El alcalde del crimen (79 page)

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Authors: Francisco Balbuena

La llegada agitada de un soldado al umbral de la puerta del cuerpo de guardia provocó que Twiss saliese bruscamente de sus pensamientos. Reclamaba la atención de Bruna, algo grave pasaba en el interior del palacio. Hacia allá se precipitaron.

Meneses y Sagrario tenían un enfrentamiento. Uno y otro estaban secundados por varios cortesanos, y todos habían hecho brillar sus armas. Sagrario acusaba a Meneses de hacer propalar el bulo intolerable y traidor de que Olavide había sido detenido por el Santo Oficio en La Carolina. Meneses negaba que fuese un traidor; simplemente se hacía eco de un rumor que corría de boca en boca. Bruna no le aceptó esa excusa y mandó prenderle. Se encontraban tan al borde del abismo que solo faltaba la zapa de un derrotista entre sus filas. Sin embargo, pasaron las horas y no había el menor indicio de que su situación fuese a empeorar, es decir, de que los amotinados fuesen a iniciar su ataque. Habían desaparecido de las calles, y estas, al cabo de tanto tiempo desde la desbandada, permanecían sin un alma.

Bruna liberó a Jovellanos a indicación de Twiss, con alivio mal disimulado, como si hubiese estado esperando que alguien se lo sugiriese. No podía tener encerrada a una de las pocas personas que podrían interpretar lo que estaba pasando. Se disculpó ante Jovellanos por el trato infligido y le rogó que de nuevo se pusiese al frente de la investigación. Don Gaspar salió de su cuarto sin un mal gesto, comprendiendo muy bien la presión a la que debía estar sometido aquel hombre. Le pusieron al corriente de lo que había sucedido.

Por parte de avanzadillas destacadas a tal propósito, llegaban informes de que Sevilla era una ciudad muerta. Pero ellos seguían vivos pese a todo, de manera que había que encontrar la forma de liberar a todos los espectros que se escondían horrorizados en sus casas. No existía otra alternativa.

Poco después, Jovellanos, Twiss, el teniente Gutiérrez y los hermanos Rubio, escoltados por una compañía de granaderos, salían al exterior del Alcázar. La blanca y a la vez cochambrosa ciudad, ahora grisácea bajo plúmbeas nubes, parecía una ruina antiquísima, olvidada hacía siglos. Por supuesto que no había nadie en las calles, pero tampoco se oían los ladridos de los perros, ni se veían volar a los gorriones, ni se sentían zumbar a los insectos primaverales. No se advertía ni un soplo de aire, que daba la sensación de estar estancado de callejón en callejón. Avanzaron por la ancha calle de los Genoveses, y ni siquiera tuvieron la sensación de ser observados a través de los resquicios de las persianas. Los vecinos debían estar escondidos en los rincones más apartados de sus viviendas.

Nada más entrar en la plaza de San Francisco, que mantenía el aspecto arrasado que describiera Fermín, aunque sin nadie ya, observaron con sorpresa que el médico Morico se encontraba al lado de la fuente de Mercurio, con su maletín y un pañuelo en las manos. Al acercarse a él se dieron cuenta de que parecía haber llorado.

—Ahí sigue todavía... —Señaló Morico a la fuente, cuya agua cayendo de sus cuatro caños era lo único animado ajeno a ellos que habían visto hasta entonces—. No lo he tocado, señor alcalde. Y no pienso hacerle la autopsia. A pesar de las humillaciones que ese hombre me ocasionó en vida, ahora solo siento compasión por él. Al contrario de todos los vecinos, que parecen haber sido arrobados por la catatonia, la acción del
interfector
en mí ha venido a borrar todo rencor de mi ánimo y me ha proporcionado nuevas energías para luchar en la vida.

