El alcalde del crimen (27 page)

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Authors: Francisco Balbuena

—Como habrá comprobado, hay distintas opiniones sobre lo que se debe hacer. Yo personalmente soy partidario de dejar libre a Quesada. Pero no piense que me quiero entrometer en su jurisdicción, don Gaspar. No obstante, sepa que nos encontramos reunidos aquí estudiando la tensa situación creada en Sevilla desde que se ha conocido el nuevo asesinato. Los amigos de Quesada están clamando por su liberación en la puerta de la Audiencia. Hay agitación de los mismos en la Fábrica de Tabacos, en la Casa de la Moneda, en las Atarazanas, en los astilleros, e incluso en la Fundición de Artillería. —Fue señalando en el mapa los lugares que mencionaba, todos muy cerca del Alcázar—. Esta mañana yo mismo he estado en la fábrica tratando de calmar los ánimos de sus compañeros. Para toda esa gente está claro que se comete una injusticia con Quesada. Con promesas vagas he logrado que sus ánimos se apacigüen algo. Pero si todo va a más, ¿qué podemos hacer nosotros? ¿Liarnos a tiros con unos y con otros?

—Para mí esta es una situación muy comprometida —repuso Jovellanos—. Ahora parece estar más clara la inocencia de ese hombre. Sin embargo, también pienso en los que no lo creen así. Si se lo proponen pueden encontrar dudas más que razonables. ¿Qué puede ser de él si le dejo en la calle?

Moya, el oficial de más edad, habló.

—Señor alcalde, permítame decírselo con franqueza. Usted es aún joven, con mucho entusiasmo aunque no con la suficiente experiencia, y yo ya tengo nietos. Hace muchos años comprendí que la vida es incertidumbre, que a todo hombre se le echa al mundo a su suerte, donde nada tiene asegurado. Usted es el responsable de capturar al asesino, o en su caso de la salvaguardia de un Quesada preso, pero no se haga responsable de su libertad. Deje que ese hombre decida su propia suerte.

Jovellanos se quedó pensativo. Las palabras del capitán Moya eran sabias y de difícil refutación. Twiss rompió el silencio general que acompañaba a la meditación de su compañero de pesquisas.

—Perdón... —dijo mirando al contador Meneses—. Usted ha hablado antes de algo que Próspero Rodríguez había hecho por el hijo de Quesada... ¿Tendría la amabilidad de explicarse?

—¿Es que el sargento Bustamante no se lo ha dicho? —preguntó Meneses—. ¿No saben que el diácono asesinado fue quien bautizó al hijo recién nacido de Quesada cuando ningún otro cura de esta ciudad quería hacerlo?

Como si una segunda ola del mar embravecido azotase la costa, así volvió a estallar la discusión entre los cuatro peruanos.

—¡No me haga reír! —exclamó Artola—, ¡No se puede tomar en serio esa maldita casualidad...!

—¿Casualidad? —intervino Herradura—. ¿También es casualidad lo de Mateo y Andrés con su hermana? Es posible, pero que Quesada permanezca en la Audiencia mientras se aclara.

—Pero, señores... Piensen, piensen... —dijo Sagrario con voz biliosa dirigiéndose a Meneses y Artola—. Hasta un pollino se daría cuenta de que ese diácono bautizó al hijo de Quesada
aconsejado
por el inquisidor Ruiz. Ningún cura en Sevilla lo hubiese hecho por propia iniciativa. ¿Y por qué? Porque así propicia su liberación y a la vez se carga de razones para actuar contra él. ¡Hay que retener a Quesada como sea!

—¡No, no y no! —Artola dio un palmetazo en la mesa—. ¡No estoy dispuesto a ordenar a mis carabineros que carguen contra una muchedumbre que pida justicia por un infeliz que parece tener a todos los hados en su contra!

