Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
—Más bien pude encontrarse fuera de él. Aunque dadas nuestras circunstancias dudo mucho que podamos llegar a ella, y con unas mínimas posibilidades de atraparle.
—No sé si puede servirle de algo, señor alcalde —volvió a hablar Artola—. Por lo que yo sé, Herradura nunca ha sido un hombre de fortuna, y su mujer era de condición modesta, según me han contado. Pero creo que se casaron muy bien. Alguien les proporcionó una especie de
dote.
—¿Dónde se casaron?
—En la iglesia de Santa Catalina.
Al mencionar Artola ese nombre, Twiss soltó una maldición inglesa, provocando que Jovellanos se girase como azuzado.
—¡Santa Catalina, no podía ser otro sitio! —exclamó Twiss acto seguido—. ¡La iglesia donde murió el cura Andrés Palomino, la primera víctima del
anima pinguis...
! ¿Qué podemos deducir de eso, señor Jovellanos?
—¡Nada! —Jovellanos le agarró de la casaca y le agitó—. No vamos a deducir nada, porque no vamos a seguir el condenado juego que conviene a Herradura. Señor Twiss, vamos a ir por nuestro propio sendero.
Ese nuevo sendero comenzaba por Mariana de Guzmán.
Ella, a petición de Jovellanos, se acercó al palacio arzobispal para hablar con su confesor y amigo el canónigo Cándido María Trigueros. Y este, a su vez, aceptó gustosamente el encargo que se le ofrecía. Era un hombre afable, y muy respetado, tanto en el Alcázar como por los amotinados. Así que podía moverse por donde quisiera con gran libertad. Le bastó salir por una puerta trasera del arzobispado que se abría a la calle de Don Remondo para ir a dar al otro lado del perímetro. Se presentó en la iglesia de Santa Catalina, estuvo hablando con el párroco y miró en sus libros de registros.
En la mañana del Sábado Santo se dejó caer por el Alcázar y, reunido el grupo de investigadores, les comunicó lo que había descubierto.
Trigueros reconoció que le había sido imposible establecer en qué casa había vivido en matrimonio José de Herradura. No obstante, sí había averiguado otros datos muy reveladores sobre su biografía. Leyendo bien en el libro de registros de bodas, en un apunte del año de gracia de 1770, se deducía que como testigo de su enlace había tenido a un noble señor, el conde del Colchado. Esta circunstancia resultaba de por sí sorprendente, tratándose Herradura de un plebeyo que ni era de Sevilla ni pertenecía a la casa del conde. Pero Trigueros se preguntó si sería tan oscuro su origen como para venir de Perú. No, porque en el mismo apunte se aclaraba, como era preceptivo, que había sido bautizado en San Ildefonso. Conociendo eso, pues, Trigueros se pasó por San Ildefonso y, en su correspondiente registro de bautismos, comprobó que, efectivamente, el nacimiento de Herradura constaba en uno de sus apuntes del año de gracia de 1725. Abundando en ello, se hacía notar que su padrino había sido un tal Martín de Herradura, administrador de las tierras del conde del Corchado, como este mismo se había encargado de hacer subrayar al cura. ¿Era posible que un padre fuese padrino del bautizo de su hijo? Eso no era admisible por la Santa Madre Iglesia. Trigueros comenzó a cavilar. Cayó en la cuenta de que muchos señores procuraban que sus administradores, capataces u otros allegados de menor categoría se hiciesen cargo de sus bastardos. Así debía ser en tal caso, ya que la mujer de Martín, como daba fe el apunte, contaba con cincuenta años el día del bautizo, lejos ya de la edad fértil. Luego José de Herradura era hijo bastardo del conde del Corchado. ¿Era el mismo conde que años después sería padrino de su boda? No, puesto que el viejo conde había fallecido aplastado por los escombros de San Ildefonso en el terremoto de noviembre del año de la desgracia de 1755. Aún lo recordaba toda Sevilla.
—Por lo tanto, marquesa, caballeros, el padrino de su boda debe de ser el conde heredero, es decir, su hermanastro.
El grupo de investigadores se quedó deslumbrado por las palabras de Trigueros. Él solo en pocas horas, valiéndose de un sencillo método deductivo, había descubierto del
interfector
tanto como todos ellos en dos meses. De toda su información se extraía una conclusión obvia: la casa donde había vivido Herradura en matrimonio debía pertenecer a esa
dote
que le había proporcionado su hermanastro. Así pues, el conde conocía el paradero de su posible escondite. Pero ¿dónde estaba el conde del Corchado para poder interrogarle?
—Su casa se halla cerca de San Ildefonso, al otro lado del perímetro... —comentó Artola con un tono que daba a entender la dificultad de llegar allí.
Twiss, para no distraer a Jovellanos, no quiso hacer ver que en la ruinas de San Ildefonso se había producido el asesinato del diácono Próspero Rodríguez, del que fue testigo Fermín. Allí había sido bautizado Herradura, y allí había cometido su crimen más trivial, por así decirlo, sobre una pila bautismal. O tal vez era el más significativo. Pero era vano pensar sobre ello porque ya la investigación avanzaba aparentemente por otros derroteros menos especulativos y más empíricos.
