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Authors: Alberto Olmos

Ejército enemigo (11 page)

Había caído la tarde. Las asquerosas zapatillas se bamboleaban con suavidad. En las fachadas de enfrente las luces encendidas revelaban intimidades domésticas. Subían gritos de la calle, localizaba su origen y aborrecía despiadadamente a los malditos ecuatorianos, colombianos, macarras, poligoneros, kinkis, chonis… mientras daba un nuevo trago a la ginebra y hacía esfuerzos porque el vaso se me cayera con acierto.

Mi tramo de calle lo subrayaban líneas de coches aparcados. Siempre había uno con la música muy alta y las puertas abiertas. Siempre era una música espantosa. Si redujéramos la ciudad a coches aparcados, si no hubiera edificios ni bocas de metro ni placas con el nombre de las calles, sino sólo coches aparcados, yo siempre sabría cuál era mi barrio, porque mi barrio era el único de la ciudad en el que siempre te encontrabas a gente dentro de los coches. Volviera a casa a la hora que volviera, utilizara una ruta u otra, era inevitable que, en más de una ocasión, me llevara el sobresalto de un cuerpo dentro de un coche, solitario y mudo, casi siempre en el asiento del copiloto, casi siempre nimbado de la atmósfera de la espera, como si viviera allí o llevara dentro todo el día, sin motivo, sin movimiento, exiliado, varado entre cristales.

Me asomé varias veces a la ventana. Despuntaba la primavera. Disfrutaba del aire fresco.

Hacia las doce de la noche vi venir a una mujer en minifalda denim. Caminaba por el centro de la calle. Se paró detrás de un coche, delante de otro: había el hueco justo. Se bajó la falda velozmente, se acuclilló y meó. No llevaba bragas.

Se fue calle abajo, dejando atrás su charco de orina, su estampa de la noche.

Consigné en mi cuaderno el domingo. «Nada» en el domingo. Miré mi móvil, olfateé la agenda, lo acabé arrojando sobre la cama.

Se hundió en el edredón como en un pozo de lodo.

«Qué lindos los chinitos.»

Consulté mi correo.

No hay mensajes nuevos.

«Qué lindos los chinitos.»

Y caí.

Tiene un mensaje nuevo.

De: Cristina Valbuena

Para: Daniel Mansilla

Hola, Daniel.

Te escribo de nuevo porque ya sé exactamente cuándo vuelvo: el 8 de junio. No sé si sigues conservando esta dirección… O si pasas de mí, que también podría ser.

No creas que soy una pesada, es que el otro día, aburrida, me puse a pensar en las cosas que podría o no llevarme, y en empezar a regalar las que no pudiera, y me encontré el libro de Zacarías Munt… ¿Te acuerdas?

Ni me lo dedicaste ni nada, pero fue como la magdalena esa de Proust, jeje.

Me gustaría saber de ti, Daniel. Siempre te recuerdo con cariño.

Besos muntianos,

Cris

No tenía ni puta idea de quién era Zacarías Munt, así que me serví otra copa de ginebra huérfana y lo busqué en internet.

Encontré una breve biografía. La leí en diagonal alcohólica.

Zacarías Munt (Ibiza, 1908-Roma, 19…)

… su poesía…

… camaradería y…

… de lo que supuso…

… exiliado en 1939…

… contra lo…

… su mujer, Rosa Blecua, le…

… militancia que supo…


Cansado el cantor

…a su país en vida ni…

… hoy.

Encontré algunos poemas de Munt en páginas web de poesía. La letra era pequeña y azulada, y el fondo de la web, de color rosa. Pegué la nariz a la pantalla y aun así me fue difícil leer más de dos versos seguidos.

Seleccioné con el ratón una estrofa, cuatro versos cuya mancha tipográfica me resultó más atractiva que la del resto de los poemas. Volví al mail de Daniel.

Responder >

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Enviar >

Sólo a la mañana siguiente, antes de acudir a la oficina, pude enterarme de lo que le había hecho.

De: Daniel Mansilla

Para: Cristina Valbuena

… sobre la mesa

el silencio azul de los domingos

revistas de cine, tabaco encendido
,

conversaciones de amor, calculadas…

9 am, arriba. Metro. Oficina. Mucho trabajo. Anoche, borracho, contesté a un mail como Daniel. Mis manos han temblado durante toda la jornada laboral. Casa. Cena. Porno.

Lo último que se me ocurrió fue entrar de nuevo en la cuenta de Daniel y asistir con estupor a las palabras que Cristina Valbuena dedicaría a un muerto, resurrecto y romántico. Sonreí al considerar que, en última instancia, Daniel tenía hasta el 8 de junio para morirse otra vez, para irse muriendo.

