El alcalde del crimen (84 page)

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Authors: Francisco Balbuena

—¡Señor Twiss, es usted un bárbaro! —exclamó Mariana, al tiempo que se hacía cargo de la llorosa actriz—. ¿En su país es corriente que los caballeros arramblen con todo lo que excita sus pasiones?

—Si supiese dónde se encontraba, señora marquesa, usted misma me lo agradecería por haberla traído aquí —replicó Twiss atildándose la ropa.

En eso Juana se revolvió y le agredió con los puños levantados. Twiss retrocedía, aunque sin intentar evitar en serio sus golpes, dolido más por su pertinaz actitud que por sus delicados puños. Mariana procuraba contener los ímpetus de aquella fiera togada y sucia.

—¡Bien que estaba en mi ermita, canalla...! —vociferaba Juana—, Ya le dije en Santa Clara que no quería volver a verle. No quiero que el hijo que llevo en mis entrañas vea un día al padre que no le reconocerá. Quiero que nazca en un lugar santo, aunque sea humilde. ¡Falsario! ¡Herodes...!

El rostro de Twiss se llenó de sorpresa. No cabía en sí de perplejidad. Buscó a Hogg, y este le devolvió una mirada de circunstancias que le aturdió aún más.

—El hechizo, amo...

—Pero yo... —farfulló Twiss.

—¡Sí, usted, que me sedujo con ese pico de oro! —replicó Juana.

—Caballero... —le espetó Mariana, llena ella también de una emoción desconcertada—. Espero que acepte un mínimo de responsabilidad...

—Yo... —Twiss se llevó una mano a la frente y agitó la cabeza, como derrotado—. Lo que sea, soy un hombre de honor...

En ese momento llegó Jovellanos, seguido de Berardi, del capitán Gutiérrez y de los gemelos Rubio. Venían de sondear el río toda la noche y parte de aquella mañana, así que su aspecto era deplorable. No parecía que hubiesen conseguido nada provechoso, como era de esperar. Por unos instantes los ojos de Jovellanos y Mariana se encontraron, y bastó para que ambos comprobasen que todavía seguían dolidos, separados por un velo de incomprensión. Él sabía que debía pedir perdón por su descortesía y que además debía hablar con ella de tantas cosas, de proyectos arriesgados que habían de plantearse. Sin embargo, aquel no era el mejor momento y era el peor lugar. Y además todavía tenía tanto que pensar en Herradura, y estaba tan cansado.

—Venga conmigo, Juana —dijo Mariana a quien de nuevo gimoteaba, limpiándose la nariz con un pico de su toga de estrafalaria beata— Necesita un buen baño y mejor compañía. ¿Por qué anda con esta toga y así de sucia? No, no me lo cuente aquí. Dejemos que esos egoístas traten solos de sus asuntos
importantes...

Dicho eso, la pareja de damas, abrazada una a otra, se alejó hacia la puerta de la Sala de la Justicia, donde las aguardaba Rosario. Jovellanos hizo un ademán a Twiss, exigiendo una explicación.

—¿Se puede saber qué ha pasado aquí?

—Voy a ser padre... —contestó Twiss con voz y gesto patético.

Mientras que los hombres se ponían allí mismo a deliberar sobre lo acontecido desde la tarde anterior, Fermín aprovechaba para abandonar el patio e ir tras las dos mujeres. En su mente traviesa y rapaz rebullía la idea de sorprender a las damas más bellas que conocía en una situación comprometida. En las calles, por boca de sus antiguos compañeros de tropelías, había oído cosas enigmáticas de las mujeres, le habían descrito imágenes de ellas que a menudo azuzaban su imaginación e impulsaban su curiosidad. Puesto que ya había luchado en el castillo de la Inquisición, y puesto que había conducido una carroza, ahora había llegado el momento de descubrir el misterio que desvelaban las mujeres al ponerse en cueros. La ocasión no podía ser mejor: la marquesa y la actriz se dirigían a los baños de María de Padilla.

