El señor Klausmeyer contempló a aquella persona, a Stroud, con interés renovado, mientras todos los demás me miraban con la boca abierta, como si se dieran cuenta por primera vez de que era una artista.
—¿Le apetece una copa, señorita Patterson? —me invitó el asesino. Lo dijo sonriendo, tal cual. Pero vi que no era una verdadera sonrisa, sólo una imitación desesperada.
Tragué saliva una vez más, con la boca áspera y seca, y luego no pude impedir una carcajada contenida, a medias, que me salió de dentro. Y mientras me reía, comprendí que no me estaba riendo. Que era pura histeria.
—¿Dónde puñetas está mi
Estudio sobre fundamentos
? —le pregunté—. Ese cuadro que su piojosa revista llama
Judas
.
Stroud estaba quieto y muy pálido. Los otros solamente inexpresivos. El señor Klausmeyer le dijo a Stroud:
—Le dije que intentaríamos conseguir el cuadro para devolvérselo. —Y a mí me explicó con paciencia—: No le dije que lo tuviéramos, señorita Patterson. Me refería a que en cuanto encontrásemos el hombre que buscamos, automáticamente encontraríamos la pintura.
—¿De veras? —dije mirando con intensidad a Stroud—. Me parece más probable que ya lo hayan destruido.
Algo se movió en aquella cara rígida, fijada en aquella sonrisa despreocupada y fingida.
—No —dijo finalmente—. Yo no lo creo, señorita Patterson. Tengo razones para creer que su cuadro está totalmente a salvo. —Se volvió hacia su mesa y cogió el teléfono. Con él en la mano me lanzó una mirada dura, intransigente, que me resultó imposible interpretar—. Lo recuperaremos —me dijo—. Siempre y cuando todo lo demás salga como debe salir. ¿Lo entiende usted bien?
—Sí —le respondí. Al diablo con él. Estaba chantajeándome. Y tendría que ser yo la que le chantajeara a él. Así que, de hecho, me puse a ello:
—Más vale que esté totalmente a salvo. Tengo entendido que vale miles y miles de dólares.
Asintió con la cabeza.
—Eso creemos. Bueno, ¿qué quiere usted tomar?
—Le gusta el moscatel —dijo el señor Klausmeyer.
—¡Whisky! —grité yo—. ¡De centeno!
¿A mí qué me importaba que la hubiera matado? Si el
Furor
estaba a salvo, probablemente los
Fundamentos
estuvieran a salvo también, y en ese momento realmente valían un montón de dinero. Y si no estaba a salvo, siempre podríamos discutirlo después. Además, era verdad que coleccionaba cuadros míos.
—Pero no uno solo —le aclaré—. Pida unos cuantos. Una docena.
Haría falta bastante material para permanecer en el mismo cuarto que un asesino. Y al mismo tiempo recordar que la dignidad paga, por lo menos en público.
Me desperté muy temprano en el sofá que había hecho traer a mi despacho, me puse los zapatos y la corbata, la única vestimenta que me había quitado, y me fui a mi mesa envuelto en una nube mental.
Mi reloj decía que pasaban unos pocos minutos de las ocho. Hoy era el día. Todavía no sabía cómo me iba a enfrentar a él. Pero sabía que era el día. La policía terminaría sus comprobaciones en Albany. A alguien se le ocurriría lo de peinar el edificio.
El día tendría que haber sido ayer, y realmente nunca llegaré a saber por qué no lo fue. Cuando aquella mujer, la Patterson, entró aquí todo tendría que haber terminado. Sabía por qué no me había identificado, simplemente porque yo no había destruido su cuadro, y por mi amenaza de que todavía podía hacerlo si abría la boca. Los artistas son muy curiosos. Me entran temblores cuando pienso en lo cerca que estuve realmente de deshacerme de aquel lienzo. Louise Patterson todavía podría causar problemas en cuanto le apeteciera, y es muy probable que lo haga. Es lo bastante disparatada. Sobre las ocho de la tarde se largó de allí. Pero podría volver. En cualquier momento, por cualquier razón, podría cambiar de opinión.
Apreté el botón para llamar al recadero pero no respondió nadie y acabé llamando por teléfono al drugstore de abajo. Y por fin conseguí mi emparedado y mi cafetera de café solo. En el despacho de Roy, Harry Slater y Alvin Dealey proseguían el velatorio.
Poco antes de las nueve empezó a llegar el resto del personal. Primero apareció León Temple, y luego Roy y Englund; Don y Eddy llegaron al despacho casi a la vez.
—¿Por qué no te vas a casa? —me dijo Roy—. Aquí no puedes hacer nada más, ¿no crees?
Negué con la cabeza.
—Me quedo.
—¿Quieres estar en la línea de meta?
—Exacto.
—¿Cómo va todo por abajo?
—Más tenso que el parche de un tambor —dijo León Temple—. Phil Best acaba de relevar a Mike. Tenemos a todo el turno de noche del Van Barth allí abajo y algunos guardias de seguridad más. No consigo entenderlo.
