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Authors: Alberto Olmos

Ejército enemigo (26 page)

Íbamos por una paralela a la vía revuelta por las obras, quizá cuatro calles más arriba; o tres. Pensé que era una de esas calles por las que nunca había transitado, el negativo de mi rutina. En realidad era una calle sosa, sin letreros que señalaran una tienda, sin inmuebles especialmente lujosos o exóticamente miserables. Ni siquiera había muchos coches.

–Oye, Santiago.

Manuel se había parado de pronto, justo al borde de un cerco de luz que proyectaba una farola. La luz le distorsionaba el rostro, con un ojo iluminado y el otro en sombra.

–Dime, tío.

–¿Cómo encontraste el anuncio de mi casa en internet?

Callé.

–Nunca lo puse.

–Ya –reaccioné–, eso me dijiste, sí. Lo vi en el bar. El Rubí. –Señalé hacia el lugar que acabábamos de dejar atrás–. Ése.

Manuel se quedó inmóvil. Yo miraba alternativamente a su ojo diáfano y a su ojo oscuro, como si uno de los dos fuera a tomar la palabra; sólo uno de los dos.

–Dijiste que lo habías visto en internet.

Insistía. El mismo golpe al estómago. Yo estaba a punto de vomitar.

–¿Y? –Alcé la mano en insólita señal de desprecio–. ¿Y? Qué gilipollez. Vamos al pub de una puta vez, tío. –Le sobrepasé y me detuve unos pasos más allá. Estaba justo en el centro del redondel de luz.

–Santi –dijo; luego permitió que mi nombre mutilado penetrara en mi esponjoso cerebro, me dejó dudar, me dejó temblar, vaticinar rápidamente qué buscaba invocándome de forma tan familiar, tan amistosa, antes de añadir–: ¿Tú conoces a Daniel Mansilla?

Parpadeé pesadamente.

Y corrí.

Doblé una esquina, doblé otra esquina: corrí.

Sentía que si alcanzaba a correr tan rápido que me doliera todo el cuerpo nunca me cogería. Me dolían las plantas de los pies, las articulaciones; me dolía la respiración.

Corría tan rápido que en mis ojos se fundían las fachadas de los edificios. No sabía dónde estaba.

Me topé con las obras, una verja de alambre enmohecido, un cartelito vagamente fosforescente. Me aparté de él como de un foco en una fuga carcelaria.

Miré para atrás, respiré hondo. No lo veía; no lo oía. Anduve quedamente hasta la primera esquina y eché de nuevo a correr, esta vez con más cabeza, esta vez hacia mi casa.

Corría fuera de mí y sentía que huía en todas las direcciones al mismo tiempo; que me perseguían por sitios a los que estaba a punto de llegar, que tenía que ir más rápido si quería no estar siempre donde era perseguido.

El sonido de unas sandalias hizo que se me saltaran las lágrimas. Mi cuerpo tomó la iniciativa, la responsabilidad de salvarme. Gobernaba el animal, decidía el instinto.

Me alcanzó en el pecho; caí. La laceración en mi pómulo derecho, el dolor de muñecas, la suciedad: todo me lo dio la caída. Porque cuando me puse en pie, y me vi acorralado por Manuel contra un portal cualquiera, y sopesé qué hacer, qué paso dar, qué huida decretarme (Manuel mantenía los brazos estirados, ensanchando su amenaza), me di cuenta de que le faltaba una sandalia.

La que me había arrojado.

Un objeto ligero, inofensivo incluso convertido en proyectil, pero que mi miedo y mi ignorancia transformaron en una certera pedrada, demoledora, como cuando en la oscuridad caminas por tu habitación y te derriba una papelera vacía.

Nos mirábamos a los ojos. Yo apuntaba con la barbilla falsas rutas de escape. Él tenía una mirada de matar.

Aparcados en línea, detrás de él, los coches construían una barricada infranqueable.

–Tío… –me dijo, y fue acercándose.

Volví a correr, mi cuerpo eligió la dirección, sentía que mi cuerpo me llevaba en brazos hacia un lugar seguro. A mi espalda escuchaba el sonido tuerto de su carrera persecutoria, de suela y pisada, de suela y piel.

Unos metros más adelante vi de nuevo la fosforescencia de un cartel municipal. Torcí a la derecha; sabía dónde estaba. Manuel me seguía sin otro ruido que el de sus pasos irregulares. No gritaba, no insultaba; yo no podía oír otra respiración que la mía, ese aire que tomaba y devolvía, que tramitaba y desechaba, lúbrico y penúltimo.

