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Authors: Francisco Balbuena

El alcalde del crimen (40 page)

En uno de los patios enclaustrados encontraron al conde del Águila, don Miguel Espinosa y Maldonado. Posaba para un pintor, un tal Juan Espinal, muy solicitado en Sevilla, conocido de Jovellanos. Mientras que el pintor llevaba a cabo su obra detrás de un caballete y rodeado de los útiles de pintura, el conde, sentado en una silla y con un vaso de limonada en una mano, despachaba con tres secretarios, de su casa o del Cabildo. Al ver aparecer a las visitas despidió con un ademán a sus empleados, dejó el vaso en una mesa y salió a su encuentro, con una expresión medio risueña y medio desconcertada.

El conde saludó a Mariana con exquisitos modales, de caballero acostumbrado a las galanterías atrevidas y a las conquistas arriesgadas. Saludó también a Jovellanos con una cordialidad un tanto excesiva dado su rango. Este siempre había tenido excelentes relaciones con él, pero la tensión que se vivía en la ciudad últimamente las había enfriado. El conde no parecía tomarlo así. Tal y como habían acordado Mariana y Jovellanos, ella debía encargarse de allanar el camino de la entrevista, de forma que para el conde no resultasen demasiado violentas las posibles propuestas. Así pues, procuró trabar una conversación absorbente con el conde, y qué mejor excusa que su reciente viaje a La Algaba. Don Miguel no dejó de caer en la ingenua celada, interesándose por su tío y por sus últimos hallazgos arqueológicos, afición que él compartía con entusiasmo.

Jovellanos tuvo la sensación de que era excluido de la conversación por medio de una sutil indiferencia. Aprovechó esos segundos para saludar al pintor Espinal. Observó la pintura que estaba ejecutando. Era un retrato oficial destinado al Cabildo de la ciudad. Dados los tiempos que corrían, el conde estaba siendo pintado de acorde con tonos severos. Con un traje a la francesa, sí, pero tan sobrio y austero que no parecía tal. No obstante, lo más sorprendente era el fondo del cuadro, negro como el betún, cuando el fondo real del patio era una luminosa azalea que se alzaba delante del blanco mármol del claustro.

—¿Ha tenido noticias de Juan Agustín? —preguntó el pintor.

Se refería a Juan Agustín Ceán Bermúdez, amigo y natural también de Gijón como Jovellanos, que había sido su discípulo hasta hacía poco que se había trasladado a Madrid.

—Me remitió una carta hace unos días —contestó don Gaspar—, ha entrado en el taller de Francisco Bayeu.

—Magnífico. Va a estar muy cerca de la Casa Real.

—También se ha hecho amigo de un tal Francisco de Goya. Un pintor de Aragón que trabaja en la Real Fábrica de Tapices ejecutando cartones. Afirma que es muy bueno.

—¡Bah, tapices...! —exclamó Espinal moviendo su tiento con desdén—. Seguro que es un vulgar imitador de Fragonard o de Tiépolo...

—Por lo visto, los maestros tapiceros no encuentran los colores que él usa.

El pintor, sorprendido, enarcó las cejas.

—Exageraciones...

El conde y Mariana se separaron, dando por concluida su conversación privada.

—Bien, mi admirado Jovellanos, señora marquesa... —dijo el conde dando dos palmadas—. Ahora mismo ordeno que les dispongan asiento a mi mesa para el almuerzo. Supongo que nos aguarda una larga charla, y no únicamente sobre ruinas romanas y desastres cristianos...

Para el sagaz don Miguel ni por un instante aquella visita podía aparecer como un mero acto de cortesía. Jovellanos leyó su pensamiento, y lo que posiblemente se ocultaba detrás de él, de modo que procuró aliviarle de un compromiso innecesario.

—Se lo agradecemos, pero ya vendremos a comer en otro momento. Esos
desastres cristianos
nos obligan a usted y a nosotros a mantener ciertas formas.

—Qué lástima. Querría saber mucho más de los últimos bustos hallados por don Cristóbal. Por desgracia, no es un hombre al que se pueda visitar así como así.

Mariana parecía presa de una súbita inquietud. Jovellanos notó el nerviosismo de sus manos y el ligero temblor de sus labios. De repente daba la sensación de querer abandonar el palacio. No obstante, hacía esfuerzos para mantener la compostura.

—En realidad no sabemos si el asunto que nos ha traído a su casa podremos solventarlo aquí o en otro lugar... —dijo Mariana, que parecía mantenerse en pie a duras penas. Jovellanos la agarró.

—¿Se encuentra bien? —Él sabía que no, pues de repente todo parecía haberse trastocado en su expresión.

—Un ligero sofoco... El pecho, ya sabe...

Atendiendo a las palmadas de su señor, se presentó el mayordomo. El conde lo despidió con un gesto rápido y desabrido.

—Por favor, señora marquesa, siéntese aquí —dijo don Miguel ofreciendo su silla—. Ya hay que empezar a tener cuidado con los calores de Sevilla. Tenga, beba un poco de esta limonada.

