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Authors: Alberto Olmos

Ejército enemigo (8 page)

No quería ir al grano con un «Bueno, tú dirás». Ella era todo lo que tenía que hacer durante el resto de la semana.

Me contó sus cosas. Había recuperado bastante bien las semanas perdidas, y algunos profesores le habían pospuesto los exámenes y la fecha límite de entrega de trabajos. Odiaba a sus compañeros y esperaba acabar la carrera cuanto antes, haciendo un curso y medio cada año.

–Tú estudiaste Publicidad, ¿no?

–En efecto.

Le conté lo que hacía, desmayadamente.

–Suena aburrido.

–Lo es.

–¿Otra? Voy yo.

La vi levantarse y acudir a la barra, hablar con la camarera dominicana. Tenía un bonito culo. Tenía quince años menos que yo. La juventud es un imperio.

–Bueno, te llamé porque quería preguntarte una cosa. No tienes que contestar, claro, si no quieres. Pero, como tiene que ver con mi hermano, me interesa saberlo…

–¿Lo del sobre?

–Sí. Es personal, lo sé, pero me preguntaba qué había dentro…

–…

–Lo encontré yo, ¿sabes? Me sentí tan rara teniendo en mis manos una carta de Daniel después de muerto… Te juro que si no lo abrí fue porque acababa de dar en clase el artículo del Código Penal sobre violación de correspondencia. –Sonrió–. Te caen de uno a cuatro años, ¿sabes? No es ninguna broma.

–Sí, lo sé. –Le devolví la sonrisa. Luego, mentí.

Llevaba preparada la respuesta. Era: Daniel y yo habíamos discutido y hacía tiempo que no nos veíamos. Rompimos la tensión por teléfono, la amistad parecía ir a recomponerse. Como regalo de reconciliación, me prometió dos entradas para un concierto. Yo nunca iba a conciertos y él entendía que me perdía algo realmente bueno, vivificante. Las compró y pensaba dármelas, pero no pudo ser. El concierto ya se había celebrado cuando recibí el regalo. Una pena.

–Sí, una pena. ¿Qué concierto era?

La respuesta había sido cuidadosamente elegida por mí a lo largo del fin de semana, y era inexpugnable.

–M. Ward.

–¡No fastidies! ¡Qué bueno! Yo le vi hace dos años. ¡Qué bueno!

–Reconozco que no sé quién es…

Mezclar mentiras y verdades es una forma de mentir avanzada, como la aleación del acero.

–Ya me dijo algo mi hermano de que la había tenido contigo. En realidad, casi siempre que hablaba de ti hablaba de mal rollito.

–Bueno, mal rollito…

–Eres un poco escéptico, dicen. Te parecía una estupidez todo lo que hacía Daniel. Bueno, ni siquiera vas a manifestaciones…

–No tengo nada por lo que protestar. Estoy de acuerdo.

–¿Has leído a Pessoa?

–Sólo el eslogan…

–¿Qué eslogan? –Fátima puso cara de asco.

–Hizo un eslogan para una marca de refrescos, cuando el producto llegó a Portugal. Decía…

–¡No me lo puedo creer!

–Escucha. Decía: «Primero extraña y luego es extrañada».

Fátima abrió mucho los ojos, negros como refrescos de cola.

–Ya ves, Pessoa. Todo lo que sé lo aprendí de él.

–…

–No hagas nada –aclaré–, nada puede hacerse. –Y recité–: «No soy nada, nunca fui nada, nunca podré ser nada, sin embargo, tengo en mí todos los sueños del mundo». Ése soy yo.

Fátima besó el borde del vaso. Mientras bebía, me miraba fijamente. La espuma se deslizaba por el vidrio.

–Me has dejado sin palabras. Pensaba que tú pasabas de libros… Eso me dijo Daniel. –Dudó un momento–. A lo mejor me lo he inventado.

–Paso de los libros. Casi sólo leo manuales de publicidad. Por eso sé lo de Pessoa.

