El gran reloj

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Authors: Kenneth Fearing

Tags: #Novela negra

 

George Stroud es editor de una revista de un importante grupo editorial y un orgulloso padre de familia, aunque también es aficionado al alcohol y a las mujeres más allá de lo recomendable para la salud. A causa de sus vicios no tarda en descubrir que tener una pequeña aventura con la atractiva amante de su jefe puede, además de amenazar su hogar y su carrera profesional, poner en peligro su vida. Su futuro dependerá de cómo juegue las cartas que le ha repartido la fortuna en una extraña mano en la que al mismo tiempo será cazador y presa. Los personajes de esta novela única, narrada en primera persona por diferentes voces, descubrirán que el mecanismo de ese gran reloj que marca sus destinos avanza inexorablemente y nadie puede hacer nada para detenerlo.

Considerada por diversos críticos una de las mejores novelas negras jamás escritas,
El gran reloj
sigue sorprendiendo en la actualidad por su estructura, por su atípico uso del lenguaje, por su crítica al capitalismo y, en definitiva, por su modernidad.

Kenneth Fearing

El gran reloj

ePUB v1.0

JackTorrance
27.04.12

Título original:
The Big Clock

1946, Kenneth Fearing

2011, Fernando G. Corugedo, por la traducción

Para Nan

GEORGE STROUD, I

Conocí a Pauline Delos en una de esas aparatosas fiestas que a Earl Janoth le gustaba dar cada dos o tres meses y a las que asistían empleados, amigos personales, magnates particulares y don nadies públicos, todos mezclados por puro capricho. Fue en su casa de la calle sesenta y algo del lado Este. Aunque la fiesta no fuera exactamente pública, durante unas dos o tres horas entraron y salieron de allí más de cien personas.

Había ido con Georgette y enseguida nos presentaron a Edward Orlin, de
Futureways
, y a otras personas del grupo, todas ellas con la marca de la casa. De Pauline Delos yo sólo conocía el nombre. Pero, aunque en la organización era imposible que alguien no hubiera oído hablar con frecuencia de esa señora, eran pocos los que la habían visto en persona, y todavía menos los que la habían visto en alguna ocasión en la que también Janoth estuviera presente. Era alta, rubia platino y espléndida. Tus ojos sólo veían inocencia en ella, pero para tus instintos era sexo en estado puro, y tu cerebro te decía que ahí había un perfecto infierno.

—Earl preguntaba por ti hace un momento —me dijo Orlin—. Quería presentarte a alguien.

—Me retrasaron. La verdad es que acabo de tener una conversación de veinte minutos con el presidente McKinley.

La señorita Delos mostró cierto interés.

—¿Quién ha dicho? —me preguntó.

—William McKinley, nuestro presidente número veinticuatro.

—Lo conozco —dijo, y sonrió—. Debe de haber aguantado usted un montón de quejas.

Un hombre al que reconocí como Emory Mafferson, un tipo bajito y moreno que frecuentaba alguno de los pisos de más abajo, y también la sede de
Futureways
, creo, abrió la boca:

—Hay un fulano en el departamento de contabilidad que tiene la misma cara de palo que McKinley. Si hablabas de ése, seguro que ha habido quejas.

—No. Yo me he retrasado porque estaba conversando, verdadera y literalmente, con el señor McKinley. En la barra del Silver Lining.

—Así es —dijo Georgette—. Yo también estaba.

—Sí. Y no hubo ni la más mínima queja. Todo lo contrario. Al parecer le va muy bien. —Me serví otro manhattan de una bandeja que pasaba por allí—. No está contratado, por supuesto. Pero trabaja allí regularmente. Además de ser McKinley, en otras ocasiones es el juez Oliver Wendell Holmes, Thomas Edison, Andrew Carnegie, Henry Ward Beecher o cualquier personalidad importante y solemne. Ha sido George Washington, Lincoln y Cristóbal Colón más veces de las que puedo recordar.

