Fabiola se contuvo. ¿Qué podía hacer ella?
Absortos en la captura, los
fugitivarii
parecían ajenos al público. Los perros manchados se habían tumbado cerca, con las largas lenguas rojas colgándoles de mandíbulas amplias y poderosas. Animales parecidos rondaban de noche por la villa de Fabiola; se visaban como medida de protección contra bandoleros y criminales. Esas criaturas sumamente musculosas parecían incluso más feroces.
El esclavo, rodeado, adoptó una posición fetal. Gemía débilmente y sólo gritaba cuando sus captores lo golpeaban. Entonces se produjo un cambio. El matón más cercano por fin advirtió la presencia de Fabiola y Corbulo. Al ver la ropa y las suntuosas joyas que llevaba no dijo nada, pero masculló unas cuantas palabras al hombre bajo y fornido que estaba al mando. Sin embargo, en vez de responder, éste propinó una fuerte patada en el pecho al esclavo.
Les llegó un grito ahogado.
Fabiola observaba horrorizada. El golpe había sido lo suficientemente fuerte como para partirle unas cuantas costillas.
—¡Dejadlo en paz! —gritó ella—. ¡Está malherido!
Corbulo, a su lado, tosió incómodo.
Se abrió un hueco en el círculo y los rostros duros e implacables se volvieron hacia la despampanante mujer y su vílico. Cuando advirtieron su belleza, las miradas lascivas les distorsionaron los rasgos y pronunciaron insinuaciones procaces, aunque fuera en susurros. Había que respetar a los ricos.
Fabiola hizo caso omiso de los comentarios; Corbulo los miraba con furia.
Curiosamente, permitieron al esclavo que se levantara. Uno de los
fugitivarii
desenvainó la espada y lo empujó con la punta. Lejos de ellos y hacia Fabiola. Confundido, el joven esclavo permanecía inmóvil. Lo volvió a aguijonear con la espada, lo cual hizo sollozar al esclavo. Pero enseguida captó lo que querían de él y caminó a trompicones hacia la villa. Sus esfuerzos fueron recibidos con risas burlonas y varios matones le lanzaron terrones de tierra. Aceleró el paso.
—¿Qué hacen? —preguntó Fabiola aterrorizada.
—Juegan con él. Y con nosotros. Será mejor que entremos, señora —musitó Corbulo con el rostro ceniciento—. Antes de que la situación se les escape de las manos.
Fabiola tenía los pies clavados en el suelo.
El esclavo se le acercó. Aparte de las mordeduras de perro que le cubrían todo el cuerpo, tenía el torso y los brazos hechos un amasijo sanguinolento. A través de la túnica vieja y ondeante se veían heridas supurantes que le recorrían la piel en zigzag por delante y por detrás formando un desagradable enrejado. Eran marcas de latigazos, la prueba fehaciente de un amo cruel. ¿Habría huido por eso? El fugitivo era joven, intuyó Fabiola, de apenas quince años. Un niño. El sudor y las lágrimas le habían dibujado regueros en la suciedad del rostro, demacrado y con expresión hambrienta. Además de aterrorizado.
—¡Señora! —Corbulo habló con voz imperiosa—. No se arriesgue.
Fabiola era incapaz de apartar los ojos del fugitivo, que no osaba mirarla.
Como en trance, pasó por su lado arrastrando los pies en dirección al patio. No iría demasiado lejos: era un ratón herido por las garras de un gato.
Al final los
fugitivarii
empezaron a moverse y a Fabiola se le revolvió el estómago. Miró a su alrededor, pero no vio a ninguno de sus guardaespaldas. Hasta entonces apenas había necesitado de su presencia, por lo que pasaban buena parte del día alrededor del fuego de la cocina, contando chistes verdes. Ni siquiera los esclavos que estaban en el patio habían aparecido.
Corbulo tenía tantísimo miedo que incluso la agarró de la manga.
