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Authors: Alberto Olmos

Ejército enemigo (10 page)

Esto llevaba a pensar, no que todas las parejas que se grababan follando y luego subían el archivo a internet eran patanes sin sensibilidad para el coito, sino que todos los que censuraban el sexo en calcetines eran amantes en barbecho cuyas opiniones sobre sexo procedían casi exclusivamente de la pornografía que veían on-line, y que su apreciación, tan celebrada, tan distinguida, era la propia de alguien que se queda sentado viendo follar a los demás y no, como pretendían, la de quien constata de primera mano, en sucesivas noches de parranda, la pandemia del mal gusto en la cama.

El pornógrafo nunca está solo.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Reunión con el jefe. «Tienes mala cara», dijo. Casa. Cena. Porno. ¿Prepa?

9 am, arriba. Metro. Oficina. Sms de Rosa. No puede quedar estos días. Casa.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Casa. Porno.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Compré ginebra y tónica. Primera botella. ¿Prepa?

9 am, arriba. Metro. Oficina. Por. Fin. Es. Viernes. Oh.

12 am, arriba. Comí pasta. Sigue siendo sábado.

Mi vídeo favorito era uno que se llamaba
Sexo prepa Diego y prima
. Su título era lamentable desde el punto de vista gramatical, pero altamente prometedor. Llegué a él siguiendo la estela del tag «amateur».

El vídeo estaba grabado en visión nocturna, la cámara se encontraba situada a ras del colchón, probablemente sobre la culera de una silla, el plano recortaba los cuerpos, por lo que nunca se veían los pies, y a menudo se perdían las cabezas a la izquierda del encuadre; de fondo, una pared desnuda, gris; de fondo musical, una canción latina, cursi.

Apretar el play era echar a rodar cuarenta y cinco minutos de sexo adolescente.

Diego y su prima, él en vaqueros y ella en pantalón pirata blanco, desnudos de cintura para arriba, ella aún con el sujetador puesto, granate o azul marino: así empezaban. Tenían ambos unos diecisiete años.

Se besaban y se restregaban, se quitaban los pantalones, Diego el suyo y también el de la chica. Ella permanecía tumbada, apenas visible (los pechos, las rodillas, la cabeza) debido al hundimiento glorioso de un somier barato; él, lampiño, delgado, piel impecable, arrugaba sus calzoncillos blancos y ceñidos contra el vientre de su prima.

En el minuto 1.43 ella se ponía encima. El elástico de las bragas le apretaba la carne por la cadera, con vocación de cuchilla. Su culo era lozano y duro y magistral. Tenía una marca negra, extraña, en lo alto del muslo, centrada, como un lunar a la fuga sobre la piel pálida.

Diego le abría el coño con la mano derecha, le estrujaba los glúteos avariciosamente, le subía ambas manos por la espalda en delicado trote, hasta encontrar el escollo de un broche, el rompecabezas de un sujetador. Se tiraba cuarenta segundos intentando resolverlo. Su prima lo desabrochaba en un solo gesto a ciegas.

Sus pechos colgaban tensos entonces, con los pezones apuntando hacia el centro de la Tierra.

En un momento dado, su pelo fluía por su espalda, largo, oscuro, en riadas puntiagudas y húmedas.

Él la penetraba en el minuto 7.14. Ninguno de los dos estaba aún completamente desnudo. La polla atacaba en autoritario desdén por los calzoncillos, agarrados al escroto, tensos en los glúteos; ella, angelicalmente, estaba mascando chicle.

En el minuto 10 se oían los primeros gemidos. Ella.

Follaban con los pies de la prima sobre los hombros de Diego. Él iba perdiendo los calzoncillos empujón a empujón, como pierden la piel las serpientes.

Su polla era gorda y dura y magistral.

En el minuto 13 ella se ponía de espaldas. Se descubrían sus grandes pendientes metálicos, con una pieza central con forma de pez y varios colgantes nerviosos. Ella se miraba en la pantalla con ojos de gustarse. Diego trataba de sacarle las bragas. Había un breve debate de bragas por bajar y testigos digitales. Finalmente todo se hacía carne.

Ella se ponía a cuatro patas y él la penetraba por detrás, la hundía de nuevo contra las sábanas a empellones de su pelvis, quedaban cuerpo sobre cuerpo durante largos minutos de gemidos y temblores. El lunar fugitivo, maltratado por el coito, parecía entonces ir a escaparse del muslo, y ser semilla sobre el somier.

Minuto 16.51. Ella volvía a alzar el culo y se quedaba de rodillas, con la tierna espalda hundida y los pechos mareados, bamboleantes. La polla de él se veía ahora perfectamente, entraba y salía, robusta, decidida, paralela.

Minuto 20.28. Follaban: él sentado contra la pared y ella sentada sobre él.

Minuto 23.10. Follaban: ella se daba la vuelta, aún sentada, aún ensartada. Sus rodillas apuntaban a la cámara.

Minuto 27.05. Follaban: ella pegaba su cara a la cámara y él la penetraba desde atrás. La prima se chupaba el dedo índice, mostraba sus dientes, enfundados en brackets.

