Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
Bruna negó ostensiblemente con la cabeza, como si su mollera no fuese capaz de albergar los hechos más enrevesados para la lógica humana, como si la posesión de espíritu que había sufrido el día anterior no le hubiese enseñado nada.
—¿Pero cómo iba a saber Herradura el momento exacto en que doña Mariana tuviese esa intuición, si llegaba a tenerla, y el momento de hacérsela saber a Jovellanos?
—¿Es que no lo ve claro? —replicó Twiss—. Herradura nunca pudo saberlo. No ha buscado ese momento, solo lo ha aguardado. Y cuando lo ha encontrado únicamente ha querido hacer el mayor daño posible a don Gaspar en el acto de la revelación. Ni siquiera ha pretendido sellar la boca de doña Mariana porque espera que Jovellanos vaya tras él. Es su enemigo número uno, y ha querido provocarle hasta la exacerbación para que, cegado, vaya en su busca en las peores circunstancias de ánimo y lucidez.
Berardi intentó de nuevo hablar, pero al ver que Jovellanos se movilizaba, optó por mantener silencio. Era un recién llegado a aquel grupo y no quería parecer un entrometido. Jovellanos dio un paso y se colocó en medio del círculo. Se encaró con Sagrario.
—Ahora lo más importante es saber cuánto durará la agonía. Es decir, saber el tiempo de que disponemos. Don Esteban, ¿cuánto tiempo tardaron en fallecer la esposa y la hermanastra de Olavide?
El interpelado hizo memoria rápidamente.
—Un día. No llegó a dos. A los médicos les sorprendió en ambos casos la rapidez del desenlace.
—¡Un día! —exclamó Jovellanos cerrando los ojos como si hubiese recibido por dentro la peor de las estocadas; pero enseguida se volvió hacia Twiss—. Señor Twiss, ¿se acuerda de lo que pasó en el corral del Agua, del dardo que encontramos en su pozo, y de lo de las muertes en la universidad?
—Sí. Sé lo que quiere decir. Ese bastardo de Herradura, cuando actúa como
interfector,
lo hace con dos clases de dardos. Los del
anima pinguis
producen la muerte instantánea, pero los otros, los que no utiliza para sus asesinatos rituales, tardan en surtir su mortal efecto. Es por ello que para los mismos, en caso de accidente, debe llevar alguna especie de antídoto.
—Así es. Nuestra única oportunidad de salvar la vida de doña Mariana es dar con el cubil de Herradura y con ese antídoto, y pronto. Ahora mismo, por ella, sabemos dónde puede estar, que debe de ser un lugar subterráneo. Pero, he aquí la cuestión, ¿cómo meternos bajo tierra con ciertas garantías y llegar a tiempo a ese antro?
Una ola de inquietud recorrió el corro. Acto seguido se desencadenó una serie de atropelladas intervenciones.
—Por el río —opinó el esposo de doña Leonor.
—Por el pozo del corral del Agua, señor alcalde —dijo Fernández.
—En la calle de las Sierpes hay un pasaje subterráneo —apuntó Gutiérrez.
—Bajo tierra se arrastran los muertos que aún viven, amo... —observó Hogg dirigiéndose a Twiss con ojos saltones.
—¡Qué más da! —exclamó Sagrario levantando las manos y mirando al techo—. Todo el mundo sabe que bajo Sevilla hay galerías subterráneas, caballeros. ¿Y qué? ¿Se imaginan el laberinto que forman? ¿Y quién va a tener el valor de bajar a un lugar donde se sabe que anda el mismo demonio, aunque tenga nombre tan cristiano como
José?
Antes de que se iniciase un nuevo turno de réplicas, por fin tomó la palabra Berardi. Le bastó que sacase su reloj de saboneta y que mirase la hora ostensiblemente para que los demás cerrasen la boca.
—Los minutos van pasando, y el tiempo apremia —comentó con gran tranquilidad—. Estoy seguro de que el señor alcalde agradece sus comentarios, aunque en esencia solo hagan que acompañar en su inexorable carrera a las manecillas del reloj. ¿Se han parado a pensar que yo, ingeniero civil al servicio de la Corona, hace años trabajé en el adecentamiento de las conducciones que suministran agua a la ciudad? Mi modesta aportación profesional podría ser muy útil.
