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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (83 page)

—¡Qué horror...! Es posible, caballero...

Twiss abandonó el almacén cuando el sol declinaba. El astro no se podía ver, pero las nubes de poniente adquirieron tonos violáceos y magenta que anunciaban su ocaso. Cruzó la plaza de la Contratación y entró en el Alcázar. Le agobiaba la enésima frustración, pero también el enrarecido ambiente de angustia y miedo que se podía sentir en cada mirada y en cada gesto. En el patio del León se tropezó con doña Mariana, no menos maltrecha que él.

—No ha debido dejarle solo, señor Twiss —dijo ella una vez que fue puesta al corriente de lo sucedido en las últimas horas—. Estoy muy preocupada por don Gaspar. Se halla como fuera de sí, y no atiende a razones, y menos si provienen de mí. Cuando esta tarde le liberó Bruna, no me quiso hablar y evitó mi presencia.

—Marquesa... —Twiss contestó lo único que podía decir para su consuelo—. Jovellanos supondrá que ha intercedido por él, y ya sabe lo orgulloso que es.

—No, señor Twiss. Me ama, me comprende como yo a él. Pero lo que le ocurre es algo extraño a nuestra relación. —Se calló y se llevó una mano a la boca, como si una idea repentina reclamase de ella una exclamación— ¡Oh, Dios mío...! ¿No será...? ¿No será que Gaspar también está poseído por el magnetismo del
interfector...?

—No diga barbaridades. Yo..., yo lo habría notado... —replicó Twiss sin mucho convencimiento.

Y como Mariana se diera cuenta de ello, se dejó arrastrar por la zozobra, y, antes de que ninguno pudiese remediarlo, ella estaba llorando sobre su pecho.

—Debe salvarle, señor Twiss. Hágalo por él... Hágalo por mí...

—Señora, por favor... —Twiss hizo un movimiento para separarse de ella—. Solo faltaría que alguien nos viese así.

Mariana atendió a esas palabras bastante aturdida. Miró a través de las lágrimas a las penumbras de ambos lados del patio, se acomodó mejor el chal que llevaba puesto y salió corriendo sin siquiera despedirse hacia el patio de la Montería. Twiss observó cómo se alejaba hacia el lienzo de los arcos que separaba ambos patios, cómo iba dejando un reguero de llanto. Pensó que en cierto modo todos estaban poseídos, fuera de sí, unos más que otros, y él no era una excepción.

El abrumador sentimiento que acababa de ver en Mariana le había puesto ante sus narices la evidencia de la cautividad de su propio corazón. Ciertamente que él también estaba poseído por unos ojos verdes rasgados y un cabello de azabache, y ahora que todo en Sevilla se había impregnado de orfandad y desquiciamiento, esa evidencia se hacía más apremiante. Debía hacer algo, meditó sin pausa en las horas siguientes. Debía ir en busca de Juana en persona, no ya para conjurar la amenaza del merodeador Silva, sino sobre todo para conjurar sus propios pesares.

Twiss no tuvo más remedio que hacer caso de los consejos sensatos de Hogg sobre que no podía ir de noche al convento de Santa Clara. Pero cuando por levante el lecho de las nubes tamizó en colores purpúreos y malvas las primeras luces del alba, ya estaban ambos, y junto a ellos Fermín, por las callejas en dirección norte. El muchacho no quería separarse de Hogg ni por un momento, fuese a donde fuese, de modo que se sentó a su lado en el pescante del coche. Las calles permanecían desiertas, desoladas de una vida que faltaba desde hacía casi veinticuatro horas.

La carroza aguardó junto a la puerta del convento, mientras que en el interior Twiss buscaba la forma de hacerse entender y de traspasar sus sucesivas cancelas y tornos. La madre superiora, sor Dolores, ayudada por su bastón, salió a su encuentro en el pequeño patio contiguo al refectorio. Él explicó los motivos de su presencia allí a una hora tan intempestiva.