Si ella no estaba al tanto de su deceso, pensaba, significaba que no había mantenido contacto con ninguno de los amigos y conocidos de Daniel, y que, por tanto, yo podía simplemente no volver a contestarle un mail nunca más. Contraataqué mi propia razón lenitiva con el argumento de que, precisamente, Cristina estaba retomando viejas amistades, antiguos lazos, y por lo que era inevitable que, en un momento u otro, llegara a saber de la muerte de Daniel; tirando del hilo de la curiosidad dramática, acabarían diciéndole la fecha, lo que llevaría a una dantesca escena de fechas que no encajaban y mails de ultratumba.

Me iban a pillar, vamos.

Sin embargo (argumentaba, argumentaba), qué culpa tenía yo de que Daniel me dejara en herencia una palabra, la semilla de sus bienes verbales. Además, diría, ni siquiera entré tanto, ni siquiera llegué a saber que tú eras un hijo de puta, que tú hablabas mal de aquél, que aquél fue infiel, que el otro se drogaba sin conocimiento de su pareja, que a ti te violaron de pequeño, que tu padre estuvo en la cárcel, que el tuyo se suicidó, que había tantas madres llorando… pues todo eso había entrevisto, con nombres y apellidos, en mis incursiones en el correo electrónico de mi amigo.

Me iban a pillar, sí.

Sopesé algunas alternativas. La más inmediata era escribir de nuevo a Cristina, hacerme pasar por alguien lógicamente legatario de la intimidad de Daniel (¿Fátima?) y exculpar el mensaje anterior con otro cuidadosamente redactado y que pusiera fin al trastorno y a la ignorancia funeral de Cristina. La más rebuscada: hacerme pasar por la policía o el responsable de seguridad de la web (al dictado de la policía) y comunicarle a Cristina en un mensaje supuestamente tipo que ese correo había sido desactivado después de comprobarse la comisión de un delito de vulneración de correspondencia privada, convenientemente denunciado, que sólo podía solucionarse mediante la inhabilitación de la cuenta y el envío de mensajes informativos a todos los destinatarios agendados, ya que entrar en el correo contravenía las normas de la empresa que prestaba el servicio y resultaba imposible para la policía y para el propio titular de la misma, un cordial saludo.

Eso al menos alejaría de foco el asunto de la muerte de Daniel, y podría hacer que Cristina desistiera de contactar con su lejano amigo, al que supondría en otro webmail, y en una vida inaccesible para siempre.

Pensé en el sobre de Daniel, en hacerlo pedazos y tirarlo a la basura, como un político corrupto que se deshace de información comprometedora. Sin embargo, me era imposible eliminar de mi cabeza la palabra mágica, esa ••••••••• que ya se había acomodado en mi memoria con el mismo estatus que mi propia clave, •••••••••••, palabras ambas de las más ramplona extracción léxica, pero vueltas las dos, por capricho de los tiempos y exigencias de la tecnología, guardianes diminutos de la intimidad.

Ahora mi muerte pondría en blanco dos vidas escritas.

Me imaginé en mi lecho de muerte, con un sobre en la mano y, dentro de él, dos palabras. Se lo daría a un amigo. Y ese amigo, a su muerte, dejaría un sobre similar, con tres palabras, para otra persona. Y esa persona, un sobre con cuatro palabras. Al final la puesta en abismo de la intimidad sería la herencia de algún pobre superviviente.

Yo trabajaba en el negocio tentacular de internet, y había visto todo tipo de proyectos revolucionarios y disparatados. Eran muchos los que habían conseguido hacerse ricos con sus innovadoras ideas, y muchos más los que aún seguían buscando la idea innovadora que les hiciera ricos. Me era difícil imaginar por qué la muerte del internauta tardaba tanto en convertirse en el negocio del siglo.

Toda una generación de internautas ya ha muerto.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Invité a Sonia a comer. Casa. Porno.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Escribí mails a María, Pepa, Lucía, Raquel y Sara. Casa.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Llamé a Rosa. Cita para la semana que viene. Algo es algo. Porno.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Contestaron Pepa y Lucía. No pueden quedar estos días. Más adelante. Cine.

9 am, arriba. Contestó Sara. Me dijo que si me parecía lógico contactarla después de diez años. Le dije que sí. Casa.

11 am, arriba. Envié a Fátima un sms. Aún no ha contestado. 11.09 pm.

