—Así es —dijo—. Lo primero de todo, se ha demostrado que Chester estuvo en el salón-bar el sábado por la noche. No dejó en el guardarropa el cuadro de Judas que había comprado, pero le oyeron hablar de él con la mujer que lo acompañaba. Y la mujer era Pauline Delos.
Fingí sorpresa.
—¿Estás seguro?
—No hay ninguna duda, George. El camarero, el barman y la chica del guardarropa la reconocieron en las fotografías que han publicado los periódicos de hoy. La Delos estuvo allí el sábado por la noche con un hombre que responde a la descripción de la pizarra, y estuvieron hablando de un cuadro que se llamaba
Judas
algo. De todo eso no caben dudas. —Se quedó mirándome un buen rato, y como yo no decía nada acabó preguntándome por fin—: Me parece que es bastante significativo, ¿no te parece? ¿No crees que esto cambia el carácter de la investigación en la que andamos? Personalmente, pienso que sí. Alguien planteó esa misma pregunta esta mañana y ahora me parece que tenía toda la razón.
—Suena lógico —dije—. ¿La policía sabe que la Delos estuvo allí el sábado por la noche?
—Desde luego. Todos los del Van Barth se lo dijeron.
—¿Sabe la policía que estamos buscando al hombre que estaba con ella?
—No. Pero ellos ya estarán buscándolo también, sin duda. Nosotros no dijimos nada, porque pensamos que era una exclusiva nuestra. Pero ¿qué hemos de hacer ahora? Andamos buscando a ese George Chester, y me parece que la conexión con la Delos es tremenda.
Asentí en silencio y descolgué el teléfono de Roy.
—Es cierto —dije luego. Cuando se puso Steve Hagen, bramé por el aparato—: ¡Steve! ¡Escucha! La mujer que estaba con nuestro hombre era Pauline Delos.
El otro lado de la línea permaneció mudo durante cinco, diez, quince, veinte segundos.
—¡Aló! ¿Steve? ¿Estás ahí? Soy George Stroud. Hemos descubierto que la mujer que estaba con la persona que buscamos era Pauline Delos. ¿Esto significa algo para ti?
Miré a Roy, Janet y León. Parecían simplemente expectantes, sin segundas intenciones evidentes en sus rostros. Al otro lado del teléfono oí lo que me pareció un leve suspiro de Steve Hagen.
—Nada en especial —dijo con cautela—. Ya sabía que se veía con ese intermediario. Quizás hubiera debido decírtelo. Pero el hecho de que estuviera con él esa noche no afecta al asunto que tenemos entre manos. Lo que queremos, y lo que necesitamos tener, es el nombre y circunstancias de ese individuo. En lo concerniente a nuestra investigación, lo de la Delos es un callejón sin salida. El asesinato es una historia, y esto nuestro es otra distinta y sin relación. ¿Está claro?
Dije que le había entendido perfectamente y después de cortar la conexión repetí sus explicaciones casi palabra por palabra a las otras tres personas de la habitación.
Roy pareció satisfecho.
—Sí —dijo—. Pero lo que yo dije desde el principio es que este caso me parecía relacionado con alguna crisis reciente, y ahora sabemos condenadamente bien que es así.
Se levantó, fue a la pizarra y cogió una tiza. Miré cómo escribía «Personas relacionadas», y debajo: «Pauline Delos». Donde la línea se encontraba con «Tienda de antigüedades», «Gil’s» y «Van Barth», repitió el nombre. Y luego añadió una nueva columna.
—Al mismo tiempo, León y Janet nos trajeron algo más tangible —continuó—. Contádselo a George.
La voz escasa y comedida de León reanudó el informe.
—Cuando se marcharon del salón de cócteles del Van Barth, nuestro personaje olvidó algo pero no volvió a por ello.
Sólo pude mover los labios:
—¿Sí? —dije.
León señaló con la cabeza la mesa de Roy y con los ojos indicó un sobre. Me dirigí hacia él como si estuviera flotando, preguntándome si todo aquello no sería una farsa extravagante que habían organizado a sangre fría con Hagen en mi honor, o si realmente había olvidado o extraviado algo que me delataba sin remedio. Pero el sobre estaba en blanco.
—Un pañuelo —oí que decía León como si estuviera muy lejos—. Es probable que podamos seguir su pista, porque evidentemente es un pañuelo caro y tiene algo que diría que es una marca de lavandería antigua.
Por supuesto. Ella me lo había pedido prestado. Lo usé cuando se le derramó el cóctel y luego se lo di a ella. Y se le había olvidado allí.
Giré el sobre y lo agité para que el pañuelo cayese por la solapa sin pegar. Sí. Incluso se podía ver, débilmente, la vieja marca.
—Mejor que no lo toques, George —dijo León—. Puede que consigamos sacar alguna huella dactilar. Es un género muy fino y liso.
Así que tuve que hacerlo. Recogí el pañuelo y lo desdoblé. Lo dejé caer y lo extendí completamente con mucho cuidado y precaución.
