Read El alcalde del crimen Online
Authors: Francisco Balbuena
Todos los habitantes de la ciudad debían saber de inmediato que había concluido la pesadilla y que ya podían salir de sus casas, donde estaban escondidos. El asesino había caído y Su Eminencia salía en medio de la tempestad a atestiguarlo con su presencia. Y si no bastaba el canto celestial de la Giralda para anunciarlo, a partir de la plaza de San Francisco docenas de pregoneros se extendieron por toda Sevilla para que, a viva voz por las calles y corrales, los vecinos se enterasen de la buena nueva.
Al sur, mucho antes de que las campanas repicasen, Fermín se guarecía de la lluvia en un rincón de la fachada este de la Casa Lonja. Se abrazaba a sus rodillas, llorando, echando de vez en cuando un vistazo cansino a la difuminada plaza del Triunfo. En uno de sus vistazos distinguió una figura borrosa que corría en dirección al Alcázar. Supo que era su amo y salió a su encuentro. Ambos, juntos ya, continuaron la carrera asaeteados por una miríada de gotas como flechas.
—¡Lo tengo, muchacho...! —exclamó Jovellanos al tiempo que le mostraba la bolsita del antídoto agarrada en un puño.
—¡Amo, no corra...! —gimió Fermín con un río de lágrimas que en sus mejillas se mezclaban con la lluvia—. ¡Ya no es necesario...!
Nada más escuchar esas palabras, Jovellanos redobló su correr y dejó atrás a Fermín. El chico creyó oír delante de sí un grito tan espantoso entre el restallar de los charcos pisados que se dejó caer al barro sin fuerzas.
Cuando Jovellanos entró en la gran alcoba, las cosas parecían que giraban a su alrededor a pesar de permanecer inmóviles. A un lado había un rimero de mujeres, sentadas o de rodillas, Leonor, Juana, Amelia, Rosario, llorando y suspirando. Al otro lado el médico Morico, de pie, sin casaca y con los cabellos alborotados, con la expresión de un leño reseco. Y en el centro la cama y su dosel alto, y en ella doña Mariana de Guzmán, inmóvil pero no rígida, con su cabellera amarilla suelta por toda la almohada como los rayos dorados de una corona. En medio de la penumbra del cuarto, parecía irradiar de ella una luz, un aura, como si su piel fuese translúcida. Sus rasgos aparecían serenos, límpidos, más bellos que nunca, sin señal de los estragos del veneno. Jovellanos, trastabillando, dejando caer la bolsita en el piso, se acercó a la joven dama, y, al ver que sus ojos celestes permanecían cerrados ante su presencia y su pecho blanco sin aliento, supo ya ahora definitivamente que se había extinguido el mundo. La besó con delicadeza en los labios, todavía calientes, mientras unas lágrimas caían sobre ella. Y luego llevó una de sus pequeñas manos a su corazón. La dejó allí durante unos momentos, como queriendo transmitirle unos últimos latidos. Esa fue su manera de despedirse de todo lo que había amado.
Jovellanos se volvió hacia Morico, y este, aturdido y abrumado, habló antes de que le hablase, con la voz rota.
—Ha ocurrido hace menos de una hora... Estábamos equivocados en...
—Dígame, Morico... No me mienta... —El tono y la expresión grave de Jovellanos llenaron de pavor al galeno—. ¿Doña Mariana estaba encinta?
Morico dilató sus ojillos a más no poder, a la vez que un llanto múltiple y desgarrador arreciaba del lado de las mujeres. El médico dudó en si abrir la boca o dejarla cerrada.
—¿Por qué me lo pregunta, señor alcalde...?
—Contésteme...
Pero Morico no dijo nada más. Tenía demasiado respeto por aquel hombre como para seguir su morboso y lacerante juego mental.
Jovellanos dejó escapar un angustioso grito y salió corriendo de la habitación, y del Alcázar, y de Sevilla. Minutos después llegó hasta allí el clamor de las campanas. Doña Leonor se acercó a un Morico que todavía permanecía tieso mirando la puerta por donde había desaparecido el Alcalde del Crimen.