–A lo mejor tienes razón. Hace poco leí lo de Alberto Caeiro, su heterónimo. A eso iba. Muchas florecitas, muchos prados, el sol y las nubes. Ese rollito. En un momento dado, dice algo como: «salgo al campo y estoy de acuerdo». –Entrecomilló sus palabras con dos dedos de cada mano–. Luego dice que los pobres no han de quejarse, que todo es perfecto, que hay que dar las gracias siempre. ¿Entiendes? Para Pessoa la felicidad es estar de acuerdo, como tú has dicho. Si estás de acuerdo con el sistema, eres feliz.

–Y si no…

–Y si no vas a una mani.

Tercera ronda. Fui yo. Se les había acabado la cerveza de barril, así que acepté unas botellas. Mirando el culo de la dominicana, mientras se agachaba para cogerlas, convine conmigo mismo en que, desde luego, no podía considerar mi ser en el mundo como «felicidad». Según la definición de Fátima Pessoa, en algo yo no estaba de acuerdo si era infeliz.

–¿Por dónde vives, Santiago?

Me gustaban sus preguntas. Si hablo con una mujer y yo le hago seis preguntas consecutivas sin que ella me devuelva a su vez algún interrogante, sé que estoy perdiendo el tiempo. Una pregunta es un incendio.

Le contesté. Ella me dijo que conocía «bastante bien» mi barrio, que había estado allí con la cooperativa que montó con sus amigas.

–¿Sabes lo que es una cooperativa?

No lo sabía. Me explicó lo que era, el plúmbeo papeleo que habían arrostrado para montarla, la honestidad de su gestión, la euforia ante los resultados. Mi memoria, al compás, iba recuperando fotografías e informaciones cuya visión estaba penada con cuatro años de cárcel.

Cuando llegó al último versículo de su evangelio, leí mi Apocalipsis. Mi barrio era una puta mierda. La gente de mi barrio era una puta mierda. La convivencia entre inmigrantes, nativos, gitanos y policías era una putísima mierda. La integración me daba ganas de vomitar. La suciedad de la calle me daba ganas de vomitar. Las contraventanas y las bombonas de butano me daban ganas de ahorcarme. Las zapatillas blancas que colgaban del cable de enfrente de mi casa me daban más ganas de ahorcarme que todo lo demás junto.

–Tienen su puntito guay, no me digas, hombre.

–¿Lo tienen? ¿Unas zapatillas repugnantes?

Estaba lanzado. Continué con mi teoría de la degradación retroalimentada. Le dije, sin rubor, que ella no sabía lo que era
vivir
en mi barrio. Le dije que vivir en mi barrio era como vivir en uno de esos países de mierda de Sudamérica. Todo ayuda a la desesperación. No es un barrio de mierda o un país de mierda con buena gente que trata de salir adelante. La gente también es mierda. ¿Qué otra cosa pueden ser? Vivimos rodeados de casas feas y al borde del derrumbe, de situaciones dramáticas diarias, de muebles viejos, comida insana, ropa barata; vivimos a dos manzanas del delito, un piso por debajo de la desesperación, puerta con puerta con la mezquindad moral. El aire mismo está corrupto. La corrupción se pega a nuestra piel, nos posee, se asienta en nuestro cerebro, nos mutila. Le puse un ejemplo. «Yo, en mi barrio, tiro papeles al suelo; sin embargo, cuando voy por tu barrio –dije aposta: tu barrio– no los tiro nunca. ¿Por qué? Porque el fracaso es una adicción.»

–Me siento rodeado de fracasos y fracasados, y acabo alimentando mi propio fracaso y el fracaso de todo mi barrio –concluí.

–Pero…

–¿Sabes lo que me pasa por las noches? –la interrumpí–. Me tumbo en mi cama, cierro los ojos y siento cómo la casa, el edificio entero, se derrumba sobre la calle, conmigo dentro. Hasta veo pasar por la ventana la fachada de enfrente, como una cuenta atrás hacia mi muerte entre los escombros. Creo que no es miedo a que eso pase de verdad: el inmueble está hecho polvo y hay grietas por todos lados. No. Creo que quiero que pase.

