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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (63 page)

Después de unos segundos infinitos, la pareja reaccionó y echó a correr en dirección a la universidad. Los estudiantes y frailes por fin salieron de su estupefacción y fueron tras ellos como una jauría.

—¡Por allí no, por aquí...! —hizo cambiar Jovellanos el camino de Twiss.

Fue una decisión acertada. La pareja saltó sobre el cuerpo del estudiante cruzado en el pasillo. Pero los que les pisaban los talones no, sino que tropezaron contra su compañero muerto, cayeron y rodaron en un caótico amasijo.

Más desahogados ambos ya, alcanzaron el patio porticado. No tardaron en comenzar a trepar por una de las pérgolas con toda la pericia de la que eran capaces. Cuando estaban a la altura de la planta superior, los estudiantes irrumpieron en el patio. Primero trataron de alcanzarles arrojándoles sus dagas, y después, con ellas entre los dientes, se decidieron a trepar también. Twiss, que subía detrás de Jovellanos, se apercibió de que los más ágiles jóvenes se les echaban encima. Así que disparó una y luego otra vez contra la fuente, de manera que los muchachos, temerosos, se azararon y cayeron de la pérgola como un racimo de uvas sueltas.

—¡Sacrílegos! —gritó uno de los jóvenes con un puño en alto que aprisionaba hojas y ramas de hiedra—. ¡Sabemos quiénes son: el Alcalde del Crimen Jovellanos y el inglés de las pistolas!

Lo que les faltaba —se dijo Jovellanos—, les habían reconocido y ahora les inculparían de los siete asesinatos que quedaban abajo. ¿Qué cosa peor les podía pasar aquella noche? Ganaron el alero del tejado y cruzaron la techumbre de la universidad. Volvieron a saltar por encima de la calle de la Sopa y, al límite de sus fuerzas, se dejaron caer en los tejados de la manzana vecina.

Desde aquella atalaya privilegiada fueron testigos de lo que se les antojaba una tempestad de sonido y fuego que se hubiese enseñoreado de Sevilla. Las campanas de las iglesias y de los conventos seguían repicando, todas menos las de la torre de la Giralda en la catedral. Por aquí y por allá se atisbaban ríos de velas y farolillos de los nazarenos y fieles que vagaban por las calles, sin rumbo fijo, deshechas ya todas las procesiones, la de la Hermandad de la Carretería, la de la Virgen de la Macarena, la de Jesús del Gran Poder, la del Cristo de la Buena Muerte, y quién sabría cuántas más. Sin motivo sacro que acompañar, pues, clamaban los tambores y las trompetas sin orden ni concierto, como si llamasen a un arrebato universal para encarar el fin del mundo. Por diferentes puntos, en barrios distantes, se declararon varios fuegos que parecían haber prendido en casas. Con seguridad, ese era el inicio de las represalias contra los partidarios del asistente Olavide. El motín que se temieran tanto ya había estallado.

Jovellanos giró su cabeza para comentar esa impresión a Twiss, pero la actitud del inglés le selló la boca y le obligó a mirar también hacia donde él lo hacía.

En la oscura noche estrellada, otra luna más de la habitual había aparecido. Era una luna también blanca, llena y brillante, pero que parecía moverse por encima de los tejados. Impulsada por el viento ábrego del océano, avanzaba desde el sur, aunque en su avance sin duda que también descendía. Pasó rozando las cabezas de Jovellanos y Twiss. Se agacharon. Se levantaron al instante de las tejas para seguir su trayectoria. Era el globo de tafetán blanco del médico Morico, del que pendía una especie de cacerola de la que se desprendía fuego. Y bajo ella, colgando a su vez de cuerdas, el turco del ajedrez con su turbante, su mostacho y sus sayas orientales, apenas un busto con brazos articulados.

El globo fue a dar al tejado de la universidad. El turco parecía haber quedado enganchado con sus sayas en las tejas. Sin embargo, un golpe de viento volvió a elevarlo varias varas. A continuación cruzó el patio atestado de estudiantes y frailes, provocando tal pánico que los más osados volvieron a caer de las pérgolas por donde trepaban, otros huyeron en desbandada y los demás se arrojaron al suelo y se hicieron ovillos temblorosos.

Arrastrándose sobre el ala este, el globo con su turco fue a chocar contra la cúpula de azulejos vidriados de la iglesia de la Anunciación. Allí se incendió en infaustas llamas.

Jovellanos se puso de pie con dificultad. Apenas tenía fuerzas para sostenerse y para hablar.

—Ese mentecato de Morico acaba de sacar una palada más de tierra de nuestra tumba...

Capítulo 24

Después del desastre ocurrido entre la universidad y la iglesia de la Anunciación, lo primero que acudió al ánimo de Jovellanos fue la imagen de Mariana de Guzmán. Y cuanto más pensaba en los peligros que se cernían sobre ella a causa de su relación con el Alcázar, más desvalida la veía postrada por su enfermedad y a merced de los amotinados. Oculto junto a Twiss en las sombras de las callejas por un buen rato, estuvo decidido a encaminarse hacia el norte, hacia el caserón de su amada para librarla de tantas asechanzas. Pero el inglés no estaba menos empeñado en impedírselo. De tal forma que en un momento dado llegó a agarrarle fuertemente de la cintura en la calle Lagar, obstaculizando su avance. En ese instante, por la perpendicular calle de la Cuna abajo, pasaba un nutrido grupo de amotinados encabezados por varios clérigos, vociferando, con armas blancas y antorchas. Su propio escándalo les impidió oír los gritos de Jovellanos.

