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Authors: Alberto Olmos

Ejército enemigo (28 page)

–Oye –contesté–, no me mires como si fuera culpa mía, ¿vale? Mírale a él.

–Es todo culpa mía, sí. He puesto la intimidad de todos nosotros, y de todos los conocidos y amigos de Daniel, y de su familia, en las manos de –estiró su palma hacia mí– Santiago.

Noté el peso repentino de una coronación inmediata. «Soy el monarca de vuestra vida privada.» Sus miradas me enaltecían, me respetaban, me pedían clemencia a la hora de ir por ahí hablando de ellos, soltando secretos, aventando misterios, consumando enemistades con sólo desvelar lo que uno pensaba de otro, lo que aquel hizo y lo que éste no quiso hacer, lo que todos habían confiado en sus mensajes electrónicos.

Soy Satán, pensé. Y me regocijé.

–Qué vergüenza me acaba de entrar, uf –dijo Fátima.

Y sus palabras se untaron sobre la conciencia de los demás, que enseguida enrojecieron en tonos diversos, según el recuerdo
de haber dicho
que acudía en ese momento a su memoria, de la duda o seguridad de haber quedado totalmente expuestos en uno u otro asunto: sexo, amistad, amor, familia, autoestima, dolor.

Una sobriedad hipodérmica dio al traste con todas las horas de alcohol, con todas las drogas decantadas en nuestro cuerpo. Sólo sentíamos la punta de la aguja ensartada en el ojo, y alguien que apretaba el émbolo para cambiarnos la memoria.

Ellos creían que ese alguien era yo, que tenían que reconsiderar lo que sabían de mí y, sobre todo, lo que creían que yo sabía de ellos. Sin embargo, mi sensación de superioridad informativa flojeó a las primeras de cambio, cuando me di cuenta de mi condición de impostor, de mi injustificada vanidad; de mi desgracia.

Daniel nunca confió en mí; Daniel nunca me legó la clave de su intimidad; Daniel nunca me envió unas palabras desde la muerte. Nunca.

Eso sí dolía.

Me senté. El hueco entre Rodrigo y Ana parecía ahora más grande.

–¡Estoy a punto de ponerme de rodillas y confesároslo todo! –dijo Rodrigo.

Y su broma, su remordimiento, resquebrajó vistosamente la tensión, y todos nos reímos como quien levanta cortinas de humo.

–A ver, Santiago –se animó Fátima–, ¿qué sabes, eh? De mí. De éste. De Ana. ¿Qué? –Agitó la cabeza–. Mamón.

–Nada, nada. Tampoco leí tantos mails… –Sonreí–. Nunca tuve el derecho.

–Me da a mí que sí los leíste… –intervino Eduardo.

–Bueno, leí
eso
. Nada más. O no mucho más. No sois tan interesantes.

–Pero algo descubrirías, ¿no? –Ana.

Me quedé callado. Me quedé callado porque sólo pensaba en que algo sí que había descubierto, y en que ese algo me apretaba todavía las manos, me esperaba todavía a la vuelta de quién sabía qué esquina, y cuándo.

–Dínoslo. –Eduardo–. Has puesto una cara… ¿Descubriste algo… importante?

Reaccioné con rapidez.

–No, no. Nada importante. A no ser que tu aversión a las personas que no limpian su casa sea trascendental. –Y añadí más puntos de fuga–: O que las citas con las que encabeza Rodrigo sus mails lleven mensajes cifrados para
CAMBIAR
el mundo…

No entraba en mis planes revelarles nada sobre Manuel. Tenía que colocar cada pieza en su sitio y entender los riesgos y tomar las decisiones adecuadas. Además, el hecho de haber sido engañado durante tanto tiempo por algunas de las personas que tenía delante me lastimaba el orgullo hasta tal punto que me parecía legítimo ocultarles información, especular con mi descubrimiento, sentir incluso que tenía algo más en común con Daniel que ellos.

–No los llevan, tío; siento decepcionarte. Pero ¿qué pasa con eso que dijo antes Fátima, eh? ¿Creéis que no me he dado cuenta o qué?

–Sí, sí –secundó su novia–, algo de un enemigo… ¿Qué era eso?

No necesité mirar a Eduardo o a Fátima para entender que debía callar, mentir. Esta vez por todos.

