El alcalde del crimen (76 page)

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Authors: Francisco Balbuena

—Traiga... Ya nos encargaremos las demás de esta labor. Mientras tanto, le rogaría que se pasase por uno de los aposentos de la Sala de Justicia. Allí es donde mi marido esconde la voz de su conciencia. Y donde creo que usted la oirá también pero con delectación, siendo más agradable que los quejidos y los improperios que se escuchan por aquí.

Mariana sonrió, comprendiendo lo que quería decir aquella fatua pero buena mujer. Le dio un beso en una mejilla y cruzó el patio al tiempo que se quitaba su delantal.

Mariana subió a la galería alta, y desde allí, a través de un estrecho pasadizo, alcanzó el amplio corredor de la Sala de Justicia. Se dirigía al aposento de Jovellanos, que estaba detenido por orden de Bruna. Este no había querido atender las explicaciones sobre las órdenes que aquel había dado para abandonar las barricadas. Juzgaba que se había extralimitado en sus funciones, y que se había dejado llevar por una alarma irracional. Aunque en el fondo sabía que había obrado bien; que de no ser por Jovellanos quizá el desastre hubiese sido inimaginable. Pero con ese gesto de autoridad Bruna quería conformar a sus oficiales más belicosos, al tiempo que salvaba en algo su propia cara. La intrincada perversidad de José de Herradura les había ganado por la mano a todos, se lamentaba Bruna en su gabinete rodeado de una nube de humo. De tal forma que incluso lo que pudiera hacer o no hacer el
interfector, o
su misma captura, se le antojaban ahora sucesos irrelevantes.

Al ver acercarse a la marquesa, el soldado que custodiaba la puerta del aposento se puso firmes y se ajustó el tricornio. No esgrimió ningún impedimento para que ella traspasase aquel umbral. Ya dentro del cuarto, Mariana comprobó por qué Jovellanos no había dado su dispensa para que entrase, atendiendo a los golpes dados en la puerta. Lo encontró de pie, con los brazos cruzados, al lado de la ventana, de cara al jardín del patio del Yeso, con la vista fija en los nubarrones que pasaban y pasaban sin descargar ni una gota de agua. La cama estaba sin deshacer, como si no hubiese descansado desde que le dejara al amanecer del domingo en la puerta del aposento que ocupaba ella en el patio de las Damas; y en la mesa reposaban unos platos de comida sin probar siquiera.

Carraspeó para sacarle de la abstracción de sus ideas y él se giró, y al poco se abrazaban y se besaban en medio del cuarto, con desesperación, con gemidos de llanto y de alegría. Mariana acarició su áspera barba de dos días, que procuró pasar por sus mejillas con deleite, y Jovellanos buscó el aroma de sus cabellos, dejándose envolver por su delicada mantilla de organdí.

—¿Dónde estaba, Mariana? Hacía tantas horas que no la veía...

—Hay tanto que hacer... Y Bruna no me había dado permiso para visitarle hasta que hace un momento su mujer me ha dado a entender quién manda en su casa.

—¿Se encuentra bien?

—Y usted, ¿por qué no come y descansa?

—La noto fatigada... —prosiguió él, observándola de hito en hito—. Esos rasgos... Seguro que no ha probado bocado en muchas horas.

Mariana se separó del abrazo y se puso a ordenar los mechones de su cabello, de espaldas a él.

—Debo de estar horrible... —Miró de reojo hacia Jovellanos, como esperando tensa la reacción que tendría—. Menos mal que el asma hace muchos días que no me da problemas. Morico sabe más de medicina de lo que la gente piensa...

—Morico, Morico... ¿Qué será de él aislado en medio de ese torbellino de navajas y palos? ¿Qué habrá sido de los tantos que no hayan podido alcanzar el Alcázar? ¿Cómo voy a descansar con lo que está pasando fuera de estas paredes?