—Usted es el segundo hombre que viene a ver a la hermana Juana en menos de veinticuatro horas —comentó la nevada anciana.

—Lo sé, señora. Por eso he vuelto. El individuo que estuvo ayer aquí es muy peligroso. Doña Juana corre un grave riesgo si cae en sus manos.

—¿Por qué no me llama
madre
y a ella
hermana?

Esta pregunta desconcertó por unos instantes a Twiss. Contestó como mejor pudo.

—Usted perdone... Yo, yo no estoy acostumbrado. Soy inglés y...

—¿No hay católicos en Inglaterra?

—Todavía quedan algunos... —Una expresión de mezquindad cruzó por su rostro—. Comprenderá usted que a mí me es muy difícil tratar de
hermana
a la señorita de Iradier.

—¿Cree que la hará feliz llevándola a un país extraño, de costumbres y creencias diferentes? —Twiss ensayó una réplica, acallada por un gesto de la madre Dolores—. No... No me lo diga a mí. Debería contestárselo a sí mismo. Y a ella explicárselo cuando tuvo oportunidad de hacerlo con sosiego.

—¿Qué quiere decir? ¿Es que no se encuentra aquí?

—No, caballero. Hace días que abandonó Santa Clara.

—Debe decirme adonde ha ido... —Twiss dudó por unos instantes antes de proseguir—. Se... se lo ruego...
madre...

A continuación dobló una rodilla y abrió los brazos, mostrándose inerme y rendido.

Sor Dolores sonrió, no porque aquel hereje se aviniese a sus términos, sino por comprobar que el amor podía hacer milagros de humildad.

—Después de su primera visita,
hijo,
Juana pareció enloquecer. Iba de un lado para otro de su celda hablando sola, alterada, como si ensayase los papeles de su oficio mundano. No me quiso decir la causa, aunque era fácil adivinar a qué se debía aquello, que era lo mismo que ha arruinado a tantas mujeres débiles: el mal de amores. Pasados dos días dejó los hábitos y abandonó esta casa. Por fortuna hice que uno de los criados la siguiese. Y ayer, ¡que Dios me perdone! —se santiguó—, hube de mentir a ese otro hombre asegurándole que desconocía su paradero. Él afirmaba que era su esposo, ¿es cierto eso?

—No, madre. Es imaginación de su mente perversa.

—Algo así sospeché yo. No me pareció de fiar alguien que se tapaba el rostro con tanta fruición en un recinto sagrado como este. Pero usted..., usted, caballero inglés, va desnudo de espíritu ante esta anciana que le habla. Quiera la Virgen que siempre se muestre así a aquellos que le aprecian.

Twiss carraspeó con gran embarazo.

—¿Me ha dicho que Juana había ido a...?

—¡Al peor de los sitios posibles, hijo mío!

Según lo que la madre Dolores sabía, Juana de Iradier se había ido a vivir al arrabal de la Macarena, despreciando la acogedora casa del comerciante Vázquez que por tanto tiempo había disfrutado. Era tan grande la pena que la poseía que no le importaba su suerte, ni su honra o su estima. El criado de Santa Clara había informado que Juana se hacía llamar «beata Elmira», que decía ver a la Virgen, y que congregaba a su alrededor gran cantidad de gentes humildes, supersticiosas o enfermas, empujadas por el fervor mariano.

—¿Ve, pues, el peligro que corre ante el Santo Oficio? —preguntó la madre Dolores con temblor en su límpido rostro—. Qué locura... ¿Se le ocurre a usted la razón por la que se haga llamar «Elmira»?

—Tengo una idea...

—Pues vaya, caballero. Corra y salve a esa pobrecilla antes de que sea demasiado tarde.