—Las campanas..., ¿por qué tocan a alegría? —preguntó la ingenua mujer.
Morico cayó arrodillado a sus pies y se agarró a los pliegues de su falda.
—No, doña Leonor... —contestó gimiendo—. Tocan a muerto por un hombre que en este momento no quiere vivir...
Dos días después, el cuerpo de doña Mariana fue trasladado al panteón familiar de los Guzmanes en La Algaba en medio de una lujuriante naturaleza. Su tío don Cristóbal se hizo cargo del entierro, al que asistió lo más selecto de Sevilla. Todo el mundo advirtió que el orgulloso y excéntrico marqués, que apenas sobrepasaba los cincuenta años, pronto llegaría al final de sus días. Y que con él se extinguiría aquella rama de los inquietos Guzmanes.
Jovellanos no acudió al entierro. Transcurrían los días y no aparecía. Bruna ordenó a Gutiérrez y a los capitanes Moya y Doncel que con sus tropas dragasen el río y que formasen patrullas para buscarle por todos los caminos y campos.
El teniente Gutiérrez traspasaba la puerta de Jerez con sus hombres cuando vio acercarse por la calzada del río un gran contingente de soldados. Eran dos batallones al mando del coronel Ambrosio de Oliva, que venían de la Capitanía General de la Isla del León, en atención a la demanda que de ellos se había hecho para sofocar un motín. Gutiérrez sonrió con amargura, espoleó su caballo e inició la búsqueda de Gaspar de Jovellanos. Pero pasó un mes y Gutiérrez, el más experto rastreador, hubo de admitir que no tenía pista alguna sobre su paradero, ni vivo ni muerto.
Entretanto, José de Herradura fue juzgado y condenado a muerte. Tuvo suerte de que en aquellos días las ideas de los ilustrados imperasen todavía, y de que se tuviese en cuenta la parte noble de su sangre, porque de lo contrario habría sufrido tormento. Aunque por su actitud dio la sensación de no importarle en absoluto tal eventualidad. Permanecía distante, callado, con incluso un rictus de satisfacción en su rostro de ojos cegados.
Le encerraron en una celda de la Audiencia Real en espera del día en que se cumpliese la sentencia. Pronto comenzó a recibir las visitas de Morico y Aurelio Maraver. El piscator no se atrevió a traspasar la puerta, sino que se limitó a escudriñar por la mirilla. Tomaba notas o ejecutaba dibujos de un portento humano, del mayor criminal del siglo que, si le contase sus hazañas, le daría material para editar docenas de cuadernillos. Pero aquel hombre no se dignaba a contarle nada, sino que permanecía siempre silencioso y en cuclillas en el suelo, cargado de cadenas y de grillos, con un brillo blanco inquietante que surgía de toda su cabeza en medio de la penumbra.
En cambio, Morico sí se atrevió a penetrar en la celda, con la excusa de paliar las lesiones oculares de Herradura. Morico quería saber, al igual que el piscator. Pero su afán no iba encaminado hacia lo sensacional, sino en pos de conocimientos que sirviesen a la ciencia. No había conseguido que Twiss le revelase el lugar de su escondrijo subterráneo, donde sin duda habría secretos innominados, y esperaba que el propio Herradura sí lo hiciese. Sin embargo, este tampoco lo hizo, a pesar de que congeniaron en buena medida. Pasaron largas horas nocturnas hablando de temas filosóficos y religiosos, de hechos insólitos acontecidos en tierras remotas, de descubrimientos apenas intuidos. Morico también llevó libros para leérselos y pasar así el tiempo.
—No hace falta que me los lea —dijo Herradura con un tono sosegado—, lo sé todo. Sé lo que pasará aun antes de que mi cadáver deje de ser un amasijo de tegumentos secos para convertirse en polvo. Sé que el tiempo es la medida de todas las cosas, y que surgirán mundos que ni siquiera hoy los más perturbados pueden imaginar. Lo sé, los veo, y no necesito leerlos para vivirlos.
