Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
Dicho eso, lanzada por Twiss con gran fuerza, una vasija fue a estrellarse contra el espejo, haciéndolo añicos en medio de un aparatoso estruendo. Con seguridad eso aturdiría a Herradura durante unos segundos. Así pues, entonces, como habían convenido, Jovellanos y Twiss se abalanzaron simultáneamente a través de la puerta. Su plan era bien simple: revolverse cada uno hacia la parte posterior del grueso muro de la estancia que le correspondía y, quien le tocase, caer sobre Herradura, de tal forma que pudiese recibir la inmediata ayuda del otro.
Jovellanos ejecutó su maniobra y no encontró a nadie en el ancho escalón que bordeaba el muro, donde los habitantes de Híspalis habrían charlado después del baño. Con la misma inercia desesperada se volvió hacia la parte de Twiss. El inglés sí había caído sobre el
interfector,
a quien tenía agarrado por la cintura. A los pies de otro pebetero, estaban ambos caídos sobre el escalón, con la silla al lado y envueltos en el segundo cortinaje. Jovellanos propinó con su porra un golpe en una mano del asesino, haciéndole soltar la cerbatana. Pero la fuerza del antiguo mitayo era excepcional, de forma que, respondiendo con una patada, hizo rodar a Jovellanos varios pasos. Entretanto, Twiss luchaba con él haciendo gala de una furia incontenible, ciega, sin apercibirse de que el
interfector
extraía un diminuto dardo de un pequeño bolsillo de su traje. De modo que, sin necesidad de usar su cerbatana, se lo clavó a mano donde pudo, en un brazo.
Twiss soltó su presa, poseído por las convulsiones previas a la parálisis. Momento que aprovechó Herradura para escapar por detrás de la cortina colgada en el centro del
laconium
, rezongando de placer.
—¡Ya les advertí que cuatro manos son muy torpes para matar a un hombre...!
Jovellanos, medio mareado, acudió en auxilio de su compañero.
—¡No...! ¡Sígale..., sígale...! —gritó Twiss con una voz desvaída.
Jovellanos dudó terriblemente durante unos segundos. Parecía que el veneno no tenía tanta virulencia en Twiss, dado la parte de su cuerpo donde se había producido el pinchazo. Fuera como fuese, tarde o temprano sucumbiría a él. Ahora, por lo tanto, se hacía aún más perentorio conseguir ese antídoto. Jovellanos se giró como un lobezno rabioso y se lanzó al otro lado del cortinaje.
Allí apenas llegaba la luz de los pebeteros del otro lado. No obstante, se percibían las siluetas y los perfiles de un montón de cacharros, semejantes a los del laboratorio del
frigidarium.
Jovellanos intuyó que Herradura no se había ocultado entre aquel caos de objetos, porque bastaría descolgar el cortinaje para que la luz invadiera cada rincón, sino que había continuado su huida por una oscura boca de puerta que se adivinaba en un lateral de la sala. Sí —se dijo—, porque de allí provenía la corriente de aire fresco, aire del exterior por donde escapar.
Al traspasar la puerta se internó por un corredor cada vez más oscuro, hasta que la negrura más absoluta le envolvió. Solo le guiaba la corriente de aire y el eco de sus pasos. Y este eco le advirtió poco después que se había adentrado en una estancia espaciosa, y además calurosa a pesar de la corriente. Era el lugar ideal a donde el
interfector
habría querido llevarle. A tientas, con una mano por delante, Jovellanos intentó localizar la fuente de aire fresco. Hasta que al tocar algo tan duro como una pared retiró la mano con un quejido: se había quemado.
Al instante se vio acorralado por la risa sardónica que tan bien conocía ya.
—Bienvenido al
caldarium
de los baños, Jovellanos. Al otro lado de ese muro que acaba de tocar, en la actualidad se encuentra el horno subterráneo de un tejar. ¡Mísero lugar donde morir para un hidalgo como usted!