—No tan lejos, puede estar El Arenal —afirmó el teniente Gutiérrez sacando de sus pensamientos a Twiss—. ¡Ejem...! Perdónenme, padre, señora marquesa, si mis palabras son demasiado crudas. Los solteros a veces tenemos necesidad de frecuentar ciertas casas de mala reputación. A menudo esas casas son como un segundo hogar para los que estamos más solos de lo conveniente. Pues bien, para nadie que haya pasado una noche en ese barrio es un secreto que el conde del Corchado tiene justa fama allí de haber probado todos sus jergones. Las chicas comentan picardías cuando se animan a hablar, y de lo que más cuentan es de los excesos del conde. Prácticamente no sale de El Arenal.
—Magnífico, teniente Gutiérrez... Solo nos queda romper el cerco de los amotinados y tomar
todo
El Arenal —comentó Bruna con sorna y desaliento, agitando su puro como si fuera el pincel de un pintor.
Twiss se dirigió a Jovellanos, que tomaba café frente a él.
—Quizá en Los Isidros...
—No creo. Aquello es para gente de paso o para quien desea entretenerse con discreción. Por lo que sugiere Gutiérrez, el conde no necesita esconder nada.
—¿Para qué le damos más vueltas? ¡Habrá que ocupar El Arenal entero! —exclamó Artola con gesto decidido.
Mariana cerró su abanico violentamente y, con genio, dio con él en la mesa.
—Caballero, deje su ardor para mejor ocasión. Si hubiese pasado como yo el otro día por El Arenal sabría que ningún noble señor, por muy crápula que sea, estaría ahora allí. Hay tantos curas en sus calles predicando contra el vicio, y tantos presos recién salidos de la cárcel dentro de las viviendas tratando de llevarles la contraria, que incluso el más degenerado querría un poco de tranquilidad.
Estas palabras convincentes de Mariana provocaron un profundo silencio en los hombres que la acompañaban. Más de uno pensó que tendrían que cavilar mucho para encontrar la forma de dar con ese dichoso conde. En eso que, mientras que unos meditaban y otros sorbían de sus tazas de café, se les acercó discretamente el secretario Fernández. Hasta entonces se había mantenido en otro extremo de la sala, preparando unos papeles para Jovellanos.
—Disculpen mi intromisión. —Ejecutó una leve inclinación—. En la Audiencia se entera uno de muchos temas por lo que hablan los detenidos. Es mi oficio oír y anotar. Sepan que el conde del Corchado se
retira
últimamente a
La jamerdana.
—¿A la calle de la Jamerdana? —preguntó Bruna sorprendido—. Pero si es una calle decente a pesar de su nombre..., si está al borde del perímetro, si casi se ve desde aquí...
—No —precisó Fernández—. Al barco llamado
La Jamerdana,
anclado río abajo.
Una hora más tarde dos grandes barcas que habían salido de la torre del Oro descendían bordeando la orilla opuesta del Guadalquivir. Poco a poco fueron dejando a popa la ciudad, y Triana frente a ella. Ocupaban las barcas Jovellanos, Twiss, Gutiérrez, los gemelos Rubio y un nutrido pelotón de soldados. A Artola se le había ocurrido la idea de que quizá Herradura se escondiese también en el barco. No estaba mal pensado. Pero Jovellanos le había impedido viajar con ellos. Sospechaba que se la tenía jurada a Herradura más de lo razonable por haber propiciado su humillación. Circunstancia que no convenía arrostrar, ya que había que mantener la cabeza fría en lo posible.
Antes de que las barcas alcanzasen la goleta, comenzaron a saltar de su cubierta al agua varios hombres, algunos viejos que se dejaban su peluca empolvada por el aire, y mujeres que apenas cubrían sus vergüenzas. Trataban de alcanzar la orilla a toda costa, a veces sin saber nadar. Los soldados recogieron a todos y los agruparon en la popa del navío. Seguido de Twiss, Jovellanos abordó la cubierta por la batayola de babor y se acercó al numeroso grupo formado por clientes, alcahuetes y mujerzuelas. Observó sus rostros en silencio, con severidad, mientras que los retenidos torcían su mirada o agachaban la cabeza.
A Twiss le embargaba un sentimiento indefinido sobre la actitud que se iba apoderando de su amigo a partir de la tragedia de la universidad, estado que se veía intensificado desde la llegada al Alcázar de doña Mariana. Notaba más fuerza en su mirada, más resolución en sus actos, como si estuviera dominado por un pensamiento obsesivo. Ahora Jovellanos conocía indubitablemente el nombre del asesino, quién era, qué cara poseía, de modo que iba tras él sin ninguna aprensión. Así como Twiss no le había querido comentar las coincidencias en torno a San Ildefonso, tampoco lo había hecho sobre que Herradura no hubiese borrado las huellas de su pasado que se encontraban en los diferentes libros de registro. Con seguridad Jovellanos había advertido todo, y le daba igual. Posiblemente tan solo le importaba ya mantener una tensión interior íntegra y despierta, desprovista de detalles superfluos. Sabía que en gran medida las vidas de las gentes del Alcázar dependían de él, que se había convertido en un mar de los Sargazos alrededor del cual giraban todas las corrientes. Y no podía fallar.