Llegó el día de su ejecución. Sucedió el 15 de junio de 1776, después de la fiesta del Corpus Christi, que en aquel año no lució con la brillantez acostumbrada, de suerte que no corrió por las calles ni un tarasca nuevo. La ejecución tuvo lugar en la plaza de San Francisco, donde se erigió un patíbulo de cara a la calle de Chicarreros. También se levantaron unas gradas pegadas a la fachada del Cabildo reservadas para las familias aristocráticas y demás prohombres de la ciudad. Toda Sevilla acudió a la plaza para asistir a tan señalado acontecimiento: pobres y ricos, artesanos de Triana y estibadores del puerto de las Muelas, comerciantes y funcionarios del barrio de San Isidro o prostitutas de El Arenal. Más de quinientos religiosos fueron también testigos, agrupados por parroquias o por congregaciones. Asimismo, el Alcázar mandó veinte carabineros en sus monturas y ochenta granaderos, todos con sus mejores galas.
El acto se desarrolló con rapidez, puesto que la comitiva tenía que cubrir pocos pasos desde la Audiencia al centro de la plaza, y porque Herradura había desechado cualquier asistencia espiritual. Escoltado por una docena de alguaciles, salió de la Audiencia un carro con el reo tirado por dos mulas adornadas con gualdrapa de paño negro. Bajo un sol implacable, el sonido de los cascos cruzó entre la multitud silenciosa y expectante. El reo iba ataviado para la ocasión, teniendo en cuenta la parte noble de su ascendencia. Así pues, vestía un buen ropaje talar ajustado a la cintura con cordones, llamado chía entera. Le cubría un birrete negro y un capuz, del que pendían largas cintas de seda, igual que de las mangas del traje. El cadalso se había preparado también con lo más apropiado. Tenía cuatro varas de alto con once escalones, todo cubierto de terciopelo negro.
A pesar de su ceguera y de llevar cubierta la cabeza, nadie necesitó ayudar al reo a subir los once escalones del patíbulo. Igualmente, encontró solo la silla con su palo posterior, sentándose en ella sin la menor vacilación. El verdugo procedió a ejecutar la pena llamada de garrote honroso, y no vil, ya que la familia de los condes del Corchado poseía ciertos privilegios. Ató las muñecas de Herradura a los brazos de la silla con las cintas de sus mangas, luego sujetó fuertemente su cabeza al palo con las cintas del capuz, y, por último, giró el tornillo con un diestro movimiento, de tal forma que su punta incidió en la nuca del reo y le mató en el acto. No se oyó ni un lamento entre la multitud.
El cadáver fue llevado en andas a la iglesia de la Caridad, donde se le amortajó con el preceptivo hábito franciscano. La Hermandad de la Santa Caridad, de la cual el conde del Águila era su hermano mayor, se encargó de hacer un entierro solemne y digno a Herradura. Un desfile de ciento cincuenta hermanos con velas de la mejor calidad acompañó al ataúd de maderas nobles. Salió de la iglesia, cruzó la muralla por el postigo del Aceite y se encaminó hacia la catedral. Penetró en el recinto por la Puerta del Sagrario y llegó hasta el patio de los Naranjos. Fue allí, en tan hermoso lugar, donde se enterró a José de Herradura, entre las tumbas de unos caballeros llamados Montero y Medina, ajusticiados también por el garrote honroso décadas antes.
Juana y Twiss se trasladaron a vivir a la casa prestada del comerciante en sal Gregorio Vázquez. Les acompañó Hogg, que se instaló en la planta de abajo. Allí, en días cada vez más calurosos y en noches enfebrecidas, Twiss y Juana se juraron plena sinceridad mientras viviesen, o al menos mientras durase su amor. Y duraría mucho. Twiss aseguró a su prometida que se casarían en cuanto llegasen a Londres por un medio que soslayaba las dificultades que ponía la ley a los enlaces entre protestantes y católicos; legal, por supuesto.
