Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
—No se lo va usted a creer, señora marquesa —comentó—. ¿Sabe quién me ha dado todo esto? Doña Leonor. Me ha dicho que debemos ser muy consideradas con alguien que habla con la Virgen.
—Qué amable... —repuso Mariana con un deje de ironía, conociendo lo bobalicona que podía llegar a ser la mujer de Bruna—. Venga, baje y vista a la señorita de Iradier. Yo estoy esperando al señor alcalde.
En su espera Mariana fue de un lado para otro del jardín, nerviosa e impaciente, observando las nubes oscuras que parecían aplastar las esbeltas palmeras de tan bajas. Y comprobó una vez más en las últimas semanas que a pesar de estar allí, en medio de aquella naturaleza primaveral y agobiante, no notaba ningún ahogo en el pecho. Como si la enfermedad hubiese sido desplazada por una espléndida y sana fe en el futuro. ¡Qué alegría!, se repitió, al igual que Juana.
Unos minutos más tarde vio venir hacia ella a Jovellanos desde la galería de la Sala de Justicia. Venía presuroso, con el cabello despeinado, en camisa y colocándose la pañoleta por el camino. Salió a su encuentro. Se abrazaron como en un suspiro, luego sus manos agarradas les separaron y se pusieron a hablar a la vez.
—Perdone mi grosería de estos días, Mariana.
—Sé cómo actúa Herradura, Gaspar.
—He estado pensando sobre nosotros, y creo que lo mejor que podemos hacer es embarcarnos a...
—Lo hemos tenido todo el tiempo delante de nosotros. Nos lo ha puesto tan fácil y no hemos podido verlo...
Jovellanos soltó las manos de Mariana y la sujetó por los hombros con vigor.
—Pero..., pero ¿qué dice? Le hablo de nuestra vida, de nuestro futuro, Mariana, y usted...
—Ahora no... —Azarada, una expresión de angustia se dibujó en el rostro de ella—. Gaspar, ¿es que no le ha avisado Fermín?
—No le he visto desde que les encontré a todos en el patio de la Montería. Yo... Yo trataba de descansar y de repente, hace unos momentos, he oído su voz como en sueños que me indicaba cuál es su deseo para con nosotros. Y me ha parecido fantástico, me he levantado y he venido hasta aquí corriendo, guiado por sus palabras que sonaban dentro de mí.
Como si una de las nubes la hubiese envuelto en su etérea densidad, el aire alrededor de Mariana se hizo borroso. Y ella, a pesar de permanecer allí, dio la sensación de ser tragada por un vórtice terrorífico.
—Si no era el muchacho... —comentó desde la lejanía, con una voz apenas audible—. ¿Con quién he estado hablando?
No pudo expresar nada más, porque, cual si aquel aire que la rodeaba se hubiese roto, ella sufrió un quiebro en su cuerpo y cayó para atrás desvaída, con apenas un leve quejido escapando de su boca. Jovellanos fue lo bastante rápido para agarrarla antes de que tocara el suelo, y, teniéndola entre sus brazos, observó clavado en su cuello uno de los dardos del
interfector.
Pero no estaba muerta, sino más bien paralizada, presa de unas contracciones que no respondían a su voluntad.
—¡Oh, no...! ¡Tú no...!
En ese momento Jovellanos oyó como un rebullir que agitaba la maleza del jardín. Era él —se dijo—, era él, que se alejaba de su último crimen. Por un instante hizo un amago para perseguirle. Pero desistió, pues no podía dejar a Mariana tan lejos de su auxilio. La cogió en brazos, con el horror hurtándole las fuerzas para mantenerse erguido a sí mismo.
—¡Por favor...! —gritó sin saber a quién—, ¡Necesito ayuda!