Ocultándose de columna en columna, de esquina en esquina y de arbusto en arbusto, Fermín fue desde la Sala de la Justicia al ajardinado patio del Crucero, desde donde a través de un pórtico columnado se bajaba a los baños subterráneos. Estos eran un remanso de paz y frescor, paralelos a un jardín dividido en dos partes, baja y alta; la una para paseo y descanso a la sombra en verano, y la otra como solárium en invierno. El baño propiamente dicho era una gran alberca extendida entre fortísimos arcos de ladrillo y cantería de estilo gótico, con un enlucido de albero que impregnaba a todo el subterráneo de penumbras ambarinas. Su construcción databa de la época del rey Alfonso X el Sabio, y desde entonces había servido para solaz de los cortesanos. A pesar de ser obra de un rey cristianísimo, se seguía la inveterada y estricta costumbre árabe, según la cual por el día las mujeres bajaban a bañarse, y por la noche lo hacían los hombres. Fermín no lo ignoraba, y sabía que estaba haciendo algo prohibido; no obstante, proseguía avanzando ya bajo tierra de arco en arco. Al fin y al cabo, él todavía no era un hombre.

En un extremo del estanque se encontraban Mariana y Juana. Mientras que esta ya se había sumergido en el agua, aquella, sentada en el brocal, restregaba su espalda con una esponja. Juana se sentía cohibida, no por su desnudez en aquel rincón húmedo, de tenue luz, donde el agua al regresar al agua resonaba en eco, sino por ser ella, una don nadie, tratada por una marquesa igual que ella sería atendida por sus doncellas.

—¡Ay, mujer...! ¿Cómo se le ocurre ir a vivir así, en la mayor indigencia? A ver si Rosario le encuentra un vestido que le valga —comentaba Mariana, a la vez que vertía el contenido de un jarro sobre el cabello de Juana, que permanecía de rodillas en la alberca, con el agua por los hombros—. ¿No ha pensado que haciéndose pasar por beata corría un grave riesgo? Si no fuese porque Sevilla está patas arriba por asuntos más importantes, podía haber sido prendida por el Santo Oficio.

—Quite, señora... Yo me sé defender sola. —Juana suspiró y se sonó—. O sabía, hasta que apareció ese inglés narigudo para torcer mi vida. Un tirano que no comprende que quiero hacer lo que me plazca a partir de ahora, porque bastantes pifias he cometido al día de hoy por seguir los dictados de unos y de otros. Ya sé que una actriz no es ninguna santa, pero por eso también sabe una cómo interpretar las palabras que Nuestra Señora hace sonar por nuestra boca.

Mariana sonrió, maravillada de la cantidad de contradicciones que podían expresarse en un par de frases.

—Debe ser más prudente, Juana —aconsejó con un tono melifluo—. Y más ahora, que ha de cuidar de la criatura que lleva en el vientre.

Juana giró la cabeza y miró a doña Mariana con insolencia.

—¿Qué criatura? ¿No pensará que me iba a quedar encinta de un hombre así?

—Pero... usted dijo que... —farfulló Mariana estupefacta.

—¡Bah...! ¡Todo ha sido un artificio teatral! Si los hombres usan la fuerza bruta para dominarnos, nosotras tenemos derecho a valernos de la inteligencia para librarnos de su yugo. Es justo, ¿no?

Mariana dejó caer la esponja al agua e, inmersa en un súbito sofoco, se atusó nerviosa unos mechones de cabello despeinados.

—Veo que no desmerece su fama de... —se calló.

—Dígalo, señora marquesa. De mujer casquivana. Por eso quiero corregirme en la beatitud.

—El señor Twiss es un buen hombre, no se merece que le engañe con esas tretas. Él la ama, y está sufriendo por ello porque usted no le facilita las cosas con sus dobleces y su teatro.

