni tampoco los hechos en él contenidos. El relato objetivo de los acontecimientos relatados en la presente obra todavía no ha sido fijado en todos sus detalles, y existen algunos puntos sobre los que jamás se conseguirá información fidedigna que pueda sustituir las actuales conjeturas de las personas mejor informadas al respecto. Así vemos que el número de judíos víctimas de la «solución definitiva» no es más que una conjetura ―entre cuatro millones y medio y seis millones― que no ha podido ser comprobada, y lo mismo ocurre con el número de víctimas judías correspondientes a cada uno de los distintos países en que fueron sacrificadas. Tras la publicación de esta obra, se descubrieron nuevos datos, especialmente en Holanda, pero en realidad no alteran los hechos fundamentales, considerados de un modo global.

La mayor parte de las adiciones también tienen carácter técnico, ya sea para aclarar un punto concreto, para revelar nuevos hechos, o, en algunos casos, para citar las distintas fuentes de información. Estas nuevas fuentes constan en las páginas dedicadas a la bibliografía del caso, y se analizan en el nuevo Post Scríptum, dedicado a las controversias a que la publicación del presente texto dio lugar. Abstracción hecha del Post Scríptum, la única adición de carácter no técnico es la que se refiere a la conspiración contra Hitler, del 20 de julio de 1944, que había mencionado incidentalmente en la versión original. En conjunto, el contenido de este libro en nada modifica la primera versión que di de los hechos en él relatados.

Quiero hacer constar mi agradecimiento a Richard y Clara Winston, por la ayuda que me prestaron en la preparación del post scríptum de la presente edición.

¡Oh, Alemania!

Quien solo oiga los discursos

que de ti nos llegan, se reirá.

Pero quien vea lo que haces,

echará mano al cuchillo.

BERTOLT BRECHT

1
AUDIENCIA PÚBLICA

Beth Hamishpath
, audiencia pública, estas palabras que el ujier gritó a todo pulmón, para anunciar la llegada de los tres magistrados, nos impulsaron a ponernos en pie de un salto, en el mismo instante en que los jueces, con la cabeza descubierta, ataviados con negras togas, penetraron por una puerta lateral en la sala y se sentaron tras la mesa situada en el alto estrado. La mesa es larga, a uno y otro extremo se sientan los taquígrafos ofíciales, y, dentro de poco, quedará cubierta por innumerables libros y más de quinientos documentos. A un nivel inmediato inferior al del tribunal se encuentran los traductores, cuyos servicios se emplearán para permitir la directa comunicación entre el acusado, o su defensor, y el tribunal. Además, el acusado y su defensor, que hablan el alemán, al igual que casi todos los presentes, seguirán las incidencias del juicio en lengua hebrea a través de la traducción simultánea por radio, que es excelente en francés, aceptable en inglés, y desastrosa, a veces incomprensible, en alemán. (Si tenemos en cuenta que el juicio ha sido organizado, y sus procedimientos regulados, con especial atención encaminada a evitar todo género de parcialidad, es preciso reconocer que constituye uno de los misterios de menor importancia el que la administración de justicia del nuevo Estado de Israel, en el que un alto porcentaje de su población nació en Alemania, no pudiera hallar un traductor competente que tradujera las declaraciones y los informes al único idioma que el acusado y su defensor podían comprender.

Además, es preciso también hacer constar que el viejo prejuicio contra los judíos alemanes, que en otros tiempos era muy fuerte en el Estado de Israel, ahora carece ya de la fuerza suficiente para explicar aquel hecho. La única explicación que nos queda es la existencia de la todavía más antigua, y aún poderosa, «Vitamina P», como los israelitas suelen denominar a la protección burocrática de que la administración se rodea.) A un nivel inferior a los traductores, frente a frente, y, por tanto, de perfil con respecto al público, vemos, a un lado, al acusado en la cabina de cristal, y, al otro, el estrado en que los testigos declararán. Finalmente, en el último nivel, de espaldas al público, están el fiscal, con sus cuatro ayudantes, y el defensor, quien se sirvió de un ayudante durante las primeras semanas del juicio.