–Era una novela que estaba escribiendo Daniel.
Ejército enemigo
. Al menos ése era el título con que se la envió a Eduardo…

Eduardo asintió. Fátima puso cara de ángel.

–… contaba cosas de vosotros, también. No la tenía acabada… Había como cinco o seis mails a Eduardo con ese asunto… ¿Verdad, Eduardo? Al parecer era a lo que se estaba dedicando antes de morir, con todas sus fuerzas. Supongo que quería… tener claras sus ideas sobre la sociedad… El esquema era ese que tenías por ahí, Rodrigo, de la solidaridad y la intimidad juntas, y la publicidad. Me pidió algunas opiniones sobre esto último. Nunca me dijo para qué.

–Podíamos tratar de publicarla –comentó Ana–. ¡Podíamos tratar de publicarla! ¿Qué os parece? Seguro que es estupenda. Me encantaría leerla al menos.

–Es que no la acabó. –Fátima–. No la acabó y sólo llevaba veinte páginas. Apenas nada.

–Sí, treinta o cuarenta, quizá. Según las versiones –matizó Eduardo.

–Qué pena, joder. –Rodrigo–. Ya sabía yo que algo tenía en la cabeza. Cuando venía estaba como loco por que le recomendara libros; más que nunca. Qué raro que no me dijera nada de que estaba escribiendo. Podía haberle ayudado. Sí.

–Sólo lo sabía Eduardo –apuntó Fátima. Y añadió con calculada lentitud–: A mí nadie me dijo nada.

Eduardo se la quedó mirando fijamente. Después se acercó a la barra americana y, tras inspeccionar el fondo de algunos vasos, tomó uno, lo llenó con la primera botella de refresco que tenía a mano, y le dio un par de sorbos generosos.

–Pero ahora ya lo sabes todo, Fátima. –Jugó con el vaso.

–Sí –dijo ella. Y le mantuvo la mirada.

¿Estaban juntos? Hice equilibrios sobre sus miradas cruzadas, tratando de no caerme por el lado del sexo, de la piel, de esos dos cuerpos descompensados revolviendo algunas sábanas. No pegaban nada, pensé. Me empeñé en pensar.

Quizá por desviar mi atención, Fátima volvió a su hermano, a decir su nombre y a unir a su nombre verbos de acción: lo que hizo Daniel, lo que dijo, lo que pasó aquel verano, lo que Daniel haría si estuviera aquí. Los conciertos a los que iría en próximas fechas, lo que pensaría de ese centro social cedido por el Ayuntamiento, y de todos esos viejos y esos niños que lo compartían con jóvenes de radicalidad cada vez más cuestionable. Hubo una eclosión de recuerdos, entonces, natural y pulcra, un bullir de palabras pegadas a la palabra «Daniel», como si Daniel estuviera a punto de entrar por la puerta y hubiera que darse prisa en hablar bien de él, no fuera a ser que se le subiera a la cabeza. Daniel y sus ligues, Daniel y sus heroicidades, Daniel y sus ideas. Decían «Daniel» y era como si todos estuvieran haciendo sonar la campana en una barraca de feria: Daniel, ding, Daniel, dong, Daniel, ding…

Pensé que eran unos niñatos; que sus vidas estaban atravesando un periodo de autoengaño lamentable, ese puente de plata que lleva de la primera juventud a la primera nómina en una empresa de telefonía. Pensé que no tenían ni puta idea de la realidad, que la realidad estaba esperándolos con los brazos cruzados y riéndose a carcajadas. Que cambiar el mundo era el mejor eslogan de todos los tiempos; que debería habérseme ocurrido a mí para no estar en el último casillero de la vida. Pensé que todo era publicidad, que todos éramos imbéciles, que unos compraban zapatillas deportivas y otros compraban compromiso social, que había tallas para todos y que luego podías colgarlas de algún cable y cambiar de gustos. Pensé (mientras Daniel, ding, Daniel, dong) que a nadie le importaba un problema que no hiciera juego con nada, que no tuviera eslogan ni famosos fotografiándose a su lado; que ninguno de esos chicos y chicas, ni el profe Eduardo, dedicaban ni un solo minuto de su vida a pensar en el conductor de autobús que les llevaba a casa, ni en el camarero que les ponía las cervezas, ni en el repartidor que aprovisionaba de bebidas el bar; que todo era ridículo y un poco miserable.