Un criado del Alcázar corrió al hospital de la Caridad para avisar al médico Domingo Morico. Nada más oír la mala nueva, el galeno dejó precipitadamente todo lo que se traía entre manos, cogió su maletín y enfiló el camino de palacio con tanta rapidez, a pesar de sus cortas piernas, que al criado le resultaba difícil seguir su paso.
Encontró a Mariana en una gran cama con dosel, en una de las mejores y más grandes alcobas. A su lado, arrodillado en la cabecera y cogido a una de sus manos, se encontraba Gaspar de Jovellanos, abatido, besando sus dedos y humedeciéndolos con sus lágrimas, pero sin lamentarse ostensiblemente. Igual actitud mantenían las otras mujeres que ocupaban la alcoba: Juana, doña Leonor, Rosario y doña Amelia, que lloraban en silencio abrazadas por parejas. Por deseo de Jovellanos, las ventanas estaban cerradas y sus cortinas echadas, porque recordaba que así era como su amada gustaba pasar los ataques de su enfermedad. Imperaba, pues, la penumbra en la estancia. Los hombres de la antesala ya habían puesto a Morico en antecedentes acerca del dardo y lo que conllevaba. Antes de avanzar más hacia Mariana, en consecuencia, calculó el alcance del veneno inoculado, tan implacable y contra el que su ciencia se veía impotente. La joven era presa de espasmos periódicos e irregulares. Respiraba con una dificultad extrema a causa de la parálisis paulatina de sus músculos. Sudaba profusamente, sudor que se encargaba de enjugar Juana de vez en cuando con un paño humedecido.
Examinó a la doliente. Tomó su pulso, su temperatura, observó el blanco de sus ojos de mirada perdida, se fijó en sus ojeras violáceas y en sus labios hinchados y amoratados. Un escalofrío recorrió el espinazo de Morico mientras realizaba su tarea. Él, que había conocido a aquella mujer cuando tan solo era una niña rubicunda y juguetona, de genio, y que había tenido en sus brazos, y que con embeleso la había visto crecer más bella que a ninguna, ahora la tenía allí yacente, horriblemente castigada en sus otrora sublimes rasgos, con apenas un hilo de aliento que unía su cuerpo a la vida.
Morico se acercó a Jovellanos y, con un gesto, le dijo que quería hablar con él en un rincón apartado de la habitación. Se alejaron de la cama.
—¿Y bien, Morico? —preguntó un Jovellanos compungido.
—No sé cómo actúa exactamente ese veneno, señor alcalde, ni cuánto tiempo estará así doña Mariana. Me temo, y lamento decírselo, que puede estar en un camino sin vuelta atrás. Ahora bien, podemos aliviarle su sufrimiento... —El hombrecillo calló, como temiendo la reacción de su interlocutor.
—Continúe.
—Esa sustancia parece detener la actividad de los músculos, luego sus víctimas deben morir por asfixia. Aunque sea cruel decirlo, en cierto modo doña Mariana tiene suerte, ya que su organismo está acostumbrado a crisis de menor flujo respiratorio. Así pues, contamos con margen para ampliárselo por medio de dos formas. Uno sería dándole a ingerir un extracto de menta, que dilate sus vías respiratorias. El otro sería practicándole una sangría que descongestione la presión sanguínea de sus pulmones.
—Morico, sabe que no me gustan las sangrías.
—Lo sé. Y a mí tampoco si se realizan indiscriminadamente. Pero no se me ocurre otra forma de, al menos, retardar los peores efectos de esa sustancia. Por favor, don Gaspar, no tenemos otra salida...
Jovellanos giró la cabeza hacia un cuadro de la pared. Pero ni se fijó en él, porque ante sus ojos solo había un abismo.
—Está bien. Hágalo. —Puso una mano sobre la espalda de Morico y le encaminó hacia la cama.