—No había caído... —murmuró Bruna con cara de asombro.
En ese momento se abrió la puerta de la alcoba y asomó su cabeza la señora Amelia. Les chistó con cara de pocos amigos.
—Por favor. Que aquí hay una criatura entre la vida y la muerte.
El grupo se retiró al cuarto de banderas. Ahora casi todos fumaban en torno a la gran mesa; algunos, nerviosos, iban de un lado para otro con las manos a la espalda. Berardi, el que parecía más sereno, flanqueado por Jovellanos y Twiss, llevaba la voz cantante. Sobre un papel y con un carboncillo fue ejecutando un sucinto croquis de líneas y puntos.
—Como bien saben —explicaba—, aparte de los pozos artesianos de las casas particulares y de los corrales, el suministro de agua para Sevilla se realiza a través del acueducto que viene de los caños de Carmona. Surte de agua a las fuentes, a las albercas públicas y a bastantes grandes casas. Los que tratamos de esta materia suponemos que el caudal sobrante debe ir a desembocar al río. ¿Cómo lo hace? Evidentemente, por el mejor método que idearon los romanos y del que también se valieron los árabes, hasta que los conquistadores cristianos se olvidaron de él. No es otro que las cloacas. Sabemos que quedan cloacas en la calle Batihojas, y en la plazuela de los Tiradores de Oro. Por aquí... Así como en la calle Entrecanales y en la de Espaderías. Desde aquí hasta allá... Por otro lado, como bien decía antes el capitán Gutiérrez, bajo la calle de las Sierpes se extiende un lago subterráneo entre ruinas. Existe otro en la calle Abades. Aquí. También se conocen cuevas en la calle de San Nicolás y en la de los Dados. Cuevas, aseguraría yo, que son restos de la red de cloacas y que en un momento dado se quedaron aisladas de la misma. Por aquí y por aquí. Como pueden ver, forzando la imaginación y algunas líneas, podemos deducir que la red subterránea abarca toda la ciudad y que, en su tiempo por lo menos, si no ahora, debía conectar los suministros y los desagües del acueducto.
Sin dejar de mirar al papel, Jovellanos asintió con un exagerado movimiento, que más que nada denotaba cierta ansiedad.
—Bien, señor Berardi. ¿Podemos deducir de todo esto que Herradura para desplazarse puede servirse indistintamente de las vías de suministro o de desagüe?
—En efecto. Deben correr paralelas. Y es de suponer que tengan numerosos puntos de contacto.
—De acuerdo, ¿pero cómo es posible que Herradura pueda ir a parar al exterior de una fuente, por ejemplo?
Berardi enarcó las cejas y luego esgrimió una débil sonrisa, como si para sus adentros esa pregunta de Jovellanos hubiese dado la entidad precisa para tener en cuenta lo que hasta entonces solo era algo obvio, sin la menor importancia.
—¡Pues claro! Ese maldito... Usted lo acaba de decir. El agua corriente de las fuentes o albercas, la que sobra, se pierde bajo el subsuelo a través de arquetas que, a su vez, se conectan con las alcantarillas principales. Arquetas cuyas tapaderas se pueden abrir.
—¡Por Belcebú! —exclamó Bruna, mordiendo a continuación con fuerza su cigarro puro—. En la capilla mayor de la catedral hay una fuente. Ese tipo, ¿no habrá osado...?
—Sí, señor Bruna —le contestó Jovellanos—. Lo tuvo que hacer para, por lo menos, asesinar al tarasca.
—También hay fuentes en el palacio arzobispal.
Fernández se persignó tras su comentario. Sagrario y Gutiérrez, que estaban alejados de la mesa, se acercaron a ella con sumo interés.
—No me lo puedo creer... —dijo Sagrario—. Herradura tendría que ir arrastrándose, se ahogaría con la propia agua de la fuente.
