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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (28 page)

Twiss se apoyó en el pasamanos de la escalera. Para sí hubo de reconocer que por una vez Jovellanos le había sobrepasado en la agudeza del análisis. Sin embargo, no estaba dispuesto a darse por vencido fácilmente.

—De acuerdo, ese razonamiento nos conduce al último efecto desde las primeras causas. Pero ello no nos desvela la identidad del
interfector.
En mi opinión debemos centrarnos en el análisis de cómo incide ese ser por medio de sus manifestaciones en nuestra experiencia. De ello creo que podemos sacar útiles conclusiones. Por ejemplo, de sus mismas palabras podemos hacernos una idea de su edad. La figura le dice a su víctima «joven», que lo era, luego podemos deducir que le dobla la edad cuando menos, puesto que todavía, yo por mi parte, no he conocido a nadie de menos de cuarenta años que se exprese así. Ya sabemos a quién buscar, Gaspar, a alguien que, como dijo Dante, se halla pasada la mitad de la carrera de su vida.

—Reconocerá que su experiencia es bastante limitada e imprecisa...

—¿Sí...? ¡Pero si acabo de verlo! Usted mismo, llevado por su afecto, ha estado a punto de llamar a Fermín «hijo», pero no ha podido, no porque no sea hijo suyo, sino porque no se considera tan viejo, y por ello ha preferido decirle «chaval».

Jovellanos sonrió. Con su audaz perspicacia era evidente que ese inglés estaba tratando de echarle un pulso de carácter intelectual. Aceptó el reto.

—Bien —repuso don Gaspar—, Ahora observe la segunda parte de su frase: «... así es la vida». ¿No esconde ella una reflexión sobre la existencia, y que parece que ha salido de boca del
interfector
sin darse cuenta de que la decía? Da la sensación de ser el pensamiento de alguien acostumbrado a preguntarse a menudo el porqué de las cosas, de alguien que, por ello mismo, hubiese llegado a un estado de resignación y a la vez de amargo desdén por el mundo. Juraría que el
interfector
se asemeja a un filósofo estoico. Peligroso, pero estoico.

Twiss no tuvo más remedio que continuar por el camino ya abierto de temeridad analítica.

—Dejémoslo en filósofo simplemente, pues si a la segunda parte de la frase se la separa de la primera hemos de pensar por necesidad en un cínico o un sofista. En definitiva, ¿qué nos queda?: un hombre sabio dedicado al mal. Además es alguien acostumbrado a llevar pesos con gran facilidad, a trabajar duro. Todo lo cual viene a dibujarnos un individuo de más de cuarenta años, pero que, por su fuerza, no debe de sobrepasar los cincuenta. Puede ser clérigo o profesor de universidad, estibador del puerto o labrador de las huertas cercanas. Es un retrato bastante difuso, aunque al menos vemos algo.

Jovellanos rió brevemente. No sabía si ya Twiss le acompañaba en serio en el análisis o si sus palabras eran una broma reducida al absurdo, típica de las suyas.

—Es usted incorregible, Richard.

—Por eso me tiene a su lado.

En lo que sí estuvieron de acuerdo de inmediato era en que el
interfector
había actuado bajo algo parecido a un disfraz, un ropaje negro y ajustado para hacerse invisible en las sombras de la noche. De igual material que el saco de donde había extraído la sierra con la que ellos ya contaban, dentro del cual con seguridad se había llevado su
trofeo.
Lástima, se dijeron, que Fermín perdiese el sentido y no hubiese podido ver la forma de acceder y salir de la parroquia. Cosa que, por lo sucedido con el muchacho, debía de ser algo fácil.

A la tarde, Twiss y Hogg se pasaron por San Ildefonso a fisgar por su ala ruinosa a fin de estudiar el escenario del crimen. Entretanto, Jovellanos se presentaba en el caserón de Mariana de Guzmán.

Se alegró de que se hubiese repuesto de su dolencia, aunque procuró que en su semblante pudiesen tanto sus preocupaciones como su regocijo. Cuando él llegaba Morico se marchaba, después de confirmar a su inquieta paciente que ya podía salir a los aires insalubres de las calles de Sevilla. Mientras que las doncellas de Mariana la vestían en su alcoba, en la cámara contigua el médico hacía partícipe a Jovellanos de sus múltiples e infructuosas investigaciones entre distintos archivos acerca de la naturaleza del
anima pinguis.
Ninguna obra de medicina o volumen de química hablaba de tal sustancia. Sin embargo, a continuación un aire de satisfacción apareció en sus redondas facciones.

—Pero algo he descubierto, don Gaspar. Hojeando por aquí y por allá, en el
Diario Philosophico, médico
de Juan Galisteo de hace tres años se habla de hombres murciélagos. De personas que, por algún defecto o virtud en sus ojos, ven tan bien de noche como de día. Y a ese estado de visión nocturna el eminente profesor Galisteo lo denomina
nictalopía.
—Se acercó a Jovellanos y bajó la voz—. Por Esculapio, señor alcalde, el
interfector
es un nictálope, ve en la noche como un gato.