—¡Suélteme, Twiss, déjeme seguir...!

—¡Me tendrá que llevar a rastras...!

—¿No pensará que voy a dejar sola a Mariana esta noche con esos incendiarios por las calles? Yo no soy como usted. Yo no abandono a la dama que quiero al albur del destino...

—Venga..., insúlteme... Aunque no le soltaré. Reconozco que en la universidad he tenido momentos en que he perdido los nervios, pero ahora parece usted el que no posee juicio. Piense que si acude a la casa de doña Mariana, si llegase, le haría un flaco favor. De acuerdo en que ella puede verse acosada, pero dudo mucho de que en último término nadie se atreva a alzar una mano contra su persona o sus propiedades. Sin embargo, si usted se presentase allí aumentaría sus riesgos, porque ahora es de los hombres más odiados en Sevilla. Con tal de capturarle, los amotinados podrían atropellar el reverencial respeto que doña Mariana les impone.

Estas palabras hicieron mella en la obstinación de Jovellanos. Si no en su corazón, sí al menos en la lógica de su entendimiento. Dejó de forcejear, y Twiss soltó su cintura. Jovellanos retrocedió hasta detrás de unos palmitos que ofrecían un rincón resguardado; se apoyó en la pared, rendido. Twiss le siguió y se agachó a sus pies, agotado.

—Siempre vence con su maldito buen sentido, Twiss. —Jovellanos se paró para recuperar el aliento—. Le ruego que perdone mi anterior ofensa.

—No se preocupe. Esta noche estamos todos alterados. Pero tenemos que volver pronto a la plena lucidez, ahora que parece que todas las sombras se han abatido sobre esta ciudad. Debemos volver a pensar en el
interfector
desde el comienzo, puesto que poco de lo que sabíamos sobre él nos vale ya. Debemos repensar sobre la verdadera razón que le impulsa a extender el mal de esa manera. Porque será el príncipe del mal, pero ni siquiera él se escapa a las leyes de la Naturaleza.

Jovellanos también se agachó. Así ambos, se pusieron a hablar con más sosiego, como cuando vigilaban frente a la casa del difunto Horcajo.

—¿De veras piensa que el
interfector
es el príncipe del mal? ¿Es que cree que el mal existe como ente metafísico? En mi opinión no hay
mal,
sino ignorancia. Los hombres obran erróneamente y hacen daño porque desconocen el alcance de sus acciones.

—En ese caso todos los bobos serían malvados, señor Jovellanos. Idea simpática, pero que no es fácil de compartir. Por contra, el mal también se ceba a menudo con los sabios, y lo hace siempre de la peor manera. Como decía Malebranche, el mal forma parte de la misma Creación para que esta pueda existir. Dios se ve obligado a tolerar el mal en su propia obra.

—¿No pensaban así los seguidores del filósofo persa Mani, señor Twiss? Dios es la Luz, pero para que exista la Luz debe de haber también la Tiniebla. Me parece una idea demasiado simple, una posición demasiado
cómoda.
Más quisiera el
interfector
tener esa eximente en un juicio. ¿Cómo podría condenarle un juez si en el fondo es su Creador el responsable de su proceder criminal? Pero no, no hay excusa que valga, porque nacemos libres para obrar según nuestro entendimiento. Libres y a la vez moldeables. Nos moldea la educación, las costumbres y, sobre todo, el sentido moral que demos a las cosas. El mal es la carencia voluntaria de moralidad, que siempre es una manera de conferir valor al mundo que nos rodea. ¿Por qué cree que el asesino mata con tanta facilidad e impiedad? Porque, por muy letrado que sea, se hace desconocedor en el sentido moral de que con cada muerte que produce devalúa lo más sagrado: la vida humana. Como me dijo el tío de doña Mariana en La Algaba, sus fines podrán ser los más elevados. Pero, en mi opinión, por los medios para conseguirlos ellos siempre aparecerán despreciables, ya que son producto de la esclavitud del error. El asesino no es el príncipe del mal, sería darle una dignidad que no merece, es un siervo de su propia y vil ignorancia.