Minuto 29.51. Follaban: ella agarraba la cámara y la subía al colchón. Primer plano de la polla entrando en su coño.

Minuto 31.27. Follaban:
a tergo
.

Minuto 35.16. Corte en el vídeo. Nuevo plano. La cama aparecía a lo largo, en contrapicado. Él sujetaba la cámara y su prima yacía con las piernas abiertas y una sábana cruzándole el vientre. Se estaba tocando las tetas. La cámara se acercaba a su rostro y de pronto aparecía el color. La piel de la prima era como chocolate en un cumpleaños. El cameraman cambiaba de nuevo a la visión nocturna, volvía el brillo fosforescente de los muslos. Diego retiraba la sábana y ella se contoneaba sobre el colchón, alzaba el culo, se humedecía los labios.

Minuto 36.25. La prima se llevaba la mano derecha al sexo, frotaba los labios, el clítoris, introducía finalmente el largo dedo corazón. Su coño era una fruta nueva. Diego hacía zoom hasta que toda la pantalla eran unos dedos borrosos y grises, glotones.

Al retraer un poco el zoom, se veían las uñas pintadas de blanco de su prima, con el esmalte descascarillado en algunos dedos, que parecían estar haciendo los deberes una tarde de sábado.

La chica se masturbaba hasta el minuto 38.09, en el que había un nuevo cambio de plano, intransitivo, violento; ahora aparecía sobreimpresionada en la pantalla la fecha de la toma, 8 23 2005, 12.20.02 am.

Minuto 39.55. Diego hablaba con su prima, fuera de cuadro. Él tenía la cabeza apoyada contra la pared. Miraba a la cámara y sonreía. No se oían sus palabras.

Se despegaba de la pared y metía la cabeza entre las piernas de la chica, la boca hundida en su sexo.

Minuto 41.49. Diego hablaba inaudible, y se señalaba a sí mismo con el dedo. Se señalaba el vientre, varias veces. La prima permanecía inmóvil, tumbada, reacia. Diego asentía con la cabeza, emperradísimo.

Minuto 42.20. Ella se incorporaba. Se oía, de pronto, su voz: «Ay, que nooooo», decía.

Minuto 42.33. Él separaba las piernas, ella le agarraba la polla con la mano izquierda y se la metía en la boca. Su pelo y su pendiente apuntaban ahora hacia el centro de la Tierra.

Diego no apartaba los ojos de la pantalla, donde estaba él, donde estaba su prima, chupándosela. Le apartaba el brazo y el pelo para verse mejor viviendo la buena vida.

Minuto 43.02. Diego se acercaba a la cámara y accionaba el zoom, acercando más el ojo de la cámara al centro de su cuerpo. Después sonreía como un criminal.

«Otra vez», se le oía decirle a su prima.

Y ella ponía de nuevo su pelo moreno y su pendiente gitano en confluencia con el núcleo del planeta.

Minuto 44.04. De repente, la pareja desaparece. Plano ajeno. Se ve a un señor en bañador sentado en un silla de camping. A su lado, más sillas y señores, en bañador y verano, con latas y vasos, riendo a la cámara…

Minuto 44.07. Plano en color, la prima duerme con la cara contra la almohada, sobreimpresionado se lee: 11 20 2005, 2.29.29 am. Diego hace zoom sobre su prima, recorre su cuerpo, la imagen es de pésima calidad (una raya analógica recorre toda la parte baja de la pantalla, horizonte VHS), el color de la piel se pixela en la espalda desnuda, se distingue una falda o coulotte negro, y luego las sábanas enroscadas a las piernas. Diego vuelve a la cara de su prima, a su pelo negro, después alza la cámara, la pared ocupa casi todo el plano, y (minuto 44.46) el vídeo termina.
1

* * *

Aquí estoy, pensaba a menudo, viendo a dos personas reales follar
realmente
en un lugar impreciso y un tiempo exacto: 2005. Aquí estoy yo ahora, como hace días, como otras personas en otros países y otros momentos, observando con delectación esta intimidad para la historia. Lo que hubiera sido un perecedero episodio privado, fantasmal incluso en la memoria de sus protagonistas al cabo de un par de meses de haberlo vivido, y más fantasmal y desdibujado aún por la superposición de todos esos coitos que sucederían a este coito, era ya, por la conjunción tecnológica de una cámara de vídeo y una red de comunicación mundial, una narración eterna, un documento tan fiable y exclusivo que la existencia de estos dos adolescentes hacía que la del inmortal Alejandro Magno pareciera ficción.

Y en algún lugar, pero ahora también, estarían Diego y su prima, con sus trabajos, sus casas, sus hijos, sus abonos mensuales para tomar el subte o la guagua o el colectivo o el autobús o el metro; con sus cuerpos sintiendo ya el acoso de los años; con sus sexos sintiendo ya la rutina de encontrarse; con sus cuentas de correo electrónico y sus claves para esas cuentas y esas redes sociales y esos usuarios múltiples de servicios internautas. Y en algún momento, o porque ellos mismos fueron los que subieron su propio vídeo a la red, o porque casualmente un día buscando porno se encontraron con el porno de sí mismos, Diego y su prima verían el vídeo, el documento, esa pequeña eternidad. Y no lo verían como quizá ya lo estaban viendo algunos domingos aburridos en el salón de su casa, como una película doméstica y secreta, sino como la cinematografía de la especie, el último rollo de una gran película de la que sólo quedara, precisamente, ese rollo, ese celuloide de lo íntimo, vuelto herencia de futuro.