Jovellanos dio las gracias a Morico por la información y se despidió de él. En un primer momento no prestó mayor importancia a sus palabras, creyendo que formaban parte de otra de sus extravagancias científicas; pero no tardó en deducir por su cuenta que, en efecto, la nictalopía podría ser algo consustancial en el asesino. Todo hacía creer en ello. Contaba con una ventaja decisiva para moverse por la noche, y era una desventaja terrible para sus víctimas.

La salida de Mariana de su habitación le sustrajo de sus pensamientos. La encontró más hermosa que nunca con aquel vestido malva y encarnado, tan pálida y tan sensual, aunque también más delgada. Se sentaron a hablar a la luz de un ventanal. Después de que Jovellanos tuvo la seguridad por parte de ella de que su estado de salud le permitiría desplazarse por la ciudad, pasó a relatar los resultados de las pesquisas llevadas a cabo para que por su boca posteriormente lo conociese el cardenal Solís.

—Sería conveniente que Su Eminencia advirtiese a Gregorio Ruiz del peligro que corre —comentó él.

—¿Usted cree que le haría mucho caso?

—No. Creo que no mucho.

Por supuesto que Jovellanos no dijo nada de la suposición de Twiss respecto a la posibilidad de que el cerebro de las víctimas estuviese consciente en el momento de su decapitación, a pesar de que esa idea ya no le parecía tan disparatada como al principio. No convenía echar más horror sobre el caso del que por sí poseía.

—Pobre muchacho, lo que debe de estar sufriendo... —dijo Mariana refiriéndose a Fermín y su terrible experiencia.

Bien sabía la azarosa vida que había tenido aquella criatura de las calles, y que el embeleso que sentía por ella era un afecto inocente. Presentía que su persona ocupaba en su imaginación el ideal de una madre desconocida. Por ello a menudo pensaba en paliar en algo esa ausencia, ya fuese siquiera donando una cantidad y avalándole para que cursase buenos estudios.

—¿Y qué piensa hacer con él?

Volvió a interesarse Mariana por otra persona, esta vez por Federico Quesada, en cuanto Jovellanos terminó su descripción de las deliberaciones que habían tenido lugar en el Alcázar.

—¿Qué puedo hacer, señora? Esta noche ha habido grupos con antorchas alrededor de la Audiencia exigiendo con más decisión que ayer su libertad. Por otro lado, me consta que en varios pulpitos se ha insinuado que Quesada el ateo ha mandado asesinar al diácono Próspero por haber bautizado a su hijo. Una infamia que, a pesar de su vulgaridad, no deja de ser muy peligrosa.

—¡Qué monstruosidad...! —Mariana se santiguó—. Comprendo en qué situación se encuentra usted, pero hágase una idea de cómo estarán la mujer de Quesada y sus hijos. Mientras se halle en la cárcel, Federico no trabaja, y mientras no trabaje no cobra su jornal. Su familia estará pasando hambre. ¿No será que su indecisión se debe a que teme equivocarse, señor Jovellanos?

De repente la atmósfera de la cámara se tornó más liviana. Habían vuelto a entrar ambos en ese estado de sobreentendimiento propio de los que tienen tanto que decirse y no pueden hablar como querrían.

—No, doña Mariana. Estoy seguro de lo que siento... Es decir, creo que Quesada es inocente. Pero temo lo que piensen los demás...

—Yo también temo las habladurías... Es decir, a los prejuicios de la gente sobre Quesada... Sin embargo, por encima de todo creo que si hay un resquicio para agrandar la libertad y el amor en este mundo, debe aprovecharse. Dé una oportunidad a Quesada, don Gaspar.

Casi sin darse cuenta Jovellanos acercó una mano a las manos de ella.

—Hace usted todo tan fácil...

Mariana se inclinó, dejándose arrastrar por sus dedos.

—Hágalo usted también...

—Así es. Vendré cuantas veces sea necesario para atender... sus consejos.

—Le haré un ofrecimiento de casa, don Gaspar.

—Qué locura, doña Mariana... Detrás de estas paredes está el mundo.

—Detrás no hay nada.

En ese instante, cuando ya sus pieles habían entrado en contacto, las dos doncellas salieron de la alcoba. Una llevaba las sábanas y la colcha de la cama para lavar, la otra el sahumerio de las hierbas expectorantes. Su mera irrupción sirvió para que la pareja desanudase sus miradas bruscamente. Jovellanos aprovechó la circunstancia para zafarse de su cautividad. Se levantó, tomó toda la mano de Mariana y se la besó en señal de despedida. Su timbre de voz más claro y su mirada más abierta daban a entender que por fin había salido de un dilema. De aquel que tenía la solución más fácil.