Ya estaba. Sentí que se acercaba el momento. Pregunté:
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Cómo es que no ha salido ese individuo. Qué demonios, está aquí, pero ¿dónde?
—Puede ser que se marchase justo antes de que estableciésemos el dispositivo —dije.
—Totalmente imposible.
—Puede haber entrado por una puerta y salido por la otra, sencillamente —le argumenté—. Quizá supiera que le seguían.
—No —dijo León—. El portero le siguió hasta el ascensor. Y cogió uno de los directos. Así que puede estar en cualquier sitio por encima de la planta dieciocho. Por lo que sabemos tiene que estar aquí arriba, en nuestras propias empresas.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Englund.
—Aparecerá —dije.
—Creía que el tiempo era esencial, George —me recordó Roy.
—Y lo es.
—Se me ocurre —dijo León— que si no aparece… —Así que iba a ser León Temple. Lo miré y esperé—. Podemos coger a todos esos testigos, a los guardias de seguridad y alguna gente de la nuestra, y revisar el edificio entero de arriba abajo. Hemos de registrar hasta el último despacho. Y eso resolvería el asunto. Nos llevará un par de horas, pero estaremos seguros.
Tenía que fingir que valoraba la idea. Ya resultaba bastante raro que no la hubiera sugerido yo mismo. Moví la cabeza asintiendo, y dije:
—Creo que tienes razón.
—Bueno, ¿nos ponemos a ello?
Si yo supiera dónde estaban los testigos oculares, si pudiera estar informado de su avance planta por planta y oficina por oficina, todavía podría haber escapatoria. Los partidos no se terminan hasta que suena el pitido final.
—Empezad —dije—. Lleva tú esto, León. Y quiero que me informes de todos los movimientos. Hazme saber por qué piso empezáis y en qué dirección vais avanzando, y adonde iréis a continuación.
—Okay —dijo—. Para empezar, llevaremos a todos los testigos y los polis a cada una de las plantas por encima de la dieciocho. Registrarán las escaleras, los ascensores, y procuraré que vigilen con atención a quienes vayan de un despacho a otro, los armarios, los retretes, los conductos del correo…, todo. —Asentí sin decir nada—. Creo que así estará bien, ¿te parece?
Dios, menudo precio. Aquí traían la factura y había que pagarla. Desde luego, sentí crecer el dolor dentro de mí, pero no sabía de ningún hombre sobre la tierra que pudiese ver cómo se rompía en pedazos su vida entera, arrastrando las de sus seres queridos hacia las mismas cenizas, sin protestar en silencio. Un hombre que acepte de verdad su destino y se incline de verdad, sin un estremecimiento, ante el gran juego al que ha jugado y perdido, es una mentira, un mito. Un hombre así no existe, no ha existido nunca y nunca existirá.
—Muy bien —dije—. Mantenme informado.
—Me gustaría llevarme a Dick, a Eddy y a Don. Y a alguien más, en cuanto vayan llegando.
—Llévatelos.
—Y considero que habría que dar algo para animar a los testigos.
—Págales. Te daré un vale. —Puse mi firma en un formulario para el cajero dejando la cantidad en blanco y se lo lancé a León—. Buena caza —le dije, y creo que conseguí esbozar una mínima sonrisa.
La oficina quedó vacía enseguida y poco después León me llamó para decir que habían empezado ya por el piso dieciocho cerrando todas las salidas y deteniendo todos los ascensores que bajaban para inspeccionarlos. Ya sólo se podía ir en una dirección: hacia arriba.
Tenía una idea medio formada de que tal vez podría encontrar refugio seguro en pleno corazón del territorio enemigo, en los despachos de Steve o de Earl, en el piso treinta y dos, e intentaba encontrar el modo de llevarla a cabo cuando sonó el teléfono y resultó ser el propio Steve. Tenía la voz turbia y crispada, y parecía algo desconcertado; me pidió que subiera inmediatamente.
En el despacho de Hagen me encontré, además de Steve, con Earl Janoth y nuestro abogado jefe, Ralph Beeman, acompañados de John Wayne, el mayor accionista de la organización, y otros cuatro directores editoriales más. Y luego vi a Fred Steichel, director editorial adjunto de Jennett-Donohue. Todos ellos tenían aspecto de sentirse atónitos y ligeramente incómodos. Excepto Steichel, que parecía querer disculparse, y Earl, que irradiaba una seguridad aún mayor de la acostumbrada. Se adelantó y me estrechó la mano con fuerza, y me di cuenta de que aquella confianza en sí mismo era, en realidad, una tensión nerviosa que estaba ya cerca de la histeria.
—George —dijo—. Me alegro mucho. —Sin embargo, no creo que me hubiera visto de verdad, y en realidad tampoco creo que viera a ninguna de las demás personas que había en la habitación; pero se volvió y continuó—: No veo ninguna razón para seguir esperando. Lo que voy a decir ahora se puede poner por escrito para comunicárselo luego a todo el personal, y expresarles mi pesar por no haber podido tener el placer de explicárselo personalmente a todos y cada uno de ellos.