En momento alguno adoptaron los jueces actitudes teatrales. Entraron y salieron de la sala caminando sin afectación, escucharon atentamente, y acusaron, como es natural, la emoción que experimentaron al escuchar los relatos de las atrocidades cometidas. Su impaciencia ante los intentos del fiscal para prolongar indefinidamente el juicio fue espontánea, su comportamiento para con el defensor quizá resultó excesivamente cortés, como si en momento alguno olvidaran que «el doctor Servatius libraba casi solo una agotadora batalla, en un ambiente que le era desconocido», y su actitud con respecto al acusado fue siempre irreprochable. Tan evidente era su buena fe y sinceridad que el público no se sorprendió de que ninguno de los tres cediera a la poderosa tentación de fingir lo que les ofrecía el escenario en que se encontraban, es decirla tentación de simular que, pese a haber nacido y haber sido educados en Alemania, se veían obligados a esperar a que las declaraciones en alemán fueran traducidas al hebreo. Moshe Landau, el presidente, casi nunca esperó a que el traductor hubiera cumplido su misión, y a menudo intervino a fin de corregir o mejorar una traducción imprecisa, en tal caso se advertía que ello le proporcionaba un breve descanso en la ingrata tarea de dirigir aquel triste juicio. Meses más tarde, cuando se celebró el interrogatorio del acusado, el presidente dialogaría en alemán con Eichmann, tal como, siguiendo su ejemplo, harían los otros dos magistrados, lo cual demuestra, a mayor abundancia, su independencia con respecto a la opinión pública dominante en Israel.

Desde el principio quedó claramente sentada la autoridad del presidente Moshe Landau, en orden a dar el tono que debía imperar en la celebración del juicio, y quedó asimismo de manifiesto que estaba dispuesto, firmemente dispuesto, a evitar que la afición del fiscal a la espectacularidad convirtiera el juicio en una representación dramática. Sin embargo, no siempre logró este propósito, ya que, entre otras razones, el juicio se celebró en una sala dispuesta como la de un teatro, y ante un público, de manera que el impresionante grito del ujier, al anunciar el inicio de cada sesión, producía un efecto parecido al que causa ver alzar el telón. Quien diseñó esta sala de la recientemente construida
Beth Ha'am
, Casa del Pueblo, protegida, en ocasión del juicio, por altas vallas, vigilada desde el terrado hasta el sótano por policías armados hasta los dientes, y en cuyo patio frontal se alzaban las cabinas en que todos los asistentes eran minuciosamente cacheados, lo hizo siguiendo el modelo de una sala de teatro, con platea, foso para la orquesta, proscenio y escenario, así como puertas laterales para que los actores entraran e hicieran mutis. Evidentemente, esta sala de justicia es muy idónea para la celebración del juicio que David Ben Gurión, el primer ministro de Israel, planeó cuando dio la orden de que Eichmann fuera raptado en Argentina y trasladado a Jerusalén para ser juzgado por su intervención en «la Solución Final del problema judío». Y Ben Gurión, al que con justicia se llama «el arquitecto del Estado de Israel», fue el invisible director de escena en el juicio de Eichmann. No asistió a sesión alguna, pero en todo momento habló por boca de Gideon Hausner, el fiscal general, quien, en representación del gobierno, hizo cuanto pudo para obedecer al pie de la letra a su jefe. Y si, afortunadamente, sus esfuerzos, no consiguieron los resultados apetecidos, ello se debió a que la sala estaba presidida por un hombre que servía a la justicia con tanta fidelidad como el fiscal Hausner servía al Estado. La justicia exigía que el procesado fuera acusado, defendido y juzgado, y que todas las interrogantes ajenas a estos fines, aunque parecieran de mayor trascendencia, fuesen mantenidas al margen del procedimiento.