Mariana cerró sus ojos para contener unas lágrimas. Se dio cuenta de que Jovellanos seguía tan absorto en las preocupaciones que le imponían su deber que no tenía lugar en su atención para sugerencias que acaso le parecerían fútiles en medio de aquella tragedia general. Lo comprendía —se dijo ella—, y por ello su obligación también debía ser aliviar en lo posible las cargas que pesaban sobre todos, y no acumular más incertidumbres por venturosas que se antojaran.

—No se preocupe, Gaspar... Todo esto se va a arreglar pronto. Espero que por fin dentro de poco la sensatez entre en la cabeza de los hombres.

Jovellanos se colocó frente a ella, con las cejas fruncidas.

—No comprendo...

—El conde del Águila debe de estar a punto de llegar al Alcázar. Ayer por la tarde pude persuadir a Bruna. Y con los buenos oficios del padre Trigueros sobre el conde he logrado que ambos mantengan una entrevista esta mañana. Ya conoce usted mi poca simpatía por don Miguel, pero creo que esta vez se avendrá a algún pacto. Hay que acabar como sea con la locura que se ha apoderado de Sevilla.

Jovellanos se retiró de ella como espantado, meneando la cabeza y las manos con gran enojo.

—Doña Mariana, ¿de nuevo insiste por ese camino? ¿Es que no se da cuenta de que el conde del Águila no hace más que dejarse llevar por la corriente? Don Miguel únicamente es la voz de otros señores más poderosos que él, y a estos no les interesa en modo alguno que la situación de Sevilla se arregle. Y menos llegados a este punto, en el que se deben creer más fuertes que nunca en muchos años.

Mariana puso los brazos en jarras en uno de los prontos de genio que la caracterizaban. Su rabia quizá vendría por no ver completa su felicidad, pero aquella ocasión era una buena excusa para dejarla suelta.

—¡Muy mal concepto posee usted de los caballeros más nobles del reino! Ellos tienen su honor. De acuerdo en que no ven más allá de las lindes de sus señoríos, y que toda novedad creen que se la envía Belcebú. Pero se equivoca usted si piensa que son unos desalmados. A ellos también tanta violencia les debe pesar en su corazón. Démosles la oportunidad de salir airosos de...

Él la interrumpió.

—¿Nobles? Sí, salvajes y nobles, como por su ingenuidad cree que es el hombre verdadero. No en vano Rousseau ha escrito sobre ello, aunque jamás haya salido de las refinadas cortes de Europa —se mordió el labio inferior y miró a una y otra pared antes de seguir hablando, como rumiando argumentos por mucho tiempo acumulados y que necesitaba dar salida—. Me avergüenzo de una aristocracia llena de ridículas distinciones, ahogada en prejuicios, rodeada de inicuos privilegios. ¿Por qué cree que existe alguien como José de Herradura? He estado pensando en ello. Ese criminal existe porque un mundo mórbido y podrido le ha puesto la sierra en sus manos. El mundo que usted cree comprender con sus libros y sus tertulias, que podría corregirse con buenos modales y buen juicio, en realidad ya solo puede procrear bestias. El conde del Corchado es una piltrafa humana, y su medio hermano no lo es menos, aunque tenga a su favor el sufrimiento del desprecio y, en cierto modo, el ansia de venganza. Herradura no merece perdón alguno, pero se le puede entender. Ya que un hermano se destruye a sí mismo, el otro, más bajo, más vil, aunque no más culpable, procura que su tumba sea todo su mundo. Me río de esos señores de honor que no dudan en violar criadas y en seducir panaderas... ¡Qué lástima de noble sangre!

—¡Se olvida de con quién está hablando, caballero...!

Jovellanos enarcó las cejas exageradamente y esgrimió una sonrisa falsa. A continuación ejecutó una reverencia muy forzada.

—Usted perdone, marquesa... Por supuesto que no olvido
quién soy yo.
Soy un hidalgüelo, un simple servidor que solo está para esforzarse en solucionar los pequeños problemas del reino. Como crímenes sanguinarios producto de la mente despechada salida de una de las más ilustres familias...

—No le tolero tales sarcasmos, Gaspar —repuso Mariana con un tono diferente, más hondamente sentido.