Jovellanos se encorvó, con las manos abiertas y tensas. Se dio cuenta de que, con la prisa, se había dejado su porra en el
laconium.
—Estamos solos, Herradura. Enfréntese a mí en igualdad de condiciones...
No pudo seguir hablando, puesto que de repente sintió un corte en un brazo, y a continuación otro en el hombro opuesto, y luego uno más en la espalda. Herradura estaba dando vueltas a su alrededor, haciéndole sentir su daga de degollar. Por más que Jovellanos se revolvía y braceaba, no lograba dar con él.
—¿Habla de igualdad? —se preguntó Herradura—. Usted ha sido un privilegiado toda su vida, un protegido de Aranda y Campomanes. Yo, en cambio, un bastardo adoptado por un anciano servil. No, no hable de igualdad. Esta solo existirá cuando todos los de su sangre desaparezcan.
—Así que es por eso, por la vil envidia, por lo que ha querido hacerme tanto daño... —dijo Jovellanos, más que nada para tratar de localizar por el sonido a su adversario, igual que este lo hacía con él mismo.
—¿Por qué no? Es una pasión tan legítima como otra cualquiera. Ya lo dice su vaticinio, usted es un impostor, que bajo una apariencia de hombre honrado representa a la inicua justicia de este reino. Se lo advertí en mi carta. Usted, Alcalde del Crimen, no es mejor que yo. Y se lo estoy demostrando en estos baños, el lugar más caro a usted, pues aquí se encuentra la salvación de su amada. Y no es mejor porque está dispuesto a matar como yo con tal de conseguir ese antídoto. Pero ahora que ya está todo mostrado y dicho, le voy a cortar la cabeza sin el
anima pinguis,
de la forma más dolorosa posible. Tenga por seguro que lo sé hacer...
Jovellanos se dio cuenta de que había llegado el momento, justo en el que la propia vida gira como un vendaval hacia la tragedia o hacia lo imprevisible. Se acordó de Fermín, del sitio donde el muchacho guardaba su honda y sus piedras; se acordó de Morico, que hacía ya una eternidad le había entregado un bote de vidrio con fósforo luminiscente. Así pues, extrajo el bote de debajo de su camisa, se guió por el susurro de Mariana, que le indicaba por dónde en la negrura la daga se iba acercando a su cuello, y, girándose, estrelló su puño contra la cabeza del
interfector.
Herradura soltó un pavoroso aullido de dolor. El bote se había roto y el polvo había penetrado en sus ojos, a los que estaba abrasando. Toda su cabeza, impregnada del fósforo, parecía ahora una antorcha blanquecina y verdosa en medio de aquella oscuridad. Se revolcaba de aquí para allá llevándose las manos a los ojos, arrancándose de desesperación con las uñas la máscara y aun la carne de la cara. Momento que aprovechó Jovellanos para, con su puño también luminoso, propinarle unos puñetazos, tal y como había aprendido del pendenciero Twiss. Le golpeó repetidas veces hasta dejarle semiconsciente. Pudo seguir hasta matarle, pero se detuvo.
—Escúcheme, canalla... —le dijo Jovellanos casi sollozando, al tiempo que le quitaba lo que le restaba de la funda negra de su cabeza—. Yo no soy un asesino... Pero usted sí lo es, y va a ir ante un tribunal para ser juzgado... He podido matarle..., pero no lo he hecho, y solo lo sabremos usted y yo. Esa será su mayor condena...
Poco más tarde, Jovellanos regresaba al
laconium
empujando a Herradura, a quien había atado las manos a la espalda con la cinta de su coleta. Lo arrojó cerca de un Twiss desfalleciente, aunque lo suficientemente despierto como para no dejar de admirarse por lo que contemplaba.