Me paré en seco, de pronto. Justo ahí, en ese detenerme estratégicamente, me sentí de vuelta a la infancia, de vuelta a esas mismas calles y a esas mismas carreras varoniles, a esas mismas peleas caninas y a un mismo miedo colosal.

–Mira, Manuel… –dije, jadeante.

Manuel no contestó. También se había parado, y ahora se acercaba despacio hacia donde yo lo esperaba con mis brazos alzados, con un pie discrepando de mi centro de gravedad, apuntando hacia mi salvación.

–Mira… –repetí.

Lo tenía encima. Iba girando sobre mí mismo con cautela. Él se había metido una mano en uno de los muchos bolsillos de sus bermudas, uno trasero. Parecía a punto de decirme sus últimas palabras.

Lo ataqué, finalmente. No lo esperaba. Yo era un gilipollas y él el gran macho del barrio. Le planté ambas manos sobre el pecho, con fuerza inverosímil, con determinación implacable, y lo vi desaparecer en la oscuridad de aquel gran socavón desprotegido, a cuyo fondo fue a dar su cuerpo en un golpe sin personalidad, vulgar como la arena, sórdido.

No gritó.

Huí.

Atravesé la calle principal de las obras, oscura y concurrida de maquinaria y materiales, todos silenciosos como metal dormido, piedra inmóvil, y llegué a la plazuela de enfrente de mi casa.

Miré hacia mi domicilio, pero no reduje la velocidad de mi carrera; seguí corriendo; seguí oyendo mi respiración; seguí temiendo una respiración dándome alcance.

Si Manuel me veía meterme en mi casa, estaba muerto. Me tendría siempre a mano; y yo me vería siempre aterrado, cada día, cada mañana al salir para el trabajo y cada tarde al regresar; cada paseo; hasta asomar la cabeza por la ventana para ver la calle como hacía siempre me resultaría escalofriante.

De modo que seguí corriendo, doblando esquinas, tomando la dirección que me alejara más del barrio, de sus calles miserables, de sus gentes amargadas, de sus manchas de sangre en los bordillos.

Antes de llegar al puente, me crucé con un grupo de forofos futbolísticos, felices por su victoria. Me miraron todos con ojos sorprendidos, preguntándose qué me pasaba, por qué huía del barrio ahora que habíamos ganado a los hijos de puta con pasta, ahora que éramos los mejores; adónde iba.

Yo tampoco lo sabía.

8

Iba a mi casa supuesta, al otro lado del puente. Lo crucé sin achicar mi prisa, con el mismo furor de atleta que llevaba derrochando en los últimos minutos, desde que Manuel dijo «Daniel», dijo «Mansilla», dijo las palabras absolutas. Era él.

El puente se me hizo eterno. Era largo de por sí, pero más largo aún por mi condición de perseguido, y por la angustia de no saber adónde corren los que huyen, cómo se hace para sobrevivir, cómo es eso de salir con vida. La noche era más oscura sobre las aguas del río, el sonido de su fluir parecía estar de mi parte, mientras que las luces de los automóviles que cruzaban aquel tramo elevado, fugaces y abrasivas, me desconsolaban con su insultante velocidad, con su neta indiferencia.

Llegué al otro extremo al borde del vómito. Me paré en seco, como si poner ríos de por medio me diera alguna ventaja. Volví la vista hacia el puente y no vi venir a nadie, sólo los coches, los autobuses, puntos blancos que se acercan, puntos rojos que se alejan; yo aspiraba y expiraba con tanta fuerza que hacía circular una ciudad.

Necesité varios minutos para calmarme. Aunque no dejaba de mirar hacia el puente, sólo prestaba atención al carrusel de datos, conclusiones, deducciones y decisiones que atormentaba mi cabeza. Me temblaban las manos. Me sabía distinto el aire. Me llegaban imágenes congeladas de lo que acababa de vivir, de lo que acababa de hacer. Tenía que agarrarme a algo para recuperar el dominio de mí mismo. Agarré el móvil.

Marqué el número de Rosa. Marqué su nombre directamente, de hecho; y verlo ahí escrito, luminoso, me transmitió un principio de sosiego.