Fátima repetía punto por punto los argumentos que Daniel me daba cuando, a mi vez, le exponía mi escepticismo solidario. Piensa globalmente, actúa localmente… y todo lo demás.

Como era joven, guapilla, simpática, su disertación sobrevitaminada me hacía sentir que, lo que yo decía, se me acababa de ocurrir. En realidad eran los mismos billetes sucios de vuelta a mis manos.

–¿Quieres comer algo?

Llevábamos dos horas allí, y parecía que ninguno de los dos tenía un lugar mejor donde predicar. Dijo que sí.

–Bikini –pronuncié–. ¿Sabes que leo fatal? He leído «bikini» donde pone…

–«Bikini.» –Fátima miraba su menú, y lo comparaba con el mío como un álbum de cromos–. Pone «bikini». ¿Qué es eso de que lees mal?

–¡«Bikini»! Dios mío; tenía que poner «martini» o «panini» o… «bocadillo». Pero pone «bikini», es cierto.

Obviamente, Fátima no iba a entender la irrestañable desesperación de pensar que has leído mal una palabra que has leído bien y de sus extravagantes derivaciones: leo mal algunas palabras y creo que leo mal las palabras que sí he leído correctamente. El infierno verbal.

Mientras preparaban la comida, entró un repartidor.

–¡Buenas noches! –gruñó.

–¡Ya era hora! –dijo la camarera.

Detrás de él, apareció rodando un barril de cerveza, plateado, ruidoso. Lo empujaba con el pie un repartidor más joven.

–Ponlos por allí, Juan –le dijo su jefe–. Trae cuatro más.

Juan entraba y salía del establecimiento, sacando barriles vacíos de dos en dos, y metiendo barriles llenos de uno en uno. La puerta permanecía abierta durante toda la descarga.

–¡Qué frío! –Fátima se subió el cuello del jersey. Después se frotó las manos.

–Sí.

Me quedé con la mirada fija en el jefe de los repartidores. Se había sentado en un taburete junto a un extremo de la barra, y preparaba unas facturas. De vez en cuando, supervisaba el trabajo de su subordinado. Ambos vestían monos azules, sucios en las coderas y los hombros.

Finalmente se fueron.

–¡Hasta la semana que viene, bombón!

–Adiós.

–Menos mal –susurró Fátima, y sacó sus manos, hasta entonces al abrigo de sus muslos.

–¿Sabes qué es lo peor de mi barrio?

–¿Lo peor? ¿Hay algo peor? –Se rió.

–Bueno, no sé si peor, pero me molesta mucho. –La camarera me hizo señales. Fui a por los bocadillos y volví–. Toma, éste creo que es el tuyo.

–Sí.

–Me molesta el calor.

–¿El calor? ¿Hay algo que no te moleste, tío?

Recordé de nuevo, con una sola palabra de tres letras, que tenía quince años más que ella.

–Cuando llega el calor, la calle se llena de gente. Además, tengo que abrir la ventana, porque no tengo aire acondicionado. –Los ojos de Fátima: yo sí tengo, pero no lo voy a decir, aunque él supondrá que tengo, pero puedo mantener los ojos así, inocentes–. Entonces toda la calle entra en mi casa. Vivo cerca de una plazuela. Desde ya sé que si me cambio de casa viviré en una lejos de las plazas. Las plazas son bonitas, pero en ellas se reúne siempre toda la gentuza. Mendigos, jóvenes de botellón, turistas borrachos. Gentuza. En mi plazuela no hay turistas, pero, gentuza, toda la que quieras.

Fátima apretó los labios. No había tocado su bocadillo.

–Come, come. Entonces, el ruido. Toda la santa noche. Las reyertas. Incluso gente que toca la guitarra y canta, los gitanos.