El tribunal no estaba interesado en aclarar cuestiones como: «¿Cómo pudo ocurrir?», «¿Por qué ocurrió?», «¿Por qué las víctimas escogidas fueron precisamente los judíos?», «¿Por qué los victimarios fueron precisamente los alemanes?», «¿Qué papel tuvieron las restantes naciones en esta tragedia?», «¿Hasta qué punto fueron también responsables los aliados?», «¿Cómo es posible que los judíos cooperaran, a través de sus dirigentes, a su propia destrucción?», «¿Por qué los judíos fueron al matadero como obedientes corderos?». La justicia dio importancia únicamente a aquel hombre que se encontraba en la cabina de cristal especialmente construida para protegerle, a aquel hombre de estatura media, delgado, de mediana edad, algo calvo, con dientes irregulares, y corto de vista, que a lo largo del juicio mantuvo la cabeza, torcido el cuello seco y nervudo, orientada hacia el tribunal (ni una sola vez dirigió la vista al público), y se esforzó tenazmente en conservar el dominio de sí mismo, lo cual consiguió casi siempre, pese a que su impasibilidad quedaba alterada por un tic nervioso de los labios, adquirido posiblemente mucho antes de que se iniciara el juicio. El objeto del juicio fue la actuación de Eichmann, no los sufrimientos de los judíos, no el pueblo alemán, ni tampoco el género humano, ni siquiera el antisemitismo o el racismo.

Y la justicia, aunque quizá sea una abstracción para quienes piensan como el primer ministro, demostró ser, en el caso de Eichmann, mucho más severa y exigente que Ben Gurión y el poder concentrado en sus manos. La disciplina impuesta por este último era laxa, como desde los primeros momentos puso de manifiesto el señor Hausner. Permitía que el acusador público fuera interrogado en conferencias de prensa y ante la televisión durante el período en que se celebraba el juicio (el programa norteamericano, patrocinado por la Glickman Corporation, fue constantemente interrumpido por anuncios comerciales de ventas de casas y terrenos), e incluso permitía que el fiscal hiciera espontáneas manifestaciones a los periodistas en el propio Palacio de Justicia, a quienes manifestaba que ya estaba harto de interrogar a Eichmann, cuyas respuestas eran todas mentira; también le permitía dirigir frecuentes miradas al público y recurrir a actitudes teatrales indicativas de una vanidad superior a la normal, que culminaron al conseguir impresionar a la Casa Blanca, como demuestra el hecho de que el presidente de Estados Unidos le felicitara por «haber llevado a cabo un buen trabajo». Contrariamente, la justicia no se permitía nada semejante, exigía discreción, toleraba el dolor pero no la ira, y prohibía estrictamente el abandono a los dulces placeres de la publicidad. La visita que el magistrado Moshe Landau efectuó a Estados Unidos, poco después de la terminación del juicio, no fue objeto de publicidad, salvo aquella realizada por las organizaciones judías que le habían invitado.

Sin embargo, por mucho que los jueces rehuyeran la luz pública, allí estaban, sentados en lo alto del estrado, de cara al público, como los actores en el escenario. El público debía constituir, según se había planeado, una representación de todas las naciones del mundo, y durante las primeras semanas estuvo integrado principalmente por periodistas llegados a Jerusalén desde los cuatro puntos cardinales. Acudieron para contemplar un espectáculo tan sensacional como el juicio de Nuremberg, con la sola diferencia de que en la presente ocasión «el tema principal sería la tragedia del pueblo judío», ya que «si nos proponemos acusar a Eichmann de los crímenes cometidos en las personas de gentes no judías, la razón estriba», no en que Eichmann los hubiera cometido, sino, sorprendentemente, en que «nosotros no hacemos distinciones basadas en criterios étnicos». Esta curiosa frase pronunciada por el fiscal en su primer discurso fue la clave que revelaría la orientación general que el acusador dio a su alegato, ya que la acusación se basó en los sufrimientos de los judíos, no en los actos de Eichmann. Y, según el señor Hausner, distinguir unos de otros era irrelevante, por cuanto «tan solo hubo un hombre cuyas actividades se centraran exclusivamente en las gentes judías, cuyo objetivo fuese su destrucción, cuyas funciones en el establecimiento de aquel inicuo régimen se limitaran a cuanto a los judíos concernía. Y este hombre es Adolf Eichmann». ¿Acaso la lógica conducta a seguir no consistía en exponer ante el tribunal los sufrimientos de los judíos (de los que nadie dudaba), y, luego, ofrecer las pruebas que de un modo u otro los relacionaran con Eichmann? El juicio de Nuremberg, en el que los procesados «fueron acusados de crímenes contra los pueblos de diversas naciones», no se ocupó de la tragedia de los judíos por la sencilla razón de que Eichmann no se sentó en el banquillo.

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