Fabiola sentía la imperiosa necesidad de ayudar, y se giró para plantar cara a los hombres que se acercaban. Aunque también tenía miedo, no estaba dispuesta a escabullirse al interior de su finca para evitar a aquellos canallas.
Se le acercaban en silencio y con malas intenciones.
—¿Quién manda aquí? —preguntó Fabiola a voz en grito, sujetándose las manos para evitar el tembleque.
—Un servidor, señora. Scaevola, el
fugitivarius
jefe —respondió con voz cansina el líder, haciendo una media reverencia. Era un hombre achaparrado y fortachón de cabello corto castaño y ojos hundidos que llevaba la cota de malla típica de los legionarios, desde el cuello hasta medio muslo. Del cinturón le colgaban un
gladius
en una vaina ornamentada y una daga. Llevaba unas gruesas pulseras de plata, lo cual pregonaba su rango. Estaba claro que ir a la caza de esclavos huidos era un trabajo rentable—. ¿Puedo ayudarla en algo?
La pregunta sonó como pretendía. Descortés. Llena de doble sentido. Los demás, encantados, reaccionaron con risitas burlonas. Plenamente consciente de su impotencia, Fabiola se puso bien tiesa.
—Explícame qué hacéis en mis tierras.
—¿Tus tierras? —Scaevola entrecerró los ojos—. ¿Y dónde está Gemellus? ¿Eres su última conquista?
Esta vez los hombres se rieron sin miramientos.
Fabiola le dedicó una mirada gélida.
—Ese gordo degenerado ya no es el dueño de esta finca. ¡Ahora aquí mando yo y exijo que me respondas! —gritó.
Scaevola se mostró sorprendido.
—No lo sabía —reconoció—. Hemos pasado varios meses en el norte. Allí se obtienen muchos beneficios. Hay un montón de escoria tribal que huye de la Galia.
—¡Lástima que regresarais!
—Vamos a donde hay trabajo —repuso el
fugitivarius
—. Llevamos persiguiendo a este tipo desde hace tres días, ¿verdad, muchachos? ¡Pero nadie se libra del viejo Scaevola y sus hombres!
—¿Te divierte torturar a los esclavos que apresas? —preguntó Fabiola con acritud.
Scaevola sonrió y dejó al descubierto los colmillos.
—A los chicos los hace felices —respondió—. Y a mí.
Sus hombres se rieron con satisfacción.
Fabiola lo fulminó con la mirada.
—Ese pedazo de mierda tendría más motivos para gritar si no hiciera tantísimo frío —comentó él como si tal cosa—. ¡Necesito un buen fuego para calentar el hierro! Pero eso puede esperar, cuando regresemos al campamento.
Entonces Fabiola se enfureció. Sabía exactamente de qué hablaba Scaevola. Uno de los castigos más habituales consistía en marcar a los fugitivos en la frente con la letra «F»
de fugitivas
. Era una salvaje advertencia a los demás esclavos. Y si volvían a intentarlo, probablemente les esperara la crucifixión. Eso explicaba por qué la mayoría de los esclavos aceptaba su suerte. «Yo no —pensó Fabiola con furia—. Y Romulus tampoco.»
—¡Largaos! —Señaló hacia el lugar del que habían venido—. ¡Ahora mismo!
—¿Quién va a obligarme, señora? —se burló Scaevola, moviendo la cabeza en dirección a Corbulo—. ¿Ese viejo imbécil?
Sus hombres se apresuraron a llevarse las manos a las armas.
El vílico se quedó blanco.
—¡Señora! —susurró—. ¡Tenemos que regresar a la villa!
Fabiola respiró hondo para tranquilizarse. Había tomado la decisión de enfrentarse a Scaevola y, aparte de humillarse dando marcha atrás, no le quedaba más remedio que seguir adelante.
—Soy la amante de Decimus Brutus —anunció con voz alta y clara—. ¿Sabes quién es, rata de alcantarilla?
El rostro de Scaevola se convirtió en una máscara fría y calculadora.