Que no existía nada parecido a «acción colectiva», a «movimiento social», ni siquiera a «trabajo en equipo». Aquí cada cual salvaba su propio culo, abonaba su propia felicidad, detectaba un beneficio adecuado a su carácter y a sus deseos y lo extraía de la máquina: del trabajo, de la gente, de las desgracias ajenas, del escaparate.

Pensé que nadie nunca había hecho nada por los demás. Pensé que nadie nunca haría nada por los demás. Porque nadie ignora el significado de la palabra «recompensa».

Me compensa.

Me conviene.

Te compensa.

Pensé que todo era tan complicado que no sabía uno qué decir, ni cuando decirlo, ni qué añadir después de decirlo. Pensé que «la solidaridad ha fracasado» me situaba en un turno de réplica bastante jodido de gestionar.

No diría nada, entonces. Mientras Daniel, ding, Daniel, dong sonaba en mis oídos, no diría que todo era un mecanismo de contención, un jardín de infancia para los hijos de los burgueses, una contradicción a la que nos negábamos a verle los nudos, los agrietamientos.

Eran amigos. De Daniel. Yo también lo era. Recordábamos su vida acabada y los momentos que nos habían hecho quererle. Yo aporté mi propio ding, mi propio dong, mi propio Daniel. Nuestro amigo había muerto porque alguien tiene que poner la sangre en los cuchillos, la cabeza debajo de la piedra que cae. Porque alguien tiene que dar la cara. Uno muere y hay que tener la cortesía de darle la razón, pensé.

Durante una noche, al menos.

De dejarle en la tumba alguna candela iluminadora. Algo hiciste bien, algo en el fondo del fondo de toda una vida predeterminada fue original, y puro, y fue único.

«Jacarandá.»

–Vamos a escuchar su canción favorita –dijo Fátima, cuando ya habíamos puesto la buhardilla toda perdida de Daniel.

Se acercó al portátil y tecleó con resolución.

–¿«Calm like a bomb»? –vaticinó Eduardo.

Sin acierto.

–No, no. Ésta.

Cayeron las notas de un piano, desmayadas de imprecisión. También sonaba una guitarra, punteada primorosamente. Entró la voz, brusca de sedas y chatarras, de alcohol y sombreros antiguos. De homenaje.

–Por una vez me sé la canción –dije.


I traveled through East Texas, where many martyrs fell

Me costó cierto esfuerzo no sucumbir a la atmósfera funeral y algodonada que creó aquella canción, que creó nuestro silencio asambleario y la visión de tantos vasos vacíos, de tanta fiesta fulminada.

Fátima lloraba definitivamente.

Ana le tomó una mano y Eduardo le puso otra en el hombro y todo el mundo tocó a alguien de alguna manera milagrosamente emocional. Ardíamos en drogas que no existen. Sentí esa vergüenza que pone del revés mi pesimismo, atiza mi incomodidad y me convierte el corazón en un invitado molesto dentro del pecho. Me abochornaba tanta sentimentalidad. Me hacía abrirle la puerta ligeramente a la esperanza de que, a veces, algunas personas puedan sobrepasar su propia silueta egoísta y entrar en los demás, aunque sea con motivos de muerte y a altas horas de la noche y sólo durante un tiempo menor del que duran las canciones favoritas de los que ya no pueden escucharlas.

… power and greed and corruptible seed seem to be all there is…

Nadie dijo nada mientras Dylan lo decía todo, pero no con sus palabras hagiográficas, no con su historia de un ciego llamado Wyllie y un tiempo en llamas; sino con una voz que era para siempre, que duraría más que el hombre recordado y que el hombre que lo recordaba, que serviría a otros hombres para recordar a otros hombres, a otros caídos, siempre, en una resurrección de la dignidad y de la desesperación, de lo mejor de nosotros mismos y de las lágrimas legítimas, del dolor, de la derrota.

Cuando acabó la canción, las manos, las cabezas, algunos muslos vecinales relajaron su cercanía y acabaron separándose con delicadeza y pudor, como ensimismados.

Nadie hizo ningún ruido aún, ni pronunció otra palabra que aquel silencio coral que empujaba los cuadros contra las paredes, paralizaba las puertas, detenía el brillo de los metales.