Nada más regresar Jovellanos a la Audiencia Real, dio las órdenes pertinentes para que se excarcelase a Federico Quesada. Este ni se inmutó cuando el carcelero de la nariz partida le abrió la puerta de su celda y desde fuera Fernández le leía el oficio que le ponía en la calle. Ya en ella, Quesada fue recibido con vítores por un nutrido grupo de trabajadores de la Fábrica de Tabacos. Al día siguiente, lunes, volvió a su puesto al frente de la nave de los molinos. Fue felicitado por prácticamente todos sus compañeros. Durante sus semanas de prisión había aumentado aún más su prestigio; no tardando las gitanas en entonar unas coplillas en su honor. Cantos que al poco recorrían todas las mesas del gigantesco edificio en boca de las cigarreras y las empaquetadoras.

Dos días más tarde, en la Taberna del Tuerto, cerca de su casa, ya caída la noche, Quesada bebía y se divertía junto a una parroquia de lo más variopinta que abarrotaba el local y que estaba entregada a él.

Había música de guitarra y cantes de la tierra, frases graciosas y risotadas, vino en abundancia, tocino y picatostes calientes, nubes de humo del tabaco y de las frituras de la cocina. Tal y como era su costumbre, Federico iba de una mesa a otra bromeando con quien se encontraba, diciendo cosas de los curas y de las autoridades que nadie excepto él se atrevía a repetir. En medio de las miradas y las sonrisas de sus amigos volvía a echar un trago y de nuevo profería alguna sentencia admonitoria contra aquellos que abusaban de su poder en Sevilla.

En uno de estos lances invisibles con los poderosos de la ciudad se tropezó con un sujeto también de pie como él, que de repente había surgido del humo a través de la luz penumbrosa de los candiles. Iba embozado.

—Señor, ¿no se ríe? —le preguntó Quesada a dos cuartas—. Si no se divierte en la Taberna del Tuerto, deje, pues, que nosotros nos riamos de su cara de malhumor...

Quesada intentó quitarle la capa de alrededor de su rostro, pero una mano veloz y huesuda surgió de debajo de ella y clavó una daga en su pecho, profundamente, entre las costillas del lado izquierdo. Quesada se desplomó al suelo con el corazón rajado, sin que la sangre que ahogaba su garganta le permitiese siquiera expirar. El asesino salió corriendo de la taberna y se perdió en los oscuros meandros de las callejas. Los parroquianos, espantados, apenas daban crédito a lo que veían.

Cuando amaneció en Sevilla ya toda la ciudad sabía de la muerte de Quesada, como si los lamentos de la viuda y el llanto de sus hijos y de sus vecinos se hubiesen oído de casa en casa desde la puerta de la Macarena a Triana. Francisco de Bruna reaccionó con presteza y ordenó que toda la guarnición disponible saliese a patrullar por las calles. Sin embargo, en contra de lo que pensaba, los ánimos de las gentes no se habían tornado explosivos. Una quietud desconcertante flotaba en el aire. Había poca gente en las calles, y la que había se movía rápida en sus quehaceres, en silencio, sin mirar mucho a los demás. Parecía que la muerte de Federico Quesada hubiese conformado a todo el mundo. Evidentemente a sus enemigos, que así creían que se había hecho justicia. Pero también a sus amigos y partidarios, que comprendían ya con meridiana claridad lo insignificantes e ingenuos que eran.

Por la tarde, el teniente Juan Gutiérrez y otros cuatro soldados del Alcázar traspasaban la puerta de Córdoba en sus monturas. Se extrañaron del escaso bullicio de las plazas y de los mercados. Gutiérrez detuvo a sus hombres frente a la iglesia de San Julián y, adelantándose hacia una patrulla de granaderos que pasaba por allí, preguntó por las causas de tal desolación. Enterado de una situación que era más que alarmante, Gutiérrez hincó los talones de sus polainas en los costados de su caballo, apresurando el paso. En el acto las caballerías de sus hombres le siguieron, así como la muía donde llevaban amarrado al astrólogo y piscator Aurelio Maraver.

Capítulo 12

El asesinato de Federico Quesada hizo llorar a Jovellanos en la soledad de su despacho. Todo en él eran reproches contra sí mismo. No ya por haberse dejado aconsejar acerca de lo que tenía que hacer, cosa grave ostentando su magistratura, sino sobre todo por dejarse llevar de sus sentimientos. Un error imperdonable que había costado una vida humana. Sabía que Quesada corría un gran riesgo si quedaba libre, y, sin embargo, le había echado a las calles arrastrado por súplicas y por conveniencias políticas en lugar de haber permanecido firme en la fría razón. ¿Qué sería de la viuda y de los huérfanos?, se preguntó. Habría que hacer algo por ellos, pero ¿qué y cómo? El colegio de San Telmo quizá admitiese a alguno de los niños, ¿y los demás? En cuanto a la madre, habría que ver la manera de que entrase en la fábrica, que ocupase el puesto de trabajo por el que tanto había luchado su marido. Había tanto que hacer y pensar, y en tan poco tiempo... Tal vez su cargo le sobrepasaba —se dijo—, o la vida misma le abrumaba, porque acaso no estuviese preparado a fin de resolver sus misterios. Y entre esos misterios le sobrepasaban especialmente el del amor por Mariana y el del odio que había caído sobre Sevilla.

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