Y reanudaron su pelea incruenta e insensata, con Bruna y los oficiales intentando de nuevo separarlos. Así de caótica era la famosa y odiada corte de Perú de Olavide, que más parecía servir a sus enemigos que al propio asistente.

Jovellanos y Twiss abandonaron el cuarto de banderas sin que los que discutían reparasen en ello. Mientras el inglés regresaba a casa de Bruna para afeitarse y reponer fuerzas, Jovellanos optó por acercarse a la Audiencia. El coche que le trasladaba se encontró con varios grupos de sujetos en la plaza de San Francisco y en la calle de Chicarreros en torno a la Audiencia, pidiendo la liberación de Quesada. Al reconocer a Jovellanos en el interior de la calesa, se agolparon a su alrededor y le exigieron lo que él ya había oído en la lejanía. Algunos golpearon el carruaje con sus puños, y hubo uno que intentó subirse al pescante del cochero. Antes de que los caballos se detuviesen, varios alguaciles salieron de la Audiencia alentados por Fernández y corrieron mosquetes en mano a cubrir la entrada del coche en el patio. Jovellanos se apeó y alcanzó la puerta del claustro seguido por los gritos de la calle. Gritos que no cesaron durante toda la tarde, llegando con claridad a las oficinas de la primera planta de la parte posterior.

El Alcalde del Crimen cerró la ventana de su despacho y luego la puerta, ordenando a Fernández que no se le molestase porque deseaba tramitar algunos papeles. El secretario sabía muy bien que era una mera excusa, y que el verdadero motivo de que se encerrase era la pesada carga que se iba acumulando en el ánimo de su jefe.

Lo mismo dedujo Twiss mientras se afeitaba. Pensó que Jovellanos estaba ante un dilema de difícil resolución, como era decidir sobre la suerte que habría de correr Quesada. Allí, solo ante su conciencia, debía dilucidar algo que para cualquiera ya sería bastante complicado hacerlo. Mucho más para él, que encima tenía puesto su pensamiento y todas sus energías en horribles asesinatos que carcomían la precaria vida de su ciudad. Y que bajo tanto pesar además en ese momento se encontraba un espíritu azotado, quién sabía desde cuándo, por un amor no consumado siquiera de palabra.

Porque en el despacho de Jovellanos, en un descuido, Twiss había atisbado de casualidad sobre su escritorio unos poemas. Versos de amor contenido y dedicados a Clori, a Enarda, a Belisa; los cuales sin duda estaban sentidos en favor de Mariana de Guzmán. Ese hombre de apariencia severa aunque afable, reconcentrado y avaro de sus sentimientos —supuso Twiss—, escribiendo para sí hacía que su soledad se llenara de palabras fútiles sobre un amor baldío. Era la forma que tenía de que no le desbordasen sus muchas preocupaciones.

Al anochecer Jovellanos salió con mejor disposición de su despacho y regresó a casa en busca de un reparador sueño. Sin embargo, lo que se encontró en ella no era nada tranquilizador.

Fermín había retornado a media mañana. Doña Amelia, que le quería como si fuese su abuela, no cesaba de llorar; no solo de alegría por su vuelta, sino porque el muchacho parecía estar muy enfermo.

—¡Qué desgracia, señor alcalde! ¡Está como embrujado...! —se lamentaba la buena mujer.

En efecto, el muchacho se encontraba en cama hecho un cuatro, con la mirada perdida en la lejanía, sin hablar y sin atender a quien le hablaba. Ni siquiera había querido probar su plato favorito. Jovellanos trató durante un buen rato de que Fermín le dijese qué le ocurría. Además le pidió perdón si le había ofendido con sus palabras en la imprenta. Todo fue inútil.

Más tarde, a altas horas de la noche, cuando Jovellanos comía algo en la cocina, doña Amelia entró en ella toda desfigurada y llorosa.

—¡Don Gaspar, don Gaspar...! ¡Que el niño quiere ver a alguien que se llama
Jo
o algo así...!

