El gran reloj (21 page)

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Authors: Kenneth Fearing

Tags: #Novela negra

—Hola, George, soy George.

—Hola.

—Hola.

—¿Hola?

—¿Hola?

—Muy bien, ahora ya hemos dicho hola.

—Hola, George, tienes que contarme un cuento. ¿Cómo se llama la niña?

—Claudia. Y tiene por lo menos quince años.

—Seis.

—Dieciséis.

—Seis. ¿Hola? ¿Estás ahí?

—Hola. Sí, tiene seis. Y mira lo que hizo. Un día empezó a tirar de un hilo suelto de su pañuelo, y el pañuelo empezó a desaparecer, y muy pronto había tirado tanto del pañuelo que desapareció, y antes de darse cuenta ya estaba tirando de una lana del jersey, y después de un hilo del vestido, y siguió tirando y tirando, y poco después enganchó un pelo de su cabeza, y como después siguió tirando y tirando, pues al cabo de un ratito la pobre Claudia no era más que un montoncito de hilos en el suelo.

—¿Y entonces qué hizo? ¿Hola?

—Pues entonces se quedó allí tirada en el suelo, y levantó la vista y vio la silla en la que estaba sentada antes, sólo que, claro, ahora estaba vacía. Entonces dijo: «¿Dónde estoy?».

Gran éxito. Recibí una granizada de risas de incredulidad.

—¿Y entonces qué fue lo que hice? ¿Hola? ¿Hola?

—Entonces no hiciste nada —le dije—. Excepto que desde entonces siempre has tenido cuidado de no ir tirando de ningún hilo suelto. O de no tirar demasiado.

—¿Hola? ¿Eso es todo?

—Eso es todo por ahora.

—Adiós. ¿Hola?

—Ya dijimos hola. Ahora tenemos que decir adiós.

—Adiós, adiós, adiós, adiós.

Después de eso telefoneé a una agencia para reservar un par de entradas de teatro para esa noche. Y luego, por un impulso, llamé al galerista de arte que nos había mandado la fotografía de la exposición de Louise Patterson. Le dije quién era y le pregunté:

—¿Qué vale un Patterson en estos momentos?

—Eso depende bastante —dijo—. ¿Quiere usted comprar o tiene uno que quiere vender?

—Las dos cosas. Quiero una valoración aproximada.

—Bien. Francamente, nadie lo sabe. Supongo que se refiere a ese artículo reciente de su
Newsways
.

—Más o menos.

—Bien. Eso era una exageración, por supuesto. Y la cotización de alguien como Patterson siempre está fluctuando. Pero yo diría que cualquier cosa suya andará por los dos mil o tres mil dólares. Por cierto, tengo unas cuantas telas suyas, obras excepcionales, podría usted comprarlas por esas cifras más o menos.

—¿Y cuánto se pagaría por el
Judas
? Me refiero a ese de las manos. Nos mandó usted una foto.

—Bueno, eso es distinto. Le han dado un montón de publicidad, así que supongo que ése valdrá un poco más. Pero, desgraciadamente, ese cuadro no lo tengo yo. Al parecer es verdad que se ha perdido.

—No se ha perdido —dije—. Lo tengo yo. ¿Cuánto puede valer?

Hubo un compás de espera perceptible.

—¿Lo tiene usted de verdad?

—Lo tengo.

—Verá, señor…

—Stroud. George Stroud.

—Verá usted, señor Stroud. La verdad es que yo no compro cuadros. Solamente los expongo y me llevo una comisión por las ventas que se hagan a través de la galería. Pero si es verdad que tiene usted el
Judas
, creo que podría venderse por una suma de entre cinco y diez mil dólares.

Le di las gracias y colgué el teléfono.

El gran reloj avanza por todas partes, no pasa a nadie por alto, no se olvida de nadie, no omite nada, no recuerda nada, no sabe nada. No es nada, me hubiera gustado añadir, pero ahora que conozco mejor el paño sé que no es así. Está presente prácticamente en todo. En todo lo que existe.

Por la tarde, Louise Patterson entró bramando en mi despacho. Iba bastante bebida. Era algo que estaba esperando. Quería hablar conmigo, así que la llevé al Gil’s. En cuanto estuvimos acomodados en la barra del Gil’s, me dijo:

—¿Qué pasa con ese cuadro mío? ¿Qué ha hecho usted con él?

—Nada. Lo tengo en casa. ¿Por qué tendría que haber hecho algo con él?

—Sabe muy bien por qué —tronó—. Porque es la prueba de que usted mató a Pauline Delos.

Tres clientes se volvieron a mirarnos con cierto interés. Así que entonces tuve que explicarle que yo no la había matado, y, escogiendo bien las palabras y suprimiendo la mayor parte de los detalles, le esbocé la línea teórica de la policía sobre el caso. Cuando hube terminado, dijo decepcionada:

—¿De manera que en realidad usted no es un asesino, después de todo?

—No. Lo lamento.

Soltó una catarata de carcajadas. No podía ni respirar. Pensé que iba a caerse del taburete.

—Yo también lo siento, señor Stroud. Con lo valiente que conseguí estar ayer por la tarde en su despacho, no puede ni hacerse una idea. Dios, qué no haría yo por salvar esos cuadros míos. Cuanto más le miraba, más siniestro me parecía. Aunque ahora que lo pienso, la verdad es que es usted bastante siniestro, ¿no?