Miraron a la cazoleta de la fuente. Se llevaron una sorpresa, aunque la lógica les dijese que no podía ser de otra forma: el cadáver de Gregorio Ruiz no estaba decapitado. Con los brazos abiertos flotaba en el agua, como si fuese corcho, sin duda que por efecto del
anima pinguis.
Y en su cuello se apreciaba clavado el diminuto dardo del veneno. Gutiérrez hizo que la tropa tomase posiciones alrededor. Entretanto, los gemelos, con sus sables desenvainados, se alejaban y echaban un vistazo por toda la fachada del Cabildo, aunque sin acercarse demasiado a sus portones por prudencia. Al igual que el inquisidor, todo parecía muerto y ausente, y así lo iban dando a entender al grupo con gestos.

—Twiss, ¿se hace una idea de lo que ha podido pasar? —preguntó Jovellanos, desviando la vista del cadáver hacia los balcones desolados de las casas. Procuraba no mirar ni de reojo a la fachada de la Audiencia, devastada en su interior, por no granjearse más pesar.

—¿Se refiere a la reacción de la gente? Me temo que algo así solo lo podría explicar con propiedad el mismo
interfector,
y ese tal Mesmer, si me apura.

Al oír mencionar a Mesmer, el médico Morico pareció salir de la obnubilación que le embargaba, y, excitado por sus pensamientos, se acercó a la pareja con el propósito de hacer valer su punto de vista.

—Eso es, señor Twiss. El arte del magnetismo animal lo explica. Hoy, en esta plaza, ha ocurrido lo mismo que el domingo de Resurrección en la catedral con Su Eminencia.

Jovellanos se echó agua a la frente y no tardó en replicar.

—¿Quiere decir que lo que han hecho miles de individuos alguien se lo ha ordenado?

Twiss se encogió de hombros antes de hablar con un tono de falsete.

—Pues claro. Según Morico, el
interfector
ha debido de visitar a cada uno de los aquí presentes en sus casas para convencerles de que reaccionasen de determinada forma. Tarde o temprano todo el mundo se pasa por el escusado. —Rió.

—¡No se burle de las propiedades de la mente humana, obcecado empirista! —le recriminó Morico con rabia, agitando el pañuelo frente a sus narices—. El maestro Leibniz ha demostrado que todo espíritu es una mónada, y que cada mónada es parte de un mecanismo perfecto y armonioso dispuesto por Dios. Pero como todo mecanismo, como cualquier reloj, esa mónada universal es susceptible de ser manipulada, incluso contra la voluntad del Creador, porque de lo contrario no existiría el libre albedrío. Con el asesinato de Ruiz, el
interfector,
que anda metido en los engranajes de ese reloj, ha logrado por medio de su fuerza magnética que las mentes de todos los aquí presentes reaccionasen del mismo modo, en una hora y un minuto concretos. Es más, señor alcalde, usted mismo en la catedral estuvo por unos momentos en su poder, aunque ni siquiera pasase por el influjo directo de su magnetismo como el cardenal Solís. El
interfector
había moldeado su mónada personal por medio de indicios racionales, entre los que se puede contar mi desafortunada aparición con la careta de caucho, para que le hiciese ver una realidad inexistente. No, no... Una realidad que existía, y que usted había creado al antojo del
interfector.
De igual forma, ahora toda Sevilla vive en una realidad realizada a partir de la fantasía previa del
interfector,
porque el Universo no es una mónada inmutable y estática, sino que debemos considerarlo como un reloj de infinitas horas y momentos. Quién sabe si Sevilla ha quedado aislada del resto del mundo, si hace días que el asistente ha llegado con sus tropas al río y no ha encontrado su ciudad porque se halle en otra hora desconocida del reloj.

Twiss, sonriente, se colocó frente a Jovellanos y giró un par de dedos cerca de su sien en señal de que Morico desvariaba.

—Únicamente he hecho un pequeño comentario sobre Mesmer... —dijo—. Yo creía que lo que había sucedido aquí era una mera reacción de pánico...