Internet nos dejó sin intimidad, pero nos había dado en compensación un nuevo derecho: el de permanecer.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Mucho trabajo. Casa. Cena. Puse Taxi Driver. La vi dos veces.

9 am, arriba. Metro. Oficina. Cervezas con Paula. Me aburrí tanto que me dieron ganas de llorar.

* * *

12.24 pm, arriba. Largo paseo. Sin planes para el domingo.

El día del error había salido a comprar el periódico y lo había leído en una cafetería donde tenían ese mismo periódico en la barra, doblado y disponible. Si el pesimismo paranoico rigiera mi vida, habría visto la fatídica señal encarnada en ese gasto insensato; pero, después de leer las noticias, los reportajes y las columnas, se me pasó la pequeña y proletaria desazón y me concentré en la parroquia que acompañaba mi café. Todos eran chinos.

La cafetería Rubí llevaba toda la vida en el barrio. No era ni la más popular ni la más limpia, pero el camarero trabajaba allí desde los días de mi adolescencia. Me quedé mirándole y sopesando cómo sería eso de permanecer en el mismo sitio y con el mismo chaleco durante décadas, sin otro cambio en tu jornada laboral que la subida de los precios y algún que otro estridente pleno en la máquina tragaperras. El camarero miraba la televisión, donde emitían un partido de fútbol de la liga inglesa. De pronto me di cuenta de que en toda la cafetería no se oía más que la narración de los pases, regates y goles (dos por ahora) que acontecían sobre el césped de Manchester.

Reparé uno por uno en los clientes del bar. Había ocho. Todos tomaban café. Cuatro estaban solos y otros cuatro en parejas. No había ni una sola china.

Nadie hablaba.

Justo en el momento en el que me llevaba la taza a los labios para apurarla, aproveché para demorarme en el último trago y comprender la situación. El centro de la misma era un camarero mirando fútbol en la tele; el contexto, ocho chinos silenciosos, casi inmóviles. De vez en cuando, uno de ellos cambiaba el apoyo de su codo sobre la barra.

Dejé la taza en el platillo y, con las palmas contra las mejillas, me concentré en la escena.

Entonces intuí la tortura. El camarero mostraba una enorme serenidad televidente; pero por dentro,
estaba yo seguro
, le desasosegaba una pregunta: ¿por qué nadie habla?

A su alrededor, el silencio milenario de la cultura china.

Yo no dejaba de mirar al camarero, hierático, firme, con el mentón alto y los ojos llenos de pelotas blancas, y de pensar en cuánto aguantaría antes de dar un palmetazo sobre la barra y gritar: «¡Ya basta, coño!».

Los chinos torturaban con disimulo. Giraban un poco sus tazas, encendían otro cigarrillo, se miraban entre ellos. No emitían ni un sonido.

Era insoportable.

Me levanté, pagué y me fui hacia mi casa.

De camino me asaltaron frases sueltas de Ana, frases que me decía cuando vivía aquí conmigo y gastábamos el domingo con el periódico bajo el brazo; yo el diario, ella la revista.

«Qué lindos los chinitos», decía.

Entré en el colmado para comprar pan y ginebra. Ya me había bebido todas las botellas que tenía en casa. La china se hacía llamar Luna y, como todos los dependientes asiáticos de la ciudad, se pasaba detrás del mostrador doce horas al día, con un pequeño televisor encendido lleno de chinos de época. A veces era de Kung-fu, otras de amor, la película.

Sus «chinitos» ya habían crecido. Se llamaban Felipe y Javier. Cuando eran pequeños, los sentaba en el bordillo de la puerta. Los clientes entraban a comprar refrescos y chucherías con cuidado de no pisarlos. Ellos miraban pasar los coches mientras masticaban pequeños panes que parecían no acabárseles nunca. Siempre que salía de la tienda, me fijaba en sus nucas planas y huecas, que día a día se iban llenando de automóviles y humo, del ruido del desarraigo, de extrarradio doble.

Javier trabajaba ya en el negocio. Llevaba el pelo tintado de rubio, con flequillo, y decía mucho «Anda».

–Una barra de pan. Blanquita.

–¡Anda!

A Felipe no lo había vuelto a ver.

Subí a mi casa y puse la botella de ginebra sobre la mesa. Sólo después de comer me percaté de que no tenía tónica. La pereza es la madrasta del desastre.

Y el desastre llegaría en seis horas.

Vi la tele, eché una siesta, miré mi correo, abrí la botella, busqué pornografía novedosa (el strapon resultaba muy interesante), deglutí ginebra a palo seco, busqué palabras sin sentido en internet (existían todas en alguno de los miles de putos idiomas del mundo), oriné ginebra, bebí más, pornografié más, y al final asomé medio cuerpo por la ventana.

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