—¡Ja...! —Juana se echó agua a la cara con ambas manos—. Se ve que usted no le conoce como yo, señora marquesa. Él sí que es un falsario. No es quien asegura ser. Lo sé porque algo me lo dice bajo este pecho. Figúrese que me ha ofrecido trabajo de actriz en Inglaterra, cuando todo el mundo sabe que allí no hay teatros, sino que solo poseen barcos, máquinas de vapor y nuestro Gibraltar. Lo que en realidad quiere es arrastrarme por ahí como una fulana y luego abandonarme. Pero ¡a mí me va a engatusar...!

Mariana se colocó de pie con un movimiento brusco y puso los brazos en jarras. El coraje de su añeja sangre salió a relucir.

—¡No sea necia! Le está ofreciendo salir de este ambiente oprobioso y usted anda con la cabeza llena de comedias. Se cree que es Elmira, la heroica codiciosa de su voluntad y su virtud, y que él es Tartufo, el vil impostor. Y no es así. Déjese de remilgos y haga caso a lo que de verdad le dice
eso
que tiene bajo el pecho. Yo sé bien por qué huyó a la Macarena dándoselas de mística. Porque tenía la esperanza de que el señor Twiss iría a buscarla hasta allí. O si no, tanto mejor, desdichada de usted, que no valdría lo suficiente a los ojos del hombre que ama. ¡Ah, qué pena, Juana...! Lleva tanto tiempo interpretando personajes, engañando a los demás y a sí misma que no se da cuenta cuando un viajero llegado de lejos, un caballero de honor, le ofrece la mano sincera y el camino de la felicidad.

Juana se tapó los oídos con las manos y negó violentamente.

—¡Cállese! ¡No quiero oírla más, so bruja...!

Y dicho eso, sumergió toda la cabeza bajo el agua, y su cabello flotó como un alga marina. Permaneció así al punto de lo razonable, hasta que Mariana comenzó a inquietarse. Por fin Juana sacó la cabeza, con una expresión transfigurada en placidez y armonía.

—Perdóneme... Usted no es una bruja, sino una bendición del Cielo... —se expresó con un tono sereno.

—Ni lo uno ni lo otro, Juana. Solo soy alguien que la comprende.

—Lleva razón en todo lo que ha dicho. Y le diré más. He estado tanto tiempo a disgusto, de aquí para allá, en teatros y corrales de comedias, entre patanes y villanos que solo buscaban aprovecharse de mí, que no he querido aceptar que un caballero galante y educado se interesase por mí sin pedirme nada deshonroso a cambio. Sí, señora, quiero a don Ricardo, lo quiero desde el primer día que lo vi en Madrid, en la fonda de San Bruno de la calle de Alcalá. ¿Piensa que me perdonará por lo que le he hecho? Lo de mi embarazo, en el patio y delante de todo el mundo, ha sido algo muy fuerte...

—Pues claro, Juana —dijo Mariana con una sonrisa y las pupilas iluminadas—. Es más, estoy segura de que cuando le diga la verdad lo tomará como un rasgo de ingenio. Y se reirá.

—¿Verdad que es gracioso? Eso es lo que más me gusta de él, que parece tan estirado y tímido, y de repente hace un comentario como en serio pero que luego es una broma. Y una tiene que reír por no darle un pescozón. ¡Ah, Virgen santa, qué alegría! —se interrumpió y miró de soslayo con picardía, como si hubiese caído en algo que ya tenía meditado—. Él me parece que es protestante, y yo soy muy católica, por supuesto, y ello puede ser un tropezón para nuestro matrimonio. Aunque tengo entendido que en su país una unión morganática como la nuestra sería más llevadera.

Mariana se llevó las manos entrelazadas a la boca, al tiempo que emitía una risa, quebrada por el llanto. En el fondo, pensó, qué candorosa e inocente era aquella mujer a pesar de haberse movido por los rincones más sórdidos de la sociedad.

—Sí, en su isla todo se arreglará —prosiguió Juana—. Qué pena lo de usted y el señor Jovellanos. Aquí lo tienen muy difícil porque todos los conocen. El rey nunca admitiría su unión. Fíjese en lo del infante Luis Antonio con lo de María Teresa de Vallabriga el año pasado. El príncipe ha tenido que renunciar incluso a su apellido Borbón por el amor de una plebeya. Pero lejos, señora, donde la sangre no cuente tanto...