Jovellanos le devolvió la sonrisa, como dándole la razón.

—¿Pánico? —exclamó Morico nervioso, yendo de un lado para otro—. Ese pánico es una simple apariencia de nuestra percepción. Es una manifestación de esa realidad fantasiosa creada concreta y materialmente por el
interfector.
Hace unas horas esta plaza estaba llena de gente de toda condición. Entre ella muchos tipos de los más duros del reino, acostumbrados a ver todos los días sangre y muertos. Recuerden que estaban dispuestos a arriesgar su vida en el asalto del Alcázar. ¿Por qué iban a reaccionar todos igual por un dominico que se desploma? Yo le voy a revelar ya el meollo de la cuestión, señor alcalde. Usando métodos científicos, en realidad José de Herradura ha usurpado la custodia de Dios sobre Sevilla. El mecanismo del reloj que gobierna esta ciudad está ahora en sus manos. Si lo desea, puede hacer que por medio de un dardo, una apariencia, miles de seres pierdan la cabeza. Cuando quiera y le convenga nos hará llorar o reír, y, me atrevería a jurarlo, podría hacer con un simple gesto de su mano desde una esquina que todos y cada uno de los habitantes de esta desdichada ciudad se arrojen unos a otros a morderse el cuello. Herradura ha dado con el terrible secreto del gesto. Los crímenes hasta hoy cometidos han sido simples ensayos.

—Por supuesto, Morico... —Twiss tendió un brazo por encima de los hombros del médico—. Supongo que también sabrá dónde se esconde ahora Herradura...

—Sí.

—¡Oh, qué interesante...! —Twiss guiñó un ojo a Jovellanos—. ¿Le importaría indicárnoslo?

Morico, con semblante serio, levantó despacio un brazo y señaló hacia el cielo.

—Su globo nodriza lo tiene oculto entre esas amenazantes nubes, que no descargan lluvia porque son artificiales, mejor dicho, producto de la imaginación de todos nosotros.

—¡Ah...! Pero debe de estar anclado... —replicó Twiss procurando aguantar la risa—. ¿No cree que deberíamos ver su ancla colgando?

Tales palabras provocaron que Jovellanos interrumpiese su silencio antes de que se rompiese la fascinación que se había apoderado de Morico y la emprendiese contra Twiss. Golpeó levemente varias veces la palma de una mano con el otro puño antes de hablar.

—De acuerdo, caballeros... Ya que estamos dentro de ese
mecanismo,
hagamos que siga funcionando. Llevemos a Herradura hasta el punto de que quede atrapado en sus infernales engranajes. Usted, Morico, debe tener un papel destacado. Por lo tanto, estoy seguro de que desea fervientemente realizar la autopsia de este cadáver... Yo se lo autorizo.

Morico puso cara de asombro y después de indignación.

—¡No! ¡Ya le he dicho que no lo haré, señor alcalde!

—Ya lo creo que lo hará. Se llevará este cuerpo al hospital de la Caridad y, aunque no lo toque, hará como que lo necesita. El asesinato de Gregorio Ruiz no estará completo para el
interfector
hasta que no se haya cobrado su cabeza. Bueno, pues que la vaya a buscar a donde nosotros le estemos esperando.

—Bien, señor Jovellanos —repuso Twiss—. Supongo que habrá pensado que el
interfector
deducirá que se le tiende un anzuelo para que pique.

—Me decepcionaría si no fuese así. Pero pensemos que Herradura, al contrario de lo que opina Morico, es menos libre que nosotros, que es esclavo de su amor propio y de sus macabros ritos. Ese cadáver será una tentación irresistible incluso para alguien de su dominio. Le tenemos, Twiss, su desmesura va a forjar las argollas que le echemos encima.

—Pero... Ahora yo tengo que...