Un silencio que pudo durar todo el mes de junio.

Un silencio sagrado. Salvo para quien no lo estaba creando.

Porque sonó un móvil, casi necesariamente. Un móvil que nos devolvió paulatinamente a una realidad donde nada puede detenerse.

Fátima acudió a la llamada. El móvil era suyo. Lo había dejado en el dormitorio, en su bolso.

Ana alzó la voz para decirle:

–No son horas, Fati. Diles que la fiesta terminó.

Eduardo y Rodrigo secundaron con gestos aquella veda.

Fátima volvió con el móvil en la mano, que sonaba y sonaba, en su palma abierta y algo temblorosa, mientras ella lo miraba y nos miraba, hasta que finalmente pudo informarnos de su dilema.

–Lo tengo que coger –dirigió sus ojos hacia Eduardo–, es el móvil de Daniel.

Era cierto: en su mano no reposaba su móvil, que era oscuro, azul oscuro o verde oscuro, no fui capaz de acordarme de su color para paliar mi extrañamiento ante aquella frase, «Es el móvil de Daniel», pero sí de que el de Daniel, que tantas veces sacaba en mi presencia ante la masiva demanda de la que era objeto su voz, era rojo, y pequeñito, y ese mismo que Fátima, por motivos hasta entonces incomprensibles, sostenía en la mano.

–Cógelo –dijo Eduardo, segurísimo–. A lo mejor… Cógelo.

Sólo él sabía por qué Fátima conservaba el móvil de su hermano muerto. Los demás sufríamos escalofríos fantasmales con cada timbrazo, eléctrico, irritante.

–¿Sí?

Eduardo se acercó a Fátima, con convicción de conjurado.

–No… No está –replicó Fátima a su interlocutor–. Bueno, ahora mismo… Claro, no es buen momento. Soy su hermana. No… Mira, no es algo que quiera decirte por teléfono… ¿Cómo te llamas? Te llamo mañana mejor. Sí, sí. Entiendo. No, nada, no te preocupes.
Ciao
.

Nos miró.

Nuestros ojos eran puntos encima de grandes interrogantes.

–Una amiga de Daniel. –Miró el móvil, agitó un poco su pelo pálido, y repitió–: Una amiga de Daniel. Qué oportuna. No sé quién es. ¿De dónde sale? –Dejó el móvil sobre la mesita–. Cristina Valbuena.

Se sentó en el sofá y comprobó nuestras reacciones uno por uno. Tres cabezas se encogían en señal de ignorancia; decían «Ni idea», decían «No», decían «¿Cristina?».

Se me quedó mirando.

–Yo sé quién es –dije.

9

Desperté en el sofá cuando la luz del sol tuvo esa puntería que dan las doce de la mañana. Estaba vestido, descalzo, con resaca, sin amigos. Fátima y Eduardo se habían ido juntos hacia las cinco de la madrugada; Ana y Rodrigo cerraron la puerta del dormitorio minutos más tarde. Me dormí en la penumbra, mirando las vigas, buscando infructuosamente aquel clavo oxidado.

Me puse los zapatos y fui al baño, al principio con cuidado de no hacer demasiado ruido y luego, a la vuelta, con intencionada torpeza: golpeé la pata de una silla con el pie por ver si alguien se levantaba. No quería irme sin decir adiós.

–Santiago, qué pronto te levantas.

Legañosa y marital, Ana había acabado asomándose. Yo llevaba cinco minutos campaneando una taza sucia con una cucharilla.

–Sí, bueno –contesté–, me tengo que ir…

Ana volvió la cabeza. Dijo: Rodrigo.

–No, no; no le despiertes. Está bien así. Un beso.

Nos dimos dos besos y me abrió la puerta y hasta llamó al ascensor, en pijama desatendido. Se le veía medio pecho.

Descendí los cinco pisos mirándome los zapatos. Con la cabeza inclinada, la resaca era menos llevadera; pero me convenía estimular ese dolor en la nuca para no tener que afrontar de inmediato los abollones que me había hecho la noche: el enemigo, el engaño, la gestión pública de la intimidad ajena. Tenía un buen montón de causas pendientes. Volver a mi barrio era algo en lo que no quería ni pensar.