—Diría que es de esa clase de amigos que conviene tener —dijo Pauline—. ¿Quién es?

—Su alias en el mundo es Clyde Norbert Polhemus. Para cuestiones de negocios. Hace años que lo conozco, y me ha prometido que me dejará ser su suplente.

—¿Qué ha hecho? —preguntó Orlin con reticencia—. Parece como si hubiera hecho materializarse un puñado de fantasmas y luego no pudiera volver a ponerlos en su sitio.

—Radio —dije yo—. Y puede poner en su sitio a quien sea.

Así fueron, más o menos, las cosas la primera vez que vi a Pauline Delos. El resto de la tarde y el principio de la noche transcurrieron igual que siempre en aquel pequeño palacio, rodeado de otros palacios grandes y pequeños de otros reinos mayores y menores que el grupo Empresas Janoth. Conversaciones viejas en caras nuevas. Georgette y yo conocimos a la sobrina del dueño de unos grandes almacenes y charlamos con ella. Naturalmente, la sobrina quería conquistar nuevos territorios. Aunque, de todas maneras, iba a heredar varias hectáreas de los antiguos. Conocí a un titán del mundo de las matemáticas que había conectado un buen número de máquinas de calcular para que formasen una sola unidad, y esa supercalculadora era la más potente del mundo. Podía resolver ecuaciones desconocidas que superaban la capacidad de su inventor.

—Así que cuando tiene ese equipo a mano es usted mejor que Einstein —le dije.

Me miró con inquietud, y pensé que debía de estar un poco borracho.

—Me temo que no. Era un problema exclusivamente mecánico, y se desarrolló sólo con un objetivo concreto.

Le dije que tal vez no fuese el mejor matemático del mundo, pero seguro que era el más rápido, y después conocí a una de las piezas del engranaje de un motor político importante. También estaba allí el último descubrimiento de Janoth en el campo de los comentaristas de sociedad. Y unos cuantos más, todos ellos personas jodidamente importantes si se hubieran enterado. Algunos no se habían percatado de que eran caballeros y eruditos. Otros eran futuros fugitivos de la justicia. Un nutrido ramillete de orates, tan convincentes que nadie había sospechado ni sospecharía nunca nada de ellos. Protagonistas de bancarrotas memorables del futuro, de oscuros suicidios durante los siguientes diez o veinte años. Fabulosos asesinos en potencia. Padres y madres de personas verdaderamente grandes que yo jamás conocería.

En resumen: el gran reloj avanzaba como de costumbre, y era hora de irse a casa. Algunas veces las saetas del reloj se aceleraban de verdad; otras, apenas si se movían un poquito. Pero para el gran reloj eso no cambiaba nada. Aunque las agujas corrieran hacia atrás, la hora que marcaban seguiría siendo la hora correcta. Seguiría funcionando como siempre, porque todos los demás relojes tendrían que ponerse en hora con el grande, más poderoso incluso que el calendario, y a él tiene uno que ajustar su vida entera. Comparado con esa sincronía, el hombre de las máquinas de calcular todavía contaba con los dedos.

En cualquier caso, era hora de recoger a Georgette e irnos a casa. Yo siempre me voy a casa. Puede que a veces vaya dando un rodeo, pero siempre acabo por llegar. Según el horario de trenes, mi casa estaba a 60,18 kilómetros, pero aunque hubiera estado a 6.018 yo seguiría llegando. Earl Janoth surgió de alguna parte y nos despedimos.