—Uno de los hombres más importantes de César —continuó orgullosa, restregándoselo por las narices—. Un oficial del ejército de alto rango. —Fabiola observó a los
fugitivarii
, retándolos a mirarle a aquellos ojos gélidos. Ninguno se atrevió, salvo Scaevola—. Si me ocurriera algo, removería cielo y tierra hasta encontrar al rastrero culpable.
Durante unos instantes dio la impresión de que las palabras de Fabiola habían surtido efecto. Se volvió para marcharse.
—La puta de uno de los perros falderos de César, ¿no? —dijo Scaevola con voz cansina.
A Fabiola se le encendieron las mejillas, pero no supo qué responder.
—En Roma hay gente que paga grandes cantidades de dinero para ver a los partidarios de César… —Scaevola sonrió e hizo que sus palabras sonaran más escalofriantes—. Fuera de juego.
Sus hombres enseguida recuperaron el interés.
A Fabiola se le encogió el corazón. Recientemente, habían circulado rumores en Pompeya sobre el brutal asesinato de varios de los aliados menos ricos de César. Hombres que antes no habían precisado de guardaespaldas. Y ella sólo tenía tres.
—¿Esperas pronto a Brutus?
Fabiola no tenía respuesta. Notó el roce de las garras del miedo en el vientre.
—No hay de qué preocuparse. —Scaevola le echó una mirada lasciva—. Tú ya nos sirves. ¿Chicos?
Los
fugitivarii
avanzaron todos a la vez.
Horrorizada, Fabiola miró a Corbulo. Tenía mérito que el vílico no se echara atrás. Con el látigo bien agarrado en el puño derecho, se puso delante de ella para protegerla.
Scaevola se echó a reír: un sonido profundo y desagradable.
—¡Matad a ese viejo cabrón estúpido! —ordenó—. Pero quiero a la zorra viva e intacta. Es mía.
«Júpiter, el mejor y el más grande —pensó Fabiola desesperada—. Necesito tu ayuda otra vez.»
Sin embargo, el sonido del desenvainar de espadas llenó el ambiente.
Corbulo dio un paso adelante poniéndose bien firme.
A Fabiola se le llenó el corazón de orgullo ante aquella acción valiente pero inútil. Luego miró a los matones y se le revolvió el estómago. Los dos estaban a punto de morir. Seguro que antes la violarían. Y ni siquiera tenía un arma con la que defenderse.
A escasos pasos de Corbulo, los
fugitivarii
se detuvieron y Scaevola enrojeció de rabia.
Confundidos, Fabiola y Corbulo intercambiaron una mirada. Notaron movimiento detrás de ellos.
Al girar la cabeza, Fabiola vio prácticamente a todos los esclavos que poseía acercándose a ellos corriendo. Eran por lo menos cuarenta y llevaban guadañas, mazos, hachas e incluso tablones de madera. Alarmados por el fugitivo que había entrado en el patio, habían acudido de forma espontánea a defender a su señora. Y ninguno de ellos sabía luchar como los
fugitivarii
. A Fabiola se le formó un nudo en la garganta al ver el riesgo que aquellos desventurados iban a correr por ella.
Cuando la alcanzaron, los esclavos se desplegaron en abanico formando una larga hilera.
Los matones no estaban muy contentos. Independientemente de las armas, los esclavos los superaban en número con creces. Y, tras la revuelta de Espartaco hacía veinte años, todo el mundo era consciente de que los esclavos sabían pelear.
Fabiola se volvió para mirar a Scaevola.
—¡Largaos de mi latifundio! —ordenó—. ¡Ahora mismo!
—No pienso marcharme sin el fugitivo —gruñó Scaevola—. ¡Id a buscarlo!
Con la cabeza gacha, Corbulo obedeció y dio un paso hacia el patio.
—¡Alto ahí!
El vílico se enderezó al oír la orden tajante de Fabiola.
—No vas a llevarte a esa pobre criatura —protestó, dejándose llevar por la furia—. Se queda aquí.
Corbulo parecía impresionado.
Scaevola arqueó las cejas.