—Me imagino que ya tendrá muchas —dije—. De la camarera, del cajero, tuyas, un juego más no importará mucho. —Inspeccioné el familiar cuadrado de tela con atención y seriedad. Era de un juego que había comprado hacía cosa de un año en Blanton’s & Dent’s. Y tenía la marca de la lavandería, muy débil y borrosa pero recuperable, de varios meses de antigüedad, en la bastilla. La debían de haber puesto la última vez que, después de pasar una semana en la ciudad, envié algunas de mis cosas a una lavandería del centro—. Sí, me imagino que esta pista se podrá seguir.
Volví a doblar el pañuelo y lo metí otra vez en el sobre. Ahora ya podía justificar la presencia de mis huellas dactilares en él, pero sabía que no me sería posible salvar al propio pañuelo del rodillo investigador.
Le tendí el sobre a León.
—¿Quieres llevar esto a Sacher & Roberts? —Era un gran laboratorio comercial que empleábamos para esos trabajos—. Según lo que encuentren, pondremos a otro equipo a trabajar en ello. Imagino que Dick y Louella os relevaron en el Van Barth’s.
—Oh, desde luego. Nuestro hombre va allí una o dos veces a la semana, según nos dijeron.
—Así que tenemos a nuestro personaje cubierto en ese sitio que se llama Gil’s y en el Van Barth —señaló Roy—. En cuanto vuelva por allí, lo habremos pillado.
Asentí bastante pensativo y dije:
—Es cierto. Volverá a uno de los dos sitios. Y entonces lo tendremos.
No sé cómo se disolvió la reunión. Creo que León se fue a Sacher & Roberts, y me parece que dejé a Roy apuntando algunos datos adicionales en la gráfica de nuestros avances. Le dije que comiera algo y descansase cuando hubiera terminado, que yo me marcharía sobre las siete.
Si verdaderamente podían encontrar huellas en aquel pañuelo, tendríamos que ofrecer voluntariamente las nuestras, las mías y las de los demás. De eso ya me había ocupado. Pero permanecí en mi despacho un rato largo, muy largo, tratando de recordar si mis huellas dactilares podrían aparecer en la bolsa de fin de semana de Pauline. Esa doble aparición no podría explicarse. O difícilmente.
Me concentré en revivir el último día con Pauline. No. No había tocado aquel maletín en ningún sitio excepto en el asa, y sin duda los toques posteriores de Pauline las habrían emborronado completamente.
En algún momento de la tarde recibí una llamada de Don Klausmeyer.
—Ah, sí, Don —dije—. ¿Ha habido suerte con la Patterson?
La voz premiosa, pedante y maliciosa de Don me dijo:
—Ha sido un poco complicado, pero la encontré. He estado hablando con ella casi una hora, me ha estado enseñando catálogos antiguos de sus exposiciones, he mirado esos cuadros suyos de quinta categoría y he tenido que pelear para quitarme de encima a sus cuatro críos.
—Okay. Dispara.
—He descubierto un dato muy significativo. Louise Patterson fue la cliente que pujó sin éxito por su propio cuadro aquella noche en la tienda del anticuario. Un amigo suyo había visto el cuadro allí y se lo dijo, y Patterson tenía la esperanza de poder comprarlo para quedárselo. Dios sabe por qué.
—Entiendo. ¿Algo más?
—¿No lo entiendes? Era la propia Patterson la que estuvo en la tienda esa noche.
—Ya lo he entendido. ¿Y?
—Y me describió al hombre que compró el cuadro con gran detalle. ¿Estás preparado para apuntar?
—Vamos a ello.
—La que habla es la Patterson. Comillas. Era un cabrón engreído y pagado de sí mismo, un sabelotodo con ínfulas igual que otros diez millones de ejecutivos de segunda hechos en serie. De pelo castaño, ojos castaños, pómulos altos, rasgos simétricos y finos. Tenía una cara que parecía que la lijase y afeitase cinco veces al día. Pesaría entre setenta y setenta y cinco kilos. Traje de tweed gris, sombrero azul oscuro y corbata. Dice que sabe de pintura, y desde luego que la obra de L. Patterson la conoce bien, seguro que la colecciona, pero sólo porque atrae a los esnobs. Mi opinión personal es que esa señora se sobrevalora. Aunque admite que durante los últimos diez años la han tenido olvidada. Pero sigamos adelante. Nuestro hombre tiene mucho de exhibicionista. Se imagina que es Superman y juega a hacer ese papel. La mujer que estaba con él era guapa, si te gustan las lesbianas estilo modelos de Park Avenue. Cerrar comillas. ¿Lo has cogido?
—Sí.
—¿Sirve de algo?
—De algo sí —dije.
—Estuve fisgoneando un poco por el estudio-almacén donde vive, Dios, aquello es un paraíso para ratas y termitas. Me tuvo mirando kilómetros y kilómetros de cuadros. En plan artístico es algo imposible —¿qué podía saber Don de eso?—, pero me recordaban algo que estoy seguro que he visto en algún sitio hace muy poco. Si consiguiera acordarme de qué es, tal vez tuviera una nueva pista.
Se echó a reír y yo le imité, pero no dejaba de contemplar el
Estudio sobre el furor
que tenía en la pared de enfrente.
