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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (59 page)

—Déjale, rondeño... Conozco a este granuja. —Se sentó en una silla y se puso a fumar de una pipa, echando el humo en la cara de Fermín—. ¿Dónde has estado, chiquillo?

Ahora Fermín se acordó de Twiss y sus ingeniosas formas de engañar a la gente, estúpida toda en el fondo.

—En la cárcel, señor. Me escapé ayer...

—Bien... He observado que buscas a alguien.

Fermín se apresuró a dar explicaciones, creyendo que su trola había sido creída.

—Sí, señor. A Sabas el estudiante. Tenemos un asunto a medias... —dicho lo cual, guiñó un ojo a aquel hombre.

El de la pipa sonrió y también ejecutó un guiño.

—Bien... —Dio una profunda calada—. Fermín, ese a quien buscas ha salido por la puerta trasera que tú conoces tan bien, y ha cruzado corriendo el corral para ir a salir al callejón de la Mosca. ¿A qué esperas para ir tras él?

Las pupilas de Fermín brillaron de entusiasmo. Dio las gracias al de la pipa y se precipitó hacia el camino señalado.

—¿De veras le conoce, don Pedro? —preguntó el rondeño.

—Claro... Tiene los mismos ojos que su madre. Espero que lejos de aquí haga cosas grandes...

Le costó esfuerzos a Fermín dar de nuevo con el rastro de Sabas. Pero lo encontró antes de que se hubiese alejado mucho. De esa forma le siguió hasta la plaza del Cronista, hasta los establos que allí había. Esperó oculto, de manera que a los pocos minutos vio salir al estudiante guiando a cuatro mulas enganchadas en acémila. Hasta para un niño era fácil deducir lo que en aquella noche significaba tal circunstancia. Volvió a ir tras los pasos de Sabas y sus bestias, con la esperanza de pasar no lejos de algún punto donde hubiese gente del Alcázar a quien dar el aviso.

El seguimiento resultaba ahora más fácil. Sabas iba al paso cansino de los animales, y estos, con los golpes de sus cascos en la tierra pedregosa, delataban su marcha sin necesidad de tenerlos a la vista. Por lo tanto, a veces Fermín daba grandes rodeos por las calles adyacentes a aquella que sabía por donde avanzaba la acémila, viendo el modo de encontrar a alguien conocido. Luego de un rato regresaba a la vigilancia directa. Nadie como él en Sevilla conocía los atajos de sus calles.

En uno de sus regresos se dio cuenta de que las mulas iban solas, sin nadie que las guiase. Sabas había desaparecido. Intrigado, Fermín llevó su osadía más allá de lo prudente y se acercó a la grupa del último animal para observar mejor. Fue entonces cuando sintió un gran golpe en la espalda. Cayó de bruces al suelo. A pesar del dolor, de inmediato se dio la vuelta. Encima de él, de pie, tenía a Sabas Juaranz, que empuñaba un fino estilete.

—¡Entrometido gañán...! ¡Estúpido de la escoba...! —le dijo con la luna brillando en sus dientes—. Creías que podías engañar y mofarte de Sabas, ¿eh?

Fermín no salía de su estupor, más callado que una tumba. El estudiante la emprendió a patadas contra sus piernas y pies. El muchacho no podía hacer otra cosa que retroceder con los codos.

—¿Quién te paga, miserable? ¡Responde o te arranco la lengua!

Fermín permanecía mudo, estudiando la manera de escapar de donde se había metido.

—Es igual que te calles... ¿Es que te crees que Sabas es tonto? Sé bien que sirves a esos cabrones de la Audiencia. Ese atajo de chupatintas que no ven más allá de sus antiparras. ¿Cuándo abrirán los ojos a la realidad? —El joven, con los músculos de la cara enervados como raíces, miró por un momento al cielo estrellado, de tal modo que parecía entrar en éxtasis—. ¡Qué pocos somos los elegidos por los dioses, y cuánto el trabajo que nos queda a fin de que sea posible un futuro más venturoso para todos! ¿Por qué la obcecación ciega los ojos de aquellos que deberían servir también de guía al pueblo? ¿Por qué, espíritus de Saturnino y Catilina...?