Me dirigí hacia la casa de Rosa.

Las calles estaban recién regadas. Había borrachos y compradores compulsivos, y periódicos abiertos en las terrazas, y algunos perros coquetos husmeando su reflejo en la humedad de los adoquines.

Apreté el botón del piso de Rosa. Nadie contestó. Volví a hacer ese gesto inútil y casi campesino, consistente en mirar hacia arriba, a lo largo de la fachada del edificio, hasta establecer contacto visual con el balcón, como si éste pudiera decirme algo sobre la presencia en el piso de inquilinos. Llamé de nuevo con el dedo índice, y fui cambiando de dedo sin dejar que el botón recobrara en ningún momento relieve, pasando del índice al corazón, y del corazón al anular, y del anular al meñique, y del meñique al pulgar, en un decidido hundimiento de aquel sonido en aquel apartamento, donde nadie lo oía o quería oírlo o podía oírlo.

Sentí un escalofrío. De pronto uní en mi cabeza la ausencia prolongada de Rosa y la amenaza de Manuel, que se abría paso poco a poco en la agenda de mis preocupaciones. Era irracional, pero me despeñé por esa irracionalidad: que Rosa y Manuel estuvieran ahora juntos, que Rosa no estuviera en su casa por culpa de Manuel, que Manuel siguiera matando en mi territorio.

Era el miedo, mi miedo; el miedo del mierda.

Clavé el índice en aquel jodido botón una y otra vez mientras apretaba los dientes, mientras perdía los nervios, mientras temía en otro la desgracia que me costaba asumir como destinatario.

–Contesta, joder –rabié.

Despegué el dedo. Me senté desconsolado en el bordillo del portal y saqué mi teléfono móvil. Sin pensarlo dos veces, lo encendí. Vi cómo el indicador de cobertura respiraba rayitas verdes hasta estabilizarse en las cuatro de la euforia comunicativa. Entonces miré al frente, sin ver otra cosa que manchas humanas que cruzaban de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, coloridas, intermitentes, interminables, sobre un fondo de maniquíes calvos y torcidos tras el cristal de un escaparate, al otro lado de la calle.

En mi mano abierta, mi móvil consultaba con sus jefes.

Sonó un pitido, al cabo. Era el buzón de voz; respiré hondo antes de apretar el botón adecuado para comprobar de quién eran las palabras que allí se estaban pudriendo.

De Manuel no eran.

Leí «Rosa», y barrí de gente la calle con un suspiro. Y me dije que era un imbécil, un cobarde, Manuel me iba a triturar en cuanto me viera.

Activé el mensaje. La voz y las explicaciones de Rosa sonaron, entusiastas y atropelladas, con un ruido al fondo de coches arrancados y voces alegres y prisa nocturna. Que estaba con el cantante aquel, en el sur, dando todos los conciertos que provoca el éxito, hoy aquí y mañana allá, encadenando telones y bises. Que qué quería. Que me llamaría al volver. Que fuera bueno. Que un besito, Santi.

«Rosa», leí de nuevo. Cosa. Risa.

No había más llamadas envasadas, ni mensaje alguno. El móvil me solucionaba un problema, pero me encañonaba desde mi propia mano como un francotirador muy paciente. En cualquier momento, llamaría Manuel. En cualquier momento, me escribiría un mensaje. En cualquier momento, mi propio teléfono me encontraría.

Me tomé un café y una cerveza en un bar cercano. Me los tomé de forma tan consecutiva que la cerveza me supo a azúcar. Luego pedí otra y me vi volviendo a casa y me pedí otra, que dejé a la mitad. Me vi volviendo a casa siguiendo el rastro de orina que verme volviendo a casa estaba dejando por todo mi barrio.

–¿Me cobras?

Salí a toda velocidad del bar. Acababa de encontrar un pedacito de inteligencia en medio de mi ansiedad. Manuel habría estado de copas, después de salir del agujero, de sacudirse la tierra y de colocarse sus sandalias. Me habría buscado en algunos bares, en el final de algunas calles, en algunas ventanas iluminadas. A lo mejor había entrado en un cibercafé de inmigrantes noctámbulos a consultar su correo y la página web inmobiliaria, y a agrupar todo lo que pudiera saber de mí. En cualquier caso, no estaría a las doce de la mañana rondando; estaría roncando. O comiendo, si mi llegada al barrio se producía una hora más tarde. Era el momento preciso para volver.

