El águila de plata (3 page)

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Authors: Ben Kane

Tags: #Histórica

Romulus no pudo evitar reírle el comentario.

Donde ellos estaban hacía mucho más frío, pero los dos sentían más afinidad con el chacal que con los hombres de Pacorus. En vez de acercarse al calor de la hoguera, se acurrucaron junto a una gran roca redondeada.

Resultó ser que esa decisión fue la que probablemente les salvó la vida.

Tarquinius notó que se le aceleraba el pulso al bajar por los toscos escalones de tierra, fáciles de ver gracias a la antorcha de Pacorus. La estrecha escalera estaba excavada en la tierra, con vigas de madera que sostenían los laterales. Ni el comandante ni el guarda hablaron, lo cual Tarquinius agradeció. El aprovechó ese momento para rezar a Tinia, el dios etrusco todopoderoso; y a Mitra, a quien nunca antes había dedicado una oración. El mitraísmo, misterioso y desconocido, había fascinado a Tarquinius desde que oyera hablar de él por primera vez, en Roma. La religión había llegado hasta allí hacía sólo una década, a través de los legionarios que habían luchado en Asia Menor. Los seguidores de Mitra, sumamente reservados, juraban respetar los valores de la verdad, el honor y el coraje. Debían soportar durísimos rituales para pasar de un nivel de devoción a otro. Aquello era todo lo que el arúspice sabía.

Por supuesto, no era de extrañar que en Margiana hubiera indicios de la deidad guerrera. En aquella zona se le rendía el más férreo culto, quizás incluso fuera donde todo había comenzado. No obstante, el descubrimiento podía haberse realizado en circunstancias más propicias. Tarquinius sonrió sardónicamente. Él y sus amigos se encontraban bajo la amenaza de una muerte inmediata. Así que había llegado el momento de la osadía. Con un poco de suerte, el dios no se enojaría ante la petición de un no iniciado que entraba en un Mitreo de forma tan poco ortodoxa. «Al fin y al cabo, no soy sólo arúspice —pensó con orgullo—, sino también guerrero.»

—Gran Mitra, acucio a venerarte con el corazón humilde. Suplico una señal que rae demuestre tu favor. Algo para aplacar a tu siervo, Pacorus. —Vaciló unos instantes antes de ir a por todas—: También necesito que me orientes para encontrar un camino de regreso a Roma.

Tarquinius envió su plegaria hacia lo alto con todas sus fuerzas.

El silencio que obtuvo como respuesta le resultó ensordecedor.

Intentó no sentirse decepcionado… en vano.

Llegaron al fondo después de bajar ochenta y cuatro escalones.

Una ráfaga de aire ascendió por el túnel. Era una mezcla de sudor masculino, incienso y madera quemada. Tarquinius contrajo las narinas y se le puso la piel de gallina en los brazos. Allí el poder resultaba palpable. Si el dios estaba de buenas, quizá sus dotes adivinatorias tuvieran la ocasión de reavivarse.

Pacorus, que estaba medio girado, se percató de su reacción y sonrió.

—Mitra es poderoso —aseveró—. Y si mientes lo sabré.

Tarquinius lo miró de hito en hito.

—No os preocupéis —dijo con voz queda.

Pacorus se contuvo de decir algo más. Al principio, se había quedado asombrado ante la capacidad de Tarquinius para adivinar el futuro y dar con la solución a problemas abrumadores como si tal cosa. Aunque no estaba dispuesto a reconocerlo abiertamente, los éxitos iniciales de la Legión Olvidada al expulsar a las tribus que los acosaban se habían debido casi exclusivamente a los dones del arúspice. Pero, desde hacía varios meses, las predicciones precisas de Tarquinius se habían agotado y habían sido sustituidas por comentarios vagos y generalizaciones. En un primer momento, a Pacorus no le había importado, pero pronto había cambiado de actitud. Necesitaba las profecías, porque su posición como comandante de la frontera oriental de Partía era un arma de doble filo. Si bien suponía un ascenso muy considerable con respecto a su rango anterior, también implicaba grandes expectativas. Pacorus confiaba en la ayuda divina para su mera supervivencia.

Durante un tiempo habían sufrido frecuentes ataques por parte de guerreros de tierras vecinas. El motivo era sencillo. Anticipándose a la invasión de Craso, todas las guarniciones locales se habían vaciado más de doce meses antes. El rey Orodes, el gobernante parto, había desviado a todos los hombres disponibles hacia el oeste, por lo que la región fronteriza se había quedado con pocas defensas. Las tribus nómadas habían aprovechado rápidamente la oportunidad de destruir y saquear todos los asentamientos a los que resultaba fácil acceder desde la frontera. Cada vez más envalentonados por los éxitos cosechados, pronto pugnaron por destruir Margiana.