—¿Usted cree, Juana? —preguntó Mariana estremecida.

—Desde luego. Estoy segura de que esa idea también ha pasado por su cabeza. Venga, confíeselo...

Mariana, aturdida y nerviosa, se enjugó las lágrimas con una mano. De repente veía mejor, y oía más claro, y sus ideas fluían con donaire.

—Sí, es posible... —Giró una vuelta entera haciendo que su falda se abriese con gracia—. Yo había pensado en París, o quizá en América. Bueno, ¿qué más da?

A continuación dio un par de palmadas, cogió la esponja y se la ofreció a Juana.

—Vamos, señorita... Levántese de ahí, que tiene que limpiarse también la cazcarria de las piernas.

Fermín, que hasta ese momento había oído todo pero que había visto poco, fue espoleado por el sonido de un cuerpo desnudo y chorreante emergiendo del agua, de forma que intentó ver lo prohibido. Desde su atalaya se empinó y, agarrado a una de las columnas de la alberca, estiró el cuerpo y el cuello todo lo posible. Algo liso y a la vez curvo, mojado y céreo se movía allá al fondo. El muchacho, excitado, adelantó un pie sobre el húmedo mármol que adornaba el brocal y resbaló. Y fue a caer al agua en una desmañada zambullida. El eco centuplicado de la misma asustó y desconcertó a las mujeres. Juana chilló y buscó su toga para cubrirse, mientras que Mariana, más resuelta, se encaminaba hacia el lugar del escándalo.

—Rosario, ¿es usted? —preguntó, creyendo que era la mujer de Fernández, que se acercaba con el vestido que le había encargado buscar para la actriz.

—¡No vaya, señora, puede que sea el asesino! —advirtió Juana.

Mariana giró la cabeza hacia su acompañante por unos segundos, dubitativa, pensativa, inspirada por una idea que todavía no atinaba a asir bien. Reanudó su avance. Y en eso, a tres pasos de ella, como un corzo escondido en un marjal, Fermín salió de la alberca por medio de un descomunal brinco, corriendo a continuación por el pasadizo hacia la escalera del jardín.

—¡Fermín, niño travieso...! —le gritó Mariana.

Entonces ocurrió que por fin la idea se dejó coger con fuerza, y Mariana no tuvo más remedio que dar pequeños saltos de entusiasmo.

—¡Juana, Juana...! ¡Qué maravilla, Dios mío...!

La aludida salió de la alberca atolondrada, alarmada todavía más.

—¿Pero qué ocurre, señora?

—Que veo un rayo de esperanza. Usted y el niño en la alberca, y el
interfector...
¡Ya sé cómo se mueve el asesino! Esto tiene que saberlo el señor alcalde inmediatamente...

Mariana dio la espalda a una atónita Juana y se precipitó a paso ligero en dirección de la salida de los baños. Ya en el jardín del patio del Crucero notó que alguien se desplazaba entre los setos de arrayán, tras las matas de palmito. Sonrió y, con una voz melosa, se dirigió a su interlocutor invisible y mudo.

—Sal de ahí, Fermín, que no estoy enfadada contigo. —Las hojas se removieron, pero sin dejar ver a nadie—. Te da vergüenza después de lo que has hecho, ¿eh? Bueno, como quieras... Mira, me voy a volver y te voy a dejar escapar. Pero con la condición de que vayas a buscar corriendo al señor Jovellanos y le digas que venga rápidamente aquí, que necesito hablar con él de algo muy importante.

Se giró y cruzó los brazos de cara al pórtico columnado de estilo neoclásico. Por detrás de ella notó que las ramas se agitaban y que a continuación alguien se alejaba de allí pisoteando hojas secas. Mariana sonrió satisfecha. Poco después aparecía Rosario por uno de los senderos del patio, llevando sobre los brazos un vestido, unas enaguas, un refajo, un sombrero, medias y unos borceguíes para Juana.

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