Caminé a paso firme hacia la parada del autobús. Me iba a dejar algo lejos, debido a las eternas obras que habían modificado las postas de su recorrido, pero mucho más cerca que el metro. Junto a la marquesina se extendía una cola enorme de pasajeros, la mitad de ellos con una bolsa comercial en la mano. El autobús estaba llegando, lo veía ya; sólo tenía que aguardar a que un par de semáforos hicieran la digestión de tanto coche, y de tanto taxi, y de tanto peatón temerario.

Ver todas esas luces verdes arremolinadas sobre la calzada me dio la idea. Paré un taxi. Subí. Di mi dirección y apliqué toda la potencia de mi voz a verbalizar el número de mi portal. Setenta y cuatro, dije. Estuve a punto de decirle también el piso y la letra, como si el taxista no fuera a transportarme, sino a remitirme, a dejarme sano y salvo sobre mi propia mesa con la palabra frágil estampada en la frente.

Hacía mucho que no viajaba en taxi. El paso veloz de los edificios, de la ciudad liquidada, me relajó. Sobre la fluidez de las fachadas proyecté el último año de mi vida. Me pareció un año muy lejano, como espigado a voleo de una caja llena de años y vidas y percances. Era el taxi, su prisa, su comanda, lo que daba a mi embrollo cierta sensación de frivolidad, como si no fuera para tanto, como si no tuviera uno obligación de bajarse de ese taxi y seguir con el siguiente capítulo, la siguiente puntada. Me tentó la idea de desviarme de ruta, de dar una enorme vuelta por toda la ciudad, conocer otros barrios, bonitos, altivos, decentes, pero pasando un momento por el mío, sin detenernos, sólo para reírme de Manuel, que me perseguiría en vano, con granos de arena aún adheridos a las palmas de sus manos, mientras el taxi seguía su ruta eterna, conmigo dentro y dentro de mí aquel año confuso, de amigos muertos, amigos traicionados, intimidad y detectives.

Tardé tanto en meter la llave en la cerradura de mi portal que me meé encima.

11 am, arriba. Me hace gracia escribir en este cuaderno lo siguiente: estoy esperando la llamada de un asesino. Son las 4.34 pm. Son las 7.03 pm. Sin llamadas. 9.40 pm, salgo al bar Rubí a ver el fútbol con Manuel, presunto asesino de Daniel. Vive en la calle Las Naves, 78. (Algún día leeré esto y me reiré.)
Vuelvo de la fiesta de Rodrigo. Manuel es el asesino de Daniel. Me busca. No tiene ni puta gracia.

Abrí mi cuaderno nada más llegar a casa. Podía anotar bastantes cosas, pero al final desestimé incluir referencia alguna a «Jacarandá», a Cristina Valbuena y a Bob Dylan. Tampoco hablé de mis pantalones mojados.

Todo por un mismo motivo: el pudor.

La clave del mail de Daniel seguía pareciéndome inefable, a pesar de que al menos cuatro personas más podían estar en aquel momento chapoteando en todos sus mensajes. ¿Lo harían? ¿Sería capaz su hermana, o alguno de sus mejores amigos, de aprovechar la tarde del domingo para violar la intimidad de un muerto; es decir, para hacer lo que yo había hecho durante todo un año?

Encendí el ordenador. Me había quedado en calzoncillos, sin camiseta. Miré la hora en la pantalla: las cinco y media. Había malgastado cuatro horas en quitarme los infectos vaqueros, y toda la ropa, y ducharme y ponerme unos calzoncillos y mirar el interior de la lavadora, donde mi miedo daba ya vueltas con espuma.

Entré en la página web del correo de Daniel y tecleé su dirección, y luego su contraseña. Accedí sin dificultades. Revisé los mensajes. No había ninguno nuevo, y el dibujo electrónico que se estampaba en mi retina no me hacía sospechar que alguien hubiera allanado mis dominios. Estaban sin abrir los mismos mails de spam, y en la misma posición los primeros mensajes de la bandeja de entrada.