—No piense que en principio estoy en contra de la idea que me acaba de exponer, señor Jovellanos. Sin embargo, me surgen varias preguntas al respecto. ¿Por qué el
interfector
habría de renunciar a esa moralidad? ¿Por qué cree que su moralidad habría de ser semejante a la de él? En definitiva, ¿por qué piensa usted que el asesino está en el error por muy abominables que sean sus crímenes? Nadie obtendrá la respuesta si no cambiamos nuestro punto de vista y no nos adentramos en la fuerza que domina su mente. Usted se rige por el intelecto, por la razón, pero el
interfector
se deja llevar por el instinto. Una clase de instinto que es tan fuerte como el de la supervivencia, y que no es otro que el de la autodestrucción. Sí, Luz y Tiniebla, Bien y Mal, Creación y Destrucción. Vea que la Historia nos ofrece múltiples ejemplos de gentes, y aun de pueblos enteros, que se han inmolado sin aparente sentido. Por eso le llamo el
Príncipe del Mal,
porque el Diablo tiene que existir, es la fuerza negativa que da sentido positivo a la existencia luminosa. Usted me dirá que el
interfector
solo mata a los demás sin producirse ningún daño. A mí me parece que no. Creo que ese demonio está arrastrando a Sevilla a la destrucción porque desea que toda la ciudad le acompañe en su propia muerte. Y si pudiera, el mundo entero. Ahora bien, ese deseo de muerte le tiene que conducir necesariamente a empresas cada vez más grandes, ya que nada puede colmar por su insignificancia el ritual que adorna su inmolación. Circunstancia que hará aumentar su osadía, ocasión que nosotros podemos aprovechar. Recuerde los vaticinios, verá que en ellos se aprecia una progresión. Ya sabemos que menciona al papa en uno de ellos, pero en otro se refiere al rey, al soberano del mayor imperio habido en el mundo. Esa debe ser su meta.

El tercero de la lista de los doce vaticinios de
El Único Piscator
se movió silenciosamente entre los labios de ambos hombres mientras se miraban uno a otro en la oscuridad.

Tanto oro y tanta plata

no sacian al viudo rey,

pues su pompa no es barata

y pesada sobre todos como buey,

a buen recaudo el más casto

a palacio llegará el rojo rastro.

Jovellanos asintió a Twiss. La amenaza de ese pronóstico contra Carlos III había resultado evidente desde el principio; aunque les había parecido desmesurada por irrealizable. Pero ahora, después de lo que había sucedido, no les cabía la menor duda de que el asesino podía llevarla a cabo. ¿Y quién era esa potencial víctima? Era un hombre de edad avanzada, metódico, monacal, buen rey. A quien no se le conocía trato con mujer alguna desde la muerte años ha de su esposa doña María Amalia de Sajonia por causa del sarampión. Padre de trece hijos, varios de ellos enfermizos o deficientes. En cierta forma, el rey Carlos se habría convertido también para el
interfector
en un hombre de religión, en un monje, en el abad de un convento que abarcaba todo el reino y que se extendía allende los mares. Y ahora acaso, el robo del oro, que en puridad pertenecía al monarca, era el primer paso para despojarle de todo. Hasta culminar arrebatándole la vida.

Hecha esta reflexión, Jovellanos retomó la cuestión que mantenía en disputa con su acompañante.

—Me parece que en el fondo nuestras posiciones no divergen mucho. Usted ve el problema desde su conclusión, cuando ya el asesino ha alcanzado sus fines y ha hecho realidad el mal más absoluto. Yo, en cambio, veo el problema desde el principio, veo la intención moral, su horrible error. ¿Por qué no convergemos en el medio, donde está el
interfector
en posesión de
su
verdad? ¿Por qué no se la hurtamos tirando de ambos extremos?

—Excelente proposición... —opinó Twiss— A partir de este momento, aquí en Sevilla ese bastardo solo puede cometer su mayor maldad y a la vez su mayor error. ¿Cuál puede ser? Únicamente se me ocurre el asesinato del cardenal Francisco de Solís. ¿No cree que si lo consiguiese lo que está pasando esta noche en la ciudad sería un juego de niños con lo que podría suceder a continuación por todo el reino?

—Cierto. ¿Pero por qué no lo mató cuando le hizo la mascarilla de escayola?

Twiss contestó lo que Jovellanos quería oír.

—Porque era un medio de llegar a este punto.

—Así es. Y el infeliz Thiulen también. Ignoramos de qué modo, pero esa mascarilla va a ser el próximo instrumento de su mal y de su error. Procuremos, pues, poner toda nuestra atención en Su Eminencia, y al mismo tiempo complacer al
interfector.

Twiss sonrió. Lo que oía por boca de Jovellanos cada vez le gustaba más.

—Bien... —Hizo un primer amago para levantarse—. Ahora solo nos queda sobrevivir a esta noche.

—Lo haremos —sentenció Jovellanos, imitando a continuación su ademán.

Salieron de su escondite y se pusieron de nuevo en movimiento hacia el sur, que por supuesto creían más seguro que ningún otro punto. Dieron la vuelta a la manzana por la calle Lineros hasta ir a dar a la plaza del Salvador. Parecía que en el interior de la Cárcel Real había gran agitación. Además, un griterío inmenso provenía del otro lado, de la calle de las Sierpes, que se repetía por toda la plaza de San Francisco, desde el Cabildo hasta la Audiencia. Después de un gran rodeo por las callejas más oscuras, intentaron alcanzar la Audiencia, pero hubieron de desistir de ese empeño en cuanto atisbaron que la calle de Chicarreros, asimismo, se hallaba cuajada de antorchas y espadas al aire. Sin duda que el Palacio de la Justicia había sido asaltado y tomado.

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