Se realizó la sangría, se suministró la menta, y, tal y como previera Morico, doña Mariana dio signos evidentes de respirar mejor. También se la despojó de todo abrigo que hiciese aumentar su temperatura; tan solo una sábana cubrió su desnudez. Asimismo, con el alcohol más puro que se pudo conseguir se fue empapando su piel a intervalos, a fin de refrigerarla. Las mujeres entraban y salían de la alcoba con gran diligencia, llevando y trayendo jofainas o paños, o se relevaban para atenderla directamente. Así fue como en un momento, mientras humedecía con alcohol la frente de Mariana, Rosario se dio cuenta de que abría los párpados un poco, y que movía los labios con pesadez, como si pretendiese hablar. De inmediato Jovellanos acudió y se inclinó sobre ella. Todos los demás también se congregaron en torno a la cabecera con la emoción a flor de piel.
Mariana intentaba hablar, pero no emitía ningún sonido.
—No te esfuerces, ángel mío... —dijo él aguantando las lágrimas.
Doña Leonor y la señora Amelia no pudieron reprimir unos quejidos de llanto. Jovellanos arrimó un oído a la boca de Mariana, pero solo sintió su sutil aliento. Como ella persistía en su afán, él se hizo el propósito de conseguir interpretarla. Se quedó fijo y reconcentrado en sus labios, que se movieron como silabeando una palabra insonora.
—¿Agua? —preguntó Jovellanos.
Mariana asintió cerrando despacio sus párpados.
—Sí, sí,
agua,
cielo... —confirmó Jovellanos con las lágrimas a punto de brotar.
No tardó Morico en acercarse con un jarro de agua y un vaso. Se detuvo avergonzado cuando Jovellanos se giró para echarle una mirada furibunda. Mariana continuó silabeando, como si quisiese expresar una frase completa. Así fue como su solícito intérprete consiguió descifrar otras dos palabras: «bajo» y «tierra». Luego ella cerró los ojos, exangüe por el esfuerzo.
Todos se retiraron hacia los pies de la cama.
—«Agua bajo tierra...» —repitió Jovellanos en voz alta—. ¿Qué enigma es este?
—No es ningún enigma, caballero —intervino Juana—. Antes de que usted llegase al patio del Crucero, en los baños doña Mariana me comunicó que había dado con la forma en que el asesino se mueve. Eso fue después de que yo y ese chiquillo, Fermín, anduviésemos metidos bajo el agua. Y yo me pregunto, ¿de dónde viene el agua para la alberca de los baños?
Los demás se miraron con cara de asombro o de desconcierto.
—Del río —aseguró doña Leonor un tanto inocentemente.
—Como siempre. De debajo de la tierra —refunfuñó la anciana Amelia.
—A través de conductos —precisó Morico con ojos enrojecidos.
—Bien, Morico... —dijo Jovellanos clavando una aguda mirada sobre él, de forma que logró azararle—. ¿Se explica ahora por qué el
interfector
para cometer sus fechorías se viste con un traje impermeable? Desde luego que seguramente porque va por esos conductos acuíferos. Pero no creo que siempre lo haga, él no es un pez que pueda aguantar sin respirar a lo largo de varas y varas de estrechas cañerías llenas de agua. Es decir, que también debe de desplazarse por las cloacas y aljibes subterráneos de gran holgura y con aire. Luego nosotros podríamos imitarle...
—¿Imitarle? —preguntó Morico—. ¿Andar bajo tierra desde dónde hacia dónde?
—Desde el río —insistió Leonor.
—¿Y para qué, señor alcalde? —preguntó Rosario.
Claro, ¿para qué buscar a Herradura bajo la tierra cuando tenían la peor desgracia en la superficie? Aquella mujer disfrutaba al igual que su marido, Fernández, de la rara cualidad de ir al grano de los asuntos, y de obviar los detalles que por lógica se solventarían con el transcurrir de los acontecimientos. Jovellanos asintió observándola silenciosamente, mientras que se abotonaba las mangas arremangadas de la camisa.
—Doña Rosario, eso es lo que tenemos que dilucidar a partir de ahora... —dijo por fin Jovellanos.