Juaranz terminó su lamento con expresión dolorida. A continuación bajó la cara hacia Fermín, transformada de repente en un rostro de viva excitación, y rió tétricamente. Adelantó su estilete hacia el muchacho.

—¡Bah...! Tú seguro que mañana no tendrás abiertos tus ojos. Mañana viajarás en el carro de la muerte.

En un momento tan desesperado Fermín pensó en su honda. Si la pudiese sacar vería ese estudiante de lo que era capaz con ella. Pero no tenía espacio para hacerlo, ni tiempo. Aun así se metió la mano derecha bajo la camisa.

—¿Qué buscas ahí? —preguntó Sabas Juaranz, rodeando al muchacho para evitar su previsible pataleta en el instante decisivo—. No te preocupes, criatura, te prometo que ese crucifijo va a ir a buenas manos.

Se encorvó para descargar el golpe definitivo. Sin embargo, Fermín fue más rápido. Con una de sus piedras bien agarrada le propinó en la cabeza un cantazo con todas las fuerzas de que era capaz. Sabas soltó el estilete y, con los ojos en blanco y un hilo de sangre manando de su frente, fue de un lado para otro con las piernas dobladas. Hasta que cayó de culo al lado de una pared.

Fermín notó que le dolían la mano y las pantorrillas, y que su corazón estaba en otra parte de su cuerpo. ¡Bah...!, se dijo. No había tiempo que perder. Se acercó a Sabas y le inspeccionó. No estaba muerto, no habría carro de Chacho Pico para él. Bien... —se animó—, debía inmovilizarle y buscar a quien supiese arrancarle el nombre del lugar a donde llevaba las mulas. Se acordó del astuto Twiss; echó de menos al fuerte Hogg, y, por último, pensó en el puesto de apoyo que Sagrario comandaba en la plaza de San Martín, no muy lejano a aquel callejón.

Con la cinta de su coleta y la cinta de Sabas, le ató por las muñecas a la reja de una ventana. Luego Fermín echó un último vistazo a su prisionero y salió corriendo.

Capítulo 23

Entretanto, Jovellanos, Twiss y el gemelo de los Rubio alcanzaban el abandonado San Luis de los Franceses. Como previera Twiss, había jaleo por la iglesia y su espacioso edificio claustral. De todas partes llegaban gritos, entrechocar de aceros y ruidos de carreras. Los tres sacaron sus armas y se dispusieron a penetrar en el templo, ochavado y macizo, oscuro. Pero al ir a traspasar su portón principal abierto de par en par casi son arrollados por una docena de mendigos y menesterosos que huían despavoridos. Se perdieron en las sombras de la calle Real. Ellos se olvidaron de tales espectros y atravesaron la nave. A partir de ahí y hasta el claustro se fueron tropezando con peleas entre pordioseros, gente armada que seguía a algunos de estos, o grupos de desharrapados que, manos en alto e implorantes, se rendían a los hombres del Alcázar.

Por fin dieron con Meneses y Sagrario, que interrogaban a un par de sujetos en medio del patio junto al otro gemelo Rubio, mientras que algunos de sus soldados mantenían a raya contra sus columnas a punta de sable a más de veinte mendigos andrajosos, que rebullían en una gran escandalera. Los peruanos les salieron al paso y pusieron al corriente a los recién llegados.