Solo un asunto les pesaba terriblemente: la suerte que habría corrido el caballero Jovellanos. Motivo más que suficiente para que Twiss no se decidiese a partir de regreso a Inglaterra. Durante los meses de su viaje meridional, su espíritu se había vuelto más sensible y menos analítico, de forma que algo le decía en su interior que no debía perder la esperanza de que su amigo volviese a resurgir del mundo tenebroso en el que se había sumergido la noche más trágica de su existencia. Por ello demoraba día a día su partida. Juana lo comprendía, y no dudó un instante en que llegado el momento cumpliría su palabra.
A mediados de julio, en una tarde de incandescente sol, el muchacho Fermín despertó de la siesta a todos los de la casa con golpes y gritos. Gritó que acababa de aparecer vivo su amo, el señor Jovellanos. Juana y Twiss se vistieron a toda prisa, para a continuación salir corriendo por unas calles desiertas. Detrás de ellos fue Hogg, ya sin las muletas, aunque con una cojera que le duraría toda la vida.
En la Audiencia todo el mundo lloraba de alegría: doña Amelia, Fernández, Rosario, sus cinco hijos, varios otros empleados y algunos alguaciles. Los demás que se hallaban en el patio no eran habituales. En quien primero se fijó Twiss fue en la Bachillera, la mujer experta de Los Isidros. A continuación llevó su mirada a un par de sus chicas. Había también dos tipos que parecían pescadores del Guadalquivir. Pero no atinaba a reconocer a un sujeto sumamente delgado, vestido de harapos, con barbas y cabellos muy crecidos. Se fijó mejor en él. Así leyó en sus ojos la mirada inconfundiblemente noble de Jovellanos, que le devolvía una sonrisa tímida de las suyas. Corrió a su encuentro y ambos hombres se abrazaron con gran emoción para regocijo de todos los presentes.
Un pescador había encontrado inconsciente a Jovellanos en uno de los caños de las marismas del río, en el centro del Coto de Doñana, allí donde solo pastan los toros salvajes. Le cargó en su barca y le llevó medio muerto a Los Isidros para ponerlo al cuidado de la Bachillera. La mujer le reconoció pese a todo y, junto a sus chicas, se propuso salvar a un Alcalde del Crimen que parecía condenado a morir de inanición y de las quemaduras del sol. Durante tres semanas, una y otras le estuvieron atendiendo bajo el techo de una de las cabañas. Poco a poco, a menudo en contra de su voluntad, Jovellanos fue recobrando el equilibrio y la serenidad de espíritu. Hasta que por fin pareció haber salido de una sima insondable de sufrimiento. Entonces quiso regresar a Sevilla, y aquella tarde ya estaba de vuelta.
Dos días después, afeitado, con el pelo arreglado y ropa nueva, Jovellanos ya se encontraba en su despacho poniéndose al día en los asuntos de la Audiencia. Llegó Twiss y, solos los dos, se pusieron a hablar de lo que sabían que no debía quedar callado.
—¡Ah, Richard...! —suspiró Jovellanos sentado frente a Twiss, ambos bajo la luz de la mañana que traspasaba la ventana—. Todavía no sé por qué no me tiré al río en lugar de correr de día y de noche hacia el sur, hasta perderme entre la maleza de las marismas donde comer raíces y ranas crudas. He pensado mucho sobre ello. Quizá lo hice porque deseaba disolverme en la naturaleza salvaje, la que tanto quiso Mariana, y que tenía prohibida por su enfermedad. Tal vez porque ansiaba parecerme a Herradura, hacerme un ser tan duro e implacable como él. El caso es que no quería vivir, no deseaba seguir respirando un aire que ella ya no podría respirar también. Al menos no quería vivir siendo yo, ¿pues no sería eso una forma de inexistencia? ¿Por qué hemos de vivir con un cuerpo?