–Los git…

–Ya, ya; los gitanos son de puta madre y, bueno, tienen su propia cultura… y lo que te dé la gana. Pero aguántalos; aguántalos tú.

–…

–Es un decir, «tú». Es muy fácil, y esto es lo que le digo, le decía, siempre a tu hermano, es muy fácil arreglar el mundo a distancia: parece que hasta funciona. Pero no funciona, lo siento mucho.

–¿Por qué no te mudas? Tienes un buen curro, ¿no?

–No está mal, pero tampoco puedo tirar el dinero en el alquiler. Además, la cosa no está muy estable en mi trabajo… La casa es de mis padres, ellos volvieron al pueblo y yo me quedé con ella. Un regalo envenenado, quizá. Me ha hecho cómodo. Adicto al fracaso, sí. Algún día, una lluvia de verdad se llevará toda esta basura de las calles…


Taxi Driver
.

–Chica lista.

Comimos. Bueno, cenamos. Los bocadillos rejuvenecen la gastronomía.

–¿Qué hacían tus padres en la ciudad? A qué se dedicaban, digo.

–Lo has visto antes. –Señalé hacia la puerta.

Fátima pensó un poco.

–Anda, qué curioso.

–Bueno, curioso…

Se picó un poco.

–Ya sé que piensas que soy una pija de mierda con sentimiento de culpabilidad, y, en cierto sentido, lo soy. Pero que sepas que me llama mucho la atención los trabajos… reales…

–Menestrales.

–Menestrales. Algunos son tan… simpáticos, si me dejas que lo diga.

–¿Meter cajas, por ejemplo?

–Meter cajas es curioso. Simpático es, por ejemplo, persianero.

–Eso no existe.

–¡Que sí! El padre de un amigo de la facul es, tal cual, persianero. Trabaja en un ministerio y su labor es estar todo el día esperando a que se rompa una persiana. Entonces va y la arregla.

–Acojonante.

Nos reímos.

–¿Ves como era simpático?

–Sí. Y útil. ¿Sabes cuál es vuestro problema?

–¿«Vuestro»?

–De los jóvenes concienciados y activistas sociales y votantes del partido comunista.

–Que somos unos pijos con sentimiento de…

–Aparte.

–O sea, que tenemos dos problemas.

–Sí, el segundo, como le decía mucho a Daniel, es éste: os creéis mejores que los demás.

–…

–Ayudar, apadrinar, concienciar, manifestarse, defender, protestar, donar, reciclar, solidarizarse… Suenan bien. Seguramente el persianero, el padre de tu amigo –pensé enseguida: «¿Tu novio?»– no hace nada de eso, ni apadrina negritos ni lleva una pegatina en el coche de «Ahorro agua» o lo que sea. Y cuando vosotros, con perdón, hacéis proselitismo, siempre dais la impresión de situaros en un plano moral superior, de estar a la vanguardia de algo que, sin duda, es mejor que lo que tenemos, y de tener que aguantar el lastre de muchas personas que no hacen nada para mejorar el mundo. Sin embargo, ese tío arregla persianas, y el otro mete cajas de cerveza o barriles en un bar, y el otro conduce el autobús. Eso no sólo es hacer algo, sino que es hacer lo mínimo necesario para que el mundo, joder, funcione un poco. Quiénes sois vosotros para joderles con que, además de tener un trabajo socialmente deplorado, encima son unas malas personas, gente que no echa una mano a la gran causa. No nos engañemos, la solidaridad es una forma de ocio, una ficción para el puro entretenimiento de personas con mucho tiempo libre. Los jóvenes, sobre todo. Espera diez años, y verás a todos esos amigos tuyos solidarios dejar en la estacada a todos los pobres del mundo. Como mucho, reciclarán su basura correctamente, pero en cuanto tengan una hipoteca y un par de mocosos, verás tú lo que aportan. Un clic en un banner de su periódico digital favorito, como mucho. Ayuda a Bolivia. Clic.

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