Twiss sonrió, besó la mano alba de la madre superiora y regresó corriendo a la carroza. Poco más tarde se dirigía hacia la puerta de la Macarena. Era la más alta de la ciudad, de un robusto arco con un ático por encima con ocho capiteles. La puerta se alzaba al lado de la parroquia del mismo nombre, con las hojas de su portón de par en par, sin guardián alguno, como si el terror que se había apoderado de la ciudad bastase para mantenerla infranqueable. El coche traspasó la muralla y fue a dar al arrabal de la Macarena, una franja de casuchas y chozas inmundas y achaparradas que se extendía a la sombra de las almenas romanas.

El lugar no estaba tan desierto como la ciudad intramuros, tal vez porque entre aquellas cochambrosas construcciones era difícil encontrar mejor refugio dentro que fuera. A cambio de unos reales, un perillán señaló a Twiss el sitio exacto donde la Virgen María se aparecía a la beata Elmira. Fermín se quedó en el pescante al cuidado de la carroza, mientras Twiss y Hogg bajaban una pequeña cuesta llena de desperdicios hasta un amasijo de cobertizos en torno a un árbol.

Para acceder a su sórdido interior había que traspasar una rudimentaria empalizada más alta que un hombre, a veces formando sombrajos con lienzos o lonas. Desde la misma entrada el recinto se hallaba atestado de fieles de la beata, la mayoría viejas y tullidos, rezando tan seguido que parecían oírse vuelos de moscardones, o postrados como en trance. El olor era insoportable, la suciedad indescriptible y la luz insuficiente para poder distinguir unos bultos de otros. Twiss se abrió paso, seguido de Hogg con sus muletas. Las gentes se apartaban temerosas en cuanto se apercibían de su presencia. Bastante aterrorizados se encontraban ya por lo que estaba ocurriendo en Sevilla como para no impresionarse por aquellos dos extraños, un gigante negro y un gigante menor y de piel rosácea.

Twiss se fijó en un rincón, iluminado más que los otros por unas velas. Allí se hallaba la beata, es decir, Juana, de rodillas y como transpuesta. Le resultó difícil reconocerla a primera vista. Su cabello abundante y negro caía suelto sobre sus pechos, pero, asimismo, se notaba sucio de pajitas, sudor y polvo. Vestía algo parecido a una toga, igualmente sucia de manchas y tierra. Y manchados de hollín y barro, y de algo que pudiera ser vino o sangre seca, se veían sus brazos y cara. Con los ojos cerrados Juana rezaba muy de seguido al igual que sus fieles, sin dejar intervalos entre las palabras. Lo hacía frente a un altar que colgaba de una de las paredes de ramas, cuyo detalle más sobresaliente era una figurita de yeso de una Virgen. No parecía haberse dado cuenta de la llegada de aquellos dos nuevos
devotos.
Twiss la observó con el corazón en un puño, y a punto estuvieron sus párpados de dejar correr las lágrimas. Si hasta ese momento le había embargado un difuso malestar por entrometerse de nuevo en la vida de alguien que ya antes le había rechazado, ahora, ante tan patética imagen, tomó la firme decisión de sacar de allí a aquella mujer a toda costa.

—Doña Juana, ¿qué hace? Salga de entre tanta porquería —llamó la atención de la beata, aunque sin llegar a tocarla.

Juana interrumpió su melopea y, sin cambiar de posición orante, entreabrió un ojo para mirar a Twiss por el rabillo. Volvió a cerrarlo rápidamente, cosa que provocó una sonrisa en él. Le recordó la natural picardía de tamaña criaturilla.

—¿Qué me dices, Virgen santa? —preguntó Juana, elevando sus manos juntas hacia el altar; y luego volvió a hablar con un timbre muy diferente de voz, que producía escalofrío, como solo una comediante experta podía conseguir—. «Que un pirata protestante se ha atrevido a entrar en mi ermita para los pobres. Y no volveré a manifestarme a menos que se marche de inmediato...»

Nada más oír eso, se desencadenó un movimiento de inquietud entre los fieles en torno a Twiss y Hogg. Se aguzaron las miradas ariscas y hubo murmullos de hostilidad. Hogg se giró para ponerse espalda con espalda con su amo.