Hacía un rato que Sagrario y sus hombres del puesto de apoyo, guiados por el gemelo, habían irrumpido armas en mano en el edificio. Pero no habían sorprendido a Thiulen y su banda como esperaban, sino a los habituales menesterosos que se cobijaban en él, los cuales, con palos y piedras, habían acorralado a Meneses y sus pocos hombres en un rincón del convento ruinoso. Después, con los nuevos refuerzos, las gentes del Alcázar habían logrado reducir a duras penas a aquellos pobres famélicos y harapientos. Y ahora se disponían a interrogar a los que parecían ser sus cabecillas.

Juntos todos regresaron al centro del patio. Al reconocer a Jovellanos los mendigos cesaron en sus quejas.

—¡Bendita sea su santa madre, señor Alcalde del Crimen de la Audiencia Real...! —dijo, como si emitiese un largo gañido, uno de los pordioseros aislados en el centro, que se arrojó a abrazar las piernas de Jovellanos—. Líbrenos de estos espadachines que nos vienen a robar. ¡Somos miserables, pero nuestros reales son tan buenos como los que más, y nos permitirán llegar a Corpus Christi...!

Jovellanos se deshizo del tipo, que se pegaba a sus calzones como si tuviese liga en los harapos. Miró a sus acompañantes de una forma muy significativa. Una idea semejante cruzó por las cabezas de todos.

—¿Qué reales son esos? —preguntó Jovellanos.

El mendigo se echó mano a una pequeña bolsa de tela que colgaba de su cintura con intención de protegerla.

—Son nuestros, señor... Nos los dio un alma caritativa.

Twiss se mostró impaciente. Al igual que los demás, ya se había dado cuenta de que estaban perdiendo el tiempo allí, que estaban siendo entretenidos del verdadero punto conflictivo. Se colocó detrás del cabecilla para evitar una posible tentación.

—No venimos a robarles nada. —Oído eso, el mendigo se giró e intentó abrazar también sus pantorrillas, pero Twiss dio un oportuno paso atrás—. ¿Quién les ha entregado esos dineros?

El interpelado dudó. Miró con desesperanza alrededor, a sus compañeros de infortunio acorralados por aquellos espadachines, a los rostros severos de Meneses y Sagrario con sus sables en mano, a aquellos dos hombres de caras repetidas, a aquel extranjero tan ágil. Y, sobre todo, al Alcalde del Crimen, a quien todo hombre temeroso de la ley en Sevilla debía conocer, y que le devolvía una mirada comprensiva, como animándole a hablar.

—E... era un caballero vestido de negro a la francesa. Al atardecer se presentó en San Luis y nos repartió diez reales a cada uno de nosotros. Nos dijo que tuviésemos cuidado con esa limosna que nos daba. Nos advirtió que al otro lado del convento se escondían varios malajes, que quizá esperasen a la noche para robarnos. No hemos tenido más remedio que defendernos, señor alcalde...

Meneses tomó la palabra, como queriendo justificarse ante los suyos.

—Estos demonios nos sorprendieron mientras vigilábamos la iglesia. Sus palos eran demasiados para nuestros aceros. Si no llega a ser por el señor Sagrario...

—¡Es igual, eso ya ha pasado...! —exclamó este último—. El caso es que nos han engañado a todos.

Jovellanos hizo unos ademanes al cabecilla de los mendigos para que se levantase. Obedeció con agrado en su rostro. Le preguntó por la identidad de aquella «alma tan caritativa». El hombre contestó que no lo había visto antes y que, deslumbrado por el brillo de sus reales, tampoco le interesaba mucho quién era.

A continuación los del Alcázar echaron un vistazo a las docenas de mendigos retenidos; muchos de ellos negaron también, nadie parecía conocerle. Sin embargo, un viejo pequeño, desdentado y con los dedos doblados como diez garfios se abrió paso y dijo que sí, que él le había tratado hacía unos años.

—Me sajó unos quistes purulentos, señor alcalde, antes de que la reuma me echase de la alfarería y me arrojase a la mendicidad. Ese caballero es el cirujano de San Gregorio.

—¿El cirujano o el médico? —preguntó Twiss.