La misión que Orodes había encomendado a Pacorus era sencilla: aplastar toda oposición y restablecer la paz. Rápido. Y eso hizo. Pero su rutilante éxito ponía en peligro su cargo: el rey recelaba de oficiales demasiado eficientes. Ni siquiera el general Sureña, el líder que había logrado la asombrosa victoria de Carrhae, se había salvado de su desconfianza. Inquieto ante la súbita popularidad de Sureña, Orodes había ordenado su ejecución poco después de la batalla. Tales noticias mantenían a oficiales como Pacorus en una constante incertidumbre: ávidos por satisfacer, inseguros sobre cómo actuar y desesperados por obtener ayuda de gente como Tarquinius.

«El miedo es la última ventaja mental que tengo sobre Pacorus», pensaba el arúspice. Incluso eso había menguado. El hastío lo embargaba. Si el dios no le revelaba nada, tendría que inventarse algo lo suficientemente creíble para disuadir al despiadado parto de matarlos a todos. Sin embargo, tras meses de infundir falsas esperanzas en Pacorus, Tarquinius dudó que su imaginación diera para más.

Recorrieron en silencio un pasillo construido igual que la escalera. Al final desembocaba en una cámara larga y estrecha.

Pacorus se movía a derecha e izquierda para encender lámparas de aceite situadas en pequeños huecos.

Cuando la estancia se inundó de luz, Tarquinius advirtió las pinturas de los muros, los asientos bajos a cada lado y los pesados postes de madera que sostenían el techo bajo. Sin embargo, no pudo evitar que los ojos se le fueran hacia el fondo del Mitreo, donde había un trío de altares bajo la espectacular imagen colorida de una figura envuelta en una capa y un gorro frigio que, agachada sobre un toro rendido a sus pies, clavaba al astado un puñal en lo más hondo del pecho. Mitra. Las estrellas de la capa verde oscuro que llevaba puesta resplandecían; a cada lado, una figura misteriosa portaba una antorcha encendida mientras presenciaba la escena.

—La tauroctonia —susurró Pacorus inclinando la cabeza en un gesto reverencial—. Mitra engendró el mundo matando al toro sagrado.

Notó que, detrás, el guarda hacía una reverencia. Él lo imitó.

Pacorus los condujo lentamente al altar. Se inclinó de cintura para arriba mientras murmuraba una breve oración.

—El dios está presente —dijo, haciéndose a un lado—. Esperemos que te revele algo.

Tarquinius cerró los ojos e hizo acopio de fuerzas. Le sudaban las palmas de las manos, lo cual era poco habitual en él. En ninguna otra ocasión había necesitado más ayuda. Había realizado predicciones trascendentales con anterioridad, muchas veces, pero no bajo la amenaza de una ejecución inmediata. Y allí no había viento ni nubes ni bandadas de pájaros que observar, ni siquiera un animal que sacrificar. «Estoy solo —pensó el arúspice. Se arrodilló de forma instintiva—. ¡Gran Mitra, ayúdame!»

Alzó la mirada hacia la representación de la figura piadosa que tenía encima. Los ojos bajo la capucha tenían una expresión cómplice. «¿Qué me ofreces a cambio? —parecían decir. Aparte de a sí mismo, Tarquinius no tenía nada más que ofrecer—. Seré tu siervo fiel.»

Esperó un buen rato.

Nada.

—¿Y bien? —preguntó Pacorus con dureza. Su voz resonó en tan reducido espacio.

La desolación embargó a Tarquinius. Tenía la mente completamente en blanco.

Enfurecido, Pacorus dijo unas cuantas palabras a su guarda, que se le acercó.

«Se acabó —pensó Tarquinius enfadado—. Olenus se equivocó al pensar que regresaría de Margiana. Voy a morir solo, en un Mitreo. A Romulus y a Brennus también los matarán. He desperdiciado toda mi vida.»

Y entonces, surgida de la nada, una imagen le ardió en la retina.

Casi cien hombres armados acechaban a una veintena de guerreros partos que estaban sentados alrededor de una hoguera. A Tarquinius se le puso la carne de gallina. Los partos, que charlaban entre ellos, no se habían dado cuenta.

—¡Peligro! —espetó, dando un respingo—. Se acerca un gran peligro.

El guarda se quedó quieto, pero aún con el puñal preparado.

—¿De dónde? —preguntó Pacorus—. ¿Sogdia? ¿Bactria?

—¡No lo entendéis! —exclamó el arúspice—. ¡Aquí! ¡Ahora!

Pacorus arqueó las cejas en señal de descrédito.

—Debemos advertir a los demás —instó Tarquinius—. Regresar al fuerte, antes de que sea demasiado tarde.

—Es de noche y estamos en pleno invierno —se burló Pacorus—. Tenemos a veinte de los mejores hombres de Partia vigilando en el exterior. Igual que tus amigos. Y hay nueve mil de mis soldados a menos de dos kilómetros de distancia. ¿Qué peligro podría haber?

El guarda le dedicó una mirada lasciva.

—Están a punto de sufrir un ataque —se limitó a responder Tarquinius—. Pronto.

—¿Qué? ¿Así es como disimulas tu incompetencia? —gritó Pacorus, sulfurándose—. ¡Eres un maldito mentiroso!

En vez de negar la acusación, Tarquinius cerró los ojos y evocó la imagen que acababa de ver. Consiguió no caer presa del pánico. «Necesito más, gran Mitra.»