Jovellanos mismo se encargó al amanecer de ir a buscar a Hogg y Twiss. Poco después el gigante entraba en el cuarto de Fermín; permaneciendo allí encerrados los dos solos casi media hora. Al cabo de ese tiempo, Hogg apareció por la puerta. Jovellanos y Twiss se separaron de las paredes del pasillo, atentos a lo que pudiera decir.

—El chico quiere hablar ahora... —dijo Hogg con una expresión descompuesta.

Fermín había llorado y sus ojos marrones brillaban, pero Jovellanos advirtió en ellos algo más que pena, algo parecido a un horror infinito. Hogg se sentó al lado del muchacho y con uno de sus enormes brazos le rodeó para que se sintiese seguro. Fue entonces cuando Fermín empezó a hablar para su amo, con una voz quebrada pero sincera. Hogg así se lo confirmó a Twiss con el correspondiente gesto.

El muchacho comenzó diciendo que había querido huir de su amo para no volver, pues para ser criado había muchas casas donde serlo. Pero tampoco quería ser menospreciado en otra parte, de modo que había pensado viajar a las Indias, a los mares e islas que había recorrido Hogg con una espada mellada al cinto, un puñal en una mano y una botella de ron en la otra. En este punto Twiss miró a Hogg con una pizca de censura.

A continuación, Fermín confesó que no había podido abordar el barco que le llevase a Cádiz y de allí a América, aunque estaba dispuesto a intentarlo cuantas veces fuese necesario hasta conseguirlo. Después de deambular por el puerto, cansado y hambriento, decidió pasar la segunda noche en un lugar que él conocía muy bien: las ruinas de San Ildefonso. Una de las alas de esta parroquia se hallaba desmoronada en gran parte desde el terremoto del año cincuenta y cinco. No obstante, se mantenían en pie algunos arcos y parte del artesonado, donde había huecos espaciosos y recogidos, a suficiente altura para no ser molestado por las ratas. Trepando de piedra en piedra, Fermín se encaramó en uno de los arcos, se acurrucó e intentó dormir. Sin embargo, al cabo de unas horas los retortijones del estómago le despertaron. Pensó en bajar y, a través de la puerta del baptisterio que se alzaba debajo de él, llegar por el resto del edificio a la alacena de los curas. Se disponía a descender cuando un ruido le alertó, de forma que optó por quedarse inmóvil, hecho un nudo marinero en lo más oscuro de su refugio. Desde allí, aterrado, vio que la puerta se abría y que penetraba en el baptisterio una figura humana, aunque toda ella negra y sin vestimenta ni zapatos, y sin pelo y sin el blanco de los ojos, lisa como el cuero de una bota. Esa figura llevaba sobre su espalda el cuerpo medio desnudo de alguien, de un joven que parecía muerto. Se acercó con su carga a la pila bautismal y apoyó el cuerpo sobre el borde de la copa, de tal forma que este quedaba de pie e inclinado, con los brazos medio sumergidos en el agua y la cabeza en el aire a una cuarta de ella. Entonces la figura acercó su cabeza monda a la del joven inmóvil y le habló al oído. Fermín temió que en el silencio de la noche se oyesen los latidos de su corazón y fuese descubierto.

Por último, el espectro negro extrajo de un saco también negro que llevaba una especie de pequeña sierra y se dispuso a cortar la cabeza del joven, sirviéndose del borde de la pila como firme apoyatura. Desde su horrible atalaya, Fermín sintió que el vértigo del pánico se apoderaba de él y creyó que se desplomaría de un momento a otro sobre tan infernal escena. Pero lo único que cayó fue la cabeza del joven al agua bautismal, a la misma de la que él había echado un trago antes de subir al arco. La cabeza no se hundió, sino que flotó dando vueltas en el agua, hasta que miró con sus ojos abiertos a donde se escondía el testigo furtivo de ese abominable crimen. En esto que Fermín perdió el sentido.