Jovellanos no atendió a los gestos que le hacía el inglés. Dio unas órdenes a cuatro soldados para que sacasen a Ruiz de la fuente. Mientras dos se metían en el agua, los otros dos recibían el cadáver desde el borde de la cazoleta. De inmediato Morico se hizo con el dardo, que observó con extrema curiosidad.

—Escúcheme, Jovellanos... —insistió Twiss—. No cuente conmigo por ahora. Tengo que hacer algo muy importante para mí.

—¿Como qué? —preguntó Jovellanos sin mirarle, observando cómo se llevaba a cabo el rescate—. Cuidado con el dardo, Morico, será mejor que se lo guarde en el maletín.

—He de ir al convento de Santa Clara —arguyó Twiss—. Juana corre un gran peligro.

—¿No me ha dicho que Silva no había conseguido nada?

Twiss replicó impaciente, algo excitado.

—Por ahora... Pero ese miserable es capaz de volver a asaltar el convento con sus secuaces. ¡No creo que ande escondido igual que una gallina, sino al acecho como una alimaña!

Jovellanos se volvió hacia él, con una mirada de acero.

—No le voy a retener. Sin embargo, recuerde las palabras que me dijo la noche que escapamos de la universidad respecto a doña Mariana. Aguante y déjela sola. Posiblemente no haya un lugar más seguro en esta ciudad para esa mujer que Santa Clara. Conozco a la madre superiora. Sor Dolores sabrá protegerla. Ni siquiera los sicarios del castillo de Triana se atreverían a saltar la tapia de un convento en Sevilla. Además, ¿qué pretende? ¿Y si ella no quiere salir, como ha indicado anteriormente? ¿Y si ella no quiere que la proteja?

Estas preguntas aturdieron por unos segundos a Twiss. Se dio cuenta de que había perdido gran parte de su flema, acaso por estar cautivo de un exceso de sensibilidad.

No pudo seguir reflexionando sobre ello porque de repente algo llamó la atención de todos los que estaban en la plaza. Alarmados, los gemelos Rubio regresaron corriendo desde la puerta principal del Cabildo hasta la fuente. Gutiérrez hizo que varios de sus hombres apuntasen sus armas hacia el lugar de donde parecía surgir la novedad: la Audiencia Real.

Rompiendo el sepulcral silencio de la ciudad, desde allí provenía el sonido de una campana, una pequeña campana que tañía sin sentido y monótonamente, atravesando los oídos como una aguja de coser. Momentos después vieron aparecer por la boca de la calle de Chicarreros el carro de la muerte, con su mula cabeceando y haciendo sonar el instrumento. Todos respiraron algo más tranquilos. Conducía el siniestro carro el empleado de siempre, el untuoso Chacho Pico. Montados en su caja iban cinco hombres vivos, aunque en un estado lamentable.

Conduciendo su carro, Chacho Pico se encaminó hacia ellos con una tranquilidad pasmosa, mientras los granaderos se iban apartando de él conforme se acercaba. Jovellanos pensó que si alguien había en toda Sevilla a quien la situación que se vivía afectase menos ese era Pico. En cierto modo se alegró de verle de nuevo, a pesar de la repugnancia de su aspecto, pues significaba que, aparte de ellos, había alguien más en la ciudad que no había perdido la cabeza. Le saludó y le preguntó por su ayudante y sobrino, y por los hombres que llevaba en el carro.

—Ese desgraciado de Rodrigo se fue hace días, señor alcalde. Se unió a los amotinados —contestó con su característica voz ronca—. Me ha dejado solo, ahora que parecía que tendríamos más tarea que nunca. Aunque no sé qué ha pasado hoy, que las calles parecen un cementerio. En cuanto a estos hombres, los he encontrado en las celdas de la Audiencia. Los inquisidores los habían abandonado allí para que se muriesen de asco. Como ve, no les habían tratado muy bien... En esa casa no hay hombre o animal que pueda estar, de tan destrozado como lo han dejado todo, así que me los llevaba para algún lugar mejor.

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