—Tal vez te acuerdes, pero no te preocupes mucho. Mañana te veo.
Colgó y yo seguí mirando aquella pintura, sin verla de verdad, sus buenos cinco minutos. Luego recogí las notas que había garabateado, fui al despacho vacío de Roy e introduje como debía la información de Don en nuestro gráfico. En efecto y de momento, aquello parecía ir cristalizando en una descripción muy poco agradable de mí mismo. Y después de aquello, fui a sacar tres buenas fotografías recientes de Earl Janoth de los archivos.
Roy volvió poco después de las siete. Dispusimos los turnos del día siguiente y luego me marché con la sensación de que, por el momento, ya había tenido más de lo que podía aguantar. Pero todavía me quedaba trabajo por hacer.
En la parada de taxis que había seleccionado por la tarde como la más probable, conseguí el primer tanto real. Un buen tanto. Uno de los taxistas identificó a Janoth como el pasajero al que había llevado poco después de las diez de la noche del último sábado. El taxista estaba bien seguro. Se acordaba de cuándo y dónde lo había recogido, y dónde se había bajado. A una manzana de la casa de Hagen. Comprendí que aquello podía salvarme el cuello como un último recurso desesperado. Pero no necesariamente salvaría mi hogar.
Ya era en torno a medianoche cuando llegué a Marble Road. Georgia y Georgette estaban dormidas.
Encontré
La tentación de san Judas
donde lo había dejado, en un armario de abajo, y veinte minutos después ya lo tenía bien escondido detrás de otro lienzo.
Sería fácil descubrirlo si realmente daban conmigo alguna vez. Pero si alguien conseguía llegar tan lejos, yo estaría acabado de todos modos.
Cinco días después de que Steve empezase a organizar la búsqueda ya teníamos material suficiente en torno a aquel maldito fantasma como para escribir una larga biografía. Teníamos fechas, direcciones, currículum, una descripción física completa y radiografías de hasta el último pensamiento, emoción o impulso que hubiera tenido nunca. Conocía a aquel cretino mejor que su propia madre. Si cerraba los ojos, podía verlo de pie delante de mí, con un conato de sonrisa imbécil en una cara demasiado bien hecha, y podía oír su voz, suave, estudiada y seductora, soltando todas esas fantasías y simplezas que tanto le encantaban, casi podía alargar la mano y tocar a aquel fantasma horroroso que había irrumpido en mi vida desde ninguna parte para traerme la muerte de Pauline y mi posible ruina.
Y sin embargo, todavía no teníamos al hombre en carne y hueso. No teníamos nada.
—Sinceramente, creo que me estáis ocultando algo —dijo George Stroud. Hablaba con Steve. Yo había insistido en estar presente, aunque sin participar directamente, cuando volviésemos a examinar la parálisis que parecía estar afectando a nuestros planes—. Y pienso que ese algo, sea lo que sea, es el único dato sólido que necesitamos para poner punto final a todo el asunto.
—Limítate a los hechos —dijo Steve—. Tu imaginación corre más que tú.
—No creo.
Estábamos en el despacho de Steve, él detrás de su mesa, yo a un lado y Stroud frente a Steve. La habitación estaba llena de sol, pero a mí me parecía en penumbra, como el fondo de una piscina llena de agua. Creo que no había dormido más de dos horas por noche durante la última semana.
Aquellos malditos lobos estaban cada vez más cerca. Me habían interrogado docenas de detectives y funcionarios de la fiscalía del distrito tres, cuatro e incluso a veces cinco veces al día, todos los días. Al principio habían sido correctos. Ahora ya no se preocupaban demasiado de seguir siéndolo.
Y Wayne lo sabía. Carr lo sabía. Todos lo sabían. Sólo era un secreto para el público en general. En el distrito del sur de la ciudad y en el de la calle 42 era de conocimiento general. Nadie me había llamado o se había acercado a mí abiertamente desde hacía días. Cuanto más de cerca me apretaba la banda de los políticos, más lejos se iba mi propia gente. Cuanto más me aislaban, más fácil se ponía todo para la policía. Yo podía manejar una jauría de lobos, pero no dos.
En realidad no había verdaderas pruebas contra mí. Todavía no. Pero tampoco había perspectiva alguna de que fueran a relajar la presión para conseguirlas.
Eso podía soportarlo. Pero teníamos que encontrar a ese condenado espectro, y encontrarlo antes de que otro lo hiciera. Era la única amenaza seria a la que me enfrentaba. Si la policía daba con él primero, y podía ser así en cualquier momento y acabaría siéndolo, yo ya sabía exactamente lo que iba a decir ese tipo y lo que iba a suceder.
No tenía el menor sentido. Disponíamos de aquella montaña de datos y aun así, a efectos prácticos, estábamos exactamente donde habíamos empezado.
—Está bien, atengámonos a los hechos —dijo Stroud a Steve—. Dices que ese hombre es la figura clave de un tinglado político-industrial. Pero no hemos descubierto ni una sola conexión política ni ninguna conexión financiera dignas de mencionarse. ¿Y por qué no? Yo digo que porque no las hay.