No lo cogía. Se cortó y volví a intentarlo. Siguió sin cogerlo, mientras mi boca balbucía vocativos egoístas.

Puta.

Puta.

Puta
.

Me quedé mirando la pantalla del teléfono, esperando que, en unos instantes, me devolviera la llamada. De pronto me di cuenta de que el teléfono podía sonar por culpa de otra persona: Manuel tenía aún la posibilidad de perseguirme desde el desastroso sofá de su casa, despiadadamente tranquilo, durante la próxima hora, durante toda la noche; durante toda mi vida.

Lanzar el móvil al río fue un acto desesperado que no cometí. Tenía miedo, quería librarme cuanto antes de la sensación de estar completamente jodido, pero enviar al fondo de las aguas esa posible llamada amenazante fue una idea que no consiguió superar el sentido común propio de mi estatus. Me limité a apagarlo. Lo guardé de nuevo y anduve hacia la boca de metro que se abría al otro lado de la glorieta.

El centro quedaba a doce paradas. El vagón iba lleno de jóvenes incapaces de ocultar sus intenciones. Follar. Olía a perfume y aftershave, se oían voces altísimas que no querían decir nada, sólo desfogar un cuerpo y santificar la noche del sábado. Nuevos pasajeros iban apretando mi resaca de violencia contra la puerta contraria a la que les servía de entrada. Por una vez, me hacían compañía, pensé; me protegían del cazador aunque el cazador no supiera dónde andaba su presa.

Lo vi otra vez caer de espaldas: sus manos hundiéndose en último lugar dentro del socavón del barrio; un golpe casi impropio al estrellarse contra el fondo, como de pelota de baloncesto bien encestada que saca un chasqueo a la red.

Así sonó.

Abandoné el metro y me planté delante del portal de Rosa. Conocía mucha gente en la ciudad, tenía algunos amigos, algunos familiares más o menos accesibles, algunas casas donde me darían cobijo con sólo verme la cara prófuga; pero, al igual que en las películas, acudí a alguien que tuviera parte en la trama, como si eso le diera a mi acción mayor sentido, y al otro, obligación mayor de comprenderme y hasta de rendirme cuentas.

«La solidaridad ha fracasado.»

Pero Rosa no estaba. O tampoco contestaba al pitido del telefonillo. Miré su ventana desde la calle y no vi luz: al menos no me estaba ignorando por segunda vez y por un segundo medio.

Mi primera ocurrencia fue tomarme unas cuantas copas en bares cercanos y volver avanzada la noche; pensé incluso en sentarme en el portal de su casa las horas que fuera necesario: tenía unas ganas locas de entrar en algún sitio.

Después recordé el sitio donde ya estaba invitado a entrar.

–Hombre, Santiago, ¡qué sorpresa!

La buhardilla de Rodrigo estaba a diez minutos de la casa de Rosa. Me costó encontrarla, sin embargo, porque el atracón de adrenalina confundía mi memoria, que daba a Rodrigo direcciones alternas, en calles que empezaban siempre por un nombre propio que no acababa de determinar, en edificios de un número par que tampoco se me dibujaba con precisión. Vivir en el extrarradio, en esa zona de la gran ciudad que no es ni siquiera una ciudad, sino una excrecencia domiciliaria, lo convierte a uno en paleto a su pesar, con señas mal apuntadas y una eterna dependencia del sentido de orientación superior de cualquier idiota que pasa por la calle.

–También lo es para mí, no creas.

Entré en la buhardilla. Había cinco o seis personas buscando espacios para su cabeza, y cinco rayas de cocaína pintadas sobre la barra americana. Me acerqué a estas últimas.

–¿Te presento? –dijo Rodrigo.

–No es necesario. Ya nos conocemos.

Esnifé con lo que fue sin duda una excesiva confianza. Cuando volví el rostro, los amigos de Rodrigo me miraban con singular aborrecimiento.

–Qué hay, Fátima.

Me dejé caer sobre un sofá. Suspiré. Me quedé mirando mis manos, tiesas como cadáveres.

–¿Estás bien? –preguntó Fátima.

–Sí; ahora sí.

Di un repaso a los rostros que seguían mirándome como si ellos se hubieran equivocado de fiesta. Me gustaba la insólita desfachatez que me confería venir de jugarme la vida, o al menos, una buena cirugía plástica a base de hostias. Haber atravesado una situación dramática hacía un par de horas escasas me sugería cierto halo de héroe patrio, que cuidaba las trincheras mientras esos niñatos pedían pacatos permisos para meterse una raya.