3 pm, arriba. Entré media hora en el mail de Daniel.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Mucho trabajo. Contrataron a una chica nueva, Teresa. Casa. Cena.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Casa. Cena. Una hora en el mail de Daniel.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Poco trabajo. Teresa la Trepa, la llaman ya. Casa. Me resistí a Daniel.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Mail de Daniel en horas de trabajo. Casa. Más mail de Daniel. Su intimidad muerta puede a mi intimidad viva.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Mail de Rosa, canceló lo de esta semana. Quedamos el martes que viene. Casa. Cena. Mail de Daniel.

* * *

9 am, arriba. Metro. Oficina. Reunión con mi superior. El mailmarketing no funciona. ¿No me digas? Casa.

Cristina Valbuena no contestaba. Las chicas no me hacían caso ni haciéndome pasar por Daniel. Uno siempre se cree el tipo más desgraciado del mundo en estas situaciones. Cuando creces te das cuenta de que muchos somos el tipo más desgraciado del mundo. Durante un rato.

Evidentemente, Cristina había leído el mail y estaba calculando su respuesta, más que las palabras que la compondrían, el momento en el que debería enviarla, justo en equilibrio entre la ansiosa espera de Daniel y el comienzo de una cada vez más definitiva decepción. Estimé que tardaría en escribirme, como mínimo, el mismo tiempo que se tomó «Daniel» en contestarle a ella.

De tanto mirar el mail de Daniel, su nombre empezó a aparecer antes mis ojos como Dni. Eran ya cientos de correos electrónicos, miles de «Hola, Dani», «Qué tal, Dani», «Cómo vas, Dani», «Hasta luego, Dani», «Adiós, Dni», «Ciao, Dni», «Besos, Dni».

No sabía si se trataba de una nueva fase en mi perversión ocular como lector, o de una nueva perversión ocular como lector que, unida a la anterior, y a las que sobrevendrían, acabaría conduciéndome a la ceguera total o a la locura.

Un estudio reciente aparecido en el periódico explicaba que uno no lee las palabras conocidas letra por letra, sino que aprehende la palabra gracias al chispazo empático que provocan en su cerebro la primera letra de la palabra y la última, y a la ubicación entre ambas de un conjunto de letras que no contradicen la naturaleza intuitiva de nuestra lectura. Al igual que sabemos que un elefante es un elefante sin pararnos a contarle las patas, mirarle los colmillos o tirarle de la trompa, sabemos que en «elefante» pone «elefante» porque entre dos E con una F en el centro no puede haber otro animal. También leemos «elefante» en «elfneate».

Leí «Bordadores».

«Borradores».

En el mail de Daniel, casi todas las carpetas tenían nombres genéricos, o siglas, de muy escaso atractivo. «Amigos», «Trabajo», «ATY», «Recursos», «LSHF», «PHJ», «Proyectos»… Yo seguía utilizando como método de aproximación a esos veintitrés mil mails la caja de búsqueda, que me ahorraba tener que enfrentarme a inacabables columnas de mensajes de contenido heterogéneo. En cada carpeta había entre quinientos y dos mil mensajes. Sin embargo, en «Borradores» sólo había uno (1).

Pinché.

El mensaje no tenía título. Era para su hermana.

Leí.

Hola, Fati.

Te escribo para explicar el cambio que se ha producido en mi actitud y en mi activismo en los últimos meses, que has notado con tanta claridad y que tan confusa te tiene. Mi renuncia a seguir llevando a cabo muchas de las acciones de protesta social que con tanta fe llevaba acometiendo desde que tenía tu edad ha venido provocada por una reflexión profunda sobre el sentido último de todo el movimiento actual solidario, antiglobalización, antiimperialista, y por una sensación desoladora de inutilidad, fariseísmo, complacencia, connivencia y descrédito.

Perdona mi lenguaje asambleario, Fati. Recurro a él para completar un mail que deje clara, más que una charla interminable, mi postura sobre esa parte de nuestras vidas que compartimos y que tanto nos une.

Sé que estas palabras, cuando te las envíe (si te las envío), pueden resultarte a su vez poco alentadoras, y quizá no tienes aún edad para ver las cosas como yo, y sería más justo dejar que llegases algún día a tus propias conclusiones.

Yo ahora no creo que
saber la verdad
sirva para mucho, por ejemplo. Tampoco creo que las acciones sociales sean otra cosa que simulaciones.

Sigo en la lucha, Fati, sí; pero de un modo que aún no soy capaz de revelarte, y con personas más dispuestas a sacrificarse, gente que ve como yo la necesidad de dar un barniz de verdad y compromiso eficiente a la palabrería que hoy es moneda tan común y, por tanto, tan depreciada. A algunas de esas personas las conoces; a la mayoría, no.

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