Mariana se sentó con cierta aprensión, cogiendo el vaso que se le ofrecía con poco menos que repugnancia. Actitudes que solo podía apreciar en su justa medida Jovellanos. Lo que leyó en sus ojos azules le inquietó, más que nada por el eventual reflejo en su frágil salud. Así, para de alguna manera desviarla de sus angustiosos y enigmáticos pensamientos, pidió a Espinal que, por favor, hiciera un retrato de doña Mariana al carboncillo. Esta se sorprendió y a la vez se regocijó, aunque sin mostrar ni una cosa ni la otra; simplemente opuso un leve y cortés reparo. El pintor pidió permiso a su patrón con la mirada, y el conde se lo concedió, urgiéndole además con gracia a coger papel y carboncillo.

El pintor extrajo un pliego en blanco de una carpeta con dibujos. Colocó la hoja sobre la carpeta y esta bajo su pecho, de forma que alzando la mirada sobre ella podía ver a Mariana sentada y ligeramente apoyada en la mesa. Volvió a enarcar sus cejas con exageración. Era tal la pose natural de la joven que no necesitaba corregírsela, era tal la belleza que irradiaba que dudó durante unos segundos antes de iniciar el trabajo, sobrecogido por una composición tan perfecta. ¿Cómo podría plasmar en un simple papel el misticismo profano de aquella enamorada si él no era un Murillo o un Zurbarán? Tendría que emplearse tan a fondo... Por fin Juan Espinal se decidió a mover su mano. Mientras comenzaba a bosquejar el retrato, Jovellanos y el conde, a indicación de este, se separaron de ellos unos cuantos pasos. Jovellanos ignoraba qué habría pasado por la cabeza de Mariana, pero, fuese lo que fuese, sabía que él tenía que aguantar el tipo como ella; y, por la disposición del conde, parecía que había llegado el momento de demostrarlo.

—¿Sabe por dónde camina, Jovellanos? —dijo de sopetón don Miguel con un tono sensiblemente más serio que el empleado hasta entonces—. Aparte de los asesinatos, no se habla de otra cosa en la ciudad que de ustedes dos. Si me permite un consejo...

—Ahórreselo, don Miguel. No he venido a su casa a hablar de mi vida, sino precisamente de los asesinatos, como creo que ya habrá supuesto.

—Ya... El
asunto
que ha mencionado doña Mariana...

—Más exactamente lo que rodea a los asesinatos. Verá, señor conde, esas muertes, por muy abominables que sean, no dejan de ser sucesos que pertenecen al ámbito de la ley, de la justicia, si quiere. Lo más grave son las pasiones que han desencadenado, las hostilidades políticas que día a día van carcomiendo la vida ciudadana de Sevilla. Usted, Bruna, yo, todos estamos obligados en nombre del rey a procurar la concordia entre sus súbditos, y no a enfrentarlos unos con otros. Los incidentes del mes pasado en la plaza de San Francisco no deberían volver a suceder...

—Se olvida de los de Triana...

—Tampoco deberían repetirse.

El conde del Águila sonrió. Sabía que Jovellanos era duro de pelar, pero ignoraba que hubiese alcanzado tal agudeza. En ese momento un reproche por unos incidentes en los que sus amigos —en especial ese revoltoso inglés llamado Twiss— tenían mucha responsabilidad, lo había convertido en un argumento a su favor.

—Le aseguro que yo no tuve nada que ver con aquella manifestación espontánea de la gente. En cambio, hubo otros, en especial ese belicoso Artola, y quién sabe si su superior Bruna..., que parecían estar muy preparados para sacar y usar el sable.

Jovellanos resopló con un gesto de resignación.

—Es igual. El caso es que había que mantener el orden.

—¿Es que cree que yo no respeto el orden? Jovellanos..., no se deje cegar por su oficio, y abra los ojos a lo que ocurre en las calles. La gente tiene miedo, y cuando alguien tiene miedo tiende a perder los nervios. Los vecinos temen, no ya solo por las muertes de esos curas, que tal vez han bautizado a sus hijos, o les han casado, o han enterrado a un ser querido, sino por lo que puede haber detrás. Esos crímenes parecen ser la gota de agua que ha colmado su paciencia, después de tanto tiempo de aguantar cosas que no les agradan. A las gentes no les gusta que el rey esté rodeado de ministros extranjeros, como O'Realy o Wall, por no hablar de los italianos que fueron expulsados. Les repugna que les digan cómo tienen que vestir y cómo deben hablar. Les duele que el precio del trigo no esté controlado. Les subleva que les repitan que el Dios en el que creen y han creído sus antepasados no rige la existencia por medio de misterios consoladores.

—Pero señor conde... Usted sabe perfectamente que el reino no podía seguir tal y como estaba. Es más, que ahora tampoco puede seguir como todavía se encuentra, sin ponernos a la altura de los otros países.

—Sí. Y estoy de acuerdo, pero poco a poco, sin ofender a unos y a otros. No corren buenos tiempos para las afrentas, y, en concreto, el asistente ha cometido muchas en esta ciudad. ¿No indica que todos esos crímenes parecen afrentas contra la religión y las costumbres de la gente? Vaya usted a decirles que no. Dígales que Quesada no era masón, como tantos otros ocultos, como el propio Olavide, y que los masones no quieren traer el terror a Sevilla...