Ninguno se animaba a presentarse. Sonaba música moderna, parecía hecha con instrumentos de juguete y grabada alrededor de alguna hoguera en Wisconsin, bajo un cielo estrellado difícil de olvidar.

–¿Qué suena?

Lo dije por decir algo. Mi llegada había puesto punto final a todas las conversaciones interesantes. Se me notaba lo exaltado y lo barrial, la diferencia.

Fátima dejó su vaso de cerveza sobre una mesa. Sonrió.

–Joder, Santi, menuda entrada. –Miró a sus amigos–. Es Santiago, era amigo de Daniel. Es fácil odiarle pero es un buen tipo. Dame un par de besos, coño.

Algunos rieron. Se besaron de nuevo los bordes de los vasos. Rodrigo recuperó la movilidad y la otra chica (sólo eran ella y Fátima) le susurró algo al veinteañero que tenía al lado.

Me había levantado y le estaba dando dos besos a Fátima. Lo de llamarme «Santi» me resultó tremendamente tierno. Señalar además mi filiación con su hermano muerto me entreabrió los corazones del resto de los circunstantes, que cruzaron manos conmigo y pronunciaron sus nombres con solemnidad de armisticio.

–Yo soy Ana.

Era la novia de Rodrigo. Me acordé de pronto.

–Encantado.

–¿Qué bebes? –anfitrioneó.

Se lo dije. Me sirvió la copa y se quedó hablando conmigo. Nos pusimos al tanto de nuestras coordenadas sociales, de nuestra edad y de la distancia entre nuestros barrios de residencia.

–¿Doce paradas? –comentó–. Dicen que aquello ya no está tan mal.

–Están arreglando una calle, sí –concedí.

Miré a Fátima. Añadí algo más, sobre música. Seguí mirando a Fátima. Hablaba con el veinteañero. ¿Sobre música? Los otros dos niñatos miraban por los ventanucos de la buhardilla e identificaban edificios prominentes, bancos, compañías de teléfono, hoteles.

Rodrigo, mientras tanto, abría el frigorífico y miraba adentro y lo cerraba, y luego escribía algo en un papel y volvía a abrir el frigorífico.

Ana siguió mi mirada; volvió a encararme y sonrió.

Llegó más gente. No parecía posible una fiesta multitudinaria, en aquel espacio capsular, pero los pocos que iban apareciendo, todos más jóvenes que yo, casi escrupulosamente paritarios en cuanto a sexo, consiguieron diluir la tensión que había traído conmigo, confundirme con un invitado que había aceptado presentarse por motivos amistosos y con deseos de diversión, y no, cual era el caso, con ese sujeto al borde de un incomparable ataque de pánico.

Me metí otra raya. Me animé definitivamente. Miré a una chica junto a la barra americana y estuve a punto de describirle sin mayores prolegómenos la suerte que tenía de estar al lado de un hombre que acababa de salvar a la tribu, de vencer en singular combate al cabrón responsable de la muerte de Daniel, sí, nuestro Daniel, aquel buen chico que todos recordáis en cada recodo de vuestras conversaciones, al que rendís homenajes improvisados en algunos momentos, al que no queréis olvidar. Aquel chico que me dejó un regalo a mí, un regalo íntimo, y no a vosotros, ay, anotad eso, por favor.

La chica, de pelo muy cortito y juventud quizá excesiva, había acabado sosteniéndome la mirada, en vista de que parecía que iba a decirle algo (de hecho, se lo estaba diciendo), y, aunque no me atreví con el relato de mi heroicidad, sí pronuncié algunas palabras en su honor:

–¿Quieres? –Y mi mano le ofreció un billete enrollado.

–No, gracias –dijo, y alzó un poquito la barbilla–. No necesito drogas para divertirme.

Me reí.

–Yo tampoco, amor. Las necesito para drogarme.

Me abalancé sobre el único sillón de la casa, libre todavía.

Miré las vigas inclinadas del techo.

Vi tres manos cayendo por un agujero.

–La dependencia rejuvenece –dijo Rodrigo–, dijo Walter Benjamin.

Habían pasado un par de horas y unas veinte personas por la casa. Parecían turnarse para saquear el mueble-bar ajeno, porque en realidad nunca éramos más de diez bajo las vigas. Eduardo llevaba un buen rato rondándome.