Jovellanos, nervioso, desesperado, arrancó la cortina y fue de un lado a otro del
laconium
preguntándose dónde estaría oculto el antídoto entre tantos objetos. No sabía cómo era, no sabría buscarlo, y aunque lo supiera, posiblemente la búsqueda duraría días. Herradura, recostado y con expresión perversa por lo que escuchaba, rió con malicia, y escupió una bola verde semejante a la hierba, mezclada con hilos de sangre. Twiss, testigo de aquel vómito, sabía que aquello se componía de hojas de coca, sustancia que usaban los indios andinos para darse energías. Llamó la atención de Jovellanos.
—Gaspar... Lo tiene él...
Jovellanos se acercó a ellos desconcertado.
—Ya le he registrado en los dos bolsillos de los dardos, Twiss. No tiene nada.
—Posee otro bolsillo...
—¿Otro? —preguntó Jovellanos lleno de perplejidad—. ¿Dónde...?
Twiss sabía que los indios de los Andes de continuo mascaban hojas de coca para darse fuerzas, y que esa coca la guardaban en el cicrito, un bolsillo bajo sus indumentarias a modo de faltriquera. El extraño atavío del
interfector
debía tener su propio cicrito oculto donde portase sus hojas de coca, que tanta energía le habían dado.
—Busque debajo de su negro justillo... —indicó Twiss.
Aturdido, Jovellanos se inclinó sobre Herradura y, por la cintura, le levantó la parte superior de su uniforme. En efecto, allí, alargado en torno al abdomen, se extendía otro bolsillo. Hurgó en él y, junto a algunas hojas, extrajo una bolsita confeccionada de pellejo y cerrada por una tira de cuero. Se asemejaba a una ampolla, cuyo contenido era el antídoto. Jovellanos la abrió y se dispuso a dar de beber a Twiss. En tanto que Herradura, con su cara quemada y brillante de amarillo, parecía observarles con una sonrisa infernal.
—No...—se quejó Twiss meneando la cabeza—. Corra y llévesela a doña Mariana... Sálvela a ella...
—No sea necio —replicó Jovellanos—. Herradura no escatimaría la sustancia que le podría salvar la vida en caso de accidente. Seguro que esta bolsita contiene más de una dosis.
Twiss no quiso polemizar, tan desfalleciente como se sentía, y asintió. Jovellanos se le acercó y abrió la bolsita. Una vez ingerida la mitad de su contenido, el antídoto comenzó a surtir efecto con una rapidez sorprendente. Twiss fue adquiriendo movilidad en las piernas y brazos, e incluso recobró pronto las suficientes fuerzas como para levantar el torso. Mientras Jovellanos enjugaba su profuso sudor con un pico del cortinaje, Twiss le observó con una mirada de agradecimiento, de profundo afecto.
—Tengo que contarle algo muy importante, Gaspar... —dijo con tono sereno—. Algo que a mis ojos me haría un ser miserable si me lo callase.
—Ahora no, Richard. Debemos salir de esta madriguera lo antes posible.
—Ahora, mientras me recupero... —insistió Twiss.
—Bien... Dígame...
Comenzó diciendo que las mujeres poseen un sexto sentido del que carecen los hombres, por el cual ellas leen en los sentimientos ocultos. En consecuencia, él, Richard Twiss, un espía al servicio de Su Majestad británica, sí, un espía, había levantado siempre las suspicacias de Juana, creyendo ella que le velaba algo íntimo de su ser, y eso la hacía sentirse mal, menospreciada, porque le quería. Sí, era un espía que había regresado a la patria hacía menos de un año desde las Indias; por supuesto, de hacer su trabajo. Hacía unos meses que el Almirantazgo le había encargado una nueva misión. Se había detectado una correspondencia entre un enigmático agente de Sevilla y determinado círculo de agitadores de París. En ella se hablaba de una gran cantidad de oro escondido en la ciudad del sur. Oro que, a no tardar mucho, caería en sus manos y sería remitido a un lugar conocido del círculo, y cuyo nombre no se especificaba, para financiar sus planes de agitación. La alarma había hecho presa en el Almirantazgo por cuanto que se sabía que Silas Deane, un enviado de las rebeldes colonias de Norteamérica, se disponía a viajar a Francia con el fin de recabar ayuda financiera y política para su causa. Por lo tanto, él, Twiss, debía trasladarse a Sevilla y procurar que ese oro no llegase a poder del círculo de agitadores; mucho menos de Silas Deane. Y así lo había hecho, pero había fracasado en su misión toda vez que el oro parecía haber salido hacia su destino.