—Es posible que eso le sucediese a cualquier hombre normal que lo intentase. Pero Herradura no es normal. Es un... —Gutiérrez rumió sus palabras—. Es un fenómeno de la naturaleza. Acuérdense de lo que hizo en el río.
Twiss se apercibió de que cada contrariedad mencionada aumentaba la angustia en Jovellanos. Optó, pues, por retomar su apremio sobre los acontecimientos.
—Sea como fuere, caballeros, todo se comprobará en su momento. Porque más nos vale dar por sentado que vamos a hacer lo mismo que ese bastardo —dijo Twiss, para a continuación señalar en el croquis que había dibujado Alonso Berardi—. Sabemos ya que Herradura está bajo nosotros, ¿pero dónde? Debe de ser un lugar espacioso, bien situado, bien comunicado con la red de cloacas y cañerías. ¿Se le ocurre a usted algún sitio, señor ingeniero?
Berardi resopló y se atusó el pelo hacia atrás.
—¡Buf...! Puede estar en tantos sitios. Un sótano, una cisterna antigua, una ruina ignota. Posiblemente, según dice usted, señor Twiss, sea un punto estratégico. Solo veo un modo de averiguarlo, y no es otro que investigar en los documentos sobre obras públicas y privadas, sacras o profanas, que se hayan realizado en Sevilla desde los tiempos más remotos. Ello puede llevar mucho tiempo, señor Jovellanos, y sin la seguridad del éxito.
—Inténtelo, y pida toda la ayuda que necesite. De cualquier manera, sí existe otra forma de dar con ese canalla. Y es yendo a los lugares de los hechos. ¿Me acompaña, señor Twiss?
Jovellanos se dirigió hacia la puerta, afligido pero también con el cuerpo bien derecho. Todos se le quedaron mirando mientras se alejaba. Notaban su gran pesadumbre y a la vez, por ello mismo, admiraban el temple con el que sujetaba ese último hilo de la esperanza. Twiss y Hogg fueron detrás de él con no mayor decisión.
Ya caminando los tres por el pasillo, Fernández salió del cuarto de banderas y alcanzó a su jefe con una pequeña carrera.
—Señor alcalde... He estado pensando...
Jovellanos se volvió hacia él.
—Sí, Fernández...
—Verá... He pensado en las palabras del señor Twiss sobre que el asesino ha atacado a la señora marquesa para provocarle a usted, para que vaya en su búsqueda en las peores condiciones. A mi modesto entender eso significa que ahora, en este momento, le está conduciendo a su guarida de alguna manera. Es decir, que no le importa en absoluto enfrentarse a usted siempre que se haga bajo sus términos. Entonces, ¿por qué no darle a conocer que se aceptan? Podríamos enviar a unos pregoneros por las calles para que le hagan llegar que usted se enfrenta con él abajo, como quiera y donde quiera, a cambio del antídoto para la señora marquesa. Usted perdone si es una estupidez por mi parte...
Una sonrisa triste se dibujó en la cara de Jovellanos. Echó una mano a uno de los brazos de Fernández y le habló con un tono afectuoso.
—Ojalá fuese tan sencillo, mi buen amigo. El problema es que no sabemos cuáles son en realidad esas condiciones. Hasta qué punto me quiere llevar para..., para hacerme tragar la idea que me he hecho de él. Aun así, ¿por qué habría de tener piedad con doña Mariana si hasta el momento no la ha tenido con nadie, ni siquiera con su propia esposa?
—Cierto —intervino Twiss—. No obstante, dudo mucho que Herradura aceptase ese hipotético
duelo de honor.
Sabe que vamos detrás de él por el camino correcto, según lo tiene planeado, de modo que le basta con acechar y aguardar.
Jovellanos hizo girar a su subordinado hacia el cuarto de banderas con gran delicadeza.
—Mire, Fernández. Vuelva con Berardi y póngase a su disposición. Estoy seguro de que le será de gran ayuda para encontrar esos rancios documentos. Usted es el mejor.