—¡Acaba con él! —ordenó Pacorus.

Tarquinius notó la proximidad del puñal, pero permaneció inmóvil. Aquélla era la última prueba de su capacidad adivinatoria. No podía hacer nada más, ni pedir nada más al dios. El aire fresco le rozó el cuello cuando el guarda alzó el brazo. Pensó en sus amigos inocentes que estaban arriba. «¡Perdonadme!»

Por el túnel les llegó el sonido inconfundible de un hombre que gritaba alarmado.

La conmoción se reflejó en el rostro de Pacorus, pero enseguida recobró la compostura.

—¡Perro traicionero! Has dicho a tus amigos que gritaran al cabo de un rato, ¿no?

Tarquinius negó con la cabeza en silencio.

Se produjo una pausa antes de que el ambiente se llenara de unos gritos aterradores. Mucho más ruido del que dos hombres eran capaces de hacer.

Pacorus palideció. Vaciló unos instantes, se giró y salió corriendo de la cámara, seguido de cerca por el guarda.

Tarquinius hizo ademán de seguirles, pero entonces sintió una oleada de poder.

La revelación del dios no había terminado.

Sin embargo, sus amigos corrían peligro de muerte.

El sentimiento de culpa se mezclaba con la ira y el deseo de saber más. Volvió a arrodillarse. Tenía tiempo.

Algo de tiempo.

Pasó una larga media hora. La temperatura, que durante todo el día había rondado los cero grados, cayó en picado. Los guerreros echaron mano de una pila de leña dejada allí expresamente y fueron alimentando el fuego en llamas hasta hacer que alcanzara la altura de un hombre. Si bien unos pocos guerreros montaban guardia en un perímetro de aproximadamente unos treinta pasos, los demás charlaban entre ellos acurrucados alrededor de la hoguera. Pocos se dignaban siquiera mirar a Romulus y Brennus, los intrusos.

Los dos amigos iban de un lado para otro intentando mantener a toda costa el calor corporal. Era inútil. No obstante, seguían sin tener ganas de juntarse con los partos, cuya actitud hacia ellos era, cuando menos, despectiva. Brennus se sumió en una profunda ensoñación sobre su futuro mientras Romulus observaba al chacal, esperando comprender los motivos de su permanencia allí. Pero sus esfuerzos fueron en vano. Al final el animal se incorporó, se sacudió con tranquilidad y se marchó trotando hacia el sur. Lo perdió de vista al instante.

Más tarde, Romulus recordaría aquel momento sobrecogido.

—¡Por todos los dioses! —musitó Brennus mientras le castañeteaban los dientes—. Ojalá Tarquinius acabe pronto. De lo contrario, tendremos que juntarnos con esos cabrones al lado del fuego.

—No tardará mucho —contestó Romulus, confiado—. A Pacorus se le ha acabado la paciencia con él.

Todos los hombres de la Legión Olvidada sabían que, cuando su comandante perdía los estribos, ejecutaba a algún hombre.

—El muy cabrón parece nervioso últimamente —convino Brennus, contando a los partos por enésima vez. Decidió que eran demasiados—. Probablemente ordene que después nos maten a todos. Lástima que el chacal no se quedara para ayudar, ¿eh?

Romulus estaba a punto de responder cuando se fijó en los dos centinelas más alejados. Detrás de ellos habían aparecido dos siluetas fantasmales armadas con largos cuchillos. Los observó con incredulidad durante una fracción de segundo antes de abrir la boca para proferir una advertencia. Pero era demasiado tarde. Los partos cayeron hacia atrás y desaparecieron mientras un chorro silencioso de sangre les brotaba del cuello cortado.

Ninguno de sus compañeros se dio cuenta.

—¡A las armas! —rugió Romulus—. ¡Nos están atacando desde el este!

Alarmados, los demás guerreros se pusieron de pie, sujetaron las armas y miraron hacia la profunda oscuridad.

De allí surgían unos gritos espantosos que llenaban el ambiente gélido.

Brennus enseguida se colocó junto a Romulus.

—¡Espera! —advirtió—. No te muevas todavía.

—El fuego los hace más visibles —dijo Romulus, cuando se percató del motivo de la advertencia.

—¡Imbéciles! —musitó Brennus.

Las primeras flechas descendieron mientras observaban. Provenían de más allá del resplandor de la hoguera y caían formando una lluvia compacta y mortífera. Era una emboscada planificada a la perfección y, en cierto sentido, hermosa de ver. Más de la mitad de los partos murieron en el acto bajo la lluvia de flechas, y alguno que otro resultó herido. El resto agarró con frenesí los arcos y lanzó a ciegas asta tras asta a modo de respuesta.

Romulus alzó el
scutum
recubierto de seda y se dispuso a correr hacia allí pero, de nuevo, la manaza de Brennus se lo impidió.

—¡Tarquinius! —protestó.

—Por ahora, está a salvo bajo tierra.

Romulus se relajó ligeramente.

—Ahora volverán a la carga —dijo el galo mientras los gritos de terror subían de volumen— y, cuando lo hagan, les daremos una pequeña sorpresa.

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