A continuación se dirigió hacia Mariana. Besó su frente y sus manos. Luego le dijo algo que los demás no oyeron y que no pudieron leer en sus labios. Después abandonó la alcoba con paso decidido.
En la antesala aguardaban varios de los hombres: Twiss, Hogg, Gutiérrez, Bruna, Sagrario, Berardi y Fernández. Se encontraban sentados o de pie, pesarosos, meditando en silencio o susurrando impresiones. Ni siquiera Bruna había encendido uno de sus cigarros por no molestar. Nada más ver aparecer a Jovellanos, todos fueron a su encuentro, esperando que les dijese algo, aunque sin realizar ninguna pregunta. Él les puso al tanto del último estado de Mariana, y les comunicó el mensaje que había recibido de ella, con su consiguiente significado. Berardi quiso intervenir, pero reprimió sus palabras en cuanto Jovellanos devino en unas sentidas lamentaciones.
—¿Por qué, señores? ¿Por qué ese miserable ha atacado de tal manera a doña Mariana? Si nunca lo había hecho con mujeres, si creíamos que sentía por ellas un respeto reverencial. Por qué precisamente a ella, me he preguntado mil veces hasta hace cinco minutos. La respuesta me la han dado sus atormentados labios. Porque José de Herradura ha pretendido sellar su boca antes de que me revelase la forma de llegar a su escondite. ¿Cómo es posible que pueda existir alguien tan abominable? Únicamente por una intuición, por una vaguedad... ¡Dios mío...!
—Señor alcalde, permítame... —intervino Esteban del Sagrario, haciéndose un hueco entre Bruna y Hogg—. No sé si tendrá algo que ver con lo que le voy a decir, pero para mí que sí. De los aquí presentes soy el único que fue testigo de la muerte de doña Isabel, la esposa del asistente, y de su hermanastra doña Gracia. Por lo que estamos viendo de doña Mariana, las funestas circunstancias que acabaron con los dos seres que más quería Olavide fueron parecidas. En ambos casos padecieron un ataque y una agonía semejantes. Una vez muertas, pudimos enterarnos de algunos detalles muy significativos, a la luz de hoy, respecto al momento exacto de la crisis, aunque entonces no le dimos mayor trascendencia. Doña Isabel tuvo el suyo en el cuarto de costura, posterior a un pinchazo que se dio con una aguja. Doña Gracia paseaba por el jardín de las Damas, y cayó después de lo que se creyó fue un aguijonazo de una abeja o el pinchazo de una espina de rosal. Para una y otra dama los médicos diagnosticaron una variedad de fiebres tercianas de tal virulencia que en poco tiempo se las llevó a mejor vida. Ahora pienso que posiblemente la mujer de Herradura debió tener un fin parecido.
—No me puedo creer que llegase a ese extremo —comentó Bruna—. Pero si Herradura siempre ha sido un fiel y probo servidor de Su Excelencia...
Bastó una relampagueante mirada entre Jovellanos y Twiss para que recordasen la conversación que sobre el tema habían mantenido en la catedral. Twiss, pues, se apoyó en ella para hacer su comentario.
—Precisamente, señor Bruna. Porque Herradura se tiene por su servidor más fiel, el guardián de su obra, ha querido eliminar de en medio a aquellos que consideraba perjudiciales, de influencia nefasta en Olavide. Por lo que he llegado a saber, doña Isabel y doña Gracia eran personas que atemperaban sus ímpetus, sus digamos excesos. Quizá eso Herradura lo interpretaba como inaceptables obstáculos, y ya sabemos cómo actuó. No me extrañaría que a su esposa la viera así también. Ya no le servía una vez se hubo colocado en el Alcázar, y decidió eliminarla como tiempo más tarde lo haría con las otras damas, y doña Mariana, mediante la peor de las muertes: aquella que enmascara un asesinato con una agonía por enfermedad, bien que espantosa.