El que parecía ser el patrón de
La Jamerdana
surgió de entre el grupo. Era un tipo grueso de piel morada, con la cabeza afeitada y de grandes cejas, con el torso desnudo pero con una pañoleta de grandes chorreras colgando de su cuello. Se dirigió hacia Jovellanos como si le conociese. Delante de él dobló el espinazo con una exagerada venia.
—Señor alcalde, ¿qué hemos hecho? Este navío mercante es ajeno por completo a lo que está ocurriendo en la ciudad. Mis clientes solo buscan tranquilidad, lejos del caos que se ha apoderado de Sevilla. Además, mis chicas están sanas y son hermosas. Vea, vea...
Cogió a la joven más bonita y la adelantó un paso para mostrársela. Jovellanos tiró de su chorrera y le alejó un par de pasos del grupo.
—El
mercadeo
que se traiga no me interesa nada, Darío. Aunque bien mirado, esa menor de edad que me acaba de ofrecer en otras circunstancias le podría acarrear graves problemas ante mi juzgado. Pero hagamos la vista gorda para beneficio de todos... —Darío asintió de manera perruna—. Ahora únicamente me interesa un hombre. Dígame dónde está.
—¿Quién, señor alcalde? Yo no acojo a rebeldes.
—El conde del Corchado.
Las profusas cejas del alcahuete se enarcaron de asombro. A continuación, como aliviado, condujo a los visitantes hasta un camarote del castillo de proa. Aquel era un lugar infecto, que rezumaba salitre por todas partes. Al fondo, tumbado entre trapos inmundos, la vela descubrió un cuerpo desnudo, dormido y borracho. Se fijaron en su rostro demacrado, sucio de vómitos. Era un hombre de unos cuarenta años que guardaba un gran parecido con José de Herradura.
Los gemelos Rubio ataron un cabo a la cintura del conde y lo arrojaron al río. Después de la primera gran zambullida volvieron a sumergirle varias veces, hasta que comenzó a dar signos de querer bracear para no ahogarse. Le izaron a la cubierta y le echaron sobre unas gruesas maromas como si fuera pescado podrido. Gutiérrez le tenía preparado un mejunje a base de café y pimienta; le obligó a tragárselo. El conde vomitó de inmediato, así que cada uno de los Rubio le lanzó con violencia un balde de agua para despejarle la suciedad del cuerpo y del entendimiento.
Jovellanos y Twiss dejaron caer sus sombras sobre él mientras le observaban. El conde intentó abrir los ojos, pero la luz se los hirió. Farfulló algo incomprensible.
—¿Sabe quién soy? —preguntó Jovellanos.
El conde, doliéndose en cada movimiento, se hizo pantalla con una mano sobre los ojos.
—Ya lo creo... ¿Es que se ha acabado el mundo y voy a ser juzgado por usted? —Rió a tropezones—. Qué maravilla... Nunca imaginé que para entrar en el infierno hubiera de hacerlo sobrio.
—¿Está seguro de que ya no se encuentra en él?
—De lo que estoy seguro es de que el cielo se sube a la cabeza y adormece con gusto. Y usted me acaba de sacar de ahí.
El del Corchado cerró los ojos, echó la cabeza para atrás y dejó que el sol incendiase su rostro, como si fuese un veneno a punto de surtir su efecto. Jovellanos suspiró, tomando fuerzas antes de plantear la razón de su visita.
—Necesito su colaboración, señor conde. Necesito que me hable de su hermanastro José de Herradura.
El interpelado se echó a reír de nuevo. Luego se irguió y quedó sentado sobre las maromas.
—¿Qué ha hecho ese monje? No me diga que se ha pasado a los amotinados...
Twiss se colocó más enfrente de su vista para hablarle.
—Creemos que es el asesino de los curas, y el causante de la carnicería de la otra noche en la universidad.
Nada más decir tal frase, Twiss se dio cuenta de su error, y así se lo hizo notar también Jovellanos con una mirada. Pero daba igual. Puesto que en el Alcázar muchos debían de saberlo a esa hora, ya habría llegado la noticia al otro lado del perímetro defensivo. Por de pronto, el grupo de popa se inquietó y de él salieron algunos comentarios nerviosos. Los soldados pusieron en guardia sus fusiles, y Gutiérrez y los gemelos echaron mano a las empuñaduras de sus sables. Darío hizo ostensibles ademanes a su gente para que se calmase.
—¿Usted quién...? —preguntó el conde, fijándose en Twiss—. ¡Ah, ya...! Es el inglés a quien abandonó esa actriz tan dulce y tierna...
Twiss amagó una agresión, que Jovellanos se encargó de contener. El conde del Corchado rió.
—¡Oh...! —siguió burlándose—. No comprendo cómo esa beldad dejó escapar a tal genio. ¿Quizá fue por su larga lengua?