—Déjese de bromas, Juana. —Twiss agarró uno de sus brazos y lo zarandeó—. Reserve sus dotes de actriz para escenarios más refinados.

Ella elevó el tono de su voz natural, pero no para gritar, sino para recitar algo parecido a una improvisada salmodia.

—¡Ora por nosotros, Virgen Santísima, ahora que los diablos del infierno pululan por Sevilla con lengua inglesa seguidos de súcubos negros! ¡Protégenos de la mentira de esos extranjeros del Averno, que con palabras falsas de amor esconden la traición y la intriga! ¡Ora por estos siervos tuyos, ampáranos, protégenos de los larguiruchos, de aquellos que con peluca empolvada portan pistolas asesinas en su casaca verde!

Evidentemente, Twiss lucía peluca y vestía casaca verde. La beata Elmira lo sabía sin siquiera mirarle, y eso, al tiempo que impresionaba a sus fieles, los animó y enardeció. Arreciaron, pues, sus improperios contra aquel demonio larguirucho y su oscuro súcubo. Parecía que se les iban a echar encima. Hogg levantó una de sus muletas y, desplazándola de un lado para otro, los mantuvo a distancia.

—¡Basta ya! —Twiss cogió a Juana en brazos y la elevó de entre la inmundicia del suelo—. Ahora mismo se viene al Alcázar.

Juana abrió por fin los ojos del todo y comenzó a patalear y a bracear, de tal forma que envuelta en su toga parecía la crisálida de una polilla a punto de abrirse al mundo. Con lágrimas corriendo por sus mejillas como churretes, reclamó ayuda a la gente.

—¡Favor, vecinos, que Belcebú me lleva al tártaro de Olavide...!

Escoltado por Hogg, que con una expresión feroz y sus muletas a modo de grandes garrotes hacía retroceder a quienes pretendían detenerles, Twiss sacó a Juana del cobertizo, atravesó con ella la empalizada y se dirigió a la carroza. Los fieles no estaban dispuestos a consentir que raptasen a su beata, de modo que, ya al aire libre, comenzaron a tirarles piedras y palos. Mientras que Twiss porfiaba con Juana para poder encajarla en la carroza, Hogg braceaba con sus muletas como un enorme escarabajo que quisiese mantener a raya a un centenar de rabiosas hormigas. Por fin los tres estuvieron más o menos acomodados.

—¡Vamos, Fermín! —gritó Twiss asomándose desde la portezuela abierta—. ¡Arrea con el coche!

—¿Quién, yo? —preguntó el muchacho desde el pescante, incrédulo.

—¡Sí, tú!

—¡No le hagas caso, chiquillo, o te condenarás para siempre! —gritó Juana, a quien a duras penas Twiss y Hogg podían mantener quieta dentro del carruaje.

Por su parte, Fermín dio un aullido de alegría, se hizo con las riendas y azuzó a las bestias. Por fin su sueño de conducir unos hermosos caballos se había hecho realidad.

Minutos más tarde la carroza entró a toda velocidad en el Alcázar por la puerta del León. Fermín no atinaba a detener los corceles. El coche atravesó como una centella el patio del León, los arcos romanos y llegó al patio de la Montería, donde su alocada carrera se prolongó en vertiginosas vueltas, provocando el pánico entre quienes por allí transitaban. Varios soldados se precipitaron hacia las bestias y, después de enormes esfuerzos y recias órdenes, lograron contenerlas. Aquel incidente y los gritos de Juana al ser bajada del carruaje congregaron a muchos curiosos, entre los que se encontraba Mariana de Guzmán. Esta, haciéndose una idea de a qué se debía todo aquello, se apresuró a intervenir a favor de Juana. A sus ojos, aunque ella no parecía la más débil, sí era la que más gritaba. Cogió el vuelo de su falda con ambas manos y corrió hacia la carroza. Fermín, creyendo que iba derecha hacia él para echarle la bronca, saltó del pescante y se perdió por un rincón del patio.

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