Cuando recuperó el conocimiento, la figura negra y la cabeza habían desaparecido, aunque allí permanecía el cadáver decapitado, sin una gota de sangre que hubiese teñido el agua de la pila. Antes incluso de las primeras luces del amanecer, Fermín huyó despavorido de San Ildefonso, corriendo después toda la mañana por las calles sevillanas como alma en pena. Hasta que, extenuado y pareciéndole que no había en la ciudad escondrijo más seguro, llamó lívido y con la mirada ida en la puerta de la casa de su amo.

Mientras Fermín prorrumpía a llorar, cobijándose en la casaca de Hogg, Jovellanos y Twiss permanecieron sin aliento. Luego, cada cual se recompuso de la impresión como mejor pudo. Jovellanos maldijo para sus adentros, y deseó la muerte de ese sujeto de la figura lisa que había roto de la peor manera la inocencia de un muchacho. En su acertijo había atinado más de lo que él había previsto.

—Dime, Fermín —preguntó Twiss—. ¿Esa figura negra era un hombre de piel negra como Hogg?

—¡No, no...! —exclamó con malestar— Hogg tiene carne viva, pero ese diablo era de carne muerta. ¡Era un muerto resucitado!

A Hogg se le pusieron los ojos como platos, pero no se dejó llevar por el pánico, pues el muchacho estaba a su lado. Twiss pensó que poco más podría sacar de su excepcional testimonio; no ya por ser el de un niño fantasioso, dado a deformar la realidad, sino sobre todo por estar su visión empañada por la superstición popular, por los bulos sobre el asesino que corrían de boca en boca.

Jovellanos se puso en cuclillas ante la cama y cogió una mano de Fermín.

—Tranquilo... —vaciló—, chaval... Ahora estás con tus amigos. Haz un esfuerzo a ver si recuerdas lo que dijo la figura al joven.

Fermín miró con terror a Hogg. Este le animó con un asentimiento a que contestase, aunque temiera lo que pudiera salir de su boca.

—Dijo..., dijo «lo siento, joven..., así es la vida...». ¡Son palabras del infierno...!

El muchacho reanudó su llanto desconsoladamente. Hogg hizo un gesto a los otros hombres para que les dejasen solos. Ya en el pasillo, Jovellanos y Twiss se pararon a reflexionar. Antes de hablar, este último rumió en su mente la gravedad de lo que iba a expresar.

—¿No pudiera ser que, aunque paralizado y con las carnes hechas
anima pinguis,
el diácono todavía estuviese vivo para oír esas palabras?

—No diga barbaridades, Richard.

—¡Entonces, explíqueme por qué el
interfector
le habló! —exclamó Twiss con una inesperada rabia—. Yo he oído que el cerebro es lo último que muere del cuerpo. Pregúntele si no a Morico. Quizá esa circunstancia la sepa el asesino. Acaso porque sea médico o porque posea conocimientos de medicina, tal y como habíamos supuesto.

Jovellanos dio un palmetazo en una de las paredes para demostrar que él también tenía un límite en su aguante. Acto seguido alejó a Twiss del cuarto del muchacho por el pasillo y unas escaleras, que comenzaron a descender.

—Mire... Se me ocurre una explicación bien sencilla. Ese bellaco se cree con tal omnipotencia que no duda en burlarse de sus víctimas ya muertas. Es más, recuerde lo que dijo: «Lo siento, joven...». De estas palabras se puede deducir que se lamenta de su acción, que se disculpa, no ante su víctima, sino ante su conciencia. No en vano, a pesar de sus escrúpulos, lleva a cabo el asesinato porque lo considera necesario, porque sirve a su propósito. ¿Qué propósito es ese, Richard? —se calló durante unos segundos—. La respuesta ya la conocemos: que arda Sevilla por los cuatro costados.

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