—¿Qué has dicho? —preguntó.
—Ya me has oído —espetó Fabiola.
—¡Ese hijo de puta pertenece a un comerciante llamado Sextus Roscius, no a ti! —rugió el
fugitivarius
—. Esto es completamente ilegal.
—También lo es atacar físicamente a un ciudadano. Pero eso te trae sin cuidado —respondió Fabiola con severidad—. Pregúntale a Roscius cuánto quiere por el chico. Haré que le envíen el dinero sin falta al día siguiente.
Se notaba que no estaba acostumbrado a verse coartado o a quedar mal y cerró los puños de rabia.
Los dos se miraron de hito en hito durante un momento en el que el tiempo pareció detenerse.
—¡Esto no acabará así! —masculló el
fugitivarius
apretando los dientes—. Nadie se opone a Scaevola sin venganza, y menos una zorra presuntuosa como tú. ¿Me has oído?
Fabiola se limitó a alzar el mentón.
—Espero que tú y tu amante tengáis buenos cerrojos en las puertas —advirtió. De repente, le apareció una navaja en la mano derecha como por arte de magia—. Y muchos guardas. Necesitaréis ambas cosas.
Sus compinches soltaron una desagradable risotada y Fabiola se contuvo para no echarse a temblar.
Envalentonado por el coraje de su señora, Corbulo hizo un gesto. Los esclavos avanzaron con las armas en alto.
Scaevola los miró a todos con desdén.
—¡Volveremos! —dijo.
Reunió a sus hombres y emprendió la retirada por el campo embarrado. Los perros trotaban a la zaga.
El vílico dejó escapar un suspiro lento y prolongado.
Fabiola se quedó tiesa observando a los
fugitivarii
hasta perderlos de vista. Por dentro estaba aterrorizada. «¿Qué he hecho? Tenía que haberle permitido apresar al chico.» Pero una parte de ella se alegraba. El tiempo dictaminaría si había tomado la decisión acertada.
—¿Señora?
Se giró para mirar al vílico.
—Scaevola es un hombre muy peligroso. —Corbulo hizo una pausa—. Y trabaja para Pompeyo.
Fabiola le dedicó una mirada de agradecimiento y el viejo vílico quedó hechizado.
—Además, ese perro sarnoso hablaba en serio —explicó—. Sus enemigos desaparecen. Estos hombres… —Indicó a los esclavos que los rodeaban—. La próxima vez no serán suficientes.
—Lo sé —repuso Fabiola. Y deseó que Brutus estuviera a su lado.
Se había ganado un verdadero enemigo. Viajar a Roma era ahora una prioridad urgente.
Este de Margiana, invierno de 53-52 a. C.
Los escitas, profiriendo salvajes gritos de batalla, cargaron sin miramientos hacia los dos amigos.
Con el arco del guarda parto muerto, Brennus ya había abatido a cuatro hombres, incluidos los arqueros que habían herido a Pacorus. Todavía los superaban en número por más de nueve a uno. «Es inútil —pensó Romulus sin ánimo—. Son demasiados.» Se armó de valor y se preparó para lo inevitable.
Brennus lanzó otra flecha e intentó usar el máximo de astas posible. Luego, profirió un juramento, soltó el arco y desenvainó el
gladius.
Avanzaron hombro con hombro.
Romulus se llevó una sorpresa enorme cuando le pasaron volando por encima de la cabeza una bola de fuego y luego otra, que iluminaron la escena de maravilla. La primera aterrizó y se estrelló con una fuerte llamarada justo delante de los escitas, que parecieron aterrorizados, como era de esperar. La segunda alcanzó a un enemigo en el brazo y le prendió fuego a la ropa de fieltro. El resplandor ascendió a toda velocidad y le quemó el cuello y la cara. El hombre chillaba de agonía. Varios de sus compañeros intentaron ayudarlo, pero sus esfuerzos quedaron entorpecidos por un par más de proyectiles de fuego. El ataque de los escitas se detuvo de forma brusca.