Eso no era una prueba fiable. A lo mejor Eduardo o Ana habían pasado ya por allí, pisando con cuidado miles de palabras a mi cargo; a lo mejor Fátima acababa de entrar, o Rodrigo, y en breve vería ante mis ojos movimientos fantasmagóricos de carpetas, mensajes, pestañas y hasta el puntero de mi propio ratón.

Fui a la cocina y volví con una cerveza.

Sentía como mío aquel archivo, aquella vida disecada en palabras.

Me rasqué la barbilla con la boca de la botella. Bebí. Dejé que el cuello de vidrio volviera a acariciarme la barba del mentón. Hacía un ruido sinuoso.

Aparté la botella de pronto y me toqué la cara con la mano, como queriendo limpiar un gesto que me dejaba indefenso.

Manuel no me había escrito. No me había escrito a Daniel. Quizá pensó que escribirme era dar un paso en falso, y que ya tenía bastantes problemas con que yo supiera quién era y dónde vivía para dejar encima una prueba más de culpabilidad en el correo de su víctima. Él sabía que yo lo tenía, ese correo. Era el único vínculo entre él y Daniel, entre él y yo. Nunca me escribiría, por tanto. La dirección de Daniel había recibido cada vez menos mensajes nuevos, incluso menos mensajes de spam. El último que había llegado había sido culpa mía. Cristina Valbuena estaría pronto intentando entender cómo fue posible recibir un mensaje de una persona seis meses después de que hubiera muerto. No sabía qué le iba a decir Fátima. No habíamos acordado nada respecto a eso, como no lo habíamos hecho respecto a la cuenta de correo de Daniel.

Me sentí legitimado para tomar una decisión. Violar la intimidad de mi amigo me resultaba morboso, grato a veces, durísimo otras, pero, aun asumiendo que no me había legado a mí todos aquellos mensajes, podía tolerarse una intimidad dentro de otra, como un abceso o un cáncer o una pedanía de la identidad. Sin embargo, imaginar a cinco personas entrando y saliendo libremente de aquella aldea de datos hacía que me escociera el corazón. No estaba bien. Simplemente, aquello no estaba bien.

Tomé la decisión de inutilizar la cuenta. Rompería la llave, cambiaría la cerradura, dejaría sin puerta aquel castillo decapitado.

El único al que sentí que debía cierta lealtad fue a Eduardo. Él era el auténtico heredero de Daniel. No sabía hasta qué punto había hecho uso de la palabra clave, ni hasta dónde entendía que aquello podía evolucionar. Nuestra sociedad no había entendido aún que la intimidad de una persona, en concreto la parte de ella que suponían todos los mails enviados y recibidos en una vida, podía, finalmente, legarse a la ciencia como se lega tu propio cadáver, y acabar extendida sobre una mesa virtual para que jacarandosos estudiantes del alma humana hicieran en ella sus primeras incisiones, corta-y-pegas.

Copiar y pegar un alma.

Escribí un mensaje a Eduardo. Le daba cinco minutos para contestarme, para convencerme. Puse: «Voy a cambiar la clave. Ni yo la sabré. Se perderá todo. ¿Qué opinas?».

Si me llegaba un mensaje, era que aceptaba. Si sonaba el teléfono, habría bronca.

Me llegó un mensaje a los treinta segundos. «Es lo mejor. Adelante», decía.

Me puse a ello.

En principio, no sabía cómo hacer para olvidar una clave de correo que yo mismo iba a elegir. Mientras localizaba en su cuenta de correo la concatenación de clics que me llevaba a acometer dicha operación, sopesé varias posibilidades. Al final me di cuenta de que sólo había una opción.

Privacidad>Seguridad>Cambiar contraseña.

Tomé un papel y tracé un batiburrillo de letras y números elegidos aleatoriamente. Sólo recuerdo que la serie empezaba por H.

Copié los quince o veinte caracteres en el primer cajetín.

Había un segundo cajetín. Encima decía: «Repetir nueva contraseña».

Lo hice. Pero trascribí mal alguna letra, o algún número, y tuve que empezar de nuevo, con la H.

Me costaba enormemente ver con claridad mi propia letra, aquellos caracteres sin significado, que se confabulaban para sugerirme un artículo aquí, una preposición allá, una palabra de cuatro letras hacia el final.

Volví a empezar varias veces, consciente, incluso antes de teclear la última pieza de la clave, de que había cometido algunos errores.

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