Era toda una mujer. Cada vez me gustaba más. Ayer me había parecido una estampa sacada de un álbum viejo, pero hoy era evidente que se había esmerado en arreglarse. Era alta y morena, y estaba viva.

Gil se apostó en la barra delante de nosotros.

—Buenas —nos dijo a los dos; y luego, a mí—: Oiga, un amigo suyo anduvo por aquí atravesado toda la semana pasada, y le buscaba. Quería verle de todas todas. Mal asunto. Pero ya no anda por aquí. Y vino un montón de gente preguntando por usted.

—Ya lo sé —dije—. Los he visto a todos. Ponnos un par de whiskys de centeno en vaso alto y juega a tu juego con la señora.

Así que Gil y la Patterson se pasaron un rato dándole al juego. La mujer empezó pidiendo un globo, cosa fácil, era el único juguete que Gil había salvado de aquel incendio de hacía años al lado de las cocheras, y terminó pidiendo un Rafael, lo cual también fue muy fácil. Bastó con una postal que Gil le había mandado a su mujer desde Italia durante un largo viaje.

Al cabo de ocho copas, Patterson se acordó de algo, tal como yo sabía que pasaría tarde o temprano.

—George, hay algo que no comprendo. ¿Por qué querían que yo te identificase? ¿Qué pretendían?

Al ver que estaba bastante borracha, le dije muy seriamente:

—Querían descubrir quién tenía ese cuadro tuyo. Se creía perdido, ¿recuerdas? Y tiene un valor incalculable. ¿Recuerdas eso también?

Y naturalmente, nuestra organización quería encontrar su pista.

Se quedó mirándome un momento sin creerlo del todo y estalló en otro diluvio de carcajadas.

—Palabrerías. Quiero la verdad. ¿Dónde está mi cuadro? Quiero recuperarlo. Podría tenerlo en mi poder en cuanto te encontraran, o al menos eso me dijo el señor Klausmeyer. —El recuerdo de Don pareció desencadenar una nueva oleada de hilaridad ensordecedora—. Esa lombriz. Que se vaya al diablo. Bien, ¿dónde está?

—Louise —dije.

—Vale un montón de dinero, me pertenece y lo quiero. ¿Cuándo van a devolvérmelo?

—Louise.

—Eres un charlatán. Soy capaz de descubrir a un tío como tú a cien kilómetros de distancia. Seguro que tienes una esposa, que no tienes hijos y que vives en una casa que todavía no has pagado. Esta noche el señor visita los barrios bajos, y mañana presumirá por todo el tren de cercanías de que conoce a una artista de verdad, a la famosa Louise Patterson. —Dio un puñetazo en la barra. Gil volvió a nuestro lado y nos sirvió flemáticamente otro par de copas—. Pero ¡al carajo con todo! Quiero mi Estudio sobre fundamentos. Me lo prometieron y vale un montón de dinero. ¿Dónde está?

—No puedes llevártelo —le dije desafiante—. Es mío.

Se quedó mirándome y soltó un gruñido.

—Qué cabrón, y creo que lo dices en serio.

—Desde luego que lo digo en serio. Después de todo es bien mío, lo pagué, ¿no es verdad? Y significa bastante para mí. Ese cuadro es una parte de mi vida. Me gusta. Lo quiero. Lo necesito.

De golpe pareció volverse más amable.

—¿Por qué?

—Porque precisamente ese cuadro me ha servido de educación. Y continúa educándome. Puede que en algún momento llegue incluso a llevarme a la universidad. —Miré el reloj. Si conseguía llegar al Van Barth en diez minutos, llegaría más o menos a la hora—. Pero voy a hacer un trato contigo. Tengo el
Furor
en mi despacho, y otros cuatro cuadros tuyos en casa. Te los puedes quedar todos, en vez de la
Tentación de san Judas
, que no se vende a ningún precio. Ni a nadie.

—¿De verdad te gusta tanto? —me preguntó melancólica.

No tenía tiempo de darle explicaciones, así que sólo dije:

—Sí.

Aquello le cerró la boca y pude conseguir sacarla del local. La metí en un coche delante del Gil’s, le di su dirección al taxista y le pagué el viaje. Yo cogí el siguiente taxi que pasó. Sabía que llegaría al Van Barth con unos minutos de retraso. Pero no me pareció que fuera tan importante.

El gran reloj, silencioso, invisible, seguía avanzando como de costumbre. Pero se había olvidado completamente de mí. Esta noche buscaba a otra persona. Sus agujas, sus palancas y muelles de acero equilibrados se balanceaban en busca de otra persona, de la misma manera ciega e impersonal que la noche anterior trataron de alcanzarme a mí. De alguna manera, no lo habían conseguido. Por esta vez. Pero no me cabía la menor duda de que volverían otra vez a por mí. Inevitablemente. Pronto.

Me cercioré de que tenía la agenda bien guardada en un bolsillo interior. Allí tenía la dirección de Louise y su número de teléfono. No la llamaría nunca, desde luego. Me bastaba con haber estado a punto de salir chamuscado de un desastre muy serio. De todas formas, era un número bonito e interesante de tener.

El taxi redujo la marcha y se detuvo ante un semáforo en rojo. Miré por la ventanilla y vi el titular de un periódico en el kiosco de la esquina:

EL EDITOR EARL JANOTH, DESTITUIDO DE SU EMPRESA, MUERE TRAS ARROJARSE POR UNA VENTANA
.

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