—¿Comprende ahora en qué asunto delicado he andado metido desde que llegué a Sevilla, Gaspar, aprovechándome de la amistad que me ha brindado? —prosiguió Twiss, sin arrancar el mínimo gesto en Jovellanos—. Ese anónimo agente ha resultado ser Herradura, que al final ha conseguido su propósito. Lo irónico de este caso es que ignoro si el oro va dirigido a las manos de los rebeldes de nuestras colonias, lo que sería nefasto para Inglaterra, o, por contra, se dirige al bolsillo de los agitadores en el seno de Francia, lo que sería excelente para nosotros. Algo de ello sospecharía el gobierno francés cuando mandó a sus agentes detrás de mí y Hogg, con Chantale de Grasse como la más peligrosa. En fin... El destino depende de los dioses. Ya lo sabe todo, Gaspar, y ahora le ruego que me perdone...
Jovellanos salió de su mutismo con una risa que desconcertó a Twiss.
—Le perdono, Richard. Pero sí que ha tardado en contármelo...
—Pe..., pero... ¿desde cuándo lo sabe?
—Quién sabe... Quizá no lo quise reconocer cuando le detuvieron en El Coliseo. Aunque tal vez ya no me cabía ninguna duda cuando lo de la catedral. Hubo un detalle que me convenció definitivamente, un error en el que usted incurrió sin darse cuenta. Cuando estuvimos en la Cárcel Real hablando con Caetano, el más versado en cuestiones de oro ilegal de toda Sevilla, usted no le planteó el asunto del collar robado a su difunta madre, que parecía haber sido una obsesión dar con él desde su muerte. —El perímetro de los ojos de Twiss se duplicó—. No soy tan despistado para los asuntos mundanos como piensa, Richard...
Twiss ejecutó un cómico gesto de fastidio.
—Vaya... Soy una calamidad...
Minutos más tarde, la pareja, y con ellos un José de Herradura preso, se encontraba al aire libre. Habían salido por el
caldarium
al exterior subiendo una escala de cuero tendida desde un hueco abierto cerca de un tejar, al borde de un pequeño campo sembrado de montones de tejas y ladrillos viejos. Jovellanos conocía el sitio, estaba en la calle Pajaritos, no muy lejos del palacio arzobispal. Llovía a mares, y apenas se distinguían las siluetas de las casas cercanas. Tal y como ya lo habían hablado, debían separarse allí. Jovellanos y Twiss se intercambiaron gestos de ánimo, y acto seguido aquel emprendió una alocada carrera por el campo encharcado.
Twiss, con la punta del espadín pinchando en el cogote de un atolondrado Herradura, condujo a su prisionero al palacio arzobispal. Veinte minutos más tarde, un gran cortejo salía del edificio a la calle Placentines y se dirigía en abigarrada procesión a la plaza de San Francisco. Lo encabezaba el venerable anciano cardenal Francisco de Solís, encorvado y apoyándose en su gran báculo pero con gran dignidad. Parecía un patriarca bíblico deambulando bajo el diluvio universal. Le acompañaban más de cien personas, entre canónigos, presbíteros, sacristanes y criados con farolillos. Y en medio de todos ellos iba José de Herradura con su captor inglés detrás. En ese momento las dos docenas de campanas de la torre de la Giralda, que ni se distinguía a través de la cortina de lluvia, comenzaron a repicar con un alborozo electrizante, como solo en señaladas ocasiones sucedía: en casos de nacimientos de príncipes o de victorias en la guerra.