–Tenemos que hablar, Santiago –me decía.

Había llegado poco después que yo. Llevaba una ropa algo más juvenil el día que nos conocimos; también estaba más relajado. No me apetecía lo más mínimo
tener que hablar
con él; tampoco estaba en el punto álgido de mi competencia verbal.

Se había acabado la cocaína. Quizá por eso algunos visitantes se fueron tan pronto. Uno dijo expresamente que iba a pillar, que tenía un contacto. Nunca volvió. Rodrigo puso sobre la barra una bolsita de MDMA, varias piedras de hachís y un bol con marihuana. Lo sacó todo del frigorífico.

–Servíos –dijo.

No paraba de hablar. No paraba de drogarse. Había acabado él solo con todo el ágape de coca. De vez en cuando le veía acudir a sus estanterías y sacar un libro y abrirlo ante las narices de un invitado. Luego lo cerraba como si cerrara la habitación más bonita de la casa.

Me llegaban frases sueltas de su perorata. Yo seguía en el sofá, abusando de la amabilidad de Ana, que elevaba el nivel de mi vaso cada vez que dejaban de tintinear los hielos.

«Yo no escribo poemas, escribo derrotas.» Rodrigo.

«Pantalla fantasmática.» Rodrigo.

«Ana, un besito.» Rodrigo.

Me dio la impresión de que llevaba demasiado tiempo allí. Quise mirar la hora en el móvil pero me lo encontré apagado. Sólo me llevó un minuto acordarme de que lo había apagado yo, y no una batería exhausta. Pensé en encenderlo y llamar a Rosa, en encenderlo y esperar lo suficiente para recibir un mensaje de Rosa, sus llamadas perdidas, balsámicas. Enseguida volví a temer un intruso en mi intimidad telefónica; vi el miedo, vi el gran mapa extendido de mi nueva vida en el barrio, ese campo minado por el itinerario del otro. Me lo acabaría encontrando. No quería ni pensar en ello.

A cuatro manzanas de mi casa.

Miré a Fátima. Hablaba por el móvil. La había visto hacerlo varias veces. Daba instrucciones de cómo llegar a la casa y de qué provisiones traer. Luego contestaba al telefonillo y abría la puerta. Era una listilla. Con su pelo negrísimo y sus ropas avejentadas.

Casi no había hablado conmigo, salvo para indicarme que estaba poniendo el sillón perdido con el inapropiado inclinar de mi copa. Cuchicheaba con Eduardo, a veces, y me escrutaban los dos con mirada mixta de lástima y culpa.

La chica que no necesitaba drogarse para divertirse se divertía hablando innecesariamente. Llevaba toda la fiesta compitiendo con Rodrigo en contaminación acústica. Dijo la palabra ChatChinko y me vi sometido por la curiosidad.

–ChatChinko, sí; así se llama. No sé qué significa, tía, pero es una pasada.

–Pero ¿qué es?

–Pues es la webcam de alguien que se conecta con la tuya, y os veis y si queréis habláis. Básicamente son un montón de tíos haciéndose pajas.

Se rieron.

–En serio. Nunca me he divertido tanto. Son un montón de desgraciados.

–¿Feos?

–Qué va. Algunos están buenísimos. –Volvió la cabeza–. Primo, ¿me dejas el portátil un segundo, anda?

Rodrigo señaló la puerta del dormitorio.

La chica entró y salió con el portátil. Lo encendió sobre la barra americana. Las bolsitas de droga y algún que otro canuto ya armado perfilaron el ordenador.

–Mira.

Vi ChatChinko de nuevo, en ligero contrapicado, a través del hueco abierto entre los cuerpos de las dos muchachas.

–¡Mira, mira!

La larga polla de un tío; su mano repasándola; su cuerpo desnudo hasta el cuello.

–Joder…

La otra chica se tapaba la boca con la mano, miraba a sus espaldas, bajaba la vista un poco y me miraba a mí.

Alcé tanto la mano con la copa como la mano vacía, en claro gesto de inocencia. De ignorancia.

Pero sus miradas espantadizas atrajeron la atención de toda la fiesta, que se pegó al portátil como los artículos estupefacientes que lo silueteaban en la barra.

Ahora no veía la web. Sólo oía sus comentarios, sus risas; y el teclear de alguno de ellos transcribiendo lo que alguien creía muy chistoso decir al onanista:

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