Me senté y contemplé las caras fascinadas que me rodeaban. Todos eran conscientes, igual que yo, de cuál era la única revelación posible e inminente.
—Tal como seguramente sabéis —continuó Earl—, en nuestro consejo de administración se han producido ciertas diferencias respecto a la política editorial de Empresas Janoth. Yo siempre he trabajado y luchado sin descanso por un periodismo libre, flexible y creativo, no sólo tal y como yo lo veía, sino porque así lo veía hasta el último miembro de las redacciones. Y ahora quiero decir que creo que esa política era la correcta, y que estoy orgulloso de nuestro recorrido, orgulloso de haber enrolado tantos talentos a su servicio. —Hizo una pausa para mirar a Hagen, que no miraba a nadie sino que, impasible, estaba concentrado en trazar un revoltijo de círculos y rayas en el bloc que tenía delante—. Pero el consejo de administración no está de acuerdo en que mi política haya sido la mejor para los intereses de la organización. Y la reciente tragedia, de la que todos estáis al corriente, ha incrementado la desconfianza de la oposición a mi liderazgo. Teniendo en cuenta las circunstancias, no puedo reprochárselo. Y antes de poner en peligro el futuro de todas estas empresas, he aceptado hacerme a un lado y permitir que se haga una fusión con la firma Jennett-Donohue. Confío en que todos vosotros mantendréis vivo el espíritu de nuestra vieja organización en la nueva que se creará. Y confío en que mostraréis hacia el señor Steichel, vuestro nuevo director general, la misma lealtad que habéis mostrado hacia mí.
En ese momento el señor Beeman, el abogado, tomó el relevo y continuó desarrollando el mismo tema, y después de él Wayne explicó que el paso que acababa de dar Earl sería sólo temporal y que todos confiaban en un pronto regreso. Mientras hablaba, se abrió la puerta y entró en la sala León Temple. Me acerqué a él.
—La verdad es que de momento no hemos llegado a ninguna parte —me dijo—. Pero para estar bien seguros, creo que tendríamos que revisar también los despachos de Janoth y de Hagen.
En el mismo segundo de abrirse y cerrarse la puerta, vi que en el pasillo había un grupito de personas, con un portero de Gil’s y un camarero del Van Barth entre ellos.
—Olvídalo —dije—. La misión está cancelada.
La mirada de León recorrió lentamente toda la sala absorbiendo una escena que podría muy bien estar compuesta para mostrarse algún museo de historia. Volvió los ojos de nuevo hacia mí y le dije que así era con la cabeza.
—¿Quieres decir que los despache a todos?
—Despáchalos a todos. Se va a producir un gran cambio. Esto es igual que Pompeya.
De nuevo en la sala, oí que Wayne le decía a Hagen:
—… puede ser, la oficina de París o la de Viena. Me imagino que puede usted tener cualquiera de ellas si lo desea.
—Me lo pensaré —le dijo Hagen.
—La organización sigue siendo lo primero de todo. —Earl reiteraba aquello con un exceso de jovialidad y confianza. Era algo espantoso y, sin embargo, heroico—. Pase lo que pase, hay que seguir adelante. Es mucho más importante que yo, más importante que cualquiera de nosotros. Y no quisiera que nada pudiera perjudicarla o ponerla en peligro.
Steichel, nuestro nuevo director general, era la única persona que parecía estar un poco al margen. Me acerqué a él.
—¿Y bien? —le dije.
—Ya sé que quieres más dinero —me dijo él—. Pero ¿qué más quieres?
Me di cuenta de que este hombre no iba a suponer la más mínima mejora.
—A Emory Mafferson —dije.
Pensé que aquello le pillaría desprevenido, y así fue.
—¿Qué? ¿De verdad que quieres a Mafferson?
—Queremos publicar lo de Individuos Financiados. En forma de cómic. Lo explicaremos con dibujos. —En los ojos de Steichel seguían dibujadas la duda y la sospecha, pero empezaban a traslucir el interés—. Ahora ya nadie lee —continué—. Presentar las cosas en imágenes es el verdadero futuro. Deja que Emory siga adelante con sus Individuos Financiados en una revista nueva, en cinco colores y en papel satinado.
Me dijo, bastante reticente:
—Esto voy a tener que pensármelo bien. Ya veremos.
El resto del día fue pasando como una película que avanzara sin control, unas veces demasiado deprisa y otras demasiado despacio.
Llamé por teléfono a Georgette y quedé con ella para cenar esa noche en el Van Barth. Pareció alegrarse muchísimo y no podía imaginarme por qué. Yo era el único miembro de la familia que sabía lo que significaba llegar hasta el final de la vida y salir vivo del asunto.
Le expliqué que habíamos terminado aquel último trabajo y entonces dijo a Georgia que se pusiera al teléfono. La conversación fue como sigue:
—Hola. ¡Hola! ¿Eres tú, George? Soy George.