—Perdone, perdone...

—No quiero perdonarle, para que no crea que lo hago como se concede la gracia a un inferior. Mi amor es igual al suyo, y su sufrimiento lo hago mío. Sé lo que está padeciendo, y sé que espera que alguien se compadezca de usted. Yo lo haré hasta el final de mis días si así lo quiere, pero me parece que ello no es bueno porque de ese modo usted se minusvalora. Llegaría el día en que acabaría despreciándome. No obstante, creo que lo peor no reside en lo que espera de los demás, sino que está dentro de usted. Se compadece a sí mismo, y eso tampoco es bueno. Y sin razón. Cualquiera en su lugar no hubiese hecho ni la centésima parte de lo que ha logrado usted en contra de Herradura. No lo ha atrapado, ¿y qué? Ya habrá justicia divina para él.

Jovellanos se sentó en un extremo de la cama dando la espalda a Mariana. Encorvó los hombros, como si después de tantas horas se rindiese a su propia resistencia.

—Acabáramos ahí, Mariana. —Ella dio un paso hacia él, pero Jovellanos la contuvo con el ademán de una mano—. Para Herradura debe de haber la justicia de los hombres. Si le dejásemos sin castigo, todo aquello de lo que se ha valido para cometer sus asesinatos quedaría maldito para la eternidad, aun siendo honroso. Sus venenos, que pueden llegar a ser medicinas. Su taimada astucia, que es la confianza que debe existir en la sociedad de los hombres. Sus artes de seducción magnética, que quizá residan en un conocimiento del espíritu más profundo. Sin embargo, ¿cómo coger a alguien que está por encima de todos nosotros, de todo lo que sabemos?

—No, no se rinda, Gaspar... Un ser así, que tiene el alma de piedra, está negado para sentir la voz del corazón. Desconoce la fuerza del amor. Y esa tiene que ser su debilidad. Un sentimiento perderá a Herradura. Tarde o temprano, Gaspar. Y más vale que usted no se encuentre abatido para cuando llegue el momento —Mariana se calló por unos segundos, esperando una réplica que no llegaba—. Pero aquí dentro... Ahora mismo exijo a Bruna que le libere.

Jovellanos volvió la cara hacia ella con una expresión dura.

—Ni se le ocurra. No pienso pedir ningún favor a Bruna, y menos por medio de una mujer.

—Destierre esa soberbia suya.

—Váyase, por favor...

—Gaspar, yo...

—No ha debido venir.

Jovellanos miró al frente de nuevo, con una frialdad descarnada.

Las lágrimas temblaron en los ojos de Mariana. Como viera que él prefería seguir ensimismado, al cabo de unos instantes de silencio abandonó el cuarto corriendo. Lloró a lo largo de la galería, también bajando unas escaleras, y, ya en la concurrida planta baja de la nave, se dio cuenta de que así atraía sobre sí la atención de soldados y civiles. No le importó y se detuvo a desahogarse en el rincón de una ventana, de cara al patio de la Montería. Pero entonces advirtió que las carrozas del Cabildo ya habían llegado al Alcázar, de modo que procuró apagar rápidamente su llanto y tragar las lágrimas. Con un pañuelo se limpió los ojos y entonó su tez, y quiso variar su expresión afligida en otra más alegre observándose en el débil y deformado reflejo del cristal. No estaba dispuesta a que el conde se apercibiese de su dolor.

De camino al Salón de Embajadores, bordeando el patio de las Damas por su claustro, Mariana notó que entre la gente había mucha más tensión que cuando ella lo abandonara minutos antes. Los heridos maldecían y los refugiados discutían en corros. Se acercó a donde se encontraba doña Leonor sentada y medio mareada, atendida por Rosario, que la abanicaba con resignación. La mujer de Fernández explicó lo que había sucedido.