Fernández asintió, parpadeando para hacer desaparecer la humedad de sus ojos, y se despidió con un gesto cortés. Por el otro lado del pasillo Hogg reanudó la marcha clavando con vigor sus muletas en el piso, como dando a entender que el tiempo apremiaba.
El primer sitio al que fueron fue al patio del Crucero, donde horas antes había caído Mariana. No había fuente alguna en el mismo. Bajaron a los baños. Allí descubrieron una arqueta, en efecto, y descorrieron su tapa, pero el agua desaparecía por unos caños tan angostos que apenas cabía un brazo por ellos. Jovellanos se pasó pensativo la mano por su barba de tres días, hasta que una exclamación suya atrajo las miradas de Twiss y Hogg. Echó a andar y sus acompañantes le siguieron. Salieron de los baños, cruzaron una cancela y fueron a dar al jardín de las Damas entre naranjos, limoneros, jazmines y magnolios. A la sombra de la hermosa torre del Agua, que hacía ángulo en la muralla, se encontraba el estanque grande. Era un estanque de aguas profundas y cristalinas, rodeado de una baranda de hierro, y en cuyo centro, con doce surtidores, se alzaba una estatua de Mercurio de bronce dorado.
—Busquen una arqueta. Tiene que haber una aquí —afirmó Jovellanos, que ya perdía su mirada por el suelo.
—Mercurio... —comentó Twiss observando la pequeña y grácil estatua—. De nuevo la antigüedad romana.
Se separaron para buscar. Al poco Hogg encontró la arqueta, pegada a un muro llamado de los Grutescos que dividía el gran jardín casi por la mitad, hecho con rocas sin labrar y adornado en sus amplias hornacinas con pinturas. Con una muleta golpeó la tapa y hacia allí acudieron corriendo Jovellanos y Twiss. Ambos se agacharon y la alzaron por medio de una argolla. Tal como suponían, el agua sobrante del estanque iba a caer por allí hacia una boca subterránea, por la que cabía perfectamente un hombre que se arrastrase. Jovellanos descendió y comprobó por sí mismo la ominosa propiedad de aquel oscuro túnel. Estuvo a punto de internarse por él en pos de la rata que lo frecuentaba. Pero se refrenó. Ni estaba preparado ni sabría adonde dirigirse. Alzó la cabeza hacia Twiss y Hogg.
—Esta salida ya no la volverá a usar Herradura. Pondremos unos soldados vigilándola constantemente.
—Buena idea —aseveró Twiss, que le ofreció una mano con la que poder elevarse—. Iremos cegándole una por una todas sus salidas.
—Las que podamos, Twiss. Porque deben de ser bastantes y no contamos con mucho tiempo.
El segundo lugar al que acudieron fue la Fábrica de Tabacos; esta vez acompañados de los hermanos Rubio y de un pelotón de granaderos. Por boca de su timorato director Quiñones y de los vigilantes, supieron del enrevesado recorrido que tenían unas galerías que transportaban el agua del arroyo Tagarete por todo el subsuelo de la fábrica a fin de mantener en su interior una humedad constante que conservase elásticas las hojas de tabaco para las labores de cigarrería. Una escalera les condujo a una alcantarilla donde esa agua del Tagarete, desde el foso del edificio, se perdía en las entrañas de la tierra. Lo que ni se había mencionado cuando investigaban el asesinato del padre Mateo ahora se hacía patente y daba mejor coherencia al hallazgo de ese crimen. El
interfector
no había necesitado introducirse en la fábrica subrepticiamente entre una recua de mulas, sino que por medio de aquel agujero su repugnante labor se había visto facilitada. ¿Quién se iba a imaginar que el cadáver decapitado del padre Mateo había llegado al molino cruzando una corriente de agua si sus ropas talares ni mucho menos estaban mojadas? Ya conocían la causa: el
interfector
lo había transportado dentro de un saco impermeable de caucho y tafetán. Por otro lado, aquello mismo también explicaba las misteriosas apariciones ante sus compañeros del
fantasma
de Quesada. Como se suponía, era Herradura convenientemente disfrazado, que se podía mover por el recinto a su antojo.