Jovellanos le interrumpió negando con la cabeza.

—Pero Su Excelencia no es masón. Y además, por ahora nadie puede asegurar que los masones estén detrás de esas muertes.

Don Miguel extrajo de su chupa una cajita de oro con rapé. Ofreció su contenido a Jovellanos, pero este rehusó. El conde inhaló una pizca del fino polvo de tabaco, estornudó, guardó con parsimonia la cajita y volvió a hablar, esta vez más bajo.

—Usted lo ha dicho: nadie puede asegurar nada, ni siquiera de Su Excelencia. Empero, yo digo lo que parece ser, o lo que la gente cree, que siempre es lo que cuenta. Usted me sugiere que llegue a una especie de acuerdo con Bruna para traer la tranquilidad a Sevilla... —Se acercó más a Jovellanos y bajó todavía más la voz—. Sepa que a mí Bruna me trae sin cuidado. Para mí es un insecto insignificante. Mas creo que, por otro lado, ambos me sobrevaloran. ¿Quién cree usted que soy en Sevilla? No dejo de ser un advenedizo descendiente de vulgares mercaderes con las Indias que se ganaban la vida con sus manos, y además casado ventajosamente... A pesar de mis cargos, yo también tengo miedo, miedo de no estar como se espera de mí. Usted debería también pensar dónde quiere estar...

Jovellanos comprendió lo que veladamente le decía. Que él, el todopoderoso conde del Águila, era un simple peón en manos de otros. ¿Quiénes eran esos otros? No había duda de que las viejas casas señoriales, descontentas del rumbo de los tiempos, resabiadas con la imberbe, arrogante y foránea dinastía de los Borbones; encerradas en sus palacios; rumiando un desquite con el absolutismo. Casas, por contra, que jamás daban un paso al frente a la luz del día, ni siquiera para defender aquello en lo que creían, sino que preferían que otros más arrojados les hiciesen esa labor. Eso era lo que más les reprochaba Jovellanos. Pensativo, dio unos pasos. Pensó con clarividencia que los temores del conde le debían ser indiferentes aunque fuesen acaso sinceros, ya que a la hora de la verdad
sabría
estar como se esperaba de él. La astuta sangre de mercaderes de su familia todavía corría fresca por sus venas. La cuestión importante en aquel momento para él, el Alcalde del Crimen, era procurar que, a través del conde, la irresolución detuviese a esos
otros,
o al menos los frenase por un tiempo. Y solo había un modo de hacerlo: extendiendo la duda y la desconfianza entre ellos. Podía ser ridícula esa pretensión, tanto más si detrás de los crímenes estaban conscientemente esos
otros,
pero había que intentarlo.

Antes de volver hacia el conde se fijó en Mariana. Ella había desmenuzado unos bizcochos de la mesa y los había arrojado a sus pies, y ahora varias palomas picoteaban en torno a su falda. Jovellanos sonrió, albergando la esperanza de que Espinal supiese plasmar la gracia de sus ojos celestes contemplando esa escena tan inocente. También esgrimió una mueca de preocupación. Tan interesada como estaba Mariana con hablar con el conde, y de repente, ahora, parecía ajena a la visita, como si ya hubiese abandonado la casa, como si estuviese alojada en un espacio muy alejado de aquel tiempo. Qué extraña sensación. ¡Ah, su salud...!, se dijo él. Tan fuerte y tan delicada; igual que una de esas palomas.

—Señor conde, ¿sabe a qué se me asemeja a veces todo esto? —dijo volviéndose hacia él—. A la historia de Saturno devorando a sus propios hijos. Sea quien sea quien esté detrás de estos hechos macabros, en su insensatez está despertando a un monstruo. Un monstruo poderoso y cruel, y que tarde o temprano se tornará incontrolable, e igual que el dios, acabará destruyendo a quienes lo han despertado. Alguien o algunos creen que pueden medrar en Sevilla a causa de esas muertes sin darse cuenta del riesgo que corre. El asesino es un sujeto con muchos recursos, que puede imaginarse sobrehumano, el dios de la venganza. No me parece que, llegado el momento de devorar y devorar, se detenga siquiera ante quienes han sabido estar como
se esperaba
de ellos.

La sonrisa irónica de don Miguel volvió a dibujarse en su rostro.

—Ni los dioses saben lo que nos depara el futuro, señor alcalde. Pero estoy seguro de que hombres como usted mañana como hoy sabrán mantener el orden en este mundo cada vez más complicado.

A Jovellanos le molestó esa suficiencia, esa seguridad en su inteligencia y posición, con la que se creía protegido como con una armadura. Y lo peor era que rebajaba su cargo a la posición del lacayo.

—¿Sabe que la sustancia que emplea el asesino para matar a sus víctimas usada indiscriminadamente podría aniquilar a toda esta ciudad?

Esta revelación surtió el efecto que esperaba Jovellanos. Borró la sonrisa del conde, a la par que le bajaba de su pedestal de indiferencia.

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