Resultaba que el conde del Águila se había presentado con un gran cortejo, compuesto por cinco veinticuatros, dos dominicos, letrados y varios criados. Entre estos últimos se encontraba un siniestro personaje que permanecía embozado en todo momento. El inglés Twiss le había reconocido en el vestíbulo de la puerta principal. Se trataba de un tal Silva, a quien parecía tener especial inquina. Twiss había sacado sus pistolas y Silva una aguda daga, y hubiesen luchado de no ser porque tres veinticuatros y varios soldados llegaron a interponerse entre ellos.

—Y entonces ha tenido que intervenir don Francisco, y...

Leonor pareció revivir al oír el nombre de su marido e interrumpió a Rosario.

—Y ha dicho que las gentes del Cabildo son negociadores a quienes se les ha dado todas las garantías, a quienes no se les puede tocar. Y que están en su derecho a acompañarse de los servidores que haya creído oportuno traer.

—¿Y el conde del Águila qué ha dicho? —preguntó Mariana.

—Que mi esposo es un hombre de palabra.

—Qué haría Sevilla sin ellos...

—Aunque yo no me fiaría de ese advenedizo. ¡Qué clase de bribones ha traído a este palacio! ¡Qué sofoco, por un momento he creído que tendríamos que atender a más heridos!

Rosario se volvió hacia Mariana llevándose una mano al pecho, con expresión burlona y voz afectada.

—Y luego el señor Bruna, para demostrar su buena voluntad, ha confiscado las pistolas de ese inglés, que ha blasfemado en su absurda lengua. ¿No le parece que es un hombre muy prudente y sabio?

—¡Qué haríamos sin él, Rosario...! —apostilló Mariana con una sonrisa y continuando con la ironía.

Acto seguido se alejó de ellas, con mejor ánimo que hacía unos momentos. De todo lo que acababa de escuchar se desprendía que ambos caballeros, don Francisco y don Miguel, estaban dispuestos a entenderse.

Sin embargo la situación no era tan halagüeña como se imaginaba Mariana. Ni Bruna ni el conde tenían la más mínima intención de que la entrevista desembocase en algo parecido a la paz. Cada uno había accedido a la misma como parte de su estrategia personal. El principal objetivo de Bruna era ganar tiempo hasta que se presentasen por fin en la ciudad las tropas de la Capitanía General. El segundo consistía en hacer ver al enemigo que los del Alcázar estaban unidos como un solo hombre. Por su parte, Miguel de Espinosa con ese gesto, gallardo y valeroso a los ojos de los señores, esperaba afianzar su posición entre ellos. Acudía al cubil de los ilustrados a imponer sus condiciones, según había afirmado. Si fracasaba, que fracasaría, no sería por haberlo intentado. Al fin y al cabo, estaban inmersos en una sedición contra los representantes del rey, de modo que debían guardar la apariencia de que el Cabildo ejercía su potestad legal.

La entrevista tendría lugar en el Salón de Embajadores. Así lo había querido Bruna para que asistiese a la misma el mayor número posible de gente. Le interesaba que a nadie le cupiese la menor duda de que no se iba a negociar nada a sus espaldas, es más, que no se iba a ceder nada. El acto, pues, tendría más de ficción teatral que de otra cosa.

El Salón de Embajadores se llenó de gente como en los mejores tiempos de las tertulias de Olavide. Se habían colocado docenas de sillas en el centro formando dos semicírculos opuestos. Entre ambos y a un lado varias más reservadas para el padre Trigueros y otros canónigos de la catedral, que ejercerían de moderadores. El conde y los suyos tomaron asiento, enfrente hizo lo propio Bruna, secundado por Sagrario y varios oficiales. Había preferido que Meneses no le acompañase, ya que no estaba muy seguro de sus convicciones, de su fidelidad. Alrededor de los interlocutores se agruparon de pie soldados, los empleados civiles, los criados, las damas y muchos refugiados. El bueno de Trigueros impartió unos consejos paternales y a la vez admonitorios, escuchados por ambas partes con displicencia. Luego fueron tomando la palabra alternativamente Bruna y el conde del Águila, dos jefes que, por su vieja enemistad personal, pareciera que habían llevado su beligerancia hasta el punto de envolver en ella a toda la ciudad.

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