El viejo no supo qué contestar; no comprendía qué diferencia pudiera haber entre un oficio u otro. La respuesta en sí era irrelevante para el caso, aunque no para Twiss y Jovellanos, ya que de una u otra dependía mucho el equilibrio de sus mentes. Uno de los gemelos intervino.

—¿Ese hombre tenía una verruga aquí, encima del mentón?

El viejo desdentado asintió exageradamente, secundado por muchos de sus compañeros.

—Es el cirujano, señor alcalde —explicó el otro Rubio.

Jovellanos y Twiss respiraron aliviados. No habían seguido a un fantasma que viviese con un gran perro.

Poco después, la gente del Alcázar iba a la carrera por las calles rumbo al oeste. Formaban un nutrido grupo, entre Jovellanos, Twiss, los gemelos, Sagrario y doce de sus hombres. En San Luis quedaban Meneses y otros cuantos, por si la perversión del plan de Thiulen en último término tenía previsto dar el golpe allí. Corrían hacia el hospital de San Gregorio. No es que tuviesen la seguridad de que el verdadero asalto se produciría allí, que en todo caso ya habría sucedido, pero se contaba con algunos indicios que así lo indicaban. Era lo único a lo que podían agarrarse en aquella noche de desvaríos. San Gregorio era un punto que prácticamente ya se había descartado desde que pasara por delante la procesión de Jesús del Gran Poder. El cirujano de la verruga y de bolsa generosa pertenecía a aquel lugar —lo mismo que Horcajo—. Y, un detalle significativo, también había unos establos para caballerías enfrente mismo de su iglesia.

Conforme avanzaban, la humillación se hizo más pesada en las piernas de Jovellanos y Twiss. Habían sido burlados de la peor manera para ellos: usando los procedimientos de la razón, ya fuesen estrictamente racionales o empíricos. Todo, las túnicas de cofrades, las mulas en el establo de la plaza del Cronista, la revuelta de los mendigos, todo había sido una condenada maniobra de diversión. A esa hora tal vez Thiulen y los suyos en algún lugar ya estaban cargando las tejas de oro en otra acémila, que sería la que contase. Se estarían riendo pensando en ellos. De algún modo misterioso, Thiulen siempre había sabido todos sus movimientos y las medidas para capturarle. Y ahora ellos —se lamentó Jovellanos— solamente podían correr, correr y rumiar sus errores.

Al ir a desembocar en la ancha y larga calle de la Feria, el grupo se dio de bruces con la gran procesión de la Virgen de la Macarena. La muchedumbre que acompañaba al paso no era menor que la de Jesús del Gran Poder. Sin pensárselo dos veces se abrieron camino entre los fieles a empellones. Hubo resistencia y movimientos desordenados. Cuando quisieron darse cuenta, Jovellanos y Twiss comprobaban que solo les acompañaban los gemelos y otros dos soldados. Daba igual, Sagrario sabía adónde tenía que dirigirse, aunque fuese por otro camino.

Los del grupo reducido dejaron la alameda de Hércules a la espalda. Continuaron hacia el sur por la calle Lerena para evitar tropezarse con la procesión de la Hermandad de la Carretería. Pero, al salir a la plaza de San Martín, se llevaron una monumental sorpresa. Pegado al almacén del Cabildo —el cuartel provisional de Sagrario y su tropa— estaba Fermín. Sentado en un pedrusco, cabizbajo, cansado. El muchacho, al ver aparecer a Jovellanos y los suyos, dio un salto de alegría y se apresuró a contarles lo sucedido con Sabas Juaranz.

—Esto se complica más por minutos, señor Jovellanos —comentó Twiss—. En realidad las mulas de la plaza del Cronista sí servían para algo.

Jovellanos se agachó y se puso a la altura de Fermín, para mostrarle agradecimiento, pero también para recuperar algo de resuello.

—Llévanos a donde tienes a Sabas Juaranz...

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