Había una cosa que siempre veía, o creía ver, en el rostro de Janoth, una cara grande, colorada, alborozada, con una leve sonrisa fija, permanente, de la que hacía mucho que se había olvidado: una mirada inocente y directa que ya había dejado de ver a la persona que tuviera delante. No se sincronizaba con el gran reloj. Ni siquiera sabía que existiera un gran reloj. El músculo ancho, gris, retorcido que estaba detrás de aquella mirada de niño se ocupaba en digerir algo que el mundo vulgar y corriente desconocía. Aquel músculo de largos tendones se había cerrado sobre sí mismo ante una conclusión, una conclusión alarmantemente distinta de la expresión campechana que antaño ostentaba el rostro visible, y que ahora había quedado abandonada. Algún día alcanzaría esa conclusión, algún día el músculo se soltaría. Probablemente ya lo habría hecho antes. Y seguro que lo volvería a hacer.

Dijo que Georgette estaba preciosa, lo cual era verdad, y que siempre le recordaba las ferias, la noche de Halloween y el partido de béisbol más increíble de la historia. Como de costumbre, tenía un tono de voz extraordinariamente cálido y auténtico, como si allí ocultara una segunda personalidad, una tercera, incluso.

—Siento que el mayor Conklin, un viejo amigo mío, se marchara tan pronto —me dijo—. Le gusta mucho lo que hemos estado haciendo últimamente en
Crimeways
. Le dije que tú eras el sabueso espiritista que nos guía hacia nuevas interpretaciones y se mostró interesado.

—Lamento habérmelo perdido.

—Bueno, Larry ha comprado recientemente una serie de revistas moribundas y quiere resucitarlas. Pero no creo que un hombre con tu experiencia práctica y tu mentalidad exacta pueda ser su consejero. Necesita un geomántico.

—Ha sido una fiesta muy agradable, Earl.

—¿Verdad que sí? Buenas noches.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Nos abrimos paso a través del largo salón, atravesamos una perturbación atmosférica fuertemente política, cruzamos directamente entre un grupo de colonos y pioneros a los que Dios no ayudaría mañana por la mañana, rodeamos con precaución a una pareja repentinamente silenciosa pero que sonreía con rabia impotente.

—Y ahora, ¿adónde vamos? —preguntó Georgette.

—Un pequeño rodeo. Para cenar algo. Y después a casa, naturalmente.

Mientras recogíamos nuestras cosas y esperaba a Georgette, vi a Pauline Delos, con un grupo de cuatro personas más, desaparecer en la noche. Abandonaban el planeta. Con esa tranquilidad. Pero mis ondas mentales le comunicaron que volviese a aparecer. En cualquier momento.

Una vez en el taxi, Georgette me preguntó:

—George, ¿qué es un geomántico?

—No lo sé, George. Earl lo encontró en el diccionario más gordo jamás impreso, se lo apuntó en el puño de la camisa y ahora todos nosotros sabemos por qué es el jefe. Recuérdame que lo busque.

GEORGE STROUD, II

Unas cinco semanas más tarde me desperté una mañana de enero con una carta que me había escrito Bob Aspenwell desde Haití en la cabeza. No sé por qué me vino a la memoria aquella carta en el momento que empezaba a despertarme. La había recibido muchos días antes. Toda la carta hablaba del calor que disfrutaban allí, de la tranquilidad y, sobre todo, de la sencillez.

Decía que era una república negra, y yo me sonreí entre sueños, viéndonos a Bob y a mí urdir una revuelta de blancos decididos a evitar que nos vendieran como esclavos a
Crimeways
. Entonces me desperté del todo.

Lunes por la mañana. En Marble Road. Un lunes importante.

Roy Cordette y yo habíamos programado una reunión de la redacción al completo para preparar el número de abril, uno de esos paquetes sorpresa que son buenos para el ego y la imaginación de todo el mundo. El gran reloj andaba a paso descansado y yo iba bastante bien de su brazo.

Pero aquella mañana, delante del espejo del cuarto de baño, tuve la seguridad de que cierto mechón gris en la sien derecha había avanzado al menos otro pasito de medio centímetro. Aquello revivía una visión ya familiar, que empezaba con la certeza de la muerte en uno de los platillos de la balanza y terminaba con la impotencia senil en el otro.

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